Dos países inintegrables

Rodolfo Cardenal

La “integración” de la sociedad, encomendada a una nueva dirección, no es un objetivo razonablemente asequible. Las dos marchas multitudinarias del 15 de septiembre han puesto de manifiesto la profunda brecha que separa al cuerpo social. En un lado, un ejército armado hasta los dientes más unos cuantos estudiantes de relleno. El desfile es militar, al estilo soviético, norcoreano o chino, no estudiantil. En el otro lado, los agraviados, los humillados y los descartados por la dictadura. Integrarlos es prácticamente imposible. Las fuentes de la exclusión y del descontento no pueden ser cerradas sin desarticular la arbitrariedad y el terror del Estado militarizado. La desintegración no es obra de “muros invisibles […] que están en la mente, en la psicología del miedo”, como asegura Bukele engañosamente. Los muros son reales, opresivos y violentos.

Paradójicamente, él mismo asume la existencia de dos países. Si bien solo habla del que “renace” gracias a sus desvelos, el otro está presente por omisión. El país de Bukele, al cual llama “vitrina”, es el de los turistas y los surfistas, los deportistas y las mises extranjeras. Cuando desembarquen, encontrarán una autopista de primer nivel, bien iluminada y dotada de “un sistema inteligente”; “nuevos complejos con infraestructura cómoda y atractiva” en las playas, y plazas, edificios y jardines esplendorosos en los centros históricos de algunas ciudades. Tanto esmero contrasta con el abandono de Los Chorros, el descuido de la infraestructura educativa, la ausencia de espacios comunitarios, culturales y deportivos en las barriadas populares y la expulsión de la pobrería que malvive del comercio informal, para causar buena impresión en los paseantes de los centros históricos.

El país “vitrina” es un espacio peculiar para los delirios de grandeza. La nueva biblioteca nacional es “la más grande y moderna de toda Latinoamérica”, los juegos regionales recién pasados fueron “los mejores de la historia” y El Salvador es el primer país latinoamericano en contratar “la infraestructura y todos los servicios” de un gigante digital. Es así como “el mundo tiene sus ojos puestos” en esta “vitrina” y “cada vez más personas quieren ser testigos de nuestra transformación”. Pero aquí concluye la lista de los productos exhibidos. No hay más “transformaciones” que admirar. Si las hubiera, no habría dejado pasar la oportunidad para enumerarlas. Aquí no cabe “la reserva” por razones de seguridad nacional.

Agotada la lista, solo queda “creer” que el país está “renaciendo”, que “ha experimentado un cambio profundo” y que “en tan solo cuatro años somos un nuevo El Salvador, con una nueva historia”, lo cual ha sido posible gracias a “nuestra capacidad”. Pero el gigante digital no ha sido atraído por esa capacidad, sino por los 500 millones de dólares que Bukele le entregará en los próximos siete años. La baja ejecución del presupuesto (menos del 60 por ciento en lo que va del año) deja en mal lugar la capacidad operativa de Bukele. El llamado “a todos los salvadoreños” para “estar a la altura de este momento” y “asumir un rol activo y dejar de ser ciudadanos pasivos”, tampoco se sostiene. El país de Bukele no desea ciudadanos activos, sino obedientes a sus dictados. La pasividad actual, que tiene mucho de miedo, es obra de la dictadura.

En una cosa no se equivoca el discurso de Bukele. El país “vitrina” no es más que un sueño. Él mismo lo reconoce, cuando pasa, sin más, del presente al futuro. Hasta ahora, solo ha colocado las “bases sólidas y férreas” de ese sueño, que espera hacer realidad “algún día”. Tan es así que invita a “pensar en grande” y a “construir un futuro que hasta hace poco era inimaginable”. Al paso que avanza la realización de lo inconcebible, envejecerá en el poder. Es decir, el presente es fundamentalmente el mismo de siempre con alguna que otra novedad. La “vitrina” presidencial, en el mejor de los casos, es bastante modesta. No está a la altura de las promesas y las expectativas. Así, pues, Bukele invita a conformase con soñar grandezas futuras.

La integración social no es más que una alusión para justificar la disolución y la apropiación del patrimonio de una institución dedicada a la formación profesional. La superación de la división y la reconciliación social son un pretexto para apropiarse de un dinero cada vez más escaso. Dicho de otra manera, Bukele sacrifica la formación profesional de los menos favorecidos para sobrevivir. Es imposible que la nueva institución pueda prestar un servicio educativo más eficaz y mejor con una reducción presupuestaria del 80 por ciento.

La dinámica de la dictadura empuja a la exclusión, la división y la confrontación. Solo los privilegiados están invitados a disfrutar del país de Bukele. Los demás no cuentan, más bien estorban. Por eso los hace desaparecer.