Acorralados


Hace poco, un exministro de Defensa, en nombre de los imputados en el caso de los jesuitas de la UCA, hizo una serie de declaraciones supuestamente exculpatorias que tienen graves implicaciones sociopolíticas y éticas, y muy poco de disculpa. El exgeneral afirmó que “cualquier hecho” que cometieron durante la guerra estuvo apegado a la Constitución. Que la desaparición forzada, la tortura, la masacre, el asesinato, el secuestro, el tráfico de menores, de armas y de drogas, y la operación de escuadrones de la muerte sean conforme a la Constitución es desde cualquier punto de vista inaceptable. Difícilmente se puede sostener semejante afirmación, que solo se explica por la desesperación de verse encerrados en El Salvador para evitar la captura en un aeropuerto internacional, un proceso de extradición y, eventualmente, un tribunal, al cual no podrían manipular como lo hicieron aquí durante tantas décadas.

El vocero de los imputados afirmó también que los responsables de esos hechos (por tanto, da por sentado que sucedieron) serían los políticos. Indudablemente, estos son corresponsables, sobre todo los expresidentes de la República, en cuanto que también fueron comandantes de la Fuerza Armada. Pero afirmar que los generales se limitaban a ejecutar las órdenes de aquellos es un desacierto, porque precisamente ocurrió al revés. Eran los generales los que daban las órdenes a los políticos y estos obedecían sumisamente por la cuenta que les traía. Si no, que expliquen cómo cayó el Gobierno de octubre de 1979, los términos de la negociación de la segunda junta de Duarte y la conducción de la guerra. Los militares aceptaron las reformas democratacristianas a cambio de que les dieran mano libre para dirigir la guerra, esto es, para reprimir. El derramamiento de sangre frustró los mejores intentos reformistas. El control que Cristiani tuvo sobre el Ejército y los cuerpos de seguridad fue más formal que real. Prueba de ello es que no pudo depurarlos, tal como se acordó en la mesa de negociación.

Los políticos no fueron los responsables de la conducción del país ni empujaron a los militares a la guerra; mucho menos la dirigieron como pretenden hacer pensar ahora. Una década antes de que estallara el conflicto armado y en los primeros años de este, el Gobierno era controlado por la cúpula militar. Ni siquiera puede afirmarse que fueron a la guerra presionados por la oligarquía, porque en ese entonces el poder militar ya se había independizado de esta hasta el punto de notificarle que ya no podía defenderla. Y por lo que toca a la actualidad, aun cuando se suele dar por sentado que la Fuerza Armada es la que mejor cumplió con los Acuerdos de Paz, el sometimiento del poder militar al civil es muy discutible.

La guerra fue responsabilidad de una cúpula militar reacia a renunciar al poder detentado desde la década de 1930, temerosa de la democratización y ansiosa por conservar mecanismos de enriquecimiento ilícito. La oligarquía también es responsable en cuanto conspiró con los militares y toleró sus actuaciones. En cualquier caso, la orden injusta, aun cuando provenga de la autoridad legítima, incluso la militar, no debe cumplirse. La obediencia debida fue uno de los argumentos esgrimidos por los funcionarios nazis en Núremberg para justificar sus crímenes de lesa humanidad. Ese argumento defensivo tampoco es de recibo desde la perspectiva cristiana; una implicación relevante, dado que muchos antiguos oficiales se confiesan cristianos.

Finalmente, el vocero de los exmilitares solicitó más solidaridad a Arena, a la derecha y al pueblo. Pedir solidaridad a los dos primeros se entiende, dada la cercanía histórica entre unos y otros. Menos comprensible es si llama a la intervención de ambos para bloquear el debido proceso judicial. Pedir solidaridad al pueblo con el argumento de que sería el beneficiario del terrorismo de Estado, que habría impedido la instauración de un régimen comunista, no deja de ser audaz, por no decir descarado, porque ese pueblo fue sometido a sufrimientos indecibles por la represión. Este tipo de afirmaciones causan grima en una democracia occidental. Quizás la presión a la que la reiteración de la orden de captura internacional de un juez de la Audiencia Nacional española somete a los imputados haya hecho decir a su vocero tales desaciertos. Quizás, y es más probable, se trate del antiguo vicio de responsabilizar al otro de las propias culpas.