Homilía en la misa de los treinta días

HOMILÍA 16 DE DICIEMBRE DE 1989

HOMILÍA EN LA MISA DE TREINTA DÍAS
DE LOS PADRES JESUITAS ASESINADOS EN LA UCA
(16 DE DICIEMBRE DE 1989)
P. José María Tojeira
Provincial de la Compañía de Jesús en Centroamérica


Queridos Hermanos: han pasado treinta días desde el momento en que nuestros hermanos derramaron martirialmente su sangre. Desde entonces, su presencia entre nosotros se ha agigantado. Han sido luz en el mundo. Incluso en sectores y ambientes donde la fe se apaga o está en duda, su testimonio de sangre ha sido anuncio de resurrección. Y se han hecho más presentes en la sociedad salvadoreña. Como amenaza y como peligro para quienes quieren tapar el sol de la verdad con una mano manchada de sangre. Como ánimo y como estímulo para los que desean que este pueblo tenga vida y la tenga en abundancia.

El evangelio que hemos oído nos anima a confiar en la resurrección por encima de todo dolor y angustia. Como los discípulos de Emaús, todos hemos tenido nuestros momentos de ceguera, de incapacidad para ver la realidad en su dimensión auténtica. La cólera en ocasiones, la tristeza en otros, la amargura, la desesperanza y el cansancio son sentimientos no solo normales, sino también justos, en medio de tanta muerte. El recrudecimiento de la guerra, la muerte, entre tantos otros, de nuestros compañeros y amigos, nos impiden en ocasiones contemplar la realidad de esa historia secreta con la que siempre comienza el evangelio. Historia secreta de un nacimiento en pobreza, de una vida que sin la muerte de cruz se hubiera confundido con la de tantos predicadores de la época, de una muerte que habría sido una más entre miles, si el Espíritu no se hubiera derramado en los corazones de los apóstoles con la luz de la resurrección.

Esa historia secreta, es la que nuestros hermanos muertos trataron de descubrir en el rostro de los pobres. Buscaban el evangelio y el Espíritu que los anima, en cada paso que los pobres daban hacia su propia liberación, y por eso hablaban con frecuencia de los pobres con Espíritu. En otras palabras, veían la fuerza de los humillados de esta tierra, que resiste la injusticia y la opresión con espíritu cristiano, como una señal. Un signo de que el Espíritu de Jesús comenzaba ya a hacer pública la resurrección, en medio de tanto dolor.

Si en un primer momento decíamos que nuestros hermanos se unieron a los pobres en lo más duro de su suerte, ahora queremos también decir que nuestros ocho compañeros se han unido a este mismo pueblo en su dinámica de resurrección. Su presencia entre nosotros se ha hecho más universal, más honda, más humana y más divina al mismo tiempo. Los han matado, sí, y con el afán de arrancarlos de este mundo. Pero ahora nadie los puede arrancar de nuestros corazones. Nadie los puede borrar ya de la historia verdadera del pueblo de El Salvador. El mazazo de su muerte fue un golpe demasiado fuerte, pero el estallido de su resurrección ha tenido una resonancia todavía mayor, colocándolos en un pedestal de heroísmo, desde el que son denuncia y anuncio al mismo tiempo.

Los discípulos de Emaús descubrieron el rostro del resucitado al partir y al compartir el pan. La muerte de nuestros hermanos solo podemos comprenderla plenamente en la celebración cristiana de acción de gracias, en la eucaristía. En ella, el resucitado se nos hace presente de nuevo inundando con la luz de su resurrección a todo acontecimiento en el que haya estado presente la muerte de Jesús. En ella, Jesús convierte en alimento para nuestras vidas a todos aquellos granos de trigo que han muerto y que, como diría San Ignacio de Antioquía, han sido triturados entre los dientes de los leones para formar el pan de Cristo.

Nuestros hermanos están vivos. Y no solo por la resonancia que ha tenido y sigue teniendo su muerte, sino porque han unido sus vidas a esa historia resucitada que dura para siempre brilla cada vez más.

Que el Señor Jesús, presente en nuestra eucaristía, nos dé a todos la gracia, que ya alcanzaron nuestros compañeros, de unirnos a esa su vida fuerte, profética y liberadora, capaz de transformar la historia en hogar, en fraternidad militante, en comunión por todos compartida. Que así sea.


Universidad Centroamericana José Simeón Cañas
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