Febrero 28, 2007
Proceso 1231
 

Duarte y d’Aubuisson

    Hace un par de semanas, gracias a la propuesta de legisladores del bloque de derecha de nombrar al ex presidente José Napoleón Duarte y al ex mayor Roberto d’Aubuisson “hijos meritísimos” de El Salvador, se suscitó una viva discusión en el país a propósito de tal iniciativa. Y es que ambos –Duarte y d’Aubuisson– no pueden sino generar polémica, pues sus respectivas trayectorias políticas –la que desarrollaron cada uno de ellos en la década de los años ochenta— estuvieron marcadas por un ejercicio sucio y muchas veces oscuro del poder. Algo provechoso se puede sacar de la iniciativa de los diputados: la misma permite refrescar la memoria acerca de lo que históricamente –no ideológicamente—se puede atribuir a ambas figuras políticas; es decir, tal iniciativa obliga a volver a repetir cosas ya dichas en otros momentos y lugares sobre Duarte y d’Aubuisson, pero que nunca hay que olvidar.
    Hay que decir, para comenzar, que, en la década de los años ochenta –que fue cuando sus trayectorias se cruzaron de forma directa— la relación entre ambos no fue en lo absoluto cordial. Principalmente, desde d’Aubuisson hacia Duarte lo que había era desprecio, burla y quizás hasta odio. Duarte le dio al ex mayor la oportunidad de lanzar los peores improperios que pueden hacerse contra un rival político. Su rabia anticomunista encontró en el líder democristiano a un destinatario oportuno, ya que en esos momentos lo importante para el fundador de los escuadrones de la muerte y de ARENA era consolidar la identidad ideológica de su partido, fabricando enemigos que fueran presa fácil de sus ataques. Duarte fue uno de ellos. Este último, por su parte, fue más decente en su relación pública con d’Aubuisson, quizás por tener más educación que el ex mayor. No se sabe de ataques arteros ni de burlas hirientes suyas contra aquél, aunque cabe suponer que lo menos que podía hacer Duarte era detestarlo.
    Si la atención se detiene en los odios y burlas del uno contra el otro, la conclusión que se puede sacar es que d’Aubuisson y Duarte representaban proyectos políticos totalmente opuestos. Y esa sería una conclusión equivocada. Porque en el ejercicio político efectivo de esa época (de 1980 a 1989) había una coincidencia fundamental entre ambos líderes: el compromiso de aniquilar a la izquierda armada, así como de anular sus bases sociales de apoyo. Había una diferencia entre ambos sobre la forma de hacerlo y sobre los criterios de identificación de quiénes eran parte de la izquierda armada. 
Por lo menos durante la primera mitad de la década de los años ochenta, d’Aubuisson consideró, por un lado, que no había que distinguir entre izquierda armada y desarmada, pues todos los opositores al orden establecido –al representado por las familias oligarcas y los militares— eran parte de la misma estrategia comunista encaminada a apoderarse de El Salvador. Por otro lado, para el ex mayor, la aniquilación de la oposición no debía reparar en los medios empleados, más aún, debía apuntar a los más eficaces y contundentes, lo cual lo llevó a privilegiar los métodos terroristas de los escuadrones de la muerte.  
    Duarte legitimó, como presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, la dura represión que, inspirada y ejecutada por quienes pensaban como d’Aubuisson, golpeó a los sectores populares organizados, religiosas, religiosos, estudiantes y maestros, en los años 1980-1982. El líder demócrata cristiano traicionó, más que nunca, durante esos años su trayectoria de los años setenta, cuando se erigió como la principal figura de la oposición civil y democrática al militarismo imperante. En los años ochenta, la ambición de poder pudo más que su compromiso con la dignidad de quienes la vieron pisoteada de forma brutal en esos años. D’Aubuisson y sus secuaces fueron tolerados por alguien a quien detestaban y que, en la medida que seguía al frente del gobierno golpista, se convertía en cómplice de sus vejámenes contra las organizaciones populares y los sectores críticos del país. En la práctica, pues, Duarte sirvió a los afanes terroristas de la derecha y los cuerpos de seguridad vigentes en ese entonces.
    Sin embargo, la opción de Duarte no era por la fórmula de d´Aubuisson, sino por la que decidiera el gobierno de Estados Unidos. Y la fórmula estadounidense para combatir al comunismo no era la del exterminio total e indiscriminado de la oposición o de los sectores populares, sino específicamente de quienes representaran una amenaza militar. Para eso Estados Unidos diseñó su Estrategia de Guerra de Baja Intensidad (GBI) que Duarte, una vez electo presidente constitucional de la República (en 1984), no dudó en asumir como propia. Esta estrategia fracasó en su intento de aislar a la insurgencia de la población civil y, en consecuencia, el terrorismo estatal no fue erradicado, sino que esta vez se ejerció a través de bombardeos indiscriminados y desembarcos de unidades militares especiales (los BIRI, entrenados en EEUU) que asolaban poblaciones enteras, dejando incertidumbre y muerte a su paso.
    Duarte no fue ajeno a la estela de dolor y muerte dejada por los operativos militares en Morazán, Chalatenango, San Vicente, Usulután y Guazapa, para mencionar los lugares más golpeados por la guerra civil. El entonces presidente de la República no pudo no haberse enterado de lo que estaba sucediendo; sin embargo, siguió al frente del gobierno, con lo cual se hacía responsable –como comandante general de la Fuerza Armada que era— de las graves violaciones de derechos humanos cometidas por los militares en esos años. El anticomunismo, alimentado por el fantasma de la guerra fría, era el combustible ideológico de la Fuerza Armada. Duarte, quizás sin ser un anticomunista rabioso, prestó su prestigio de otras épocas a la misma causa por la que luchaba d’Aubuisson, es decir, el exterminio de quienes clamaban por cambios profundos en la economía y la política nacionales.
    En los años en que se consolida la GBI, d’Aubuisson podrá dirigir todos los improperios que quiera contra Duarte, pero en lo absoluto lo hará en contra de la estrategia contrainsurgente impulsada por Estados Unidos y ejecutada por los militares salvadoreños. Y es que ella está haciendo en las zonas rurales, desde mediados de los años ochenta, lo que los escuadrones de la muerte hicieron en las ciudades a principios de la década: sembrar terror, perseguir y asesinar a los sectores populares en resistencia. A medida que la década transcurre y que la Fuerza Armada se especializa en los asesinatos masivos en el campo, d’Aubuisson encauza sus energías anticomunistas –sin descuidar el respaldo a prácticas de terrorismo en la ciudad— hacia el fortalecimiento de ARENA, con miras a desplazar a la democracia cristiana del poder.
    Cuando la década de los años ochenta está por cerrarse, Duarte y d’Aubuisson –el primero antes que el segundo— ven gravemente deteriorada su salud. Duarte deja la presidencia, en 1989 con una serie de intentos frustrados por terminar la guerra civil por la vía negociada; d’Aubuisson respalda al nuevo presidente, Alfredo Cristiani, de ARENA, para avanzar en la negociación para terminar con el conflicto.
    El papel de ambos en la historia reciente del país, sin embargo, no debe juzgarse por iniciativas puntuales, sino por lo que más marcó el conjunto de la vida nacional. Visto así, ni los intentos frustrados de diálogo propiciados por Duarte ni el presunto respaldo que diera D’Aubuisson a Cristiani para dialogar con el FMLN son más cruciales para la sociedad salvadoreña que su implicación, como protagonistas de primera importancia, en los múltiples crímenes que se cometieron a lo largo de la década de los años ochenta contra civiles indefensos e inocentes. La mayor parte de esos crímenes fueron cometidos por agentes del Estado salvadoreño, del cual Duarte fue cabeza principal en dos ocasiones (1980-1982; 1984-1989). Otros muchos crímenes fueron cometidos por grupos paramilitares (en alianza con cuerpos de seguridad) cuyo fanatismo y actividades eran alentadas una y otra por el ex mayor Roberto d’Aubuisson.  Ya sólo eso –independientemente de que él hubiese disparado un arma contra una persona concreta— lo convierte en cómplice de crímenes que la justicia internacional tipifica como de lesa humanidad.
    En este sentido, ni Duarte ni d’Aubuisson merecen ser nombrados “hijos meritísimos” de El Salvador. No pueden serlo porque cargan sobre sus espaldas –aunque ya estén muertos— con demasiado dolor y sangre de salvadoreños y salvadoreñas que sí son hijos meritísimos de este país. Honrar a criminales es de las últimas indignidades que ARENA, PCN y PDC pretenden imponer a la sociedad salvadoreña. Otro asunto es que ella lo permita. Quizás sea esta una buena oportunidad para que los salvadoreños y salvadoreñas  recuperen algo de la dignidad pisoteada una y otra vez por una derecha que lo quiere todo para sí, incluso la historia del país. ¿Cómo hacerlo? No olvidando; manteniendo vivo el recuerdo de las víctimas y recordando los nombres, los rostros y las trayectorias de los victimarios.

Cabos sueltos entre política y crimen
organizado

    Tras el asesinato aún confuso de tres diputados de ARENA miembros del Parlamento Centroamericano (PARLACEN) y su chofer, —ocurrido el 19 de febrero en tierras guatemaltecas—, las autoridades policiales, tanto guatemaltecas como salvadoreñas, ha sostenido diversas “hipótesis” en torno al móvil del hecho.      
    De igual forma, el hecho ha propiciado el desatino de algunos miembros del partido oficial al lanzar algunas “teorías” —declaraciones contradictorias, incluso— y adelantar juicios de valor sobre las razones del crimen. El asesinato, condenable a todas luces, ha dejado entrever no sólo el grado de violencia extrema presente en la región centroamericana; sino, además, la fragilidad de las instituciones responsables de la investigación y persecución del delito y de los aparatos estatales.
    Para explicar el suceso, los motivos políticos han sido descartados y, en su lugar, las pesquisas apuntarían a un hecho perpetrado por estructuras del crimen organizado guatemalteco. Sin embargo, de momento, aún se carece de claridad en torno a las razones del delito. La única certeza, al parecer, es que los diputados fueron ejecutados debido a una posible confusión de parte de los asesinos.

Giro inesperado
    Apoyadas en pruebas como cintas de video, testimonios de testigos, y el registro de la trayectoria de un vehículo policial utilizado para llevar a cabo el asesinato, las autoridades policiales del vecino país procedieron a la captura de 4 policías, miembros de unidades élite, implicados en el crimen. Según las indagaciones preliminares, al menos cuatro policías más estarían involucrados en el crimen como autores materiales del mismo.
    No obstante, las preguntas en torno al asesinato son muchas. Entre estas destacan no sólo cuál fue la motivación del asesinato, sino quiénes están detrás de este tipo de delitos, sobre todo, cuando las primeras evidencias apuntan al posible vínculo entre el crimen organizado y la policía guatemalteca.
    Cuando el caso parecía tomar forma, y los cabos sueltos parecían encajar para la policía, los implicados en el crimen fueron asesinados en circunstancias confusas el 25 de febrero dentro del penal “El boquerón”, considerado un recinto de “máxima seguridad”. Pese a que los detenidos se encontraban “protegidos”  y pese a las solicitudes de parte de la defensa de los policías por garantizar la seguridad de éstos, el sistema penitenciario guatemalteco fue quebrantado, sin ningún problema, para eliminar a los supuestos sicarios que podían ayudar a resolver el misterio en torno al asesinato de los parlamentarios salvadoreños.
    El silenciamiento de los supuestos asesinos no hace más que reforzar la tesis manejada por la policía guatemalteca sobre quiénes están detrás del crimen de los diputados. Para eliminar a los sujetos señalados como autores materiales se necesitó, al menos, del consentimiento o apoyo de parte de las autoridades del penal, lo cual indica que en Guatemala existe un fuerte grado de penetración de estructuras del crimen organizado, vinculadas, además, con funcionarios públicos o miembros de la llamada clase política del vecino país.

Respuesta salvadoreña
    Este hecho en particular —asesinato de los tres representantes salvadoreños ante el PARLACEN— no debe entenderse, ni explicarse, a priori, como un atentado contra la institucionalidad democrática, ni mucho menos como un ataque a una estructura partidista en particular.
    En su justa dimensión, como paso previo a un juicio de valor, el hecho debe resolverse para deducir responsabilidades, lo cual implica llevar el proceso de investigación hasta sus ultimas consecuencias. Por ello, brindar declaraciones sin sustento es aventurado, sobre todo, si quien expresa tales comentarios tiene el peso de un presidente, tal como lo hiciera en su momento Antonio Saca, al referirse al hecho como un atentado contra el partido que preside.
    En ese sentido, mas que adelantar motivaciones o señalar culpables, lo que debiera preocupar a las autoridades policiales y a los miembros de ARENA es aclarar los hechos. Para ello, debe existir voluntad política de parte de los encargados de aplicar la justicia para resolver el crimen. Pareciera ser, no obstante, que el curso de las indagaciones no conduce, de momento, a una causa convincente o, al menos, a la raíz del hecho.
    Por ejemplo, todos los indicios del crimen y la investigación del mismo se han centrado en Guatemala dejando fuera cualquier vinculo o posible línea de investigación que apunte a El Salvador, lo cual resulta curioso, pues en un caso como este, y debido a la notoriedad de los funcionarios asesinados, ninguna posible causa puede descartarse.
    Así, pues, el crimen ha logrado centrar la atención de la opinión pública en las fallas institucionales de Guatemala, sin hacer un examen minucioso de los posibles vínculos entre el asesinato y algunas redes del crimen organizado en El Salvador.
    Por otro lado, es llamativo que las líneas de investigación tomadas por las autoridades hayan decidido no indagar en la trayectoria política de los diputados asesinados. En cualquier proceso de esta naturaleza ninguna hipótesis debe descartarse con antelación. Pareciera ser, pues, que por primera vez el gobierno carece de una versión oficial creíble sobre las razones del crimen, que despeje dudas sobre lo sucedido y apacigüe otras posibles explicaciones en torno a los hechos.

Conveniente coyuntura
    A raíz del crimen, el gobierno de Antonio Saca se ha mostrado no sólo consternado por el asesinato de los miembros de ARENA, sino preocupado sobremanera por el esclarecimiento de los hechos. Para hacer sentir tal preocupación, Saca y algunos funcionarios del gabinete de seguridad han exigido eficacia a sus contrapartes guatemaltecas para resolver el caso.
    Mas que llamativas, incluso, resultan las críticas que la gestión de Saca ha lanzado contra las instituciones presididas por Óscar Berger, presidente de Guatemala, en referencia al grado de penetración de redes de crimen organizado en el cuerpo policial. Así, pues, Saca aparece como un presidente preocupado por resolver el crimen y además con mucha autoridad para exigir a su homólogo una respuesta eficaz ante los hechos. En ese sentido, el caso podría estarse usando para beneficiar la imagen del presidente y, por extensión, de las instituciones gubernamentales salvadoreñas que, según su lógica, tendrían un mejor funcionamiento, que las guatemaltecas.
    Si bien el mandatario y sus funcionarios deben tener una postura determinante para resolver el caso, esto no justifica que ARENA aproveche tal coyuntura para presentarse ante la opinión pública como un gobierno capaz y mucho más preparado que el guatemalteco.
    Hasta el momento, Berger ha mostrado una actitud mas bien pasiva ante los señalamientos, pues no ha respondido a las críticas lanzadas contra Guatemala, sus ciudadanos y las instituciones de aquel país. Por lo cual, vale la pena pensar que ARENA no ha desaprovechado tal situación para hacer campaña política y remarcar las fallas del vecino país, en contraposición a la actuación de las instancias salvadoreñas.

Fragilidad institucional
    De la relación entre política y las esferas del poder económico han surgido, y no pocas veces, algunos de los casos de corrupción más emblemáticos en la historia del país. Este mal parece invadir las estructuras estatales al grado de convertirse en un fenómeno regional de gran impacto.
    Así, en las incipientes democracias formales de los países centroamericanos, las prácticas de corrupción y la existencia de redes de crimen organizado —o de funcionarios vinculados con actividades ilícitas— son indicadores certeros del grado de  fragilidad que permea en los sistemas políticos actuales.
    Llama la atención que con este hecho se deje al descubierto el grado de corrupción y de penetración que el crimen organizado tiene en el vecino país, sin olvidar que El Salvador no es la excepción a este tipo de males. Estas estructuras permean todos los niveles estatales y hunden a Guatemala en una crisis no solo de efectividad en el control del crimen y en la administración de justicia, sino de legitimidad en el ejercicio de sus facultades como aparato estatal y ordenamiento institucional.
    Cuando en una sociedad existen redes de poder económico capaces de ejercer un fuerte control y obtener beneficios propios, por medio de tal ejercicio, se vive no sólo una fuerte crisis social, sino una pérdida de legitimidad en el funcionamiento de la democracia.
    Más allá del hecho de los asesinatos, la existencia de estas redes informales de corrupción, de crimen organizado y su actuación socavan no sólo la convivencia social, sino la institucionalidad democrática, pues actúan bajo sus propios esquemas, siguiendo su propio sistema de valores y principios, y —sobre todo— su propia lógica de ordenamiento.
    En ese sentido, estas redes se benefician de la democracia y sus mecanismos, para obtener no solo respaldo de algunos políticos —y obtener beneficios mutuos— sino para ejercer su poder al margen de cualquier control institucional.
    Del mismo modo, pareciera ser que el sentido de la política como práctica guiada por principios éticos se ha desvanecido por completo, lo cual da lugar al uso arbitrario y discrecional de la política para obtener réditos económicos y amparo ante las leyes. En otras palabras, la institucionalidad y el Estado de Derecho se violan en detrimento de estas redes de poder y sus prácticas.
    A partir del crimen de los diputados, es válido señalar que en la región existe una institucionalización del poder de estas redes y organizaciones que, haciendo uso de sus vínculos con las esferas políticas, instauran su propio sistema de organización social, alejado de consideraciones éticas como el bien común o la dignidad humana. Al contrario, estas redes funcionan como un sistema extra institucional, basado solo en el beneficio económico producto de sus actividades ilícitas, para las cuales los funcionarios deben servir, y para las cuales, las instituciones democráticas deben ayudar a encubrir sus prácticas ilícitas.
    En ese sentido, las sociedades centroamericanas ahora no sólo cuentan con una clase política ni con una élite económica, sino además con una élite criminal —muchas veces formadas por las mismas personas— capaz de movilizar recursos y hacer valer sus propias lógicas, amparados bajo los mecanismos de la democracia. De este maridaje entre políticos y redes criminales surge un sistema paralelo a la democracia, una organización fuera del control social y ciudadano.
    El surgimiento de este sistema paralelo impone retos importantes para los estados y los gobernantes. Por un lado, es preciso sanear las estructuras estatales, a fin de otorgarle de nuevo credibilidad y eficacia en el ejercicio de sus facultades. Por el otro, es imprescindible que esta limpieza se haga de raíz, al eliminar cualquier indicio de corrupción y retirar de sus funciones a cualquier miembro del gabinete o empleado público vinculado con actividades ilícitas. Solo así, la región podrá hacerle frente a estas redes y su poder que, como el caso de los diputados demuestra, son mucho más grandes que las capacidades reales de los gobiernos y las instituciones democráticas.

Economía y crimen organizado

    El asesinato de tres diputados del Parlamento Centroamericano y la muerte de sus ejecutores en un penal de máxima seguridad en Guatemala ha acaparado la opinión pública salvadoreña. Según el gobierno, los primeros hallazgos de la investigación apuntan a que algunos agentes de la policía de Guatemala estarían vinculados al crimen organizado. Sin duda, dicha declaración tiene un impacto negativo en las relaciones comerciales entre El Salvador y Guatemala, pues hay pocos incentivos para visitar un país que tiene una policía asociada a bandas organizadas.

Orden económico y mercados ilícitos
    La estrategia de desarrollo económico de los años noventa estuvo basada en la liberalización y la apertura comercial, al tiempo que fue acompañada por la reducción del Estado. Lamentablemente, la desregulación de las actividades económicas de la banca y el comercio internacional no sólo beneficiaron a agentes privados que funcionan bajo el marco de la legalidad sino también a los que obtienen sus recursos gracias a actividades económicas ilícitas. La fuerte reducción del Estado como ente contralor de la economía favoreció el crecimiento y la internacionalización de actividades lucrativas que están al margen de la ley –mercado de narcóticos, compra y venta de bienes robados, mercado de armas, y, en algunos países, comercialización de sustancias químicas y material nuclear–. Con esta afirmación no se culpa exclusivamente al modelo económico de “mercado libre” por los males del crimen organizado, ya que antes de que dicho modelo cobrara fuerza en América Latina, las actividades ilícitas ya eran generalizadas. No obstante, se debe reconocer que la libertad económica aparejada con la reducción del Estado genera condiciones favorables para el enriquecimiento de agentes económicos que operan al margen de la legalidad.
    Para muchos, el mercado es el único mecanismo capaz de organizar adecuadamente los intercambios económicos en la sociedad. Éstos olvidan que el mercado es una institución del sistema económico que funciona en base a transacciones donde lo último que interesa es el origen de los recursos materiales y financieros con que se realizan dichas transacciones. El mercado no sanciona a aquellos que obtienen recursos debido a actividades ilícitas, pues para el empresario que ofrece bienes y servicios lo que importa es el dinero y no la forma en que el consumidor ha obtenido dichos recursos. Si sucediera lo contrario, las grandes utilidades de las bandas del crimen organizado y los narcotraficantes no se utilizarían para satisfacer las necesidades económicas, ya que nadie estaría dispuesto a recibir dinero mal habido. En este marco, es menester que el Estado vigile constantemente el funcionamiento de los mercados formales e informales para sancionar a aquellos que, en búsqueda del enriquecimiento, recurren a prácticas ilícitas. El mercado, por sí sólo, nunca sancionará ni delatará a un agente económico que opera al margen de la ley.
    Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), los ingresos de las organizaciones criminales a nivel mundial suman alrededor de un billón de dólares, cifra que equivale a la suma del PIB de los 30 países con más bajos ingresos. Las ganancias provenientes del mercado de drogas, armas, trata de personas y juegos ilegales se transforman en “utilidades legales” cuando entran en el flujo monetario de la economía: cuentas de ahorro, inversión para el establecimiento de nuevos negocios bajo el marco de la legalidad, etc. En otras palabras, la economía formal se convierte en un excelente recurso para el lavado de dinero, ya que, como se dijo líneas atrás, al banquero, inversor, empresario o proveedor de servicios no le interesa el origen de los recursos.

El robo, el hurto y la extorsión organizada
    A diferencia de lo anterior, el robo, el hurto y la extorsión organizada no pueden clasificarse como actividades económicas propiamente, pues quienes así funcionan violentan un principio fundamental de la economía de mercado: la propiedad privada. Aquellos que se dedican al tráfico de drogas, armas y personas funcionan con racionalidad empresarial en mercados ilegales, pues son empresarios que comercializan bienes y servicios con sus propios recursos; es decir, compran y venden bienes que son vetados por la ley. Pero los ladrones y extorsionistas no compran y venden en un mercado ilegal, sino que expolian a sus víctimas de los recursos que éstos han obtenido legal o ilegalmente. Por tanto, la naturaleza de este delito difiere de aquella que se comete con la compra y venta de bienes y servicios en mercados ilegales.
    En una economía de mercado, la retribución y la asignación de los recursos están cimentadas en el principio de propiedad: el empresario obtiene utilidades por poner a trabajar el capital y el trabajador gana su salario gracias al uso de su fuerza de trabajo. Pero el ladrón y extorsionista, sin capital y sin trabajo, acceden a parte de la riqueza producida en un país en base a la “expoliación violenta”. Esto es una distorsión en el funcionamiento de la economía de mercado, pues los individuos que satisfacen sus necesidades en forma contraria al principio de propiedad afectan las motivaciones de los agentes económicos: la inversión y el trabajo para la búsqueda del bienestar material se ve supeditada al instinto de la conservación de la vida –ceder recursos a ladrones y extorsionistas para no morir–. En este sentido, la presencia generalizada de individuos que recurren a la violencia para acceder a los bienes materiales ofertados por el mercado genera una nueva configuración en el desarrollo de la economía.
    El impacto del crimen organizado en el desarrollo del aparato productivo reduce los incentivos de los empresarios y trabajadores con respecto a la inversión de capital y el uso de la fuerza de trabajo. A pesar de este mal, de ello no se colige que se ponga en peligro el funcionamiento del mercado, pues este continua registrando transacciones independientemente de que los individuos que confluyan a comprar y a vender sean o no delincuentes. En el sentido más llano, el mercado es un aparato, un mecanismo que regula la distribución de los bienes y servicios vía precios. En última instancia no le importa cómo se generan esos bienes y servicios, y mucho menos el origen de los recursos con los que se adquieren por parte de los consumidores.

Estado y crimen organizado
    Líneas atrás se destacó la diferencia entre las actividades económicas que forman parte de los mercados ilegales y otras actividades como el robo, hurto y la extorsión. Mientras que las actividades ilícitas se valen de la racionalidad empresarial para transar bienes y servicios ilegales, el robo, el hurto y la extorsión recurren a la expoliación de recursos de los agentes económicos: empresarios y trabajadores. Los primeros usan su propiedad privada para proveer bienes y servicios que están vetados por la ley, los otros se aprovechan de la propiedad privada de los demás para satisfacer sus necesidades materiales. Así la cosas, el uso de la propiedad privada para fines ilícitos se encuentra en el ámbito de la producción y el robo, hurto y extorsión corresponden a los ámbitos de la circulación financiera y el consumo.
    En su búsqueda por mayores ingresos y ganancias las estructuras del crimen organizado logran vincularse con funcionarios del Estado. En el nuevo ambiente financiero mundial, existen grupos de presión conectados al crimen organizado que cultivan relaciones con personas que tienen cargos importantes en el aparato estatal. Este fenómeno socioeconómico es común no sólo a los llamados mercados emergentes –países en vías de desarrollo–, sino también en regiones desarrolladas donde la corrupción asume formas más sofisticadas. Sin duda, la relación entre el crimen organizado y los funcionarios del aparato estatal genera mayor certidumbre a las actividades de aquellos que operan al margen de la legalidad. Cuando la certidumbre y estabilidad se consolidan, se está a un paso de la violencia y la corrupción generalizada, pues la entidad encargada de velar por la seguridad pública ha establecido relaciones con el crimen organizado. Esto facilita el desarrollo de actividades ilegales sabiendo que el Estado, por sus vínculos con el crimen, genera y promueve la impunidad.
    En la realidad, los casos tipificados líneas atrás no suceden aisladamente, sino que están estrechamente relacionados entre sí: extorsionistas trabajan junto a personas en negocios ilícitos, funcionarios gubernamentales participan de la compra y venta de bienes y servicios ilegales, ladrones proveen a empresarios que operan al margen de la legalidad, y, en el peor de los casos, los funcionarios públicos utilizan su propiedad privada e influencias para producir y facilitar bienes y servicios ilegales.
    Al cierre del año pasado el gabinete económico se mostró satisfecho por el alza en el crecimiento de la economía, no obstante, no se debe olvidar que fue uno de los periodos más violentos donde se registró una gran cantidad de extorsiones y se descubrieron a varios funcionarios públicos ligados a actividades ilícitas. En este sentido, el crecimiento puede ser una realidad fundamentada en el auge de las actividades económicas ilícitas y la proliferación de las extorsiones. La mayor presencia de ellas obedece a la alta rentabilidad en la incursión en los mercados al margen de la ley y a la falta de efectividad del Estado para sancionar los delitos de esa naturaleza.
    Se ha dicho hasta la saciedad que una de las principales limitaciones para el desarrollo del mercado turístico es el alto nivel de delincuencia presente en un determinado país. Este problema toma particular relevancia cuando en el Estado existen funcionarios asociados a las bandas del crimen organizado. En este caso, el Estado se ve incapacitado desde sus estructuras para proporcionar la seguridad suficiente a los ciudadanos y visitantes del país. Lastimosamente, esta es y será durante varias semanas la realidad económica de Guatemala.
    Una de las principales apuestas del gobierno salvadoreño para el desarrollo económico es el incremento de las inversiones turísticas. Curiosamente los altos niveles de delincuencia y de inseguridad en el país muestran que no hay coherencia entre la nueva estrategia de política económica y los resultados de la política de seguridad. Mientras que los funcionarios del gabinete económico se muestran interesados en el auge de las inversiones en restaurantes y hoteles, las acciones de los funcionarios del área de seguridad son insuficientes para controlar la delincuencia.
    En base a lo anterior, ya no es suficiente atacar los niveles de desigualdad económica para generar un mayor crecimiento económico, ya que el problema no se reduce al aumento de la demanda de los sectores más pobres del país. Ahora, además de dinamizar la demanda interna, el Estado debe ejecutar una política de seguridad eficaz que defienda a los empresarios y los consumidores, pues de lo contrario serán perjudicados por la expoliación de los ingresos obtenidos mediante la inversión de capital y el uso de la fuerza de trabajo.

Distintas reacciones sobre el asesinato de los diputados del PARLACEN

    El 19 de febrero de 2007 será recordado en la historia salvadoreña y guatemalteca como un día preocupante. Para unos, será la fecha en la que se mostró con contundencia el poder del crimen organizado. Para otros, será recordado como el mejor ejemplo de la debilidad institucional para combatir el crimen. Y, para los más dramáticos, este día marcaría el fin de la tregua entre el crimen organizado y la aun incipiente institucionalidad democrática centroamericana. Las líneas que a continuación se desarrollan tienen por objetivo mostrar un panorama de la cobertura periodística realizado por la prensa escrita de Guatemala, Nicaragua y El Salvador en relación al crimen de los diputados salvadoreños al Parlamento Centroamericano (PARLACEN) Eduardo d´Aubuisson, William Pichinte, José Ramón González, así como de su colaborador Gerardo Napoleón Ramírez. 

Las primeras reacciones 
Entre el día 20 y 22 de febrero, en la prensa guatemalteca, se formularon alrededor de cuatro hipótesis sobre la muerte de los parlamentarios y su colaborador. Las declaraciones que a continuación se detallan no son más que el reflejo de la posición de las autoridades guatemaltecas en las fechas señaladas.
    La primera está asociada a la ola de criminalidad que se vive en la región Centroamericana. Es decir, para los funcionarios del vecino país estos son hechos a los que la población debiera estar acostumbrada, es decir, no se debiere de hacer tanto ruido por lo sucedido. Un portavoz de la Policía Nacional Civil (PNC) guatemalteca dijo a La Prensa Libre que la zona de Guatemala, a la altura de Villa Canales, en el Departamento de Jutiapa, es sumamente peligrosa y propicia para que los delincuentes cometan sus fechorías. Al mismo tiempo, las primeras planas de los periódicos salvadoreños publicaron las principales reacciones de funcionarios de El Salvador, quienes condenaban el asesinato de los parlamentarios y, al mismo tiempo, exigían a las autoridades guatemaltecas una profunda investigación para castigar a los responsables de la masacre.
    Ante tal reacción, el presidente guatemalteco, Óscar Berger, aseguró que su gobierno fortalecería la seguridad en la ruta que va desde la frontera con El Salvador a la capital guatemalteca, para evitar nuevos incidentes de violencia. Además, confirmó que su país pediría ayuda al Buró Federal de Investigaciones de Estados Unidos (FBI, por sus siglas en inglés) para esclarecer de manera eficaz el cuádruple homicidio acaecido en su país.
    El periódico salvadoreño La Prensa Gráfica, en sus editoriales del 20 al 22 de febrero, hace un recorrido contextual sobre la inseguridad que viven millares de salvadoreños que cruzan las fronteras con destino a Guatemala. También insta a tomar responsabilidad con respecto al tema de la violencia en la región Centroamericana. “La criminalidad constituye una gran red cuyos hilos se van multiplicando sin cesar, y cuyos efectos ya no reconocen fronteras”, dice el editortialista. Y afirma con contundencia: “la inseguridad: talón de Aquiles de la región Centroamericana”. Además, se insiste en la necesidad de que las autoridades realicen una investigación de alto rango internacional, la cual contribuya sustantivamente al esclarecimiento de este lamentable crimen.
    La segunda hipótesis apunta a la responsabilidad de las maras. Esta idea partió de la versión de un lugareño, que habría asegurado que algunos jóvenes de la zona son integrantes de pandillas. La policía guatemalteca no descartó esa conjetura, aunque voceros suyos sostuvieron que las características del crimen no eran propias del modus operandi de las maras.
    La tercera hipótesis interpreta el crimen como un crimen motivado por razones políticas. Y ello debido a la vinculación política de tres de los cuatro asesinados, así como a la coincidencia del crimen con el XV Aniversario de la muerte del fundador de ARENA, el ex mayor Roberto d´Aubuisson, padre de una de las víctimas. Las declaraciones que hacen eco de esta hipótesis son variadas, comenzando por las autoridades guatemaltecas y terminando con las salvadoreñas. En ambos casos, sobran quienes coinciden en que el crimen no fue fortuito, sino más bien fue algo premeditado. Nuevamente, La Prensa Libre de Guatemala recogió la versión del ministro de Gobernación de ese país, Carlos Vielmann. “La saña con la que fueron asesinados Eduardo d´Aubuisson, Wiliam Pichinte, Ramón González y Gerardo Ramírez –sostuvo Vielmann— coincide con las [masacres] perpetradas en la década de los 80, cuando había guerras internas entre ambos países”.
    Por su parte el editorialista de El Diario de Hoy, en su edición del 22 de febrero, hace suya esta hipótesis. “La tragedia ocurrió en medio de una tensa coyuntura política marcada por el debate sobre los préstamos, al aniversario del fundador de ARENA y el vehemente rechazo a la propuesta de nombrarlo hijo meritísimo”. Aunque el editorialista aclare a los lectores que el tema debe ser visto de manera cautelosa, hace públicas sus particulares valoraciones, como si el móvil del crimen debiera ser atribuido a los protagonistas de la coyuntura política de estos días.
    La cuarta y última hipótesis apunta al narcotráfico como explicación última del crimen. Y es que aunque la policía guatemalteca niegue que la Villa Canales sea zona de narcotraficantes, hay varias señales que van en dirección opuesta. Es más, esta última hipótesis ha sido respaldada por miembros de la corporación policial. El Periódico de Guatemala, revela, en su edición del día 22, que un grupo de policías pertenecientes a la División de Investigaciones Criminales (DINC) esperaba, para interceptarlo, un vehículo, que transportaba droga o dinero.
    Por otra parte, el periódico La Jornada, de Nicaragua, informó,  el 23 de febrero, que los responsables del nefasto crimen eran siete miembros de la DINC guatemalteca y que las autoridades dieron con el paradero de cuatro de ellos gracias a los vídeos y semáforos de la zona. A su vez, presentó antecedentes de la forma de proceder de esta unidad en Guatemala en años anteriores. Las autoridades de Guatemala no dieron ninguna respuesta a esta información, aún y cuando esta nota estaba dándole la vuelta a Centroamérica y el mundo. La única reacción de las autoridades guatemaltecas, dada en este contexto, fue la de Berger, presidente guatemalteco, quien sostuvo que “ellos [los policías] estaban esperando un traslado de droga y dinero y equivocadamente los confundieron”.
    Poco después, la prensa centroamericana publicaba la noticia de manera oficial. En estos informes se hacía responsables del crimen a Luis Arturo Herrera López, José Korki López, José Adolfo Gutiérrez y Marvín Langen Escobar, todos pertenecientes a la unidad especializada de la PNC guatemalteca contra el crimen y el narcotráfico. Con la captura de estos elementos policiales se descartaron otras hipótesis.
    Salieron a relucir, sin embargo, situaciones no del todo claras. Así, según información brindada por fiscales guatemaltecos a La Prensa Libre, “el lugar en que se encontraron los cadáveres era frecuentado por areneros en fechas cercanas al natalicio o fallecimiento del fundador del partido”. Esta nota fue confirmada por Mario Acosta en una entrevista que este concediera al diario El Mundo. Acosta sostuvo que “esta zona tiene un valor histórico para ARENA, ya que ahí se refugio d´Aubuisson antes de fundar el partido ARENA”. Además –añadió Acosta— era un lugar frecuentado para hacer reuniones con miembros del partido y para actividades de esparcimiento.
    A su vez, pese a la orientación seguida por las investigaciones en Guatemala, para Rene Figueroa, ministro de Seguridad y Justicia; Julio Rank, secretario de comunicaciones de la Presidencia; y el presidente de la Republica, Elías Antonio  Saca, el crimen cometido en la ciudad de Guatemala fue premeditado, además de ser un mensaje de alerta en contra del gobierno y del partido ARENA. “No podemos descartar que atrás de estos hechos estén sectores que quieran sembrar el terror”, manifestaron. Estas declaraciones, más emotivas que racionales,  fueron hechas sin pensar en la gravedad del caso y en sus repercusiones regionales e internacionales.

La espera se vislumbra eterna
    Funcionarios y familiares salvadoreños estaban satisfechos con la detención de los cuatro miembros de la PNC guatemalteca, presuntamente responsables del crimen. Sin embargo, a escasas horas de la intervención del FBI, los imputados fueron asesinados en un penal de máxima seguridad del país vecino. Este hecho no sólo ha cortado de un tajo la posibilidad de avanzar en la investigación del crimen, sino que ha puesto en tela de juicio la credibilidad institucional de la PNC y la Fiscalía Guatemalteca.
    No cabe duda de que en Centroamérica (notoriamente en Guatemala y El Salvador) están prevaleciendo la impunidad y el conflicto de intereses antes que el respeto a la dignidad humana y la justicia. Esto es lo menos que puede decirse ante el asesinato de ocho personas –relacionadas con un mismo caso, oscuro por lo demás hasta ahora— en aproximadamente dos semanas.

Rezago, violencia e indolencia: algunos de los obstáculos a la educación

    Desde inicios del mes de febrero han aparecido en los periódicos de mayor circulación del país, diversas notas periodísticas señalando las dificultades por las que atraviesa el sector educación, y sobre todo, sus más importantes actores: niños, niñas, adolescentes y jóvenes. Como podría esperarse, muchas de estas notas están dirigidas a destacar la problemática de violencia que prevalece en las instituciones educativas, que cobra rostro y notoriedad sobre todo cuando se reporta sobre la forma en que las maras acechan ciertas instituciones educativas del Área Metropolitana, para reclutar a nuevos miembros en sus filas, como lo destaca una referencia periodística sobre un supuesto estudio realizado por el Consejo Nacional de Seguridad Pública. Sin embargo, al revisar las diferentes noticias, así como algunos datos sobre el sector educación, destacan al menos tres grandes problemáticas que las autoridades deben resolver para garantizar un mejor acceso, permanencia y condiciones para los y las estudiantes en el sistema educativo: el problema de la deserción, el de la repetición y el de la inseguridad y violencia que prevalecen como parte de la cotidianeidad que rodea a los miembros de la comunidad educativa.
    En relación con el primer problema, se tiene que según lo reportado por uno de los periódicos, alrededor de 415 niños y niñas desertan diariamente de su escuela, un promedio calculado a partir de los 83 mil niños y niñas que según el MINED abandonaron educación básica durante el año pasado. Por su parte, datos de la Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples (EHPM) indican que la mayor cobertura del sistema educativo se da en el tramo entre los 7 y los 12 años, y que es a partir de los 13 años aproximadamente cuando la tendencia experimenta una disminución en el porcentaje de cobertura, que se acentúa sobre todo posterior a los 15 años de edad. Así, la proporción general de no asistencia a la escuela calculada por la Encuesta de Hogares es de alrededor del 11% a nivel nacional. En otras palabras, al menos uno de cada diez niños, niñas y jóvenes en edad de haber finalizado alguno de los niveles o tener finalizada por completo su educación básica, se encuentra fuera del sistema educativo.
    En relación con los motivos por los cuales se ha abandonado el sistema, los datos de la EHPM indican que a la base de los argumentos más frecuentemente utilizados se encuentran razones fundamentalmente de tipo socioeconómico: han desertado por tener necesidad de trabajar, porque los estudios son muy caros, porque no les interesa, porque los padres (o encargados) no quieren que estudien o por la obligación de desempeñar quehaceres domésticos (sobre todo en el caso de las niñas y jóvenes). En estas cinco razones se aglutina  más del 80% de las causas, acuñadas por los mismos usuarios del sistema, por las cuales la niñez, adolescencia y juventud a nivel nacional no asisten a la escuela. 
    La repetición, como otra de las problemáticas que obstaculizan el proceso de enseñanza-aprendizaje, es una situación muy relacionada con la anterior. Según los datos del MINED publicados en la prensa escrita, más de 90 mil niños, niñas y jóvenes reprobaron el grado en 2006, una cifra que representa cerca del 7% de la población estudiantil a nivel nacional. Al respecto, el Viceministro de esta cartera de Estado señala que los niños y niñas que suelen desertar, cuando ya no lo hacen, tienden a repetir el grado. Y estos niveles de repetición se vinculan tanto con deficiencias de los estudiantes en el proceso de aprendizaje, como con problemas en la asistencia (si el joven no cumple con una asistencia del 80% a clases durante el año escolar no puede ser promovido al grado inmediato superior). Sin embargo, lo que en muchas ocasiones no se releva es que a la base de estas problemáticas se encuentran los mismos factores socioeconómicos que muchas veces limitan e impiden el acceso de niño/as  y jóvenes a la escuela, y les privan de ese derecho por tener que solventar muchas necesidades del hogar: trabajar y convertirse en una fuente de ingresos para la familia, cuidar de sus hermanos/as menores, ayudar en los quehaceres domésticos, o simplemente, por no poder cubrir los gastos y la inversión que para muchas de estas familias implica el tener uno o más hijos/as enrolados en el sistema. En este sentido, lo que muchas veces no se destaca es que si no van a la escuela, si no pueden cubrir con ese piso de asistencia del 80%, o si se mantienen continuamente repitiendo grado es porque las condiciones en las que viven o sobreviven las familias de las que muchos estudiantes provienen no les permiten –directa o indirectamente— gozar de ese derecho.
    No es de extrañar entonces que sea precisamente la presencia de estos factores sociales, económicos y culturales la que posibilite el tercer problema que enfrenta la comunidad educativa: la inseguridad y la violencia. En muchos casos, los estudiantes de la red pública de instituciones escolares se convierten en sus víctimas más directas, no necesariamente porque estén enrolados en maras o en pandillas estudiantiles, sino por el simple hecho de asistir a un centro educativo inserto en un contexto de desventaja, marginalidad y abandono estatal en materia de acceso a servicios públicos y de presencia de la institucionalidad encargada de la seguridad pública. Hacia mediados de este mes, y a propósito del robo de un centro escolar en el cantón de Guaymango, la noticia señalaba que esa era la décima institución educativa saqueada desde el 2006. A esta situación de robos y saqueos de los centros educativos, se le suman problemas de poco acceso a servicios (muchas de las escuelas de la red pública se encuentran ubicadas en sectores que no cuentan con los servicios más básicos), infraestructura inadecuada o abiertamente inservible, acoso de pandillas, venta de drogas, entre otras dificultades.
    A pesar de que el MINED tiene identificadas las instituciones que enfrentan mayores niveles de riesgo no solo en materia de inseguridad y violencia, sino en cuanto a los indicadores de rezago educativo en general, éstas no cuentan con atención focalizada por parte de las autoridades. Ni siquiera cuentan con el apoyo de la presencia policial que pueda servir de disuasivo a las amenazas externas, tanto de pandilleros como de la criminalidad en general. Esto, a pesar del llamado que muchos directivos y personal docente han hecho en forma reiterada a las autoridades, solicitando patrullajes, apoyo policial o refuerzos de distinto tipo.
    Frente a este panorama, la necesidad de una mayor inversión en materia educativa se vuelve indiscutible. Los datos, empero, prueban precisamente lo contrario: frente al énfasis gubernamental en el destino de fondos en políticas de mano dura para el combate a las pandillas, se deja sin resguardo y financiamiento precisamente uno de los espacios de prevención con mayores probabilidades de impacto: la inversión en educación para la niñez y juventud. Por ejemplo, la partida presupuestaria asignada al MINED equivale al 2.7% del PIB proyectado para este año. En el último quinquenio, las cifras indican que la inversión en materia de educación en función del PIB ha descendido del 3.3% que fue asignado en 2002, al 2.7% que se proyecta tendrá en 2007, un promedio que se encuentra por debajo del 3.8% que proyectó y estipuló el gobierno en su Plan Nacional 2021; y que es aún menor a los promedios de asignación presupuestaria de la gran mayoría de países latinoamericanos. Este déficit cada vez mayor en asignación de recursos se refleja claramente en el recorte presupuestario que fue recientemente anunciado para uno de los programas del MINED, encaminado precisamente a la atención de estas escuelas en riesgo a través de acciones preventivas desde la institución. Esto evidencia no solo el desinterés en el tema, sino la miopía e irresponsabilidad con la que muchas de las decisiones políticas son tomadas en este país.
    Muchos se preguntan qué hacer para enfrentar la violencia que aqueja a la ciudadanía. Muchos otros se quejan y culpan a las pandillas, a la cultura, a la guerra, a la posguerra, a la pérdida de valores, a la falta de lectura de la Biblia, a la falta de moral, entre otros argumentos esgrimidos sobre todo por los padres de la patria al ser consultados sobre la problemática. Al margen del franco alarde de desconocimiento del tema, en muchos abundan aberraciones al enfocarse y opinar sobre la problemática. Lo que no parece abundar en estos y otros tomadores de decisión es la voluntad política de arremangarse la camisa y poner recursos a la obra en la construcción de mejores –o al menos, mínimas— condiciones para que niños, niñas y jóvenes puedan tener la oportunidad de ejercer uno de sus derechos más básicos, y que más impacto puede tener, en la disminución de la violencia en este país: ser acreedores de una educación de calidad.

La paja en el ojo ajeno

    El asesinato de tres diputados salvadoreños del Parlamento Centroamericano (PARLACEN) y su motorista en Guatemala, ha sacado a la luz un escenario bastante serio en el país vecino. El crimen organizado se coló ya hasta la médula de su institucionalidad; en el presente caso, la Policía fue utilizada por la criminalidad para aniquilar a estos compatriotas y cuatro testigos –autores materiales de los hechos– fueron ejecutados después por la falta de una adecuada protección. Esa grave situación no sólo afecta a esa nación. El Salvador también enfrenta algo parecido. Por eso no se concibe que el presidente Antonio Saca se rasgue las vestiduras por lo ocurrido allá. “Mi mensaje –afirmó a un medio nacional– es que se debe luchar contra la impunidad clara que se está dando en Guatemala. Su policía está involucrada en asesinatos y crimen organizado”. Quizá no se da cuenta que sus palabras, también se aplican a la realidad nacional.
    Acá hay impunidad; una impunidad que data de muchas décadas atrás y que resultó favorecida después de la guerra con una amnistía aberrante que tanto han defendido en su partido, sobre todo el anterior mandatario y él mismo. De esa forma, a final de cuentas ha sido el Estado su principal promotor. Además, la Policía Nacional Civil (PNC) salvadoreña no es un dechado de virtudes; por el contrario, varios de sus miembros han participado en ilícitos y han favorecido al crimen organizado. Al respecto, sobran casos que retratan la parte fea de su rostro.
    En febrero del año pasado, por ejemplo, siete agentes del sistema de emergencia 911 fueron detenidos por permitir la comercialización de droga en la zona del bulevar Constitución y en la colonia San Luis, parte de la ciudad capital. Le exigían a los delincuentes una cantidad de dinero a manera de impuesto, extorsión o “renta” –llámele como quiera– para garantizarles que ningún investigador policial o fiscal los molestase mientras realizaban su “negocio”. Además, los transportaban en su patrulla a la colonia Tutunichapa para surtirse de estupefacientes; cuando capturaban algún consumidor, le decomisaban el producto y luego se lo revendían. Asimismo, se conoció de otros agentes que estaban involucrados con pandilleros y criminales; policías de la delegación de Mejicanos y de la subdirección de Tránsito Terrestre les trasladaban información a los malhechores para que pudieran evadir a la autoridad.
    Hay otros casos. El año pasado capturaron a otros trece policías que robaron en una empresa distribuidora de mercadería y mantuvieron a veinte empleados en cautiverio durante casi cuatro horas. Al final, cargaron un camión con harina, jabón, detergente y otros productos. En total, el botín ascendía a más de veintiún mil dólares. Otro caso: en noviembre pasado, tres agentes de Tenancingo, departamento de Cuscatlán,  mataron a golpes a un joven albañil. Así, los asesinatos, la colaboración con criminales y la brutalidad policial son algunos de los delitos que acumula la institución salvadoreña. Por eso, no suenan bien las críticas de su director a su par guatemalteco.
    Está también, como antecedente importante, el asesinato del joven Manuel Adriano Vilanova Velver ocurrido el 2 de septiembre de 1995 y ejecutado por un grupo de policías. Alrededor de éste, se escuchaban fuertes críticas dirigidas al entonces ministro de Seguridad Pública –Hugo Barrera– por el trabajo del comisario venezolano Víctor Rivera, mejor conocido como “Zacarías”, quien estuvo involucrado en las deficientes investigaciones iniciales sobre este hecho criminal. “Zacarías” fue denunciado como miembro importante de una estructura paralela y clandestina dentro de la cartera a cargo de Barrera; después de eso, se trasladó a Guatemala. Allá también criticaron su actuación hace diez años, cuando se descubrió que asesoraba al ministro de Gobernación. Barrera salió en su defensa diciendo: “Es el mismo concierto de personas que salen siempre diciendo algo. Hay una intención de disminuir a cero los éxitos de la Policía en su trabajo... No se deberían de dar. No se deberían confundir sus ejercicios políticos con la seguridad pública...”.
    La ejecución allá de cuatro testigos, asesinos materiales de cuatro connacionales, puede dificultar el avance de la investigación al más alto nivel e impedir que se conozca toda la verdad. Por eso, había que protegerlos. No se hizo y es reprochable. Pero también es chocante que las autoridades acá se den aires de pureza, cuando no tienen solvencia moral para hacerlo. ¿Acaso aquí no han asesinado testigos en las mismas narices de la policía?
    Varias víctimas dan fe de que los delincuentes han evadido la justicia, eliminando a quienes los denuncian o declaran en su contra. La sonada matanza del Plan de la Laguna es una muestra. Vilma Escobar Santos y su hijo de doce años, Daniel Alexander, testificarían contra pandilleros de la comunidad “Las Palmas” que había intentado matar a un familiar; sin embargo, fueron asesinados junto a otros dos niños. Este es uno de tantos casos, que revela lo difícil de la situación. Tan serio es el asunto que, según una encuesta de La Prensa Gráfica, hace un año el 58% de la población salvadoreña no acudiría a un tribunal como testigo por temor a perder su vida. ¿Y la muerte del “Gigio”, en el caso del secuestro y asesinato del niño Gerardo Villeda?
    La lucha contra la impunidad tampoco ha sido un distintivo de los gobiernos de ARENA. No se han esclarecido los hechos del pasado ni derogado la amnistía, pese a los constantes llamados de organismos internacionales en tal sentido. Ni siquiera la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de las hermanas Serrano Cruz, ha derribado el muro que impide a las víctimas conocer la verdad. Tampoco se han resuelto crímenes ocurridos en la “paz”. La violación y el homicidio de Katya Miranda están por cumplir ocho años; a la fecha, no hay un solo culpable condenado y en dos años más ya no se podrá hacer nada, al menos dentro del país. En el caso de Ramón Mauricio García Prieto, el Estado no profundizó las indagaciones hasta la autoría intelectual y por eso, ahora, enfrenta otro juicio internacional del que seguramente saldrá mal parado.
    En los hechos de corrupción tampoco tienen éxitos para presumir. Se han saqueado instituciones y los delincuentes han huido sin problemas. Quizá se les olvidan los nombres de Romeo Majano Araujo y Raúl García Prieto, por citar dos; ambos fueron acusados por corrupción. Además, los tentáculos del crimen organizado también han tocado legisladores. Eliú Martínez es el ejemplo más claro de eso; pero ahí están, además, los casos de Roberto Carlos Silva y Mario Osorto. El narcotráfico y el dinero sucio se han infiltrado en la estructura estatal.
    ¿Cómo habla el presidente Saca de combatir la impunidad en Guatemala?  Hay un dicho popular que se aplica al mandatario: “Candil de la calle, oscuridad de su casa”. Esta bien que se exija justicia para los parlamentarios asesinados y sus familias; que se pida llegar a la raíz de la estructura que planificó los hechos, para desmontarla. Eso es sano para Guatemala y Centroamérica. Pero hay que tener claro que la “limpieza” no acaba con la resolución de los horrendos crímenes ocurridos recientemente en el vecino país. Al contrario, ese debería ser el comienzo de algo postergado durante tanto tiempo. Este caso es, quizá, el mejor motivo para iniciar una lucha regional frontal contra todo tipo de delincuencia. No hacerlo sería una falta de respeto para éstas y todas las víctimas; además, lanzaría el siguiente mal mensaje: que en estos países hay ciudadanos de primera clase, para los que se debe llegar hasta el fondo en las investigaciones y dar con todos los responsables; pero hay otros con los que se puede postergar la verdad e imponerles un infame perdón y olvido, favorable a sus victimarios. No puede ser.
    De todo esto hay que sacar las lecciones correspondientes, hacer el análisis necesario y generar anticuerpos contra la violencia y la impunidad. Centroamérica no debe convertirse en puente de la narcoactividad o de cualquier otra modalidad de crimen organizado. Por eso urge sanear las instituciones; colocar personas capaces, valientes y comprometidas al frente de éstas. La integración del istmo debe dar pasos firmes, creando mecanismos legales e institucionales para frenar este tipo de acciones que desestabilizan y crean crisis.
    Por último. No se vale que se ocupen estos condenables hechos criminales para agudizar las diferencias y confrontar con los vecinos. Antes de ver la paja en el ojo ajeno, hay que quitarse la viga del propio. Para eso hay que enfrentar, de verdad, a todos los delincuentes que se están enriqueciendo a costa del luto y el sufrimiento de la mayoría de la población. Un buen homenaje para estas víctimas y todas las que a diario deja la violencia en el país, sería erradicar este mal de una vez por todas. Pero para eso hay que trabajar más y no hablar demás.