Elegidos para servir o servirse

Rodolfo Cardenal 

Participar en elecciones democráticas incluye la posibilidad de no ganar. Si los candidatos no contemplan esa posibilidad y arreglan las elecciones para no perder, estas son innecesarias. En estos casos, además, los disimulos de libertad y limpieza no convencen. Si el oficialismo de Bukele no corre el riesgo de perder, no es democrático, aun cuando organice elecciones (una ficción que cuesta millones de dólares a un Estado en crisis financiera permanente). No tiene, pues, argumentos para molestarse por los señalamientos de la comunidad internacional.

La posibilidad de sufrir una derrota en las urnas es un elemento fundamental del sistema democrático. El riesgo implica permitir a la opinión pública ventilar sus valoraciones y repudios. La popularidad presidencial de las encuestas no basta. Tampoco el aplauso de las redes digitales. El respeto a la voluntad de la gente obliga a observar rigurosamente las normas establecidas y, por tanto, expone a la derrota.

El buen gobernante está genuinamente interesado en escuchar directamente la opinión de los gobernados, sin intermediarios que la filtren ni barreras y tarimas que lo alejen del sentir popular. El gobernante sensato se aproxima a aquellos para quienes gobierna y aprende de ellos. La cercanía proporciona un sentido de la realidad imposible de experimentar desde los opulentos salones de Casa Presidencial. La proximidad expone a las críticas, los reclamos airados y también a los insultos. Inevitablemente, si el gobernante se pone a tiro, oye cosas desagradables, pero verdaderas. Si obvia el sentir y el pensar de la gente, no gobierna para ella.

La cercanía es un revulsivo eficaz para las tentaciones del poder, cuya fuerza seductora, casi erótica, solo los más auténticos y comprometidos resisten. Dejarse arrastrar por ella no legitima al gobernante, aun cuando haya llegado al poder en las urnas. Los gobernantes libres y entregados a la ciudadanía gobiernan para su bienestar. El poder bien empleado se ocupa diligentemente de la satisfacción universal y de calidad de las necesidades básicas de la gente, y persigue sin cuartel a los oportunistas y los corruptos, sus enemigos más perniciosos. El juicio definitivo sobre la calidad del servicio de los funcionarios públicos corresponde a la voluntad popular libremente expresada, no al gobernante iluminado de la monarquía absoluta o del despotismo ilustrado.

Desde la perspectiva del bien general, adueñarse del poder presidencial es secundario. Lo primero y lo más importante es gobernar para la gente, en especial, para la más vulnerable y empobrecida. Cuando ese servicio no satisface las expectativas populares, existe la posibilidad real de perder las elecciones. Aferrarse al poder con ilegalidades y fraudes es convertirlo en la finalidad única. Entonces, la dictadura es una realidad insoslayable. Se puede disfrazar de bondad, pero siempre es perversidad. Es la gran tentación de quienes ejercen poder.

Ciertamente, los Bukele tienen más probabilidades de triunfar en las urnas que la oposición política partidaria, porque disponen de unos recursos y de unas oportunidades únicas. Más todavía cuando a esa oposición la divide la ambición de poder. En eso no es diferente al dictador obsesionado con la dominación opresora. No obstante, siempre existe la posibilidad de derrotarlo. La fuerza de la oposición es el malestar popular, no las candidaturas presidenciales, en gran medida irrelevantes. Una de sus mayores debilidades es que ella tampoco se ha aproximado a la gente, ha asumido sus causas y ha hecho política para ella. Si no renuncia al narcisismo y se vuelca a los descartados por el capitalismo neoliberal y la dictadura, sus posibilidades son prácticamente nulas.

El creciente descontento popular tiene un potencial movilizador mucho más fuerte que la oposición partidaria tradicional. Cada vez más sectores manifiestan públicamente su descontento con los desaciertos del oficialismo. En este sentido, las bases del partido han sido las últimas en expresar su enojo ante las manipulaciones del clan de los Bukele, que les han impuesto los candidatos para las elecciones. Estas voces son cada vez más, menos temerosas y más claras. Los ingresos exiguos, el desempleo, el hambre y el abandono aprietan con fuerza creciente.

Aparentemente, Casa Presidencial tiene mala conciencia. La inscripción de Bukele y su adlátere para la reelección inconstitucional ha sido poco triunfalista, casi vergonzante, sin baño de correligionarios, luces de colores, pólvora y música. El aumento del descontento no pasa desapercibido para Casa Presidencial, que se afana para ocultar cómo la gente se aleja de Bukele. Sus producciones escénicas, como la primera piedra del Hospital Rosales o la inauguración de los juegos regionales, lo elevan, pero también lo alejan. Único y radiante, pero insensible e ineficaz. Cuando el espectáculo y las redes digitales ya no convenzan, solo quedará extender todavía más las capturas por “asociaciones ilícitas”, esto es, por no entregarse a la voluntad de los Bukele.