La cruenta invasión israelí al
Líbano fue un episodio más de la impunidad con la que, al
amparo del poderío norteamericano, se cometen las más crasas
violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional. Sin embargo,
hubo un aspecto en el que supuso una diferencia con respecto al pasado.
Por primera vez, la condena contra las acciones israelíes no venía
solamente de los países árabes, o de la izquierda. Algunos
gobiernos occidentales condenaron en voz alta la invasión israelí,
sin que las usuales descalificaciones surtieran efecto.
De igual forma, la guerra estadounidense en
Irak ha traído un efecto similar. Un informe de los servicios de
inteligencia norteamericanos, hecho público en la última
semana de septiembre, indica algo que los opositores a la guerra en Irak
ya habían señalado con mucha anticipación: La política
"antiterrorista" de la administración Bush ha exacerbado el sentimiento
antiestadounidense, no sólo en Irak, sino en el mundo árabe,
y constituye el sustento del que se nutren los movimientos fundamentalistas
y las organizaciones a las que se vincula con actos terroristas. El fiasco
de la política de seguridad de G. W. Bush se critica también
en voz alta.
No obstante que estas críticas a la
potencia hegemónica no traigan consigo un cambio en su política
exterior, lo cierto es que podrían interpretarse como un síntoma
de la decadencia de su poder. El presente momento histórico se caracterizaría
precisamente por la crisis terminal de la hegemonía estadounidense.
Al menos es eso lo que plantea Immanuel Wallerstein, en el artículo
intitulado "The curve of American power", aparecido en New Left Review
en fecha reciente. Según el autor, las administraciones norteamericanas,
de Nixon a Clinton, trataron de revertir el declive mediante alianzas estratégicas
con Europa Occidental y Japón, con el fortalecimiento de su aparato
militar y su influencia económica en el llamado Tercer Mundo. El
esquema funcionaba desde la premisa de la confrontación bipolar
con la antigua URSS. Colapsada esta última, el esquema se derrumbó.
El mundo unipolar no implicó necesariamente la recuperación
del poderío norteamericano. La ola crítica hacia el neoliberalismo
y la globalización en los países pobres hizo ver que la desaparición
de la URSS no era "el fin de la historia".
Un hecho importante fueron los atentados terroristas
del 11-S. Ello trajo consigo el fortalecimiento del ala neoconservadora
de Washington y con él, un esquema de política internacional
destinado a revertir el declive del poder estadounidense mediante una política
militarista. Esto ha acentuado dicho declive, según el articulista,
pues "el mundo ha entrado a una división del poder geopolítico
relativamente desestructurada y multilateral, con un número de centros
regionales, cuya magnitud de fuerza es variable, que están maniobrando
por obtener ventajas" en el escenario internacional. Esto sería
una síntesis apretada de lo que plantea Wallerstein.
La pregunta que surge por estas latitudes
es la que encabeza este editorial. Dando por sentado el diagnóstico
de Wallerstein, ¿qué significa esta decadencia para los países
pobres?
En primer lugar, cabe anotar que aunque ha
fracasado la apuesta norteamericana en Medio Oriente, en la que se conseguiría
el doble objetivo de recuperar el poder perdido y de mandar una advertencia
a los gobiernos que se encuentran reacios a aceptar sus designios, este
fracaso no se vislumbra, por ahora, como un cese a la matanza global. La
condena moral, que ha tenido eco en todo el globo, hacia los hechos del
Líbano, Afganistán e Irak, demuestra que, si esa decadencia
es un hecho, se está pagando muy alta en términos humanos.
Esto lleva a otra consideración. El
superpoder mundial se está derrumbando, pero no hay un referente
claro que oponerle. Han surgido, como dice Wallerstein, diversos centros
regionales —algunos de ellos, en el Tercer Mundo— que están buscando
una posición ventajosa en medio del caos. En el caso particular
de América Latina, esto implica la necesidad de crear esos nuevos
referentes. Unos referentes en los que un modelo distinto de convivencia
sobre bases más humanizadoras sea la base.
Se dice esto por varias razones. Una, América
Latina no ha sido capaz de resolver su problema histórico: No ha
sabido "apropiarse de sus propias posibilidades"; por el contrario, las
claves para entenderse a sí misma, para organizar su modo de vida,
para establecer sus proyectos históricos, ha visto hacia fuera.
Si surge un nuevo "superpoder" mundial —Japón, China, la Unión
Europea—, ¿continuará América Latina confiándole
las claves de su historia?
En segundo lugar, algunos de estos "centros
regionales" de poder, queriendo frenar a los Estados Unidos, han partido
de sus mismas premisas: el armamentismo. ¿Quedará otra opción
ante la política unilateralista de Washington?, se puede preguntar.
El caso de Corea del Norte, incluida en el "Eje del Mal" de G. W. Bush
sería una confirmación de esta tesis. Pyongyang no goza del
beneplácito de la Casa Blanca, pero el que tenga armas nucleares
en su haber parece haber sido suficiente para que no se haya enviado tropas
norteamericanas para "combatir el terrorismo" y "establecer la democracia",
por mucho que las credenciales democráticas del gobierno norcoreano
estén en entredicho.
Pero proyectarse una "paz perpetua" basada
en la posesión de armamento nuclear sería un sinsentido.
Implicaría volver a la carrera armamentista propia de la Guerra
Fría, en la cual las hostilidades entre las dos superpotencias no
llegaron a romperse, pero sí a desencadenar un desarrollo frenético
de la tecnología bélica. Por otro lado, pensar, desde la
perspectiva de los países pobres, en tener ojivas nucleares para
hacerse respetar por los Estados Unidos, mientras las mayorías viven
en condiciones indignas, es inviable desde cualquier punto de vista.
Un paso importante en buscar un modelo de
convivencia internacional son los distintos esfuerzos, por parte de muchos
gobiernos latinoamericanos, de plantear una nueva agenda internacional
a partir de las perspectivas propias. Ese proceso de redimensionamiento
de las políticas internacionales pasa por dinámicas de integración
regional, tanto de carácter económico como de carácter
político y social, pero también por replantear las premisas
de la política mundial. Un ejemplo valioso de ello es el actual
debate sobre el papel de las Naciones Unidas. Evidenciados los problemas
del unilateralismo norteamericano y del exclusivo poder de veto de
Washington a las decisiones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas,
están en el ambiente muchas propuestas, como la de reformular la
composición del Consejo de Seguridad y volver vinculantes las resoluciones
del organismo mundial. Se trataría, en definitiva, de sentar las
bases para lo que el filósofo Alejandro Serrano Caldera ha denominado
"contrato social mundial".
Una buena parte de los países sudamericanos
se ha comprometido en este proceso de crear una nueva agenda regional,
a partir de concepciones y objetivos comunes, que partan de las realidades
propias. Centroamérica ha quedado rezagada de este proceso, que
tiene mucho que ver con la llegada de partidos democráticos y de
movimientos sociales de izquierda al poder. En el istmo centroamericano
son evidentes las contradicciones de la globalización impulsada
por Washington, pero también es evidente la ausencia de referentes
alternativos válidos. Muchas veces, aquello que pasa como "alternativo"
frente al poder de las élites empresariales, no es más que
la resurrección de viejos liderazgos de signo caudillista en la
izquierda, o la amenaza de un nuevo populismo de derechas. Estas "alternativas"
no son tales y poco o nada pueden hacer frente a la dominación de
la superpotencia hegemónica. Centroamérica amenaza con seguir
quedándose en los márgenes de la periferia, en vez de asumir
un papel activo en la reconfiguración del orden mundial.
Como se ve, el declive del poder estadounidense
deja, en los países latinoamericanos, más desafíos
que certezas. Estos desafíos se podrán enfrentar mejor en
la medida en que se abandonen las visiones cortoplacistas en la gestión
de la cosa pública y en las relaciones internacionales, y en la
medida en que, en vez de entregar su destino a "redentores" ocasionales
o a administradores de la corrupción y la crisis, las sociedades
latinoamericanas, pero en especial, las centroamericanas, "hagan oír
su voz", como exhortaba Ignacio Ellacuría. Pero para esto, hace
falta primero pensar por cuenta propia.
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