Carta: 1-15 Noviembre de 1994

CARTA A IGNACIO ELLACURÍA

Querido Ellacu:

Han pasado cinco años y todavía seguimos discutiendo si las cosas siguen igual, mejor o peor en el país. En lo personal me parece que han cambiado, aunque creo que queda mucho por hacer -lo cual es una manera de decir que ha habido mejoras-, pero creo también que queda mucho por deshacer lo cual es una manera de recordar nuestros males ancestrales: la indiferencia y la crueldad hacia los pobres, todo lo cual sigue configurando nuestra realidad. Y es que para nada se ha debilitado la ambición del dinero, -"raíz de todos los males", como dice el Nuevo Testamento-, que sigue estando presente en casi todo, entre los egoístas y acaparadores de siempre y entre los oportunistas -algunos inesperadamente- de ahora. Y esto explica también, creo yo, lo que está en el fondo del actual debate, aparentemente teórico, sobre silo correcto es ser pragmático o utópico.

Viendo todo esto, hay tres cosas que me llaman la atención, y que te las comento por si nos das alguna luz. La primera es -ésta es mi impresión- que poco a poco nos estamos acostumbrando a mirar y quedarnos en la superficie de las cosas -cómo está el oleaje- y no nos fijamos ya, como tú solías hacerlo, en las corrientes subterráneas, ésas que mueven el mar y la historia -y tú lo sabes porque eras de puerto de mar.

No es que quiera ser masoquista, y no sería bueno ni justo desconocer los pasos positivos que hemos dado: ya no hay guerra, la posguerra no fue tan cruel y caótica como pudo haberlo sido, ahora hay más posibilidades de trabajar sin riesgos. Pero es también ligereza irresponsable pasar por alto que la pobreza ha aumentado en el país y que cada día mueren asesinados de tres a cuatro salvadoreños. Y eso sin mencionar Nicaragua, Haití, Ruanda...

Pero lo peor, pienso yo, es que nos acostumbremos poco a poco a ver la superficie, y a no mirar ya el fondo, allí donde se juega la verdad de las cosas. No lo hacemos quizás para no asustarnos, quizás para no quebrar la caña cascada, como decía Isaías, quizás para no matar lo que queda de ilusión en la gente. Pero la superficialidad no es cosa buena, y por eso a mi me gusta recordar algunas de esas palabras tuyas de las que iban al fondo. Y así recuerdo que en 1989, en plena madurez, sin la fogosidad ni veleidades de años mozos, dijiste cosas que ya no resuenan en discusiones políticas, ni entre los de derecha ni -salvo alguna excepción- entre los de izquierda.

Una semana antes de tu muerte, hablabas todavía "de un nuevo proyecto histórico" y de "un proceso de cambio revolucionario, consistente en revertir el signo principal que configura la civilización mundial". Aunque con realismo y objetividad, ciertamente, te mantuviste utópico para poder tocar fondo, y te atreviste a nombrar la utopía como "civilización de la pobreza". Y con el mismo realismo y objetividad te mantuviste profético, no por molestar, sino por iluminar, y así dijiste -para espanto de todos- que "Estados Unidos está mucho peor que América Latina. Porque Estados Unidos tiene una solución, pero, en mi opinión, es una mala solución, tanto para ellos como para nosotros.

En cambio en América Latina no hay soluciones, sólo problemas; pero, por más doloroso que sea, es mejor tener problemas que tener una mala solución". Y de pasada quiero decirte que esta locura tuya de querer "revertir la historia" todavía sigue dando ánimo. Mi segunda reflexión se relaciona con la anterior. Estamos en un tiempo en que a todos nos encanta dar nuestra opinión: si los políticos, la UCA, el FMLN lo hacen bien o mal, debate que es necesario y desahogo que es comprensible. Pero creo que las batallas más importantes no se están jugando en estos días en lo que de público y vocinglero tienen esos debates, sino en lo que ocurre en el fondo de los corazones. Ahí, sin tener mucho viento a favor, es donde decidimos si servir o servimos, si pensar en las mayorías pobres o en nuestro propio provecho. Es momento de preguntarse honradamente como lo hacia san Ignacio ante Dios y como lo hacías tú ante el pueblo crucificado qué tenemos que hacer, con viento a favor-ojalá-o con viento en contra, con entusiasmo -ojalá-o con desencanto. Y digo que es momento de acción y no de lamento, porque, aunque de forma sofisticada, creo que a veces te usamos más para el lamento que para la acción: "si ahora estuviese el Ellacu", "Ellacu haría"... (Y déjame decirte entre paréntesis que algunos te invocan para tenerte de su lado en cosas bien dudosas).

Pues bien, lo que quiero decirte es que no todos somos tan inteligentes y tan brillantes como tú, pero todos podemos aprender a tomar decisiones en lo escondido del corazón, como tú la hacías, en beneficio de los pobres de este mundo. A mi me gusta formularlo en palabras de Miqueas: "hay que caminar con DIOS, humildemente, en justicia y misericordia". También lo podemos formular en tus propias palabras: "Hay que bajar de la cruz al pueblo crucificado", en lenguaje conscientemente vigoroso, o en aquellas otras más sencillas y apegadas al día a día: "hay que empujar el carro de la historia". Tu gran lección es que lo único que no podemos hacer es no empujar la historia, y que de esa exigencia no podemos eximirnos.

Encontrar la dirección correcta para empujar bien no es fácil, y por ello te devanaste los sesos con análisis teóricos y diálogos con todo el mundo. Pero queda una última pregunta que cada vez se hace más acuciante en nuestro mundo. ¿Y de dónde sacar fuerza -no ya la dirección correcta- para empujar este pesado carro de la historia? La respuesta -no tengo otra- es la esperanza. Sólo que hay que explicarlo un poco.

Piensan algunos que hay esperanza cuando las cosas van bien y suceden tal como lo deseamos. Pero eso, por necesario, bueno y justo que sea, no es todavía esperanza. Esperanza es otra cosa. Es la convicción de que la bondad es posible, de que la promesa no es ilusoria, de que el amor es más fuerte que la muerte. La esperanza tiene que ser lúcida y presupone, objetividad, realismo, pero,' en definitiva, surge y crece allá donde hay amor. "No toda vida es ocasión de esperanza, pero si lo es la vida de Jesús que por amor cargó con la cruz", escribió hace años Jürgen Moltmann, teólogo alemán que vino a rezar al jardín de rosas hace pocos meses.

Y aquí, Ellacu, como tantas veces lo dijiste, si algo a habido a raudales eso ha sido amor. Si mantenemos presentes a tanta gente de este pueblo -lo que he llamado la corriente subterránea de la historia-, tendremos esperanza. Y con ella -y con el realismo que tú proponías- podremos actuar y cambiar el país. Pero si conseguir realismo es difícil, no sé si más lo es mantenerla esperanza, porque se está generando una peligrosa tendencia a no mencionar los nombres de mártires y caídos, como si el hacerlo fuese ahora cosa de curas, sensiblería o hasta de mal gusto. Pero yo sigo siendo de la opinión de que el amor -y los mártires- generan esperanza, y por ello me encantan tus palabras cuando hablas de ellos. En cualquier caso nadie me ha convencido todavía de lo contrario:
Toda esta sangre martirial derramada en El Salvador y en toda América Latina, lejos de mover al desánimo y nueva esperanza en nuestro pueblo.

Y para terminar, Ellacu, quiero citar las últimas palabras que escribiste en el mes de agosto de 1989 en la revista de teología, transidas de una esperanza definitiva;
Los signos de los tiempos siguen anunciando firmemente, aunque siempre a oscuras, un futuro siempre mayor, porque más allá de los sucesivos futuros históricos se avizora el Dios salvador, el Dios liberador.

Ellacu, enséñanos a ver en el amor, en la generosidad y en la entrega de los salvadoreños a ese Dios que se avizora.


Universidad Centroamericana José Simeón Cañas
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