Marzo 21, 2007
PROCESO 1234

El liderazgo de Monseñor Romero

    El Salvador actual tiene un vacío absoluto de liderazgos. Quienes se autoproclaman líderes políticos o empresariales son, a lo sumo, meros dirigentes partidarios o directores ejecutivos de empresas bien ubicadas en el mercado. Pero líderes nacionales, en el sentido estricto de la expresión, no lo son. Y ello porque no son capaces ni de hacerse cargo de los problemas fundamentales de la sociedad salvadoreña ni de elaborar y comunicar un discurso sobre los mismos ni de hacer que amplios grupos del país se identifiquen, a partir de ese discurso, con aquellos problemas nacionales. Monseñor Oscar Arnulfo Romero —cuyos 27 años de haber sido asesinado se conmemoran este 24 de marzo— sí fue capaz de todo eso: se hizo cargo de los problemas fundamentales del país, elaboró y comunicó un discurso sobre los mismos y logró que amplios grupos de salvadoreños y salvadoreñas se identificaran con ellos en orden a buscar su solución práctica.
    ¿Cuáles fueron las claves esenciales de su liderazgo? La respuesta a esa interrogante supone una amplia reflexión sobre la vida y obra de Monseñor Romero. No es este el lugar para realizar una reflexión de esa magnitud, pero sí para perfilar algunas de las claves más sobresalientes del liderazgo del Arzobispo mártir.
    Ante todo, su uso eficaz y honesto de la palabra. Pocas personalidades en la historia salvadoreña —de los que se tenga memoria— han hablado tan bien como Monseñor Romero.  Que hablara bien significa, en un primer momento,  que su palabra era clara, es decir, dejaba pocas dudas acerca de lo que quería transmitir. En un segundo momento, era una palabra que tocaba las fibras de la conciencia de quienes lo escuchaban, es decir, era una palabra que movía a la reflexión y al compromiso. Por último, se trataba de una palabra honrada, en la cual no traslucía ningún afán de manipulación o mentira.  Por todo ello, lo que Monseñor Romero decía estaba cargado de significado; sus frases no eran vacías, sino llenas de contenido. Estamos en una época en la que sucede precisamente lo contrario de lo que sucedía con Monseñor Romero: las palabras no sólo pierden significado —esto es, se desvalorizan—, sino que lo que queda de ellas es usado con fines deshonestos y manipuladores.
    En segundo lugar, su preocupación por los problemas del país. Monseñor Romero fue, sin duda, un hombre preocupado por El Salvador. El Arzobispo mártir se preocupaba por el país porque quería entrañablemente a su gente, particularmente a quienes eran violentados en su dignidad humana no sólo por mecanismos estructurales de exclusión, sino por mecanismos de represión política.  La suya no era una preocupación fría y distante, sino cálida y cercana. En otras palabras, Monseñor Romero se sintió afectado por los problemas de El Salvador. Y supo comunicar esa afectación a amplios sectores de la sociedad salvadoreña que, una vez en contacto con su palabra, ya no pudieron seguir siendo indiferentes a lo que sucedía cotidianamente en el país.  Contrariamente a lo que le sucedía a Monseñor Romero, lo propio de muchos presuntos líderes que pululan por doquier en estos tiempos es la despreocupación y la indiferencia frente a los graves problemas nacionales y, más específicamente, frente a la suerte de los excluidos y marginados. 
    En tercer lugar, su renuncia a intereses mezquinos. La mezquindad es un serio obstáculo para el compromiso responsable con los otros. Monseñor Romero fue un hombre comprometido y responsable porque le fue ajena la mezquindad. Su entrega incansable y total a su pueblo es la mejor prueba de ello. Hay evidencias de que los poderosos de El Salvador hicieron lo que pudieron para seducirlo; esos mismos poderosos lo presionaron y amenazaron —antes de acabar finalmente con su vida— en incontables ocasiones. Es decir, pretendieron que Monseñor Romero antepusiera otros intereses a los que él consideró, prácticamente desde el asesinato de Rutilio Grande, como irrenunciables: los del servicio incondicional a las víctimas de El Salvador. De nuevo, lo que predomina en quienes deberían servir a la sociedad salvadoreña, especialmente a sus sectores más vulnerables, es el egoísmo más descarado, lo cual les impide comprometerse en serio —responsablemente, pues— en la búsqueda de soluciones para los problemas del país.           
    Por último, sus firmes convicciones cristianas. Monseñor Romero fue un hombre de una fe intensa. Pero la suya fue una fe anclada en Jesús de Nazaret: en su vida, pasión, muerte y resurrección, así como en las exigencias concretas que se derivan de esa fe. Y la primera y radical exigencia es buscarlo en quienes sufren, en los desamparados, en los hambrientos. “Habría que buscar al niño Jesús —dijo Monseñor Romero el 24 de diciembre de 1979—, no en las imágenes bonitas de nuestros pesebres. Habría que buscarlo entre los niños desnutridos que se han acostado esta noche sin tener qué comer, entre los pobrecitos vendedores de periódicos que dormirán arropados de diarios allá en los portales”. Esta fe dio aliento a Monseñor Romero; le permitió ponerse en el lugar de los sin poder y decir lo que nadie se atrevía a decir en unos momentos en los cuales la sociedad salvadoreña urgía de una voz que hablara por ella. Esa voz fue la de Monseñor Romero. Una voz que desafiaba a los poderosos y redimía a sus víctimas. Una voz firme y audaz; una voz creíble y honrada. Una voz que, de no haber sido apagada, haría tambalear los cimientos del poder.
    Hombre de palabra eficaz y honesta; hombre de fe intensa; hombre preocupado por el destino de su país; hombre que quiso servir y no ser servido. Eso y más fue Monseñor Romero.

Monseñor Romero y la espiritualidad laical

Carlos Ayala Ramírez

I.  La misión de los laicos dentro y fuera de la Iglesia

Origen de los laicos
Inicialmente, en la Iglesia no existe el concepto de “laico”. En el Nuevo Testamento se habla de discípulos, de cristianos, de fieles o de creyentes, de elegidos,  de santos, etc. Se resalta así lo comunitario y la dignidad común de todos. Esto no quita que desde los comienzos haya discípulos que tienen funciones ministeriales importantes (apóstoles, profetas, maestros, doctores). La diferencia comienza a establecerse cuando se acentúa el papel y la significación de los ministerios sobre la condición de cristianos. Pero originalmente no fue así: el cristiano sigue siendo un discípulo de Jesús, y el ministro en la Iglesia tiene una clara conciencia de que no es un grupo aparte de los cristianos, sino que participa de la común dignidad cristiana, aunque tiene unas funciones específicas propias: las de su ministerio.

Todos son cristianos, pero no todos son ministros
    Entonces surge una problemática teológica: ¿cómo designar a los cristianos que no son ministros? ¿Cómo distinguir entre los ministros y los que son cristianos sin más especificaciones ulteriores? Para responder a esta problemática se echa mano del concepto de laico. El término laico tiene un uso pre-cristiano. En la cultura romana se utilizaba para designar a los miembros del pueblo llano, a los que pertenecían al “pueblo”. Laico es un miembro del pueblo (el no dirigente). Este uso del término laico determina su utilización en el cristianismo para designar a los no ministros.

Un dualismo que no es cristiano
    El concepto laico favorece la idea de que los laicos son hombres y mujeres profanos y los ministros personas consagradas. De esta forma se mete en el cristianismo un dualismo que no es cristiano, ya que lo típicamente cristiano es que todos están consagrados a Dios, que no hay ningún cristiano que tenga una vida profana. Todos son sacerdotes desde el sacerdocio de Cristo, afirma el Nuevo Testamento: Cristo, Señor Pontífice tomado de entre los hombres (Heb 5,1-5), de su nuevo pueblo hizo un reino de sacerdotes para Dios (Ap 1,6; 5,9-10), los bautizados son consagrados para que, por medio de toda obra,  ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (1 Pe 2, 4-10). Esta visión del sacerdocio común fu cultivada con mucha convicción por Monseñor Romero, quien en el contexto de la ordenación de dos sacerdotes dijo algo que no es habitual escuchar entre la jerarquía, menos en esas circunstancias litúrgicas:
“El personaje principal de esta ceremonia no son los que se van a ordenar, ni el obispo, ni los sacerdotes que presidimos; el personaje central  es Cristo, eterno y único sacerdote... Además de la figura central de Cristo, único sacerdote, la figura principal aquí no son nuestros hermanos que se van a ordenar ni nosotros que presidimos, sino ustedes, pueblo sacerdotal... Todos los bautizados, todos los que formamos la Iglesia, religiosos y laicos, somos el pueblo sacerdotal. El eterno sacerdote ha querido hacernos participantes de esa dignidad...”(Homilía 10 de diciembre de 1977).

La erosión del sacerdocio común
    Con el término laico, se erosiona el sacerdocio común y se margina la importancia del bautismo como consagración a Dios. La consagración por el sacramento del orden tiene sentido siempre que se valore y respete la consagración primera y fundamental de la Iglesia, que es el bautismo. En suma, La historia del laicado es la de la lenta erosión de sus bases teológicas, nunca negadas pero sí relegadas a un segundo plano; es la historia de un progresivo distanciamiento de las líneas de fuerza comunitarias del Nuevo Testamento y de la tradición de los primeros siglos, a favor de una concepción jerarquizante, desigual y clerical. El laicado ha ido perdiendo progresivamente protagonismo eclesial, valoración teológica y funciones ministeriales. La mujer ha sufrido doblemente ese proceso de “depauperización” teológica y práctica por su doble papel femenino y laical que hacen de ella, el prototipo del “pobre” y marginado dentro de la comunidad eclesial.

La nueva identidad de los laicos
    Hasta el Vaticano II la repuesta usual para definir a los laicos era siempre la misma: un laico es el que no es sacerdote ni religioso. Es decir, se definía al laico no por lo que era, sino por lo que no era. El Concilio, superando interpretaciones precedentes y prevalentemente negativas, abrió una visión positiva de los laicos: afirmó la plena pertenencia de los laicos a la Iglesia. Los laicos se conciben como los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, pertenecen al pueblo de Dios y son partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo (LG, n. 31, 32).

II. Monseñor Romero y la espiritualidad de los laicos: algunos retos actuales


    Esta visión positiva de los laicos planteada inicialmente en el Vaticano II y ampliada después en la Exhortación Apostólica de Juan Pablo Segundo Christifideles Laici (1988); Monseñor Romero la tomó muy en serio y la puso en práctica . No sólo  reconocía en los laicos su madurez en la fe y su capacidad creativa y organizativa, sino que los consideró centrales en el quehacer eclesial. Lo dijo de forma muy contundente: “ Lo más grandioso de la Iglesia son ustedes, los que no son sacerdotes ni religiosos, sino que en la entraña del mundo, en el matrimonio, en la profesión, el negocio, en el mercado, en el jornal de cada día, ustedes son los que están llevando el mundo y de ustedes dependen el santificarlo según Dios” (cfr. Homilía 26 de noviembre de 1978). Veamos, desde el pensamiento de Monseñor Romero, cómo el laico puede vivir su espiritualidad con el testimonio de una vida ejemplar, enraizada en Jesús de Nazaret, cuando menos desde tres ámbitos fundamentales de la vida: el modo de ser humanos, la política y la familia.   

La espiritualidad laical: lo humano animado por el amor y la justicia
    Antes de ser cristianos somos seres humanos en el mundo con otros y otras. Esta condición exige de cada uno el sentido de responsabilidad, cuidado, respeto y conocimiento con respecto a cualquier otro ser humano, el deseo de proteger y promover su vida. Exige atender las condiciones ecológicas, sociales y espirituales que permitan la posibilidad de una vida digna. La espiritualidad de un laico (de todo ser humano) es, en principio, la espiritualidad de vivir y convivir como seres humanos, como familia humana. Esto es condición de posibilidad para una vida espiritual cristiana. Así lo consideraba Monseñor Romero: “Antes de ser un cristiano tenemos que ser muy humanos. Quizás porque muchas veces se quiere construir lo cristiano sobre bases falsas humanas, tenemos los falsos hombres y falsos cristianos”(Homilía 31 de diciembre de 1978).
    Desde esa condición espiritual de ser muy humanos, esto es, de mantener la actitud de cuidado, compasión, responsabilidad y solidaridad hacia los otros, Monseñor Romero exhortaba a los laicos y laicas a ser devotos de la justicia y del bien común: “Cada uno de nosotros tiene que ser un devoto enardecido de la justicia, de los derechos humanos, de la libertad, de la igualdad, pero mirándolos a la luz de la fe. No hacer el bien por filantropía. Hay muchas agrupaciones que hacen el bien buscando aplausos en la tierra. Lo que busca la Iglesia es llamar a todos a la justicia y al amor fraterno” (Homilía 5 de febrero de 1978).
    Jesús de Nazaret vivió con radicalidad este modo de ser humano: compasivo, solidario con los pobres, constructor de justicia y verdad. Y en este modo profundo de ser muy humano hizo presente a Dios. Así lo describe Pedro en los Hechos de los Apóstoles: “Saben que Dios llenó de poder y Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y que Jesús anduvo haciendo bien y sanando a todos los que sufrían bajo el poder del diablo. Esto pudo hacer porque Dios estaba con él”(10,38).
    En ese mismo espíritu Leonardo Boff escribe que, tras las experiencias de la vida y destino pascual de Jesús, el proceso que llevó a los apóstoles a la fe puede resumirse en la frase: “Así de humano sólo puede serlo el mismo Dios”. Ignacio Ellacuría hablando de Jesús afirmaba: “Jesús tuvo la justicia para ir hasta el fondo y al mismo tiempo tuvo ojos y entrañas de misericordia para comprender a los seres humanos”. Y conmovido por el modo de ser (humano, cristiano, obispo y salvadoreño) de Monseñor Romero, manifestó: “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”. Jon Sobrino ha escrito que “los evangelios nos presentan a un Jesús encarnando todo lo que es más humano y simultaneando todo lo que sea humano. Ese Jesús, en sí mismo, no sólo por la noticia que trae, es buena noticia para los seres humanos, al menos para los pobres y sencillos”. Monseñor Romero no sólo vio lo divino en lo humano animado por el amor, sino en algo más difícil: lo humano pobre y despreciado: “Rostro de Cristo entre costales y canastos de cortador. Rostro de Cristo entre torturas y maltratos de las cárceles. Rostro de Cristo muriéndose de hambre en los niños que no tienen qué comer. Rostro de Cristo el necesitado que pide una voz a la Iglesia” (Homilía 26 de noviembre de 1978).
    De un laico y una laica cristianos, por tanto, debe esperarse todo lo que debe esperarse de un ser humano con entrañas: misericordia, solidaridad, amor prioritario y práctico a los pobres, subversión de los falsos valores vigentes en la sociedad, fidelidad a los criterios evangélicos de la vida, confianza plena en la bondad de Dios. En una palabra, el reto es vivir lo humano con espíritu de amor y justicia hacia dentro de la Iglesia y hacia fuera de ella.
    Hacia dentro, sin duda que se necesita del laico. No por escasez de sacerdotes, sino en razón de su propia vocación como pueblo de Dios. En tal sentido, Monseñor Romero hacía la siguiente exhortación: “Mi llamado pastoral se dirige a ustedes los laicos. Laicos son todos los cristianos bautizados, marcados con la señal de Cristo, pertenecientes al pueblo de Dios, responsables de la historia de la Iglesia porque sobre sus hombros también descansa la responsabilidad pastoral. A ustedes, que en sus hogares como padres de familia, como madres de familia, como jóvenes en el mundo, están viviendo la belleza de esta hora cargada de esperanzas, sean protagonistas de la historia de la Iglesia. Préstenle todos sus brazos, toda su fuerza, todo su corazón” (Homilía 24 de septiembre de (1977).
    Pero el laico no debe caer en la tentación de limitarse a las tareas intra-eclesiales como principio y fin de su apostolado. Hacia fuera tiene una tarea necesaria y urgente. Monseñor la señalaba: “La Iglesia de hoy está empeñada también en que los católicos sepan derivar de su espiritualidad cristiana las grandes derivaciones sociales, económicas, políticas, no porque la Iglesia se meta a hacer política, sino porque ella tiene la responsabilidad de señalar a los pueblos y a los hombres los caminos rectos de Dios y denunciar también los caminos torcidos, los atropellos a la dignidad humana, los atropellos a la libertad y a todo eso que es sagrado en el hombre” (Ibíd.).

Exorcizar el poder : vencer el mal común con el bien común
    La bondad o malicia del poder depende en gran parte de su origen y de su uso. Y, ciertamente, no hay forma de intervenir en la política o en la economía, por ejemplo, sin alguna cuota de poder. No ceder a la fatalidad de que la política “siempre” será sucia, siempre será sinónimo de corrupción, siempre será sinónimo de deslealtad, mentira y despilfarro. Transformar esa manera de hacer política (exorcizar) es ordenar la política hacia el bien común (y no hacia intereses de grupo), hacia el cambio social (y no hacia la consolidación del desorden establecido). Cuando el poder se usa para potenciar el poder de todos, tenemos un poder que sirve a la sociedad en lugar de servirse de la sociedad. A esto Monseñor Romero la llamó “la gran política”.
    “Esta es la gran política de la Iglesia: el bien común. Y tiene el derecho, por su función moral en el mundo, de denunciar los abusos de la política y de decir al poderoso que no es Dios, que si algo tiene para mandar es porque Dios le ha permitido y, por tanto, tiene que medir sus leyes, sus actuaciones, conforme a la ley del Señor” (Homilía 31 de julio de 1977).
    El criterio de legitimidad de la política es la salvaguarda del bien común como condición de posibilidad para garantizar el bien de cada uno. El bien común o interés general es aquel conjunto de bienes que van, desde los recursos naturales, pasando por los estrictamente económicos, hasta llegar a los de carácter ético-político; todos ellos accesibles al mayor número de personas. Pero el bien común es también un límite al uso arbitrario del poder. Monseñor Romero lo expresaba así:
“¿Qué quiere Dios con el poder político? Quiere que esas fuerzas unan moralmente, por una ley sana, las voluntades de todos los ciudadanos al bien común; pero Dios no quiere que se use el poder para atropellar, para golpear a los hombres, para golpear a las ciudades, a los  pueblos. Eso es perversión”(Homilía 21 de agosto de 1977).
    Exorcizar el poder no sólo es propiciar el bien común, sino también encargarse del mal común. Desenmascarar y desmontar aquellas realidades políticas que pretenden hacerse pasar como bien común, cuando en realidad no son más que sistemas injustos productores de exclusión. Monseñor Romero siguiendo la Doctrina Social de la Iglesia llamó a ese mal común “violencia institucionalizada”:
    “En América Latina hay una situación de injusticia. Hay una ‘violencia institucionalizada’. No son palabras marxistas, son palabras católicas, son palabras de Evangelio; porque dondequiera que hay una potencia que oprime a los débiles y no los deja vivir justamente sus derechos, su dignidad humana, allí hay una situación de injusticia... ” (Homilía 3 de julio de 1977).
    La consecución del bien común y la erradicación del mal común (objetivos de la gran política) dependen, en gran medida, de la participación ciudadana. Poner a producir la creatividad a favor de la justicia era uno de los desafíos que proponía Monseñor Romero a los ciudadanos y ciudadanas:
“Hago un llamado al sector no organizado que hasta ahora se ha mantenido al margen de los acontecimientos políticos, pero que está padeciendo sus consecuencias, para que como recomienda Medellín, actúen a  favor de la justicia con los medios que disponen y no sigan pasivos, por temor a los sacrificios y a los riesgos personales que implica toda acción audaz y verdaderamente eficaz. De lo contrario, serían también responsables de la injusticia y sus funestas consecuencias” (Homilía 20 de enero de 1980).    

Humanizar la realidad de la  familia
    Si algún cristiano ha de ser experto en sexualidad y en matrimonio, ha de ser, evidentemente el laico.  Hoy día se ha rebajado el sentido de la sexualidad hasta despojarla de todo contenido humano, como si fuera un simple fenómeno zoológico o una forma vulgar de entretenimiento y diversión. La humanización del sexo (sexo con espíritu, eros con ágape) y del matrimonio (fundamentado en el amor y en la voluntad de estar juntos) es un campo fundamental de la espiritualidad laical.
    La función humanizadora de la familia consiste en ayudar a cada uno de sus miembros a entender, asumir, desarrollar y vivir, aquellos valores que constituyen lo específicamente humano, en su dimensión más positiva y realizante: el cuidado, la responsabilidad, el respeto y el conocimiento del otro.
    Estas cuatro actitudes éticas que expresan preocupación activa por la vida y el crecimiento de los que amamos, se ponen en práctica dentro de la familia cuando ésta toma en serio su misión de ser formadora de personas (la puesta en práctica de los valores fundamentales que nos humanizan), educadora en la fe (descubrir que el sentido último de la vida no está en la posesión, el lucro y el egocentrismo, sino en la fraternidad, el amor y la justicia) y promotora del desarrollo (constructoras del bien común). Monseñor Romero con respecto a lo primero dijo: “La familia humana tiene que formar personas (mediante) el vínculo del afecto mutuo, el clima de la confianza, intimidad, respeto y libertad”(Homilía 31 de diciembre de 1978). Respecto a la formación de la fe recordaba que “los esposos cristianos son para sí mismos, para sus hijos y demás familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son para sus hijos los primeros predicadores de la fe (…) mediante la palabra y el ejemplo (Ibíd.). Al referirse a la proyección social de la familia señalaba: “el matrimonio tiene una gran función social, tiene que ser antorcha que ilumina a su alrededor, a otros matrimonios, caminos de otras liberaciones. Tiene que salir del hogar el hombre, la mujer, capaces de promover después en la política, en la sociedad, en los caminos de la justicia, los cambios que son necesarios y que no se harán mientras los hogares se opongan” (Homilía 7 de octubre de 1979). 
    Se suele reconocer que estas actitudes éticas y cristianas no es habitual ponerlas en práctica con el prójimo, si antes no se aprendieron a ejercitarlas en el hogar. De ahí que la perspectiva cristiana considera que la familia debería ser la escuela de todo humanismo. Monseñor Romero lo formulaba así: “Será tan fácil (lograr cambios sociales) cuando desde la intimidad de cada familia se vayan formando esos niños y esa niñas que no pongan su afán en tener más, sino en ser más, no en atraparlo todo, sino en darse a manos llenas a los demás. Hay que educarse para el amor. No es otra cosa la familia que amar y amar es darse, amar es entregarse al bienestar de todos, es trabajar por la felicidad común” (Ibíd.).
    Cuando la familia deja de ser formadora de personas (por falta de preparación de los padres, por falta de tiempo, por el desprestigio de algunos padres, etc.), cuando deja de ser educadora de la fe (por falta de evangelización, por el divorcio entre fe y vida, por reducir la fe al devocionismo, etc.), cuando deja de ser cultivadora de proyección social (por el egoísmo personal y familiar, por la asimilación del individualismo, por la falta de solidaridad, etc.); aumentan los conflictos familiares, la paternidad irresponsable, la violencia intrafamiliar, la infidelidad conyugal, el machismo, la discriminación de la mujer, la falta de amor. En este sentido, Monseñor Romero no obviaba los problemas concretos de la familia. Los veía con toda su gravedad, pero sin perder la visión de que es posible otro modo de ser familia:
“¡Cuántos matrimonios en conflicto! ¡Cuántos esposos adúlteros! ¡Cuántos hijos degenerados! ¡Cuánta juventud perdiéndose en el vicio, en vez de alimentarse para el futuro en grandes ideales! ¡Cuántas familias destrozadas! (...) Esta es la imagen de un pueblo al cual se podría acercar Dios (...) y decirle a Moisés nuevamente: un retorno  [a los caminos de la felicidad] es lo que se impone”(Homilía 11 de septiembre de 1977).
    El reto, en este ámbito, implica hacer de la familia el lugar ideal para llevar a su concreción el amor al prójimo como a sí mismo y, desde ese amor, al amor en la familia humana.

El lenguaje de Dios desde los pobres:
Monseñor Romero a 27 años de su asesinato

    A pocos días de conmemorarse el XXVII Aniversario del asesinato de Monseñor Romero, es menester retomar algunas de las reflexiones dilucidadas por el sacerdote mártir en relación con la situación política del país en la actualidad. De manera lamentable, las problemáticas sociales que eran objeto de crítica de parte de Monseñor Romero —y que además impulsaban su misión como profeta del mensaje del Reino de Dios en la Tierra—, continúan presentes en El Salvador. Esta vigencia radica en que el abuso de poder, el autoritarismo, la injusticia a todo nivel y la ideologización extrema —y su concomitante intolerancia— aún forman parte de las prácticas de la llamada “clase política” y de las elites gobernantes.
    Como consecuencia, las mayorías desfavorecidas todavía carecen de condiciones de vida dignas y la justicia y la búsqueda de la verdad aún encuentran fuertes obstáculos para imponerse como grandes metas y valores de la sociedad salvadoreña. A ello se suma la postura, más bien cómoda, de grupos y personajes políticos que deberían estar cerca de la gente pero que, lejos de ello, se decantan por favorecer el orden de cosas vigente y desvirtuar, en algunos casos, el mensaje de líderes como Monseñor Romero.

Por y para los pobres
    Si se analiza la historia contemporánea salvadoreña, no se puede obviar el papel desempeñado por Monseñor Romero en su calidad de líder religioso, ni su fuerte compromiso con las mayorías empobrecidas y, por extensión, su identificación con la causa de éstas. Así, el Arzobispo asesinado se convirtió en el ejemplo vivo y perdurable de un hombre comprometido, con todas sus fuerzas, en la lucha por los cambios sociales en el país, sin dejar en segundo plano la fe cristiana que motivaba su acción. Por tanto, para Romero, el lenguaje de Dios debía llegar a los pobres y procurar su salvación de las distintas situaciones de pecado, ya fueran estas de carácter individual o social. Como vocero privilegiado de Dios y su mensaje, la centralidad de los pobres en su praxis no era gratuita ni mucho menos un gesto demagógico, como algunos de sus detractores consideran hoy en día. Los pobres ocuparon la razón de ser de su labor pastoral por una sencilla razón: el cristianismo debe entenderse en tanto concreción de la fe cristiana en favor de los pobres.
    En un artículo publicado meses después del asesinato de Monseñor Romero, Jon Sobrino, incansable teólogo y académico, destacó la dimensión profética del Arzobispo mártir y explicó las implicaciones que tenían, en el contexto salvadoreño, el ejercicio de su fe y de su liderazgo eclesial. Siguiendo la línea de reflexión de Sobrino, se entiende que un profeta, tal y como lo fue Monseñor Romero, proclama la misión de Dios enmarcada en la realidad histórica de un pueblo concreto. Significa, pues, que Monseñor Romero fue un profeta por su interés en hablar del Evangelio desde la realidad histórica de El Salvador, lo cual incluía señalar los aspectos políticos, económicos y culturales de la sociedad salvadoreña y la opresión sufrida por las mayorías populares durante esa época.
    Sólo así se logra comprender las razones por las cuales él hablaba de política, pues su conducta como pastor estaba orientada por un imperativo ético ineludible: difundir la palabra de Dios al pueblo salvadoreño y contribuir, de esa forma, a la consecución de los cambios sociales que el país requería. Como el mismo Monseñor Romero lo expresó: “quiero ratificar que mis predicaciones no son políticas; son predicaciones que naturalmente tocan la política, tocan la realidad del pueblo, pero para iluminarlas y decirles qué es lo que Dios quiere y qué es lo que Dios no quiere”.
    A partir de estos fundamentos, explicados a profundidad por Sobrino, se comprende a cabalidad la labor de Monseñor Romero y la dimensión política de su fe. En ese sentido, fue un líder preocupado por cómo era dirigido políticamente el país, esto es, de espaldas al bien común y sin tomar en cuenta los intereses de las mayorías. Ahora mismo, Monseñor Romero estaría preocupado por la política salvadoreña; por su incapacidad para responder adecuadamente a las demandas ciudadanas más urgentes.

Profeta de verdades
    Hace casi treinta años, Monseñor Romero destacaba, en una de sus tantas y tan iluminadoras homilías, la dimensión social del pecado, reflejada en las injustas estructuras que organizan y oprimen a un pueblo. Así, afirmaba que estas estructuras —el pecado institucional, como él lo llamaba— debían eliminarse; esto es, las injustas y desiguales condiciones económicas, políticas, sociales y culturales debían cambiar, para lograr la plena realización de la sociedad en su conjunto. Tal reflexión tenía a su base, desde luego, los planteamientos de los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín, en 1968.
    En los momentos en que Monseñor Romero decía tales cosas, en El Salvador se cometían graves atropellos contra la población por parte de los cuerpos militares. Además, la represión se hacía sentir con fuerza contra cualquiera que elevara su voz para reclamar condiciones de vida más justas y dignas para las mayorías. Monseñor Romero no dudó en denunciar la represión, a la cual consideró como una respuesta gubernamental e institucional (ilegítima e inmoral) a las demandas de la población organizada.
    Hoy en día, tal ejercicio de autoridad y violencia institucionalizada no es tan visible en El Salvador o ha mutado a formas más sutiles y cotidianas. Sin embargo, la sociedad salvadoreña está atrapada en las redes de la violencia y la exclusión de amplios sectores.  En otras palabras, las estructuras económicas y sociales injustas prevalecen en El Salvador, quizás mediante otros mecanismos de dominación y legitimación, pero en definitiva aún siguen presentes. Por tanto, como Monseñor Romero diría, es necesario que los salvadoreños, en especial los dirigentes y gobernantes, modifiquen esas estructuras, pues sólo así podrán ser erradicados los pecados sociales existentes.
    Uno de los mayores pecados sociales actuales sigue siendo la acumulación de recursos económicos por parte de sectores reducidos y, como consecuencia, la exclusión social en función del acceso a los bienes materiales generados por esa acumulación.
    En el ámbito gubernamental, los pecados sociales son muchos. No sólo es inaceptable la falta de medidas sociales tendientes a una distribución justa de la riqueza y al verdadero y sostenido desarrollo social, sino el abuso de poder que los funcionarios ejercen para enriquecerse de manera ilícita. La corrupción es un mal arraigado en la administración pública salvadoreña. Como tal, es uno de los pecados sociales a superar, si se quiere alcanzar una convivencia social más solidaria e inclusiva.
    Ya Monseñor Romero señalaba, en uno de sus mensajes dominicales, que Dios requiere y solicita que el hombre haga un uso justo y adecuado de los bienes materiales que posee o administra. Al respecto, señalaba que “los bienes que Dios ha creado para todos tienen que canalizarse por estructuras hacia el bien, hacia la felicidad de todos, y que no se dé este terrible contraste señalado por las lecturas de hoy: mientras él [el rico] se banquetea, un pobre ni siquiera comía las migajas que caían de su mesa”. 
    En fin, si el Arzobispo mártir viviera, la malversación de fondos y el enriquecimiento ilícito —delitos cometidos por muchos de los actuales funcionarios públicos y empresarios vinculados a ellos— serían fuertemente cuestionados por él, y no por razones políticas, sino por la negación de los valores cristianos y humanos que hay en esas prácticas.

Monseñor Romero: la vigencia de su mensaje

    Como ya es costumbre, el 24 de marzo se hace remembranzas del martirio de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Esta es una buena oportunidad para recordar sus palabras sobre la situación de injusticia que imperaba en el país en los albores de los años ochenta. A primera vista, podría parecer que un retorno al mensaje de Monseñor Romero puede ser algo sin sentido, pues las circunstancias políticas y sociales de aquella época son diferentes a las de hoy. No obstante, si se toma en cuenta la dimensión profética de su mensaje, sus declaraciones continúan siendo valiosas para entender los problemas sociales del país. En este sentido, hay que recordar que las palabras de Monseñor Romero no fueron muy diferentes a la de los antiguos profetas del pueblo de Israel: Isaías, Amós, Miqueas y otros que denunciaron las injusticias sociales de su época.
    En 1979, Monseñor Romero declaró con fuerza y determinación que “en El Salvador diríamos que va aumentando la distancia entre los muchos que no tienen nada y los pocos que lo tienen todo”. Con estas palabras, el pastor mártir hizo referencia a la raíz de los problemas sociales: la desigualdad económica originada por la concentración de la riqueza. Desde aquella época hasta el día de hoy la situación económica de las mayorías no es muy diferente. Los problemas de salud, educación, agua potable, falta de vivienda y las escasas oportunidades de empleo continúan afectando con mucha fuerza a los sectores de bajos recursos. Esto se debe a que las políticas económicas impulsadas por los últimos gobiernos, en vez de solucionar dichos problemas, han empeorado la calidad de vida de los salvadoreños y salvadoreñas. No obstante, y como lo dijera Monseñor Romero, en la actualidad hay unos pocos que cuentan con un buen nivel de vida respaldado por altos ingresos. La distancia entre los primeros y los segundos cada vez es mayor.
    Para confirmar la actualidad del mensaje de Monseñor Romero, conviene hacer referencia al Informe Sobre Desarrollo Humano. El Salvador 2003: En 1992, el año de la firma de los Acuerdos de Paz, el 20% más pobre de la población sólo percibió el 3.2% del ingreso nacional. Para 2002, la desigualdad de ingresos entre los más ricos y los más pobres aumentó: el 20% de la población más pobre obtuvo el 2.4% y el 20% más rico alcanzó el 58.3% del ingreso nacional. Es decir que, en un periodo de diez años, la participación de los pobres en el ingreso nacional se redujo por el efecto de las privatizaciones, la apertura comercial acelerada, la dolarización y la firma de tratados de libre comercio.
    Ahora bien, el aumento de la desigualdad fue porque el gobierno y los sectores más ricos impulsaron una serie de reformas económicas que beneficiaron exclusivamente a las elites empresariales del país. La meta no fue incrementar la riqueza nacional para el beneficio de todos los salvadoreños y salvadoreñas, sino más bien aumentarla con el fin de traducirla en mayores utilidades a costa de la paga de salarios decentes. El modelo vigente en el país es un modelo de crecimiento en el cual la base del desarrollo se centra en el interés de los empresarios por acumular riquezas, aunque dicha lógica genere malestar social. Monseñor Romero criticó un ordenamiento económico de esa naturaleza: “denuncio, sobre todo, la absolutización de la riqueza. Este es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada, como un absoluto intocable.” Con estas palabras, él hacía un llamado de atención a aquellos que permitían que la acumulación de riquezas se convirtiera en el centro de su vida. También, los llamó idolatras por tener como dios al dinero, pues centraban su vida en obtener más riquezas, sin importarles la situación de pobreza de su prójimo.
    Para los ricos, un orden económico en beneficio de sus intereses es muy agradable porque les genera una gran cantidad de comodidades que, de otra manera, no podrían alcanzar. Por esa razón, los ricos y sus allegados repiten hasta la saciedad de que ese ordenamiento económico que les proporciona el lujo y la ostentación es el más adecuado para toda la sociedad. Ellos buscan encubrir que el costo de la opulencia en la que viven la pagan los más pobres. Para los ricos que disfrutan del lujo de sus casas, edificios y automóviles, Monseñor Romero tiene una palabra: “¿de qué sirven hermosas carreteras y aeropuertos, hermosos edificios de grandes pisos, si no están más que amasados con sangre de pobres, que no los van a disfrutar?”. Este mensaje del pastor mártir contrasta con las declaraciones de muchos de los que sostienen que El Salvador está mejor que antes porque hay más celulares, más automóviles en las carreteras, más centros comerciales, más hoteles de primera clase, etc. Ellos olvidan que los más pobres no gozan de ese “desarrollo” porque donde trabajan —si lo hacen— no reciben ni siquiera el mínimo salarial para sobrevivir y sus patronos no declaran las cotizaciones por previsión y seguridad social.
    En la actualidad, en medio del caos social que ha sido generado por un orden económico injusto, están apareciendo nuevas formas de enriquecimiento. Existen funcionarios gubernamentales y empresarios que se dedican a actividades económicas ilícitas con la finalidad de aumentar sus riquezas. De igual forma, también hay grupos con menores ingresos que recurren al robo y la extorsión para satisfacer sus necesidades materiales. Esto se debe, según Monseñor Romero, a que “el robar se va haciendo ambiente. Y al que no roba se le llama tonto”. También dirá algo de actualidad al sostener que estamos “en un mundo de mentiras donde nadie cree ya en nada”. Donde el conflicto entre partidos políticos y entre instituciones estatales se debe a la falta de sinceridad de los políticos y funcionarios cuando declaran que trabajan en beneficio del pueblo.
    En medio de tantas dificultades, Monseñor Romero cuestiona con dureza a los principales responsables de la situación del país. Él piensa que “es necesario ir a la base de las transformaciones de nuestra sociedad. Si queremos que cese la violencia y que cese todo malestar, hay que ir a la raíz. Y la raíz está aquí en la injusticia social”. Injusticia que se concreta en un modelo económico que empobrece a la mayoría y enriquece a una minoría. Por ello, según él, “mientras no se conviertan los idólatras…tendremos en esos idólatras el mayor peligro de nuestra patria”. Estas palabras son de gran actualidad al constatar que no se impulsan cambios en beneficio de toda la población, porque las elites empresariales y políticas del país “no quieren que les toquen sus privilegios”. No están dispuestas decisiones más justas —como una reforma fiscal progresiva y la paga de mejores salarios— porque ello implicaría la pérdida de sus beneficios y, por ende, la desaparición de ese mundo de lujo y ostentación al que tanto idolatran.
    Como era de esperar, la fuerza y la determinación de los juicios de Monseñor Romero generaron sinsabores en las elites económicas, políticas y militares de finales de los años setenta. Muchos de ellos, sino todos, llegaron a tildarle de un comunista y guerrillero que apoyaba fervientemente la insurrección armada. Si eso era así, cómo pudo haber dicho en una de sus tantas homilías que “la Iglesia…condena el marxismo-comunismo que por ideología y práctica revolucionaria niega a Dios y niega a todo valor espiritual calificándolo de alienante”. El error de las elites en llamar comunista a Monseñor Romero estuvo y está en “considerar marxista o sospechoso de marxismo a todo aquel que lucha por la dignidad del hombre, por la justicia y la igualdad, al que pide participación, al que se opone a la prepotencia”.
    Como se puede ver, a pesar de que han pasado 27 años de su martirio, las palabras del pastor cobran una dimensión muy particular en la época actual. Sus juicios hacen caer en la cuenta de que los problemas de fondo del país aún no han sido superados. Sin duda, Monseñor Romero está vivo en medio de su pueblo, pues sus palabras aún tienen vigencia y están llamadas a servir de guía para construir una sociedad diferente.

La ILEA  en El Salvador (II)

    La presencia de ILEA en el país debe ser aprovechada para fortalecer la labor de jueces, fiscales y policías; las instituciones a las que pertenecen, más allá de la propaganda oficial, han sido cuestionadas casi siempre por los irrisorios logros obtenidos en la investigación de los delitos, la persecusión y sanción de sus responsables, la reparación del daño a las víctimas y la influencia de todo lo anterior en la violencia y la inseguridad pública. Sobre todo en el caso de la PNC, se ha observado la manipulación del partido en el Ejecutivo de cara a las elecciones, con los planes “mano dura” y “súper mano dura”. Está incompetencia está sirviendo como pretexto y base para justificar el uso de la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) en tareas que constitucionalmente no le corresponden y que  –en el pasado reciente– le acarreó consecuencias nefastas a la población porque el cuerpo militar no está diseñado para cumplir funciones de seguridad interna.
    En ese sentido, desde hace varios años el IDHUCA ha participado en su adiestramiento desarrollando procesos de formación en derechos humanos para operadores de justicia. Esa decisión es fruto de las lecciones aprendidas en el litigio y acompañamiento de víctimas en tribunales civiles, penales y militares, tanto en el ámbito nacional como en el internacional. Casos como los de Darol Francisco Velis, Adriano Vilanova, Katya Miranda y hermanos Carías, entre otros, son emblemáticos porque tienen una variable común: el deficiente y malicioso desempeño policial y fiscal al desproteger la escena del delito, permitir la tergiversación de pruebas y otras graves omisiones. Ese proceder institucional impactó negativamente en la identificación de los responsables materiales e intelectuales de esos lamentables crímenes, por lo que esos hechos continúan en la impunidad parcial o total.
    Además, el IDHUCA y la institución a la que pertenece tienen ya camino recorrido en el monitoreo, litigio, denuncia pública y legal del rol de la FAES en el conflicto y el posconflicto. En la lucha contra la impunidad militar se ha exigido verdad y justicia por el asesinato de los seis sacerdotes jesuitas y sus dos colaboradoras, por varios casos de desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales durante el conflicto armado, por el asesinato de Ramón Mauricio García Prieto –concretamente al exigir que se investigue al general Mauricio Ernesto Vargas por su presunta participación como autor intelectual del crimen– y por la muerte del estudiante cadete Erik Mauricio Peña Carmona, ejecutado por dos compañeros suyos dentro de la Escuela de Aviación.
    Actualmente se le brinda asesoría y asistencia al mayor Adrián Meléndez Quijano que batalla en el Tribunal de Honor de la FAES y en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), donde se solicitaron medidas cautelares y se presentó una queja contra el Estado por violación de sus derechos a la protección y garantías judiciales, y a la honorabilidad; todo eso ha ocurrido en el marco de una querella iniciada contra el Ministro de la Defensa Nacional, general Otto Romero, a quien las instituciones se niegan a investigar. En este trabajo, ninguna de las voces que cuestionan el compromiso de la UCA y el IDHUCA con las víctimas ha denunciado tales arbitrariedades y violaciones de derechos humanos al interior de la FAES. Ese constante esfuerzo por lograr que la institución armada se apegue a los estándares de una sociedad democrática y respetuosa de los derechos humanos, le ha acarreado al Instituto atentados, amenazas, seguimientos y otros actos intimidatorios contra algunos de sus miembros.
    Esa vasta experiencia está a la base de la decisión institucional de participar en las capacitaciones que imparte la ILEA, como una oportunidad para influir en la formación técnica teórica y práctica que conlleve a mejorar la capacidad operativa en la identificación de criminales y en la recolección de pruebas. Todo eso, para contribuir a garantizar las sanciones penales a todo nivel y, principalmente, porque de esa manera se repararía a las víctimas con lo que para el IDHUCA es el fin último de todo su quehacer, el conocimiento de la verdad.
Por otra parte, es importante que las instituciones, organizaciones y cualquier otro sector social centre sus esfuerzos en luchas concretas y se plantee verdaderos desafíos, en lugar de perderse en seudo causas que no contribuyen a dar el salto necesario para la defensa organizada, consciente, activa y masiva a favor de la vigencia de los derechos humanos en este momento de condiciones objetivas pero no subjetivas para el desarrollo de un real y fuerte movimiento social; hay mucha indignación, sí, pero muy poca acción. Entre las acciones que sí podrían evitar que el pasado se repita están, en primer lugar, el monitoreo atento y directo de las instituciones relacionadas con el combate del delito y de los entes que fortalecen sus capacidades, como la ILEA. Se trata de medir los resultados de impacto que generan ese adiestramiento.
    Además, no es una decisión ingenua porque para eso, aún sabiendo de antemano las críticas ideologizadas que recibiría, el IDHUCA condicionó su participación docente a la vigilancia del contenido de los cursos y del perfil de sus participantes. Más productivo que la pancarta, en este caso, sería crear una alianza desde la sociedad para observar –desde adentro y desde afuera– la actuación de las alumnas y los alumnos de esa Academia; así podrían hacerse señalamientos bien fundamentados. En tal sentido debe apuntarse que ya existen instituciones de alto prestigio en derechos humanos interesadas ese esfuerzo, como Washington Office on Latin American (WOLA) y el Instituto Interamericano de Derechos Humanos (IIDH).
    En segundo lugar, los esfuerzos de oposición deberían enfocarse hacia la verdadera Escuela de las Américas o el Instituto para la Cooperación y Seguridad Hemisférica Occidental –como se le ha rebautizado– especialmente porque el gobierno salvadoreño continúa enviando militares a dicho organismo. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Acaso no vive El Salvador en paz? Ante eso, resulta imperativo que se exijan cuentas sobre semejante decisión pues –como ya se señaló- en el pasado allí se entrenaron verdaderos violadores de derechos humanos en la región, muchos de los cuales aún gozan de impunidad.
    En tercer lugar, tras la adopción de la Declaración sobre Seguridad adoptada por la Organización de Estados Americanos en octubre del 2003, se planteó un nuevo concepto de seguridad hemisférica que amplía la definición tradicional de defensa de la seguridad de los Estados a partir de la incorporación de nuevas amenazas que incluyen aspectos políticos, económicos, sociales, ambientales y de salud. Este nuevo concepto multidimensional abarca la creación de fuerzas de despliegue rápido, organizadas bajo un mando regional unificado y con capacidad para actuar con base en órdenes de captura y procedimientos de extradición simplificados. Estas nuevas tendencias mal concebidas o mal entendidas, podrían inclinarse hacia la militarización de los métodos de investigación y el quebrantamiento de las garantías procesales.
    Se necesitan acciones contundentes para combatir el narcotráfico, el terrorismo y otros delitos; cierto. Pero también se requiere de entidades policiales fiscales y judiciales capaces y eficientes, conscientes de su rol y naturaleza civil, poseedoras de un alto grado de coordinación institucional para resolver casos y prevenir que se realicen otros. Si estas condiciones no se dan, entonces se continuará con la apuesta progresiva del empleo de fuerzas militares para enfrentar esos delitos. Esta opción es la que tiene ya a ciertos sectores militares y políticos de Centroamérica y los Estados Unidos de América, frotándose las manos porque ven en ella la oportunidad de oro para retomar el protagonismo que les fue arrebatado con los procesos de paz en Centroamérica. Tal situación en El Salvador tiene eco en los llamados Grupos de Tarea Conjunta y la militarización de los Centros Penales. Evitar que esa tendencia avance haciendo un contrapeso con la profesionalización de policías y operadores de justicia, debe ser la prioridad de quienes se dedican a “observar” y defender derechos humanos.

Carta al P. Jon Sobrino

San Salvador, 20 de Marzo de 2007

 

Querido P. Sobrino:

    Usted ha usado el género de la carta para recordar año con año al P. Ignacio Ellacuría. Me he tomado la libertad de usar el mismo género para dirigirme a usted, en unos momentos en los cuales creo que usted debe sentir el calor y el cariño de quienes, como este servidor, nos considerados sus amigos.
    Le cuento P. Sobrino que el primer texto suyo con el que me topé y no sin esfuerzo leí fue Jesús en América Latina. Su significado para la fe y la cristología. Es un libro que me ha acompañado desde aquellos años en los que yo estudiaba el último año de bachillerato. En ese tiempo, mi postura ante la religión era de abierta hostilidad: no dudaba en definirme como un ateo, en el sentido más dogmático y militante de la expresión. Sin embargo, leí su libro y supe que en el mismo estaban en juego asuntos serios y profundos; supe que la religión de la que ahí se hablaba no era esa que yo atacaba por considerarla el “opio de los pueblos”.
    Han pasado cerca de 25 años desde aquel primer contacto mío con usted, a través de ese libro. De entonces acá, me familiaricé con otros libros y artículos suyos. Fui su alumno, en la UCA, durante un año en el que me animé a estudiar teología, en 1991. La dinámica de trabajo de la UCA –yo en el CIDAI y usted en el Centro Pastoral— nos puso más cerca desde 1995. Esa cercanía laboral –convertida con el tiempo en amistad fraterna— me ha permitido tratarlo personalmente y saber de sus preocupaciones sobre la suerte de quienes se debaten en la miseria y el hambre, así como de su indignación ante el despilfarro de dinero que se hace, por ejemplo, en los ambientes deportivos del primer mundo.
    De mi ateísmo adolescente me he convertido, ya adulto, en un escéptico en asuntos de fe. Creo que usted lo sabe o por lo menos lo sospecha. Pero mi escepticismo, P. Sobrino, no me ha impedido tomarme en serio la tradición cristiana que usted representa. En ella no veo, primordialmente, una interpelación a la increencia, al escepticismo o incluso al ateísmo, sino a la insolidaridad, a los abusos de los poderosos, a la injusticia estructural e institucional. Usted, P. Sobrino, interpela al poder. Y lo hace desde los fundamentos del cristianismo, es decir, desde la predicación y la praxis de Jesús de Nazaret, quien para usted –así lo dice en ese primer libro suyo que leí— es verdadero Dios y verdadero hombre.  
    A lo que voy, P. Sobrino, es que tengo motivos de sobra para estar agradecido con usted. No sólo por el trato personal, siempre cálido y cordial, que de su parte he recibido o por las enseñanzas que me ha transmitido en mis 20 años de trabajo en la UCA, sino por su compromiso íntegro –universitario, personal— con este país, cuyos problemas han calado hondo en su conciencia teológica. Le agradezco, como salvadoreño, sus preocupaciones y desvelos por la suerte de los empobrecidos de El Salvador. Sé que esas preocupaciones no son las de alguien que desde fuera se ve afectado por lo que les sucede a otros; en su caso, se trata de algo que le afecta directamente, porque usted, aunque de origen vasco, ha asumido este país como algo suyo, al cual, como un hijo auténtico de El Salvador, le ha entregado sus mejores energías y desvelos.
    No lo separo de sus compañeros asesinados en noviembre de 1989: Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López. Para mí, usted es su continuador. Sé que esas muertes lo golpearon en lo más profundo de su ser. No sólo eran sus compañeros jesuitas; eran su familia cercana y querida. Pero usted, P. Sobrino, nos dio una lección de coraje verdaderamente impresionante: siguió batallando en defensa de la tradición de compromiso cristiano por la que los mártires de la UCA ofrendaron sus vidas. No tengo palabras para agradecerle por esa lección de vida que me ha dado.
    Quiero terminar esta carta compartiendo con usted algo que me entristece. Me entristece saber que usted está intranquilo, atendiendo asuntos relacionados con su obra teológica que lo hacen desviar su atención de sus preocupaciones por los asuntos graves de esta sociedad nuestra. Me sucede un poco lo que le sucedía a Roque Dalton con Salarrué, a quien el poeta quería ver feliz. Así quiero verlo, P. Sobrino, feliz, dedicado a lo que mejor sabe hacer: reflexionar y escribir sobre temas en los que está en juego la edificación de un mundo más justo, solidario y fraterno. Usted P. Sobrino ha hecho suyo el legado de Rutilio Grande, Monseñor Oscar Romero, Ellacuría, Montes, Martín-Baró, López Quintana, Moreno Pardo, López y López, Jon de Cortina... Todos ellos representan, al igual que usted, algo bueno para El Salvador y, por extensión, para América Latina y el mundo.   

Luis Armando González