Invitación a la prudencia

 

La convicción con la que se entregan al autoritarismo es admirable. El director de la Policía ha afirmado ante la legislatura, sin pensarlo dos veces, que “el policía es un juez de la calle que tiene criterios para poder detener, identificar e individualizar a cualquier persona”. Si algo hay que agradecer a semejante torpeza es su franqueza, porque eso es, precisamente, lo que ha ordenado a sus agentes: identificar, acusar y capturar a quien les parezca. Le faltó agregar que los soldados hacen también de jueces. La falsedad aparece en la segunda parte de la declaración, porque de ella no se sigue que tengan criterio para ejecutar las órdenes recibidas. Ni los policías, ni los soldados son jueces. Atribuirles esa función es llevar a un extremo inaudito la usurpación de un poder judicial ya secuestrado. El convencimiento y el servilismo se combinan en este claro reconocimiento de la transgresión de la Constitución. La franqueza policial es insolente. Estos funcionarios estarían mejor callados, pero la soberbia los vuelve temerarios al punto de reconocer sus crímenes ante la opinión pública.

Los diputados que aprobaron la nueva prórroga del régimen de excepción son cómplices, pues dieron por válido el argumento policial. Tal vez ni siquiera cayeron en la cuenta de la barbaridad jurídica que estaban avalando con su silencio. Semejante complacencia pone de manifiesto su verdadero papel: no los eligieron, ni les pagan para opinar, sino para decir “sí” a Casa Presidencial. El trabajo de las comisiones legislativas sale sobrando. Por eso, casi no sesionan. No representan a nadie más que a Bukele. En realidad, los diputados son simples accesorios. Se podría prescindir de todos ellos, no solo de una parte, así como ellos han prescindido de los asesores y de escuchar a las partes interesadas en lo que legislan, y ahorrarle al Estado varios millones en salarios, dietas, viajes y privilegios. La legislatura, un elemento fundamental del régimen democrático, se ha convertido en un espacio para vividores.

Estos funcionarios parecen estar muy seguros de la posición que ocupan. Aparentemente, están convencidos de que han llegado al régimen de los Bukele para quedarse y que, si los echan, la impunidad los protegerá de cualquier reclamo de la justicia. La cúpula militar de la guerra civil cometió el mismo error de apreciación. Más de alguno pensará que actúa bien por gozar del respaldo popular, pero este argumento no es válido para la justicia. La dictadura tiene término. Se suele agotar más pronto que tarde. A veces, por causas imprevisibles.

Cuando colapse, ¿qué harán estos funcionarios?, ¿adónde irán? Si cuentan con que los Bukele los protegerán de los reclamos de la justicia, están muy equivocados. Al negociar su final, ellos proveerán por sí mismos y a los demás, a pesar de su lealtad incondicional, los dejarán abandonados a su suerte. Las venezolanas y los otros extranjeros se irán por donde vinieron. Los oportunistas, por lo general, siempre tienen una carta guardada. El resto, la mayoría, se verá abocado al abismo. ¿Querrá permanecer en el país como si fuera ajeno a la violación de la Constitución y de los derechos humanos, a la represión y al terror, y al saqueo de la hacienda pública? ¿Pondrá cara de “yo no fui” o “cumplía órdenes”? Ninguno de los países a donde quisieran ir los recibirá. Irónico sería que algunos de los más destacados acabaran confinados en el recién inaugurado centro para terroristas.

La confianza absoluta en el orden de los Bukele impide que estos funcionarios se planteen siquiera la posibilidad de que, un día no lejano, ese orden se derrumbe. Junto con él perderán el cargo, el poder y los ingresos, y tal vez enfrenten la justicia, desde el banquillo de los acusados. El apego a lo que ahora poseen, la resistencia a no pensar más que en el presente y la lealtad férrea a los Bukele, a quienes deben lo que son y lo que tienen, los ciega. No son capaces de imaginar qué será de ellos cuando aquellos ya no estén. Si así fuera, actuarían con más circunspección. No se les pasa por la mente que, así como ahora son útiles, mañana serán igualmente descartables.

La parábola bíblica sobre el administrador infiel les ofrece materia para recapacitar. Cuando su amo le pide cuentas de su gestión deshonesta para despedirlo, se hace varias preguntas y encuentra súbitamente la solución, hasta cierto punto genial. Cumplirá con la última tarea en provecho propio. Acostumbrado a mandar, no se mira como jornalero, tampoco sabría mendigar. El administrador encuentra una solución simple para mantener su dignidad, conservar su posición social y preservar el sentido de su vida. Falsifica los contratos de arrendamiento a favor de los deudores de su amo, para que, cuando este lo despida, aquellos lo reciban en su casa. La parábola invita a la vigilancia y la prudencia.