Más allá de la ley del Talión

Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

Entre los amigos de la represión estatal es común aducir que todo asesinato debe ser retribuido con el asesinato del verdugo. Los más extremistas exigen también la muerte de los socios del criminal. Este principio de muerte por muerte supone gratuitamente que el sufrimiento satisface el daño causado. En realidad, la tesis es muy antigua, incluso más antigua que el Antiguo Testamento, donde figura también como criterio para administrar justicia. Las sociedades mesopotámicas establecieron como norma básica de justicia ojo por ojo y diente por diente para frenar el instinto atávico de la venganza. La llamada ley del Talión solo permite infligir un daño similar al recibido, sin extralimitarse. En aquellos tiempos, esta ley representó un avance importante con vistas a hacer viable la convivencia, ya que la venganza suele degenerar en una espiral de violencia que se prolonga a lo largo de las generaciones.

No obstante sus ventajas, la justicia no se agota en la ley del Talión. La humanidad elaboró normativas cada vez más completas y complejas para garantizar el respeto a la dignidad humana. Así, en la actualidad, dispone de un cuerpo legal aceptado internacionalmente, excepto por dictaduras más o menos disfrazadas. Prescindir del derecho internacional y regresar a los tiempos mesopotámicos es un retroceso, incomprensible en una sociedad que aspira a colocarse entre las más educadas, desarrolladas, bonancibles y turísticamente atractivas.

El asesinato o la degradación del homicida de un ser querido o cercano no devuelve este a la vida, ni llena el vacío dejado por su ausencia, ni hace tolerable la sensación de abandono. La pérdida es, en sentido estricto, irreparable. La rabia que exige venganza es humanamente comprensible, pero no debe prevalecer, porque conduce a un callejón sin salida. El ajuste de cuentas se presenta como la reparación ideal, entre más cruel y devastador, más satisfactorio. Pero, una vez consumado, el desamparo y el desconsuelo reaparecen. La impotencia y la frustración conducen a la amargura y al deterioro personal hasta volver insoportable la vida y la convivencia. Los testigos que acuden a las ejecuciones de los condenados a muerte con afán de revancha salen tan vacíos, o quizás más, que como entraron.

A pesar de que el Antiguo Testamento recoge la ley del Talión, Jesús se aproxima de una manera radicalmente distinta a esta miseria humana. En el llamado Sermón del Monte, Jesús, desconcertante e irritantemente, revierte dicha ley, al pedir a sus discípulos amar al enemigo, hacer el bien a quien los odia, bendecir a quien los maldice y orar por el que los injuria para poder ser hijos e hijas del Padre del cielo, que hace llover sobre justos e injustos. Así, pues, para Dios, la vida de todos los seres humanos, pecadores o no, tiene el mismo valor. Pero eso no es todo.

Jesús les pide también practicar la compasión con todos, no juzgar para no ser juzgados, no condenar para no ser condenados, perdonar la deuda para que les perdonen la propia y dar para recibir. Al final, Jesús añade otra justificación para este comportamiento tan sorprendente: “Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque los pecadores también aman a los que los aman. Y si hacen bien a los que les hacen bien, ¿qué mérito tienen? Los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6,27-38).

Estas enseñanzas de Jesús tienen una relevancia particular, porque muchos de los que abogan por aplicar la ley del Talión se confiesan cristianos. Pero si odian a sus enemigos, si les hacen mal y los maldicen, si juzgan, condenan y no perdonan se comportan de la misma manera que aquellos a quienes aborrecen y desean exterminar. No se trata de condonar el derecho y la justicia. Las enseñanzas de Jesús no excluyen la justa cólera. Sin embargo, la justicia, y menos la retributiva, no es lo primero ni lo último. Este sitio privilegiado le corresponde a la compasión y la misericordia. Ninguna de ellas excluye la sanción justa, pero la subordinan a valores superiores. No se trata, pues, de tolerar el crimen, el robo y la violación. Tampoco de abandonar la cólera en lo que tiene de rebeldía contra el mal y contra quienes mantienen al borde de la muerte a los demás, lo cual incluye no solo a los pandilleros, sino también a los militares violadores de los derechos humanos, a los criminales organizados y a los corruptos.

El mal, una vez hecho, permanece inalterable. La diferencia la hace el modo de enfrentarlo, tanto por parte de la víctima como del verdugo. Por eso, no hay que confundir el odio legítimo a la injusticia con el aborrecimiento hasta el extermino de quien la ha causado. La función de la misericordia consiste en humanizar la violencia, la justicia y la liberación de la opresión. Cultivar el ajuste de cuentas y la violencia atormenta y deshumaniza. Es, pues, menester educar en humanidad para hacer posible la convivencia solidaria y fraterna.