Abril 12, 2007
Proceso 1236

A Maria Julia Hernández (1939-2007)
In memorian

    El 30 de marzo de 2007, falleció, en horas de la mañana, María Julia Hernández. En su momento, habrá que dedicar el tiempo suficiente para examinar en detalle su decisiva  contribución a la defensa de los derechos humanos en la historia reciente del país. Y es que, sin duda alguna, la historia de los derechos humanos en El Salvador, en los últimos treinta años del siglo XX, no podrá contarse ni escribirse sin mencionar a María Julia Hernández.
    Se hablará y se escribirá de quienes violentaron esos derechos, de quienes pisotearon la dignidad de personas indefensas, haciendo alarde de prepotencia y poder. Pero también se tendrá que dar el lugar debido a quienes pusieron su mejor empeño en la defensa de las víctimas. Nunca los primeros deberán ser los protagonistas más importantes de la historia salvadoreña; deberán serlo las víctimas y quienes se pusieron incondicionalmente de su lado. De ese lado estuvo María Julia Hernández; ahí es donde habrá que recordarla siempre: en el reverso de la historia, es decir, en la historia vivida y sufrida por las víctimas del poder.  
    Ya habrá tiempo para ahondar en esas y otras consideraciones sobre el legado de María Julia Hernández. Por ahora, el impacto causado por la noticia de su muerte nos mueve a otras consideraciones, que quieren fijarse en la mujer que dedicó sus mejores esfuerzos y energías a defender a los más débiles de los abusos de los poderosos. Porque eso hizo, ante todo, María Julia Hernández: hacer resistencia activa al poder militar, paramilitar, político y económico que ni antes ni ahora ha escatimado en recursos y artimañas para salirse con la suya.
    Desde Tutela Legal del Arzobispado, ella tuteló —esto es, resguardó, protegió— los derechos humanos de los más vulnerables, en una época en la cual hacer tal cosa significaba ser considerado un enemigo del poder. Y lo hizo como mujer, con unas agallas y una valentía que hombres con poder en El Salvador nunca podrían tener, porque lo de ellos es la prepotencia y la soberbia.
    En este sentido, ha muerto una mujer que, de ahora en adelante, ya no podrá tender sus manos cordiales y protectoras a quienes podían necesitarlas aun en las circunstancias más difíciles y extremas. Por un lado, en María Julia Hernández se tenía esa firme actitud de desafío al poder y a los poderosos, lo cual no podía hacerse sin fortaleza y sin una cierta dureza de carácter. Por otro, estaba su calidez hacia las víctimas, lo cual revelaba una enorme bondad interior, sensible a lo que les sucede a los demás. Porque eso fue, en lo esencial, María Julia Hernández: una mujer que no dio la espalda a los sufrimientos ajenos y que estuvo dispuesta a renunciar a su propia seguridad personal con tal de ser fiel a sus principios y compromisos con quienes son violentados en su dignidad.
    Dicho de otra manera, María Julia Hernández fue un sostén al que se aferraron las víctimas de la persecución política en los años ochenta. En ella encontraron un resguardo seguro que las protegía de las inseguridades generadas por el Estado salvadoreño —a través de los cuerpos de seguridad y el ejército— y los escuadrones de la muerte. Pudo asumir tal responsabilidad inspirada en el recuerdo de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, a quien ella tanto quiso, y animada por Monseñor Arturo Rivera Damas, quien, con lucidez, la puso al frente de Tutela Legal del Arzobispado. La herencia de esos dos grandes pastores católicos es inseparable de la herencia dejada por María Julia Hernández en materia de defensa de los derechos humanos y de compromiso con las víctimas. María Julia Hernández fue la continuadora de ambos en esas importantes e irrenunciables tareas.
    Su vida corrió peligro una y otra vez. Las amenazas y los chantajes no la doblegaron. Dando muestras de una enorme valentía, siguió los pasos, primero, de Monseñor Romero y, después, de Monseñor Rivera en la búsqueda de una sociedad más solidaria y justa. Ella vio, al igual que otros y otras comprometidos y comprometidas en el mismo empeño, cómo su búsqueda no se traducía en la sociedad deseada. La guerra civil terminó, se firmaron unos Acuerdos de Paz que trajeron una esperanza efímera y los problemas de siempre —pobreza, exclusiones, concentración de la riqueza— se vieron agravados por otros: violencia social, migraciones, pandillas, crimen organizado. Sobraron los que cayeron en el desencanto y optaron por la retirada hacia el ámbito privado, donde supuestamente no hay que preocuparse por los demás. Otros y otras renegaron de sus compromisos previos y se dedicaron a hacerle la venia a los poderosos, a la espera de recibir algo a cambio.
    María Julia Hernández —quizás sin ser ajena a una cierta dosis de pesimismo por lo maltrecho que estaba el país una vez acabado el conflicto— se hizo cargo de los nuevos retos surgidos en la postguerra, si lo que se quería era construir una sociedad verdaderamente reconciliada. Y uno de los retos más trascendentales asumidos por ella fue el de restituir los derechos de las víctimas de la violencia estatal y paramilitar de los años ochenta, principalmente el derecho a ser recordadas y honradas públicamente.      
    Todo lo anterior hace de María Julia Hernández una mujer fundamental para la historia salvadoreña reciente. Fue pilar sólido en la defensa de los derechos humanos. María Julia Hernández ya no está con nosotros y, porque fue fundamental, ha dejado un enorme vacío en la sociedad salvadoreña. Queda su herencia de compromiso en la defensa de los derechos de las víctimas. Queda su ejemplo; queda su memoria. Quedan sus proyectos y sus sueños.
    Su herencia, ejemplo, memoria, sueños y proyectos habrán de ser fundamento de quienes, en las generaciones venideras, den continuidad a la lucha por la dignidad de las víctimas. Que descanse en paz María Julia Hernández.

 A propósito del crimen organizado en Guatemala

    El asesinato de 3 diputados salvadoreños del PARLACEN y su motorista en tierras guatemaltecas —el 19 de febrero de este año— colocó  en la opinión pública el tema del crimen organizado y su relación con las esferas políticas y económicas en el vecino país. El resultado de las investigaciones preliminares señaló a cinco agentes de una división elite de la Policía Nacional Civil (PNC) de Guatemala como los autores materiales del crimen. Casi inmediatamente después de su detención, estos fueron asesinados en una situación aún no esclarecida y con fuertes indicios de la colaboración entre funcionarios gubernamentales y los asesinos en el silenciamiento de los policías capturados.
    A estos sucesos se le suman destituciones a autoridades de alto rango de la PNC de ese país, así como señalamientos a otros funcionarios públicos del gabinete de seguridad de la administración del actual presidente Oscar Berger, por sus posibles implicaciones en el asesinato de los diputados y los acontecimientos derivados del mismo. De hecho, un informe elaborado por la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés) establece la existencia de al menos cinco grupos o redes clandestinas de crimen organizado que operan en Guatemala, bajo el resguardo de las estructuras estatales. El informe, además, revela los nombres de algunos funcionarios públicos, políticos, militares activos y retirados vinculados con estos cinco grupos ilícitos.
    Por otra parte, en diversos medios se ha filtrado una carta elaborada, se presume, por el ex sub director de Investigaciones e Inteligencia de la PNC guatemalteca, Javier Figueroa, en la que señala la participación del presidente Berger, algunos de sus familiares y funcionarios de su gabinete en actividades ilícitas (contrabando, prácticas de limpieza social y corrupción).
    Asi las cosas, Guatemala enfrenta una difícil situación que necesita de urgentes medidas para lograr sanear al aparato estatal, en todos sus ámbitos, de las redes de corrupción y crimen organizado que, al parecer, ya se han institucionalizado. Un fenómeno que bien puede generalizarse a Centroamérica y cuyas implicaciones para la vida política regional no pueden desestimarse.

Crimen organizado y democracia en Centroamérica
    En Guatemala, el Estado está siendo un instrumento facilitador del auge del crimen organizado y estructuras similares al interior de la sociedad. Un fenómeno en el que altos funcionarios de los gobiernos participan y del cual se benefician. En ese sentido, la democracia sirve como fachada para justificar el orden de cosas existentes, y para estar al servicio de intereses económicos del crimen organizado, cuyas redes se desarrollan en las instituciones gubernamentales.
    Con esta premisa de fondo, el asesinato de los tres diputados salvadoreños y su motorista debe analizarse no como el descubrimiento de un nuevo fenómeno en Guatemala, ni en Centroamérica, sino como una muestra de la prolongada crisis que enfrenta la región en materia de seguridad pública, así como en su capacidad para hacer frente a los engranajes estatales de sus vínculos con el crimen organizado. Estas redes han operado de manera menos visible, y a través de otros mecanismos y prácticas, en el pasado. En ese sentido, lo realmente novedoso al respecto es el alto nivel de vinculación que aquellas han establecido con las estructuras gubernamentales, así como su fortaleza organizativa, su dominio territorial y su fuerte alcance político.
    Una de las críticas habituales a los aparatos estatales es que estos responden a intereses de grupos minoritarios o bloques económicos específicos y no a la población en general. En la actualidad, el conocido maridaje entre elites políticas y económicas ha adquirido un matiz especial, al incluir las actividades ilícitas como principal vínculo entre estas y al instaurar estructuras paralelas al Estado con una autonomía sorprendente y un peligroso sistema de valores fundamentados, en lo esencial, en la obtención de lucro a como dé lugar.
    La principal fuente de poder de estas redes es su fuerte capacidad económica para financiar y comprar voluntades de  políticos y funcionarios gubernamentales, con lo cual consiguen resguardo institucional para sus actividades ilícitas y garantías concretas para el libre ejercicio de sus negocios sin intervención alguna del Estado. Por tanto, se puede afirmar sin temor a equivocación, que ahora más que nunca los Estados de la región han perdido su autonomía, una de sus características fundamentales, y con ello su capacidad de actuación con total independencia de intereses ajenos al bien común.
    La erosión a sus facultades se debe sobre todo a factores internos, pues las redes del crimen operan al interior mismo del Estado, lo cual produce, entre otros efectos, la reducción de las capacidades estatales para generar políticas públicas efectivas, la corrupción en el manejo de los fondos y recursos públicos, el irrespeto a la institucionalidad democrática, y la instauración de lógicas de funcionamiento contrarias al bien común (violencia estatal, irrespeto hacia los derechos humanos, abusos de poder).
    En ese sentido, el Estado, en la concepción neoliberal de los gobiernos de la región, no sólo ha perdido su capacidad de intervención en actividades como la economía, sino además como garante de justicia y procurador de servicios públicos. Al estar penetrado por estas redes criminales, el Estado es inoperante para impartir justicia en su justa dimensión, pues entre los costos de ello estaría afectar los intereses de tales redes. Esta institucionalización del crimen organizado ha sido posible por la creciente participación de funcionarios públicos y políticos que de manera histórica han utilizado al Estado como su instrumento para ejercer poder y obtener beneficios particulares.
    Por otro lado, estas redes socavan la institucionalidad política y refuerzan la crisis de confianza y legitimidad que la ciudadanía deposita en los dirigentes políticos y en las instituciones gubernamentales. En ese sentido, también la convivencia social es erosionada, pues las instituciones mediadoras entre el Estado y la ciudadanía carecen de eficacia instrumental, credibilidad y padecen serios problemas de corrupción en su interior. Por tanto, para cambiar tal situación es preciso efectuar una depuración en todos los ámbitos estatales y no sólo en áreas específicas.

Retos
    Si se desea eliminar el crimen organizado y su vínculo con las estructuras estatales, es necesario tomar en cuenta una serie de retos no sólo para las llamadas clases políticas locales, sino para la sociedad en general. Un desafío fundamental para Centroamérica es generar esfuerzos articulados que combatan con toda la fuerza y capacidad las iniciativas del crimen organizado, lo cual pasa ineludiblemente por un examen interno de cada país, realizado a conciencia, y requiere una clara voluntad por mejorar el funcionamiento de la sociedad en su conjunto. Además de esta iniciativa entre los gobiernos de la región, la sociedad civil debe preocuparse por desarrollar esfuerzos de control ciudadano dirigidos a la fiscalización de los gobernantes y funcionarios públicos de todo nivel. Solo así, se podrá resolver este problema que acelera el rumbo de los países centroamericanos hacia una democracia cada vez más incierta.
    En el caso puntual de El Salvador, uno de los principales retos es hacer visibles, con nombre y apellido, los posibles vínculos entre el crimen organizado guatemalteco y el salvadoreño. Es necesario explorar tal relación, para conocer la magnitud y alcance de su poder, así como para diseñar alternativas de solución a este problema. En segundo término, es urgente que las redes locales del crimen organizado sean investigadas y combatidas, a fin de sanear al Estado y lograr un mejor funcionamiento de los gobiernos. Lo anterior implica una actuación valiente por parte de las autoridades del gobierno por desmantelar los vínculos existentes y lograr cambiar esa negativa situación, en beneficio de la ciudadanía. 
    Sin embargo, mientras estas redes sean alimentadas por funcionarios públicos, políticos y empresarios, el panorama se presenta sombrío para la región, pues las redes del crimen organizado se consolidan, lo cual reduce las posibilidades de un arribo a un sistema democrático incluyente y justo para la población.

Consideraciones sobre la producción del etanol

    La semana pasada, el presidente de la República, Elías Antonio Saca, celebró el acuerdo de EEUU y Brasil de establecer una planta piloto para la producción de etanol en El Salvador. Según el mandatario, los presidentes George Bush y Luiz Lula da Silva seleccionaron al país debido a las buenas relaciones que se mantienen con esos gobiernos y porque en la nación existen las condiciones adecuadas para establecer una planta de producción de biocombustibles.
    La noticia ha generado diversas reacciones en la sociedad salvadoreña. Por un lado, el Ejecutivo apoya la producción de etanol, siempre que haya un marco legal adecuado al país. En la misma dirección, el FMLN también apoya el nuevo proyecto de biocombustibles, pero considera que éste debe analizarse en forma detenida. El partido de izquierda piensa que la discusión de la ley de biocombustibles debe tomar en cuenta la seguridad alimentaria del país. Por otro lado, el Centro Salvadoreño de Tecnología Apropiada (CESTA) considera que la producción de biocombustibles podría provocar una escasez de alimentos que afectará, con mayor énfasis, a los sectores más pobres del país. Para Ricardo Navarro, presidente de la entidad, la producción de etanol mediante el cultivo de caña y cereales impulsa a los agricultores a pasar del cultivo de granos básicos al de los insumos que requiere el etanol porque estos se venden a mejores precios. En este sentido, el desplazamiento de la producción y la inversión agrícola compromete la seguridad alimentaria del país.

La perspectiva gubernamental
    El gobierno considera que la producción de etanol es conveniente porque reducirá las importaciones de petróleo en $100 millones. Según el Ejecutivo, la medida evitará la salida de recursos y aumentará la demanda interna mediante un mayor nivel de consumo e inversión. A pesar de que la medida parece generar beneficios en el plano macroeconómico, también es importante tomar en cuenta las posibles consecuencias a nivel microeconómico. Es decir, analizar los cambios en la producción y consumo de los agricultores debido a la generación de energía mediante biocombustibles.
    Desde una perspectiva microeconómica, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) piensa que la producción y comercialización del etanol es una alternativa para el desarrollo en las zonas rurales. Según la entidad, el cultivo de caña y cereales —que son insumos en la producción de etanol— puede ser el nuevo destino de las inversiones agrícolas. Para la siembra y la siega de dichos cultivos se necesita una gran cantidad de mano de obra. En este sentido, en el campo se abren nuevas oportunidades de inversión y empleo en beneficio de los habitantes de las zonas rurales. Pero se debe tener presente que las inversiones relacionadas a la producción de etanol no están asociadas directamente a la paga de altos salarios. En otras palabras, el aumento de las inversiones en un negocio que tiene mucha rentabilidad no asegura la paga de mejores jornales. Por otro lado, y como aspecto central, si los trabajadores del campo dedicados a la producción de granos básicos optan por cultivar caña y cereales para la producción de etanol, es menester preguntar quién asegurará la producción de los alimentos que el país necesita.
    Según el presidente de la República, no hay de qué preocuparse, pues ha asegurado que no se usará el maíz blanco en la producción de etanol. El maíz blanco se utiliza en la elaboración de las tortillas que son parte indispensable de la dieta de la población salvadoreña. Esta es una buena noticia, no obstante, no resuelve el problema de la seguridad alimentaria del país. Para dar más seguridad, el mandatario salvadoreño también ha llegado a sostener que la producción de alimentos se podría asegurar mediante una observación especial en la ley de producción y comercialización del etanol. Pero también el mismo mandatario ha dicho que la producción de etanol recaerá en manos de agentes privados. Esto es una contradicción, pues si la generación de biocombustibles queda a expensa de manos privadas, no se puede asegurar que la seguridad alimentaria del país depende sólo de una ley del Estado.
    Si el Estado salvadoreño quiere regular fuertemente dicha actividad con el fin de proteger la producción de granos básicos, es probable que las normas afecten la rentabilidad de la producción de biocombustibles. Por otro lado, si las regulaciones son muy débiles, es probable que año tras año se reduzca la producción de granos básicos porque resultará más rentable cultivar insumos para el etanol que los granos básicos que forman parte de la dieta de los salvadoreños y salvadoreñas. A la fecha, todo parece indicar que la algarabía que hay en el Ejecutivo debido al anuncio del presidente Bush impide ver el tema con la consideración adecuada.
    Una postura más acorde a un esquema de producción regulada es la que mantiene el FMLN. El partido de izquierda sostiene que la producción de etanol no debe recaer exclusivamente en manos privadas. Según el partido de izquierda, la producción debe estar regida por una ley que funcione con una actividad económica controlada parcialmente por el Estado. En este sentido, es probable que las consideraciones especiales de la ley de biocombustibles en torno a la seguridad alimentaria sean ejecutadas en forma más adecuada, pues la presencia del Estado en la producción restaría fuerza a la actividad del mercado. De esta manera, con una normativa fuerte se tendría mayor control en el uso de las tierras agrícolas aunque esto podría afectar las inversiones destinadas a producir etanol.

El mercado y la producción del etanol
    Según el CESTA, la raíz del problema se encuentra en las consecuencias que genera la producción de etanol. Para la entidad, la producción de biocombustibles está en oposición a la seguridad alimentaria. Un país tiene seguridad alimentaria cuando la mayor parte de la oferta de alimentos es de origen nacional y una parte muy pequeña es proporcionada por las importaciones. En este sentido, si la producción de etanol es realizada por agentes privados, es de esperar que el uso de las tierras agrícolas quede a expensas de la lógica del mercado. Bajo el esquema de mercado, los agentes privados cuentan con la libertad para destinar sus inversiones a la producción de los bienes que sean más rentables en el mercado. Si la dinámica es esa, ¿qué impedirá que los productores de alimentos destinen la mayor parte de sus tierras para el cultivo de caña y cereales que serán los insumos en la producción del etanol? Sin duda, la difícil situación económica que atraviesan los productores de granos básicos es un aliciente para cultivar insumos de un producto rentable como el etanol.
    Ahora bien, en medio de este debate, cualquiera podría argüir que los campesinos encontrarán un equilibrio entre la cantidad de tierra destinada al cultivo de los granos básicos y la usada en el cultivo de insumos para el etanol, pues ellos no estarán dispuestos a sacrificar su alimentación a cambio de los altos ingresos por la venta de insumos a las plantas generadoras de etanol. A pesar de que esa consideración suena muy razonable, puede objetarse aduciendo que dado que la demanda de biocombustible crece a nivel internacional, ésta siempre se encuentra acompañada de altos precios que resultan muy atractivos. En este sentido, los productores agrícolas, guiados por las ansias de mayores ingresos, pueden pensar que la producción de alimentos recaerá en otros agricultores y no precisamente en ellos. Por ejemplo, cualquier agricultor puede caer en la trampa de pensar que son los demás productores los encargados de proporcionar los alimentos que su familia necesita. No obstante, si todos se ven envueltos en la misma lógica de alcanzar mayores ingresos, es menester preguntar quién producirá finalmente los alimentos que el país necesita.
    Finalmente, hay una posición más radical que hay que atacar. Según los apologistas del libre comercio, es bueno que el país se especialice en la producción de etanol, al punto de ocupar la mayor parte de las tierras para el cultivo de los respectivos insumos. Ellos piensan que, al fin y al cabo, la exportación de etanol generará los ingresos suficientes para importar la mayor parte de alimentos que el país necesita. A primera vista, dicha postura parece factible, pero no es conveniente, porque la alimentación de la población salvadoreña dependería en su totalidad de la producción internacional de alimentos. En este sentido, una crisis agrícola en los países proveedores de alimentos generaría una escasez sin precedente a nivel nacional.

La violencia en Semana Santa

    Los períodos vacacionales se han convertido, en los últimos años, en una especie de indicadores para medir el grado de violencia en una determinada sociedad. Especialmente en países con graves problemas sociales, económicos y políticos como es el caso de El Salvador. Uno de esos períodos es Semana Santa. El común denominador de esta vacación con relación a años anteriores ha sido el alto número de muertes (la mayoría de ellas por asesinato, seguidas de las sucedidas en accidentes de tránsito y los ahogamientos por inmersión en lagos, playas o piscinas).
    De ahí que Semana Santa representa para el Estado un desafío que pone a prueba la efectividad de sus planes de seguridad ciudadana. En este 2007, las cifras de fallecidos registradas en el país son las más altas de la región centroamericana. Esto quiere decir que las medidas de seguridad impulsadas por el gobierno no funcionaron como era de esperar. No de manera rotunda, pero sí en la medida en que los número de fallecidos se mantiene en una tasa que no registra una disminución significativa, por más esfuerzo que hagan las autoridades gubernamentales, junto a los grandes medios de comunicación, por sobredimensionar algunos números que en comparación con el año anterior muestran una leve disminución.
    En los últimos cinco años, el Ejecutivo ha presentado una serie de planes antidelincuenciales como el Mano Dura, Súper Mano Dura y Cruzada contra el crimen organizado, sin que éstos ataquen de manera integral la problemática de la inseguridad. Por ello, tanto Francisco Flores, ex presidente de la República, como el actual presidente Antonio Saca, han fracasado en sus propósitos de brindar Seguridad Pública. Las cifras que se registran en esos años, durante las vacaciones de Semana Santa correspondientes, lo confirman.
    En 2007 el Ejecutivo presentó un novedoso plan días antes de Semana Santa que consistió en una veda de armas en determinados lugares públicos y privados: parques, calles, restaurantes, bares, y otros en donde concurren grandes cantidades de personas en esta época. La medida se llevó a cabo en conjunto con autoridades municipales de las zonas en las que se prohibió la portación de armas de fuego. Se trata de una medida insuficiente para detener la violencia social, si no se acompaña de otro tipo de acciones encaminadas a enfrentar sus distintas aristas. Empero no deja de ser una disposición importante y necesaria, sobre todo en el aspecto de la prevención del delito.

El Salvador: primer lugar en fallecidos
    Es paradójico que una semana en la que muchas personas se dedican a actos culturales-religiosos, como la participación activa en procesiones, elaboración de alfombras y demás ritos cristianos, sea un tiempo en el que otras tantas aprovechan para cometer delitos de todo tipo hasta llegar incluso a crímenes.
    Es indudable la existencia de una cultura de violencia –muy presente en los diferentes ámbitos de la sociedad salvadoreña— que se manifiesta en las calles, con conductores temerarios e imprudentes que violan las normas de tránsito;  en los sitios vacacionales, como las playas y turicentros; y en general en la forma de celebrar de algunas personas los días festivos, con el exceso en consumo de bebidas embriagantes que, portando algún tipo de arma, se convierten en un peligro latente para quienes las rodean.
    Sin embargo, ello no exime de responsabilidad al Estado que está obligado por la misma Constitución de la República a brindar seguridad pública, no sólo en períodos vacacionales, sino a lo largo de todo el año. De aquí que el elemento cultural debe estar presente en los diferentes planes contra la violencia. No para justificar la incapacidad o la tolerancia del Estado contra este flagelo, sino para hacer más efectivos e integrales sus planes de prevención y combate de la violencia.
    Así pues, no es válido que las autoridades, al comparar los números de delitos en Semana Santa con otros países Centroamericanos, justifiquen, apelando a la cultura de la violencia, el deshonroso primer lugar logrado por el país en ese rubro. Y oculten de esta manera su ineptitud o su desinterés por asegurar una seguridad pública efectiva.          En la siguiente tabla se presentan las cifras de fallecidos en Semana Santa de 2007 en los países centroamericanos:

Cuadro 1:
Fallecidos en Centroamérica durante Semana Santa 2007


País

Fallecidos

El Salvador

151

Guatemala

148

Honduras

106

Nicaragua

52

Costa Rica

40

 

Fuente: elaboración propia con datos de Diario Co-Latino.

    La pregunta que muy pocas veces aparece en los grandes medios de comunicación al analizar estos datos es la siguiente: ¿por qué El Salvador registra una violencia mayor que el resto de países del área? La respuesta no puede ser simplista y reduccionista, es decir, no se la puede contestar desde un sólo aspecto de la realidad del país. Y es que, que El Salvador sea uno de los más violento de América Latina, está relacionado con muchos aspectos, de los cuales se pueden mencionar algunos: la creciente desigualdad económica, social y política; el papel de los grandes medios de comunicación, que transmiten a diario mensajes plagados de violencia; sin olvidar la impunidad de los delincuentes con mucho poder, lo cual pone de manifiesto la inexistencia de una aplicación efectiva y equitativa de la justicia.

Homicidios: principal causa de muerte
    En el año 2006 se registraron 153 fallecidos durante las vacaciones de Semana Santa. En 2007, como ya se indicó, fueron 151, es decir, apenas dos menos que el año pasado. Funcionarios de la Policía Nacional Civil (PNC) y del Sistema Nacional de Protección Civil (SNPC) aseguraron, con  satisfacción, que esta disminución se debió a la implementación del plan “Veda de armas”, lanzado desde el 19 de marzo pasado.
    Con todo, desde el año 2003, las cifras de fallecidos no experimentan cambios significativos, a partir de los cuales se pudiera afirmar que los diferentes planes gubernamentales  contra la violencia han sido efectivos. Estas cifras aparecen en el siguiente cuadro.

Cuadro 2:
Fallecidos en Semana Santa (2003-2007)


Año

Fallecidos

2003

136

2004

131

2005

166

2006

153

2007

151

Promedio

147.4

 

Fuente: Elaboración propia con datos de Proceso. No.  1189, y Protección Civil

    Estos datos llevan a recordar que desde mediados de 2003 el ex presidente Francisco Flores promovió uno de los planes antidelincuenciales que buscaban combatir la ola de violencia que ya se experimentaba con fuerza en ese momento. Los “buenos resultados” –al igual que sucedió con el plan Súper Mano Dura, de su sucesor en el cargo, Antonia Saca—, fueron más mediáticos que reales. Las cifras de homicidios y de delitos en general no disminuyeron y el crimen se especializó mucho más, en especial en las maras y el crimen organizado.
    Los períodos vacacionales de Semana Santa de esos cinco años dejaron un promedio de 147.4 muertes. Asimismo, la mayoría de ellas fueron causadas con arma de fuego. En la siguiente tabla se detallan las causas de fallecidos durante la Semana Santa de 2007.

Cuadro 3:
Números de fallecidos en Semana Santa 2007


Causa de muerte

Fallecidos

Arma de fuego

73

Arma blanca

12

Objetos contundentes

8

Accidente de tránsito

33

Ahogamiento por inmersión

25

Total

151

 

Fuente: elaboración propia con datos de Protección Civil y PNC

    La mayoría de las muertes en esta Semana Santa fue perpetrada con armas de fuego. Por ello es importante que se desarme a la sociedad civil. La idea de vedar la portación de armas en lugares públicos es una medida altamente necesaria. Ha sido un paso muy importante que no se puede ver con desdén. Lo criticable es que se quiera sobredimensionar los pobres resultados obtenidos con dicha medida que, se insiste, es muy importante, pero insuficiente si no va acompañada de otras muchas medidas estatales encaminadas a transformar la cultura de violencia del país, que no es solo socio-cultural, sino también económica y política.
    La segunda causa fueron los accidentes de tránsito. Es fácil hacer recaer toda la responsabilidad en los conductores irresponsables; sin embargo, una vez más, las autoridades deberán evaluar si el plan de Prevención, Protección, Auxilio y Seguridad fracasó o más bien si se deben crear planes que se adecuen a las necesidades observadas en este período vacacional y así evitar posibles accidentes en el futuro.  Por último, la tercera causa está relacionada con ahogamientos –25 personas fue el saldo total— , pese a la movilización de una gran cantidad  de rescatistas de la PNC, Cruz Roja y Cruz Verde.
    Con todo, el saldo de víctimas dejado por la recién finalizada Semana Santa deja una lección a las autoridades: es necesario intensificar los planes de seguridad para buscar medidas que integren a los distintos sectores de la sociedad tal y como se ha sugerido en este semanario desde años anteriores. Además no se trata de hacer una valoración como la de Juan Miguel Bolaños, Ministro de Gobernación, y decir que la violencia experimentada en la última Semana Santa es una “violencia normal”; eso supone no sólo dar la espalda al promedio  de 11 muertes por día, sino no dejarse interpelar por los datos alarmantes accidentes y heridos. Al contrario, hay que ver la realidad como es y buscar la erradicación de una violencia que no es “normal” ni debe ser  aceptatada por la sociedad.

Quince años después: otra lectura (II)

    Además de la celebración rosa del Acuerdo de Chapultepec, en enero también hay una fecha para recordar: la masacre de 1932. Diferente a la primera, ésta es una conmemoración roja; no por comunista, como afirma la versión oficial que intenta ocultar la barbarie, sino por la sangre que corrió el 22 de enero y los días siguientes en San Salvador, La Libertad, Sonsonate, San Vicente, Ahuachapán y otras poblaciones. Ya pasaron setenta y cinco años desde entonces sin que el Estado haya investigado y exhibido públicamente a los responsables; mucho menos que los ha sancionado ejemplarmente. Se habla de treinta y dos mil personas muertas, en su mayoría indígenas; más allá de la cantidad de víctimas, que fue descomunal, lo trascendental de los hechos fue su impacto en la vida de esos pueblos y en la de toda la sociedad salvadoreña. Desde entonces, los coloridos refajos ocuparon el lugar más oculto posible en las casas de las sobrevivientes y sus descendientes; su idioma, sus costumbres y toda su cultura debieron esconderse para sobrevivir a la cacería de brujas lanzada por el entonces presidente de El Salvador Maximiliano Hernández Martínez.
    Lo sucedido entonces y los treinta años más recientes de la historia salvadoreña muestran la forma en que los gobiernos de turno le han servido al poder económico y han sido despiadados con los sectores más débiles, que son la mayoría. En 1932 se promulgó una ley para blindar a los criminales frente a las posibles demandas de verdad y justicia. “Se concede amplia e incondicional amnistía –se lee en el Decreto 121 de la Asamblea Nacional Legislativa de la República de El Salvador, del 11 de julio de 1932– a favor de los funcionarios, autoridades, empleados, agentes de la autoridad, y cualquiera otra persona civil o militar, que de alguna manera aparezcan ser responsables de infracciones a las leyes, que puedan conceptuarse como delitos de cualquier naturaleza, al proceder en todo el país al restablecimiento del orden, represión, persecución, castigo y captura de los sindicados en el delito de rebelión antes mencionado”. Así se construyó el muro de la impunidad e impuso el silencio a los humillados y ofendidos.
    Lo mismo sucedió en 1993. Tras el Acuerdo de Chapultepec se instauró y funcionó una Comisión de la Verdad, para investigar las principales violaciones a los derechos humanos ocurridas durante el conflicto armado. Las partes firmantes del documento acordaron cumplir las recomendaciones emitidas por dicha Comisión, en función de reestablecer el orden y conciliar la sociedad. Sin embargo, Alfredo Cristiani fue el que diseñó y ordenó levantar otro aberrante muro para intentar –de nuevo– sepultar las exigencias de verdad y justicia de las víctimas: la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, mal llamada así porque la violencia brutal sigue golpeando a El Salvador independientemente de sus causas. Así, el 20 de marzo de 1993, el gobierno de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) las victimizó aún más con una “amnistía amplia, absoluta e incondicional a favor de todas las personas que en cualquier forma hayan participado en la comisión de delitos políticos, comunes conexos con éstos y en delitos comunes cometidos (...) antes del primero de enero de 1992”. De esa forma, se pretendió ignorar a personas como Rufina Amaya que perdieron esposos, hijos y demás familia a manos de agentes estatales, oficiales o clandestinas como los “escuadrones de la muerte”, y guerrilleros.
    Pero no sólo eso, también se impidió consolidar la nueva y la reformada institucionalidad. Si en los tribunales nacionales la Fiscalía General de la República hubiera sentado en el banquillo de los acusados a altos jefes militares y demás responsables de las violaciones de derechos humanos –sin importar el bando al que pertenecían– hasta lograr una ejemplar sanción para los mismos, se habría establecido el precedente necesario para minimizar el irrespeto a la vida y al Estado de Derecho. Pero no fue así. Por eso ahora, los índices delincuenciales han sobrepasado la capacidad de un gobierno que, aturdido y abrumado, recurre al Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés) para enfrentar el monstruo de la violencia incontenible.
    Debido a esa endeble estructura estatal que continuó protegiendo a sectores poderosos, en tiempos de “paz” también se han cometido graves crímenes como los de Darol Francisco Velis, Ramón Mauricio García Prieto, Lorena Saravia y Adriano Villanova. Esos y los más de diez homicidios diarios demuestran que la supuesta transformación del país sólo fue aparente y que siguen vigentes los “escuadrones de la muerte” dentro de dicha estructura.
    Las violaciones de derechos humanos igual continuaron. Es cierto que ahora no se persigue masivamente a una oposición, en buena medida porque no han puesto en verdadero riesgo al poder real y al formal, pero la posibilidad de perder la vida sigue siendo alta. Los niveles de pobreza y exclusión también continúan siendo inadmisibles. Además, no sólo existen pocas oportunidades de conseguir un empleo; también se violan sistemáticamente los derechos laborales de quienes lo tienen, aunque sea precario. Asimismo, hay deudas pendientes en la cobertura y la calidad de la educación y la salud. En síntesis, los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de las mayorías no han sido respetados, afectando su ya disminuida calidad de vida.
    Preocupada por el pan de cada día y la protección de su seguridad, la población ha dejado de ser protagonista en la lucha por los cambios que el país necesita. Para colmo, de forma intencional se ha impedido su participación en las decisiones que le incumben, haciéndole creer que la única forma de influir en la modificación de la realidad son las elecciones. “El arma más poderosa de los hombres libres es el voto”, afirman retomando las palabras del mayor criminal. Sobre esa falsa idea, los corruptos han desvalijado la hacienda pública. No sólo han robado los fondos de instituciones como el Instituto Salvadoreño del Seguro Social o la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillados; además, se sirvieron con “la cuchara más grande” a la hora de las privatizaciones en los años noventa del siglo pasado e hicieron el negocio del nuevo siglo –en el caso de los bancos– al vender recientemente lo adquirido de forma fraudulenta. Todo eso, sin ninguna oposición social capaz de revertir tan perversa dinámica.
    Semejante pasividad de un pueblo que se caracterizó por ser combativo y exigente con quienes se enquistaban en el poder estatal, sacudió al anterior embajador estadounidense. “¿Dónde está la condena pública masiva –reclamó Douglas Barclay, días antes de su partida– y la presión hacia sus representantes electos, tanto hacia el gobierno central, como al poder legislativo y los gobiernos locales para lograr un programa integrado contra la criminalidad?”.
    Buena parte de la respuesta se encuentra en la falta o –en el mejor de los casos– la desarticulación de un real movimiento social. Sindicatos, comunidades eclesiales de base y otras formas de organización popular fueron desmontadas por diversas causas; además, son presentadas como grandes males para el desarrollo nacional. He ahí, entonces, el gran desafío. Es evidente que en esa otra lectura del proceso salvadoreño, pero sobre todo en los intentos por lanzarse a la construcción de una sociedad incluyente, pacífica y democrática, se debe recuperar la participación ciudadana consciente y concertada, apoyando a las numerosas victimas de la violencia y de la violación de otros derechos humanos. Pero también exigiendo a los empleados públicos –desde Antonio Saca hasta el último burócrata del escalafón– honestidad, transparencia, rendición de cuentas y el impulso de políticas públicas que de verdad favorezcan a la gente.
    Existe suficiente indignación individual ante la corrupción, la delincuencia  común y organizada, la impunidad que favorece a los maleantes de “cuello blanco”, los crueles e interminables crímenes, y el encubrimiento mediático de la maldad más profunda. De eso, no hay duda. ¿Y? ¿Habrá que seguir soportando estoicamente semejante estado de cosas? No. Es demasiado peligroso, porque el estallido violento llega tarde o temprano. De ahí la urgencia de transformar la indignación individual en acción colectiva, inteligente, creativa y liberadora.

Fallecimiento de Dra. María Julia Hernández
Directora de Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador


    “Nuestro profundo desafío y compromiso, nuestra razón de ser, son las víctimas, que en su mayoría son los pobres de El Salvador” María Julia Hernández, 15 de noviembre de 2004.
    Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador comunica al pueblo salvadoreño y a la comunidad internacional que este día, a tempranas horas de la mañana, falleció a causa de complicaciones cardíacas, nuestra querida hermana, amiga y Directora, María Julia Hernández, incansable luchadora en defensa de las víctimas de violaciones a los derechos humanos en El Salvador.
    Tutela Legal expresa sus más sinceras condolencias a la familia Hernández Chavarría y al Señor Arzobispo de San Salvador, así como al clero y feligresía en general, ante la irreparable pérdida física de esta admirable mujer salvadoreña. Asimismo, manifiesta sus agradecimientos a las numerosas personas que han expresado su solidaridad y apoyo.
    María Julia fue una mujer valiente que dedicó su vida a hacer el bien. Luchó con todas sus fuerzas para que en este país floreciera la justicia y se erradicara la impunidad. Amó profundamente al pueblo salvadoreño y, especialmente, a las víctimas de violaciones a los derechos humanos, a quienes acompañó y defendió por todos los medios a su alcance, lo que le llevó inevitablemente a enfrentar las estructuras de poder causantes de los males de nuestro pueblo.
    De esta forma María Julia, una mujer de profunda fe y compromiso cristiano, inició una militancia en defensa de la persona humana hombre y mujer, integrándose en 1977 a la causa de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, nuestro querido pastor mártir y acompañándole en las demandantes labores humanitarias y de defensa de las víctimas en aquellos años tan violentos. La muerte de Monseñor Romero —cuyo cadáver María Julia protegió con su propio cuerpo, durante el escenario convulso del atentado contra la multitud para acompañar a Monseñor en la misa de cuerpo presente— selló el compromiso de esta admirable mujer y cristiana por sus semejantes más débiles y perseguidos.
    La infatigable labor y entrega de María Julia iniciada con Romero, continuó durante la gestión arzobispal de Monseñor Arturo Rivera Damas. Con visión de futuro, María Julia compiló los escritos de las homilías de Monseñor Oscar Romero que hoy se conocen y fue nombrada por Monseñor Arturo Rivera como Directora de Tutela Legal del Arzobispado desde su fundación, el 03 de mayo de 1982, cargo que desempeñó hasta el momento de su muerte.
    Durante la guerra investigó innumerables violaciones a los derechos humanos, expuso su vida ingresando a las zonas de guerra, a las cárceles, a las oficinas de altos oficiales del ejército, para defender y demandar el respeto a la vida y dignidad de cientos de personas atacadas en está época marcada por el terrorismo de Estado.
    Junto a Monseñor Arturo Rivera Damas y a Monseñor Gregorio Rosa Chávez, acompañó los enormes esfuerzos del Arzobispado por lograr la humanización del conflicto armado y fue una trabajadora infatigable para la organización y realización de las rondas de diálogo de paz de los primeros años de la guerra civil, sin cuya realización no sería posible el posterior proceso que llevó a la firma definitiva de la paz en 1992.
    Denunció valientemente, siguiendo a nuestros pastores Romero y Rivera, las violaciones a los derechos humanos, sin importar quien fuera el bando responsable. Impulsó denuncias y procedimientos de protección a los derechos humanos a nivel nacional e internacional, no sólo durante el conflicto armado, sino también durante los 15 años que siguieron a la firma de la paz, pues en esta etapa se consolidó la impunidad en El Salvador y se repitieron hechos atroces semejantes.
    Le dolía muy particularmente la tragedia de las víctimas de los graves crímenes de lesa humanidad ocurridos durante la guerra civil -abandonadas por el Estado que ha protegido a los victimarios- así como el drama de su pueblo sumergido en una situación de vulneración generalizada a sus derechos económicos, sociales y culturales, bajo el imperio de deshumanizadas políticas neoliberales.
    Impulsó las investigaciones y lucha contra la impunidad en connotados casos, como la masacre del padre Ignacio Ellacuría y sus compañeros y compañeras mártires de la UCA; igualmente en los casos de las Masacres de El Mozote, Río Sumpul, La Quesera y El Barrío. Su lucha fue decisiva para el impulso internacional del caso del magnicidio de Monseñor Oscar Arnulfo Romero ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y ante la Corte Federal de Fresno, instancias que reivindicaron el derecho a la verdad del que son titulares tanto la familia Romero como el pueblo salvadoreño en general.
    Su lucha cristiana por la dignidad humana le llevó a recibir importantes reconocimientos, dentro de los cuales destacan los siguientes: “Oscar Romero Award” (1988) otorgado por Americas Watch New York; “Award of Honor” (1990) otorgado por la Ciudad y Condado de San Francisco, USA; “Premio Yoko Tada” (1990) otorgado por la Fundación de Derechos Humanos Yoko Tada, Japón;  “Share Award” (1991) otorgado por la Fundación SHARE y “Primer Premio Jan Deplanke”, (1993) otorgado por la Fundación Jean Depalncke, Bruselas.
    Recibió el Doctorado Honoris Causa en Public Service otorgado por Saint Josephs University, Filadelfia, en 1992 y el Doctorado Honoris Causa en Derechos Humanos por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) en 2004.
    Su amplio trabajo pastoral, marcado por una clara opción preferencial por las víctimas de las violaciones de los derechos humanos, le llevó a recibir el título de “Hermana de la Compañía de Jesús” (1990) y a recibir la “Medalla de Plata del Pontificado de Juan Pablo II”, otorgada por el Santo Padre por Servicio Eclesial (1992).
    María Julia Hernández fue co fundadora del Grupo de Trabajo en Derechos Humanos Pro Memoria Histórica (1997); del Comité Pro Monumento de las Víctimas Civiles de Violaciones de Derechos Humanos (1997) y de la Coalición Salvadoreña por una Corte Penal Internacional (2002).
    María Julia enfrentó el riesgo de su muerte con profundo sentido cristiano de resurrección: “Padre, estoy en tus manos; te veré hoy o seguiré aquí luchando si así lo quieres”, oró poco antes de una de sus últimas intervenciones quirúrgicas.
    Como siempre, no tuvo miedo de la muerte y confió profundamente en Dios. La hemos perdido físicamente en el mes que conmemoramos los martirios de Monseñor Oscar Romero y el padre Rutilio Grande. La despedimos junto a su querida amiga, Rufina Amaya, sobreviviente de la Masacre de El Mozote. Al igual que estos grandes defensores de la verdad, la justicia y la dignidad, María Julia nos deja un legado de 30 años de lucha, cuya continuidad se erige hoy en nuestro más profundo desafío y compromiso.
    Y son válidas para María Julia Hernández sus propias palabras, dirigidas a reflexionar sobre el legado de Monseñor Romero: “el rico magisterio episcopal de Monseñor Romero, el más grande defensor de los derechos humanos de nuestro tiempo y por cuya causa dio su vida, nos insta a defender, hoy y aquí [la] dignidad de la persona humana” (con ocasión del otorgamiento de su doctorado Honoris Causa en Derechos Humanos por la UCA, 15 de noviembre de 2004).

    Dado en San Salvador, a los 30 días del mes de marzo de 2007.
“Porque yo sé que son muchos sus crímenes
y graves sus pecados.
Oprimen al justo, se dejan sobornar y
atropellan al necesitado en el tribunal (...)
Busquen el bien y no el mal para que vivan;
así estará con ustedes el Señor
Dios todopoderoso como pretenden.
Odien el mal y amen el bien, restablezcan
el derecho en el tribunal”
(Amós 5,12-14,15)

 

    Murió ya la madre de las víctimas salvadoreñas y la hermana mayor de quienes intentan hacer valer los derechos humanos en El Salvador. Madre ternura y hermana ejemplar; mujer de la denuncia clara e intransigente. Se fue en marzo. No podía ser en otro tiempo. Romero, Rutilio, Rufina y Marianella también partieron entonces y por eso la llevaron a su lado en este mes martirial tan simbólico. Se fue María Julia. ¿Adónde está? ¿Adónde se ha ido? ¿Adónde estará?

   Donde siempre. Al lado de las víctimas acompañándolas y frente a los victimarios encarándolos. En la primera fila de la batalla contra la injusticia y la impunidad, buscando y encontrando a las y los mártires que desapareció un infame Estado, hecho crimen organizado para enfrentar a un pueblo en lucha por su liberación. Al lado de ese pueblo que sigue sufriendo y que –con su partida– sufre más pero se inspira para buscar y encontrar la verdad, la justicia y la paz.

   Que no se sientan aliviados los terroristas de Estado con su ausencia física. Si pueden, mejor tiemblen de remordimiento y arrepiéntase de sus crímenes porque María Julia no les dio ni les dará tregua. En vida derramó en esta tierra su dignidad para dignificar a las víctimas y –con ellas– revertir la historia de maldad. Hoy al lado del Padre, junto a Romero y Rutilio, Marianella y Rufina continuará infundiendo valor al pueblo salvadoreño, aún crucificado pero en camino hacia su resurrección.   

   Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”

   San Salvador, El Salvador, 30 de marzo del 2007.