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    Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

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Año 22
Número 983
enero 16, 2002
ISSN 0259-9864
 
 

DIEZ AÑOS DE LOS ACUERDOS DE PAZ
Número monográfico




ÍNDICE


Editorial:Resultados muy limitados
Política:Enero 2002: las deudas de la Paz
Economía:Promesas incumplidas
Opinión pública:Los ciudadanos opinan sobre los Acuerdos de Paz y la democracia en El Salvador
Comentario:Paz y bienestar social
Derechos Humanos: 2001: balance de los derechos humanos (III)
 
 
 

EDITORIAL


RESULTADOS MUY LIMITADOS

    El 16 de enero comienza la celebración de los diez años de la firma de los Acuerdos de Paz. Es una celebración que durará tres meses para poder traer al Secretario General de Naciones Unidas a San Salvador a declarar el final de la verificación internacional sobre el país y a dar por cumplidos, de manera oficial, dichos acuerdos. Serán tres meses de una intensa propaganda gubernamental que remachará el cumplimiento de todos y cada uno de los compromisos acordados y, si no se le ocurren ideas mejores, repetirá que El Salvador es un país en progreso constante, de desarrollo garantizado y, por lo tanto, el lugar de las grandes oportunidades. El gobierno aprovechará la fecha para intentar encubrir con la propaganda de los acuerdos la realidad cada vez más hostil para la vida de la mayoría de la población.

    Esta aprueba la conclusión del conflicto armado y, en este sentido, considera que los acuerdos fueron buenos. Pero no hay acuerdo unánime sobre el impacto que ese hecho ha tenido en sus vidas, a lo largo de estos diez años. Más de la mitad reconoce que el país está mejor ahora que antes, pero porque ya no hay guerra; sin embargo, otro grupo significativo sostiene que éste sigue igual o ha empeorado porque no ha habido cambios, porque hay violencia y crimen, porque la economía ha empeorado, porque hay más desempleo, más pobreza y porque la vida es más cara. Es claro que no se puede atribuir a los Acuerdos de Paz, al menos no de manera directa, la precaria situación social y económica de la mayoría de la población. Hay que recordar que los negociadores decidieron no tratar este espinoso asunto, sino dejarlo al gobierno elegido por el sufragio universal y libre. En cambio, acordaron establecer un foro para tratar estos asuntos, pero éste tuvo corta vida.

    No obstante, los Acuerdos de Paz crearon expectativas de cambio muy grandes en la población. Algunos hablaron de refundar el Estado salvadoreño, otros de un El Salvador nuevo. Los más moderados insistieron en que en 1992 se había iniciado una transición que prometía, al menos de manera implícita, bienestar y seguridad. Diez años después, sólo con mucha dificultad se pueden sostener estas afirmaciones. En la práctica, para la mayor parte de la población, la firma de la paz no ha significado una mejoría en su vida, porque el proceso de transición no ha entregado los resultados anunciados. No hay que olvidar que, en su momento, se dijo que la mala situación económica era debida a la guerra y, no faltaba razón; pero diez años después, esa situación no ha mejorado para la mayoría. De todas maneras, la población reconoce que concluir la guerra fue algo bueno en sí mismo.

    Bien vistos, los acuerdos son el resultado de una negociación entre dos elites enfrentadas militarmente. A la insurgente le prometieron las reformas políticas que le permitirían participar en la vida pública a cambio de moderar sus exigencias económicas y sociales, mientras que la gubernamental se comprometía a aceptar aquella participación a cambio de seguir adelante con su proyecto económico. No debiera causar extrañeza, entonces, que los Acuerdos de Paz no hayan sido entendidos por la sociedad o que, diez años después, ésta tome distancia de sus bondades inmediatas. De hecho, los aniversarios de la paz nunca han sido conmemorados masivamente. Ni siquiera se ha podido rendir tributo a las decenas de miles de víctimas del conflicto. El final del conflicto debe mucho más a sus víctimas que a sus negociadores y a los políticos que firmaron el acuerdo.

    Mientras esas elites privilegian la estabilidad democrática y el crecimiento económico como valores sociales prioritarios, la mayoría de la población pone el énfasis en la justicia social y económica, el respeto de los derechos humanos y la seguridad pública. Esta contradicción se agudiza cuando se constata que para la mayoría, la democracia ha funcionado poco o algo. Uno de los propósitos explícitos de los Acuerdos de Paz era impulsar un proceso de democratización. Es cierto que la gran mayoría considera que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, pero algo más de un tercio sostiene que le es indiferente si el régimen es o no es democrático y que el autoritario es preferible a aquél.

    Consecuentemente, la mayoría prefiere que los problemas sean resueltos por medio de la participación, aunque un grupo significativo reclama mano dura. Esta desvalorización de la democracia se confirma en la desconfianza generalizada en las instituciones nacionales. Las que generan menos confianza son aquellas que la debieran promover, cuidar y practicar: el gobierno central, la Fiscalía General de la República, la Corte Suprema de Justicia, la Asamblea Legislativa y los partidos políticos.

    La población entiende por democracia tres cosas de alguna manera relacionadas: ejercicio de derechos y libertades políticas, bienestar social y participación en los asuntos públicos. De las tres, sólo una se ha dado con regularidad —y eso de una manera parcial— durante estos diez años. Podría objetarse que esta concepción de la democracia es demasiado pragmática. Pero esta objeción no tiene fundamento en una época en la que se privilegia el pragmatismo y sobre todo porque la democracia no es un valor abstracto, sino que siempre hay que preguntar democracia para qué y para quién. Aun asumiendo que el ejercicio de los derechos y las libertades es universal en El Salvador, no se puede decir lo mismo del bienestar social, ni de la participación en las decisiones relacionadas con los asuntos públicos.

    La sociedad salvadoreña se encuentra atravesada por divisiones diversas. La más importante es la diferencia entre el grupo que recibe los mayores ingresos y su opuesto. Es una diferencia que en lugar de acortarse, se agranda. De aquí se derivan diferencias sociales de toda clase, visiones encontradas de la realidad y valoraciones opuestas. Desde hace algún tiempo, las encuestas de opinión pública registran estas diferencias. Por lo tanto, no se trata sólo de reunir a la sociedad salvadoreña en una visión común sobre su pasado y las violaciones de los derechos humanos, ni sobre los criterios políticos, sino que hay que salvar un obstáculo todavía más grande.

    No son pocos los que objetarían este análisis aduciendo que se pide a los Acuerdos de Paz algo que éstos no pueden entregar. Esto fuera objetivo si se les exigiera lo que no está en ellos. Pero el Acuerdo de Ginebra, el primero de la serie, establece los cuatro propósitos de la negociación política, los cuales fueron recogidos por el Acuerdo de Paz, firmado en México: poner fin al conflicto armado, impulsar la democratización, garantizar el respeto irrestricto a los derechos humanos y reunificar a la sociedad salvadoreña. Diez años después, la realidad entregada por la transición se ha quedado corta en cuanto a sus propósitos iniciales. Los Acuerdos de Paz han quedado reducidos a poner fin a la guerra civil. Afirmar más es engaño, cuando no, demagogia

G
POLÍTICA
ENERO 2002: LAS DEUDAS DE LA PAZ

    No es ningún secreto que los terremotos de enero y febrero del 2001 causaron enormes pérdidas económicas al país, además que sacudieron la sociedad salvadoreña en su conjunto. Centenares de familias perdieron a alguno de sus miembros, y decenas de miles vieron esfumarse sus bienes en uno de los más grandes desastres que ha golpeado a la nación salvadoreña en todo un siglo. Por lo que, un año después, coincidiendo con la celebración del décimo aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz, se vuelve importante examinar la situación de los miles de damnificados.

    Es pertinente abordar ese problema, porque uno de los propósitos del proceso de paz era iniciar la construcción de una nueva sociedad donde la violencia política y económica se erradicara. Es claro que, desde la firma de la paz —con lo cual se inició una nueva fase en la transición a la democracia— el país se insertó en una dinámica socio-política, en la que se intentaría dar respuestas a los nuevos desafíos de la realidad nacional. A estas alturas, es urgente preguntarse sobre las medidas que se han tomado para seguir en el camino trazado hace diez años.

    A falta de estadísticas oficiales fiables sobre el tema, las encuestas de opinión pública se tornan una herramienta de mucha utilidad. Y, por las mismas, se sabe que los salvadoreños, a un año después de los terremotos, perciben un deterioro en su situación de vida; y no creen que la democracia, el principal propósito tras el fin del conflicto armado, se haya instalado en el país. Sigue presente la violencia social y económica, con una clase política incapaz de hacer frente a los principales problemas nacionales.

    En este contexto, un año después de los terremotos y a diez años de la firma de los Acuerdos de Paz, conseguir el bienestar social de los ciudadanos constituye el principal desafío que debe enfrentar la clase política. De ahí que se pueda afirmar que el 2002 se anuncia difícil para el país, en el ámbito social. Ya en el inicio del año, las noticias hacen eco de la desesperación de buena parte de los salvadoreños por abandonar el país, esta vez hacia la lejana Suecia.

    No constituye novedad alguna el hecho de que muchos compatriotas intenten dejarlo todo, en búsqueda de una vida más digna y segura en el extranjero. Ya se sabe —los sondeos de opinión lo han revelado una y otra vez— que la única esperanza de buena parte de la juventud salvadoreña se nutre en la posibilidad de emigrar hacia los Estados Unidos. No sólo se trata del hecho de que hayan sido engañados por los comúnmente conocidos como “coyotes”, quienes les han prometido facilidades migratorias en el país de acogida. Más bien, se trata de la dura realidad que enfrentan en el país que los obliga a buscar mejores oportunidades en tierras más acogedoras.

    Así, lo que importa destacar en el caso de quienes han optado por viajar a Suecia es su origen social. A juzgar por las noticias, provienen, en buena parte, de la clase media. Unas familias que han podido reunir la cantidad de dinero que revelan los periódicos, y que a pesar de ello estén desesperadas por abandonar el país, indican la gravedad de la situación social.

    En este sentido, si bien es importante que las autoridades políticas hayan condenado públicamente la defraudación sufrida por esas familias, conviene, sin embargo, detenerse para analizar más detenidamente el asunto. El problema es el reflejo de una realidad más profunda: la falta de confianza de los salvadoreños en el futuro del país. Los sondeos de opinión lo han revelado en varias ocasiones. A raíz de los terremotos, la situación social de los salvadoreños se ha deteriorado y la mayoría de la población no tiene confianza en la capacidad de las instituciones políticas para resolver los problemas de la sociedad.

    De ahí que se vuelva importante recalcar que, un año después de los terremotos y en el décimo aniversario de la firma de la paz, muchos problemas siguen intactos. Además, el pobre desempeño de los actores políticos ha contribuido, en buena medida, a agravar la situación. Ha crecido el sentimiento de desamparo social de los ciudadanos. Las decisiones económicas no han sido las más acertadas y el estado de corrupción generalizada ha contribuido a agudizar la percepción negativa sobre el rumbo del país.

    De esta manera, en este contexto de celebración por la paz, el panorama social es más que inquietante. Los salvadoreños no tienen esperanzas en que pueda haber mejorías sustantivas en sus condiciones de vida. En todo caso, mientras sigue la dinámica actual de las instituciones encargadas de solucionar los problemas sociales más urgentes, está lejos de que se revierta esta sensación.

     Además, el deterioro social que se observa se da en un contexto internacional bastante hostil. Los ataques terroristas en contra de los Estados Unidos del 11 de septiembre del año pasado y la guerra desatada posteriormente han afectado la economía mundial. Esto se convierte en un factor adicional para fomentar la opinión generalizada según la cual, en El Salvador, se va acrecentando la crisis económica y social.

    Otro tema internacional importante para el país es la crisis socio económica y política que vive la Argentina, uno de los países latinoamericanos de mayor peso económico en el área. El nuevo presidente argentino, Eduardo Duhalde —el quinto en dos semanas— ha declarado oficialmente la quiebra de la economía de ese país suramericano. La moneda local ha sido devaluada, rompiendo de esta manera la paridad con la moneda estadounidense, establecida hace más o menos una década. La reacción de los más importantes actores políticos y económicos  nacionales sobre el tema, da una idea de cómo se piensa enfrentar la situación creada por ese país del sur.

    Ante los señalamientos de que la dolarización decretada hace un año  por el actual gobierno puede contribuir a disminuir la capacidad del país para hacer frente al contexto económico internacional, el discurso oficialista se apresura en negar cualquier conexión con la experiencia argentina. Al contrario, en contra de la evidencia, hay quienes desde el gobierno no se cansan de hablar de mejorías en el desempeño económico del país.

    De esta manera, el divorcio entre la percepción ciudadana sobre la situación social y el discurso oficial no contribuye a encontrar un camino para hacer frente a la actual crisis social. Por su parte, las justificaciones que los actores políticos dan de la situación económica no contribuyen a generar confianza en la ciudadanía.

    Finalmente, se puede sostener que la complicada situación del país y la falta de esperanza con que la perciben los salvadoreños tienen su explicación, en buena medida, en la actitud de los dirigentes políticos. Estos últimos hacen todo lo posible para excluir a los ciudadanos de toda participación en la vida social. Desde esta perspectiva, se puede sostener que la consignación de la paz lograda hace diez años debe impulsar a la clase política a tomar en cuenta las demandas de la sociedad, a fin de que los logros políticos puedan calibrarse en su dimensión de reconciliación entre los salvadoreños.

G
ECONOMÍA
PROMESAS INCUMPLIDAS

    Sin pretender negar los evidentes avances en el cumplimiento de los Acuerdos de Paz, una revisión de los mismos en materia socioeconómica levanta serias dudas sobre la realización de varios de los contenidos. El establecimiento de un Foro de Concertación Económica y Social (FES) y la compensación del impacto negativo de las medidas de ajuste estructural son dos claros ejemplos del incumplimiento. Para no ir tan lejos, el recrudecimiento de las medidas de ajuste implementadas en las últimas semanas o próximas a implementar (reducción del subsidio al consumo de energía eléctrica, eliminación del subsidio a las tarifas del transporte público, eliminación del subsidio al agua, despido de 8,400 empleados del sector público e incrementos en los costos de la seguridad social) ilustran esta situación.

    Los acuerdos en materia económica y social contemplaron cuatro grandes áreas: problema agrario; transferencia de tierras estatales, en zonas conflictivas y tierras ocupadas; crédito para el sector agropecuario y para micro y pequeña empresa; medidas para aliviar el costo del ajuste estructural; fomento de la cooperación externa para el desarrollo comunal; instalación del FES; y ejecución del Plan de Reconstrucción Nacional (PRN).

    La solución del problema agrario se definió en función de la transferencia de tierras excedentes de las 245 hectáreas, de las tierras estatales, y la formulación de una nueva legislación agraria (especialmente de un código agrario).  No queda claro hasta qué punto se cumplió la transferencia de estas tierras excedentes, pero sí puede afirmarse que la nueva legislación en materia agraria es uno de los puntos incumplidos en esta área. Por lo tocante a la transferencia de tierras estatales en zonas ex conflictivas y tierras ocupadas, el proceso siguió un largo y tortuoso camino que, pese a todo, parece haber satisfecho a ambas partes.

    El crédito para el sector agropecuario y la micro y pequeña empresa sí es un área que todavía requiere de nuevos impulsos, no solamente porque ha sido uno de los puntos comprendidos en los Acuerdos de Paz, sino porque es un requisito fundamental para la promoción del crecimiento económico, del desarrollo rural y del incremento de los ingresos del sector informal. Desde 1992 a la fecha, es muy poco lo que se ha hecho en la observancia de este acuerdo, especialmente porque el sector financiero actúa de acuerdo a sus criterios propios —que por lo general no dan prioridad al crédito para el agro o la micro y pequeña empresa. Además, la asistencia técnica contemplada en los acuerdos todavía no llega; por el contrario, el gobierno actual se dedica a desmantelar el Ministerio de Agricultura y Ganadería.

    En 1992, se otorgaban 3,383 millones de colones en concepto de crédito para el sector agropecuario, dentro de los cuales se contemplaban 22.5 millones de colones para el cultivo del maíz. Estos representaban un 21% y un 0.14%, respectivamente, del total de crédito otorgado por los bancos comerciales. Para el año 2000, los montos otorgados por los bancos comerciales y financieras al sector agropecuario han aumentado a 323.7 millones de dólares (2,832 millones de colones), pero han perdido importancia relativa, pues solamente representa un 6.8% del total del crédito otorgado. Para el cultivo del maíz se dedicaron 1.1 millones de dólares (10 millones de colones), lo cual no solamente refleja una caída en términos de valor absoluto, sino también una virtual desaparición de este sector como sujeto de crédito: recibió 0.02% del total.

    La participación del Banco de Fomento Agropecuario (BFA) en la asignación del crédito durante este período ha estado presente, pero ha sido de poca consideración: 564 millones de dólares en 1994 y 700 millones en 2000, un 2.9% y un 1.6% del total del crédito otorgado por la banca en esos mismos años, respectivamente. En un contexto así no es de extrañar la recesión del sector agropecuario observada durante la mayor parte de la década recién pasada.
La evaluación del crédito para la micro y pequeña empresa es difícil de cuantificar para el período 1992-2001; sin embargo, en reiteradas ocasiones, representantes de gremiales que aglutinan a ese sector han expresado que la ausencia de créditos y de una banca de fomento son dos de los grandes vacíos de la política gubernamental.

    Dentro de las medidas de alivio el costo del ajuste se contemplaron: protección al consumidor, privatización y alivio a la pobreza extrema. En el primer tema debe decirse que el gobierno cumplió con la presentación del anteproyecto de ley de protección al consumidor —la cual fuera más tarde aprobada por la Asamblea Legislativa— y con la creación de la Dirección General de Protección al Consumidor (aunque en los acuerdos mas bien se contemplaba la creación de una procuraduría). En lo referente a la privatización, se acordó promover la participación social en la propiedad de las empresas privatizadas y evitar prácticas monopólicas. Pero lo cierto es que la privatización de la banca, de las compañías de telecomunicaciones, de distribución de electricidad y de administración de fondos de pensiones lo que han facilitado es una reconversión del gran capital salvadoreño y una mayor penetración de grandes empresas transnacionales.

    El combate a la pobreza extrema continúa siendo un reto de grandes dimensiones, especialmente de cara al permanente impacto de desastres socionaturales de pequeña, mediana y "gran" envergadura. Solamente por efecto de los terremotos de enero y febrero del 2001 se estima que la pobreza extrema se incrementó en 2.2 puntos porcentuales al nivel nacional. En realidad, las dinámicas antipobreza más significativas son los abultados flujos de remesas familiares. De hecho, con la inclusión de las remesas familiares dentro del ingreso utilizado para calcular la pobreza en 1993, las cifras oficiales comenzaron a reflejar una gradual reducción de la pobreza.

    La gestión de la cooperación internacional para el desarrollo comunal ha sido un campo de trabajo copado por Organizaciones no Gubernamentales y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), principalmente. En la práctica, el gobierno parece estar más interesado en gestionar una mayor cooperación de parte de los salvadoreños inmigrantes. En cierta medida, esto obedece a que la cooperación internacional ha fluido hasta ahora casi de forma inercial, primero gracias al apoyo espontáneo al Programa de Reconstrucción Nacional (PRN) y luego a programas de reconstrucción pos Mitch y pos terremotos.

    El FES tuvo una vida efímera, debido a la imposibilidad práctica de que gobierno, empresa privada y gremiales laborales arribaran a posiciones de consenso en temas clave como el salario mínimo. Lo cierto es que la empresa privada no tiene interlocutor y se ha dedicado a generar propuestas de nación que solamente incluyen su perspectiva.

    La ejecución del PRN fue realizada con relativa celeridad y fue cumplido en gran proporción, pero de cara a los estragos provocados por los terremotos de 2001, la necesidad de un nuevo PRN resulta más que evidente y —tal como la ha aceptado el actual Presidente de la República, Francisco Flores— representa el mayor reto del actual gobierno.
 En resumidas cuentas, puede decirse que en materia económica y social el gobierno aun adeuda el cumplimiento de los siguientes acuerdos: formulación de un Código Agrario; crédito y asistencia técnica para el agro, micro y pequeña empresa; promoción de la participación social en las empresas privatizadas; alivio a la pobreza extrema; y promoción del diálogo para la reinstalación del FES.

    Aun aceptando las posturas de aquellos que dan por finiquitados los Acuerdos de Paz, el sentido común sugiere que la implementación de programas en la línea de los recién mencionados es todavía una necesidad vigente, a la cual incluso habría que agregar, por ejemplo, medidas tendientes a garantizar la permanencia de subsidios para los sectores más vulnerables y la revisión de las políticas de reducción de personal de la administración pública.

G
OPINIÓN PÚBLICA

LOS CIUDADANOS OPINAN SOBRE LOS ACUERDOS DE PAZ

    Ocho de cada diez ciudadanos opinan que los Acuerdos de paz, firmados hace diez años, fueron buenos para el país, según revela la encuesta nacional del Instituto Universitario de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) de El Salvador. El sondeo, efectuado con el objeto de conocer lo que piensan los salvadoreños sobre la situación social y política al terminar el año 2001 y recoger las opiniones sobre el estado actual del país, se llevó a cabo entre el 29 de noviembre y el 6 de diciembre del 2001, con una muestra nacional de 1,215 entrevistas a adultos que residen en los catorce departamentos del país, y con un error muestral de más/menos el 2.8 por ciento.

    La encuesta revela que sólo una minoría de los salvadoreños considera que los Acuerdos de paz fueron malos para el país (6.6 por ciento) o que los mismos no fueron ni buenos ni malos  (12.7 por ciento).

    Sin embargo, cuando se pide a los ciudadanos que valoren el estado de El Salvador luego de diez años de la firma del tratado de paz y que comparen la situación actual con la de hace diez años, las opiniones se dividen un poco más entre quienes piensan que el país está mejor ahora y los que piensan que el país está peor o igual que antes.

    El 53.9 por ciento de los salvadoreños piensa que el país está mejor que hace diez años; en tanto que un 30.9 por ciento, casi una tercera parte de los ciudadanos considera que el país está peor y un 14.6 por ciento sostuvo que el país está igual que antes. Los datos muestran una tendencia que indica que las opiniones más favorables sobre la situación del país se encuentran con mayor frecuencia entre los sectores urbanos de clase media y entre las personas con mejores condiciones de educación.

    La encuesta de la UCA preguntó a los ciudadanos las razones de sus opiniones sobre la situación del país. Aquellos que sostienen que está mejor ahora que hace diez años, esencialmente argumentan el fin de la guerra (45 por ciento), el resto de personas se divide en señalar que ha mejorado la situación económica (10.4 por ciento), que ahora hay más libertades (9.1 por ciento) hay más tranquilidad (9.1 por ciento), que hay más tranquilidad (9 por ciento), que "el país está mejor" (7.6 por ciento), y que ahora hay un sistema político democrático en el país (5.6 por ciento), entre otras respuestas.

    Por su parte, las personas que sostienen que el país está igual que en la época de la firma de los Acuerdos de paz ofrecieron tres grandes tipos de respuestas. La primera es que simplemente nada ha cambiado, dicho por el 41.3 por ciento; la segunda es que ahora hay igual o más violencia, mencionada por el 34.5 por ciento; y la tercera es que el problema de la situación económica se ha mantenido igual en estos diez años, esto lo mencionó un poco más del 16 por ciento de los consultados.

    Finalmente, el grupo de salvadoreños que dijeron que el país está peor que hace diez años argumentaron que en la actualidad hay más violencia y delincuencia que antes (51.8 por ciento), que la economía nacional ha empeorado (10.1 por ciento), que en la actualidad hay más desempleo que hace diez años (8.5 por ciento), que hay más pobreza hoy que antes (7.7 por ciento) y que ahora está todo más caro que antes (7.5 por ciento). A excepción de la primera, todas estas respuestas remiten a problemas económicos. Eso significa que alrededor de la tercera parte de la gente que cree que el país ha empeorado en estos diez años, consideran que ello se debe a un empeoramiento de la situación económica.

    Y es que preguntados sobre lo más importante en este período de posguerra, los salvadoreños señalaron la justicia socioeconómica y la atención a los más pobres del país (46.6 por ciento) como lo más importante, seguido de la tranquilidad y seguridad pública (21.2 por ciento), la justicia con respecto a los derechos humanos (16.3 por ciento) y el crecimiento económico (11 por ciento). Solamente un 3.7 por ciento mencionó la estabilidad democrática (3.7 por ciento).

a) Opiniones sobre la democracia

    De hecho, la encuesta de la UCA preguntó a los ciudadanos sobre el funcionamiento de la democracia en el país luego de diez años de la firma de los Acuerdos de paz. El 44 por ciento sostuvo que la democracia ha funcionado poco o nada, el 38.3 por ciento cree que la democracia ha funcionado "algo" y el 16.2 por ciento sostuvo que la democracia ha funcionado mucho.

    Sin embargo, cuando se preguntó a los ciudadanos salvadoreños por el tipo de régimen más adecuado para el país, aunque los datos reportan una mayoría que apoya el régimen democrático, existe casi una tercera parte de la población que no lo apoyaría decididamente, bien porque les da igual cualquier tipo de régimen o porque consideran que un gobierno autoritario es preferible a uno democrático. En concreto, los datos consignan que casi el 58 por ciento de los salvadoreños favorecen la democracia sobre cualquier otro tipo de régimen, en tanto que un 22.2 por ciento dijo que le da lo mismo un gobierno democrático que otro autoritario y un 12 por ciento mostró su simpatía por un gobierno autoritario. El resto de los salvadoreños prefirió no responder a la pregunta.

    Sobre este tema, la encuesta de la UCA preguntó además si de cara a los problemas que enfrenta el país, se debería tener un gobierno de mano dura o un gobierno que facilite la participación de  todos los ciudadanos en la resolución de problemas. Seis de cada diez ciudadanos respondieron a favor de la última opción, es decir, a favor de la participación ciudadana; sin embargo, cuatro de esos diez respondieron que al país le hace falta un gobierno de mano dura para resolver los problemas más acuciantes del país.

b) La confianza  en las instituciones

    Luego de  diez años de la firma de la paz, los salvadoreños continúan mostrando poco aprecio por las instituciones del país, especialmente por las instituciones más representativas del Estado.

    De todas las instituciones nacionales y organizaciones e instancias de relevancia nacional, los salvadoreños ubican en primer lugar a las iglesias, tanto a la católica como a las evangélicas. La Fuerza Armada y las alcaldías locales constituyen las instituciones del ámbito público que reciben los mayores porcentajes de confianza completa, en tanto que la Corte Suprema de Justicia y la Asamblea Legislativa reúnen los niveles más bajos de confianza popular. Los partidos políticos son, como parece ser ya tradición en este país —y en otros—- las instituciones menos confiables para los salvadoreños.

    A punto de cumplir los diez años de la firma de los Acuerdos de paz estos resultados muestran que ninguna institución nacional recibe la confianza absoluta de más de la mitad de la población. Inclusive aquellas instituciones mejor posicionadas como las iglesias y los medios no llegan a más del 45 por ciento de confianza completa por parte de los ciudadanos. Los medios de comunicación, inclusive, habrían bajado en el aprecio popular con respecto a mediciones de hace tres o cuatro años.

    Entre las instituciones públicas hay que señalar el hecho de que la Procuraduría de Derechos Humanos, una institución creada por los Acuerdos de paz, ya no constituye la institución más confiable para la gente, le superan, en este caso, la Fuerza Armada, las alcaldías y la policía, que hasta hace tres años ocupaban puestos por debajo de aquélla.

    Lo que sí parece no haberse modificado mucho es el bajo aprecio que los salvadoreños, luego de diez años, aún mantienen por el sistema de justicia, la fiscalía, la legislatura y los partidos políticos. Estas dos últimas instancias, sobre todo, concentran los mayores niveles de desconfianza ciudadana, algo que no ha variado mucho en  estos años de posguerra.

    En resumen, el sondeo efectuado por la UCA para recoger algunas opiniones sobre la marcha política del país a la luz de los Acuerdos de paz, muestra que la mayor parte de los salvadoreños sigue viendo a los Acuerdos en sí mismos como algo positivo. Sin embargo, no todos los ciudadanos perciben que el país haya cambiado a raíz de ellos, al menos no tal y como lo esperaban. En esencia, la gente se encuentra dividida en decir que el país está mejor que hace diez años y que el país está igual o peor en comparación con esas fechas.

    La visión positiva sobre el país se concentra esencialmente en el fin de la guerra y el mantenimiento de la paz política; no obstante, la situación de inseguridad pública y los problemas económicos se constituyen en los argumentos principales para no ver cambios sustanciales en el país para una parte importante de la población. De hecho, esos argumentos constituyen las dificultades nacionales más grandes para los salvadoreños y las cuales subsisten aún después de 10 años de firmada la paz.

    Por ello, la sensación de que la democracia no ha funcionado en el país por parte de varios ciudadanos es un elemento que tiene que ver con algunas de esas opiniones críticas hacia la situación del país. La mayoría de los salvadoreños reclama justicia socioeconómica y seguridad ciudadana antes que crecimiento económico y estabilidad democrática, y bajo estas circunstancias no es raro que algunos vean en la negación de la democracia, en la mano dura del autoritarismo, una posible salida a sus problemas.

    La poca confianza general en las instituciones nacionales, sobre todo en las políticas, no ayuda a la consolidación de un sentido de la democracia. Luego del establecimiento de la paz, la resolución de los problemas nacionales fundamentales, la disminución de la violencia social y el combate de la pobreza, constituyen aún los principales desafíos para que todos los salvadoreños finalmente se encuentren con la sociedad que imaginaron hace diez años.

G
COMENTARIO
PAZ Y BIENESTAR SOCIAL

    Diez años de la firma de los Acuerdos de Paz. ¿Debe escribirse con mayúscula esa Paz? ¿O es una paz en minúscula? ¿Cuál es nuestro concepto de ese valor? ¿Estamos siendo educados para la convivencia pacífica? Más allá de análisis —siempre necesarios— sobre la verificación y cumplimiento de los acuerdos alcanzados, es también importante reflexionar sobre cómo el salvadoreño hace suyos, en la convivencia diaria, unos acuerdos que deberían tener como principal objetivo mejorar las relaciones sociales, políticas e interpersonales.

    Primera cuestión: ¿qué es la paz? Desde los años sesenta, sobre todo gracias al aporte de Johan Galtung, reconocido investigador social, el concepto de paz se viene ampliando para incluir en él aspectos no materiales, como las necesidades políticas, sociales, jurídicas, entre otras. Así, se le ha dado una nueva dimensión a la idea de la paz y de lo que constituye la circunstancia vital de la persona. Desde esta óptica, el concepto de paz no se referiría sólo a la simple ausencia de guerra o de conflicto armado, sino que se relacionaría con la ausencia de cualquier tipo de violencia que impida la satisfacción de cualquier forma de necesidad humana básica. Así entendida, la convivencia pacífica se caracterizaría por un elevado grado de justicia y una expresión mínima de la violencia.

    Son muchos los que opinan que cualquier discurso sobre cultura de paz debe formularse a partir de este principio. Académicos sostienen que la violencia se hace presente cuando los seres humanos se ven influidos de tal forma que sus realizaciones efectivas, somáticas y mentales están por debajo de sus realizaciones potenciales, es decir, de la realidad deseada y esperada. Ello amplía el concepto de paz: de ausencia de conflicto armado a ausencia de cualquier forma que violente la integridad humana. Así, debe entenderse la paz como una situación, un orden, un estado de cosas caracterizado por un elevado grado de justicia y una expresión mínima de la violencia. La paz, entonces, se relaciona con la forma cómo viven los seres humanos y se nos ofrece, inevitablemente, como el resultado de un proceso histórico, como la meta a la que ese proceso conduce si se le orienta en forma efectiva.

    Obviamente, la paz no es un logro de fácil consecución. La expresión lucha por la paz ya no escandaliza tanto como antes. Tiene un profundo sentido, pues corresponde a una innegable realidad: podemos hablar de lucha por la paz en tanto podamos combatir —todo lo pacíficamente que sea posible, pero combatir— por los derechos y la justicia, en un mundo en el cual lo común es precisamente su negación, su carencia y, en el mejor de los casos, su insuficiencia o su falseamiento. Ir contracorriente no es precisamente una tarea “pacífica”. De ahí que algunos afirmen que para obtener la paz es inevitable el conflicto. Sin embargo, el conflicto no tiene por qué destruir la paz si su manifestación se vuelve posible; esto es, si se le incorpora a la vida social de todos los días, si se le institucionaliza en la medida en que es un factor capaz de promover un proceso de cambio progresivo en que las actitudes y acciones que promuevan la desigualdad sean sustituidas por otras cada vez más justas. De nuevo llegamos a la misma afirmación: la paz es obra de la justicia, una justicia que los seres humanos descubren y realizan históricamente, a través de un sinfín de dificultades y generalmente a partir de los conflictos generados por la injusticia.

    Ahora bien, así planteadas las cosas, ¿cómo andan los niveles de paz en nuestro país? Lamentablemente, muy mal. Se ha afirmado antes que la violencia se hace presente cuando los seres humanos se ven influidos de tal forma que sus realizaciones efectivas, somáticas y mentales están por debajo de sus realizaciones potenciales, es decir, de la realidad deseada y esperada. Es evidente que el salvadoreño no es un ciudadano conforme con sus condiciones de vida. La ola de despedidos no ha venido más que a agudizar esta problemática.

    Los niveles de desempleo eran ya escandalosos, como para venir a sumar más personas sin trabajo. Y eso es sólo por mencionar un ejemplo (en el tintero quedarían la crisis económica, los desaciertos políticos con el consecuente desencanto y hartazgo por parte de la población hacia todo lo que huela a política, posturas gubernamentales autoritarias, egocentrismo estatal, entre muchos otros). Por eso no exageran los que “profetizan” un eminente estallido social, de enormes repercusiones para la sociedad salvadoreña. La paz de los acuerdos es muy distinta a la paz social a la que se aspira. Digámoslo aún más claro: si no hay bienestar social para todos no hay paz social para nadie.

    Otro aspecto que en nada contribuye al establecimiento de una convivencia pacífica es la tendencia de los organismos y personajes gubernamentales a crear, en complicidad consciente con algunos medios de comunicación social, ciertos estereotipos deformadores: los ricos del país (personas honestas y trabajadoras, de bien) frente a los malvados comunistas (personas resentidas sociales, llenas de odio) o viceversa; los gobernantes honestos y sacrificados, frente a la oposición irresponsable y nefasta; la policía “buena”, que cumple con su deber de mantener el orden, frente a los huelguistas “malos” y mentirosos que provocan caos social, etcétera.

    Se adjudica constantemente el rol de “enemigo interno” (una persona “perversa” y dañina) a todo aquel que se muestra contrario a las disposiciones gubernamentales y que tenga el “atrevimiento” de criticar las acciones o decisiones del ejecutivo. Estamos ante una suerte de “transferencia” de responsabilidades: por un lado, se afirma que el gobierno y los ministros no pueden equivocarse y que criticarlos es atentar contra la paz social; mejor, dicen las campañas gubernamentales, hay que ser propositivos y aprender a ver el lado positivo de las cosas, pues “no estamos tan mal como dicen”; por otro lado, se hace aparecer a los sectores marginales, políticos de izquierda y a todo aquel que tenga opiniones contrarias, como los responsables directos del poco avance, caos y desorden de la ciudad. Estos estereotipos, fruto de un desequilibrio informativo y político, constituyen una manipulación de la opinión pública, destinada a justificar políticas punitivas, cuando no acciones violentas.

    Lo anterior está dando paso a la reconfiguración de un discurso autoritario. Las medidas tomadas en torno al transporte público por el Viceministro de Transporte y el Presidente de la República, aunque aplaudidas por la población, no dejan de preocupar por la forma impositiva en el planteamiento y la negativa a una convivencia dialogante. El gobierno se jacta de rehuir al diálogo, argumentando falta de voluntad y cansancio político.

    Sucedió con el proceso de reconstrucción del país, después de sendos terremotos el año pasado; con las huelgas que algunos damnificados de dichos desastres realizaron, quejándose de la poca ayuda recibida; con la desacertada medida de la dolarización; con el problema de transporte público; con la aprobación del presupuesto para este año, por mencionar sólo algunos ejemplos. La marginación de actores sociales en la toma de decisiones importantes es evidente y, por demás, preocupante. El gobierno transmite un peligroso mensaje de autosuficiencia que, a la larga, puede traerle altos costos político-sociales.

    Más aún, paralelo a ello asistimos a un fortalecimiento de la Policía Nacional Civil, con visos autoritarios y represivos, y a un debilitamiento progresivo de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, institución a la que, al parecer, se le quiere restar el perfil y alcance que como organismo debe tener.

    Así el panorama, la paz que tenemos, entonces, debe escribirse con minúscula. Y seguirá así mientras las condiciones de vida no sean las mínimas para cada salvadoreño y salvadoreña. Si no hay bienestar social para todos no hay paz social para nadie. Y ese bienestar empieza por tener un gobierno tolerante al diálogo, respetuoso de las opiniones contrarias, abierto a críticas y propuestas. Libres de estereotipos y manipulaciones, la Paz, esta sí con mayúscula, vendrá sola.
 
Colaboración de Manuel Fernando Velasco, Departamento de Letras y Comunicaciones de la UCA.

 

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DERECHOS HUMANOS

2001: BALANCE DE LOS DERECHOS HUMANOS (III)



c. El Órgano Judicial

    Como ha ocurrido en otros años, éste se mantuvo en el “ojo de la tormenta” por diversas razones y en múltiples ocasiones. La deficiente actuación de funcionarios incapaces, temerosos o corruptos, resolviendo de forma arbitraria y hasta aberrante, continuó siendo un obstáculo considerable contra el cual debió luchar la población que intentó obtener justicia. Entre los casos que acompañamos desde el IDHUCA, existe suficiente material que respalda esta afirmación. De esa experiencia, un ejemplo es el de los magistrados de la Cámara Tercera de lo Penal de San Salvador al confirmar —sin argumentos jurídicos— la prescripción del caso “Jesuitas” y afirmar, sin ninguna vergüenza, que eso había ocurrido por culpa del actual Rector de la UCA y las otras víctimas. En su vano intento por justificar semejante decisión, sostuvieron que no habían “reclamado a tiempo”.

    Es importante recalcar que, no obstante declaraciones de la Corte Suprema de Justicia, nuestro sistema judicial continúa presentando una impresionante mora y es precisamente en las más altas esferas donde esta crítica adquiere mayor validez. Haciendo cálculos optimistas, consideramos que la resolución de un amparo —por citar un ejemplo— necesita de al menos dieciocho meses para su resolución; en el caso de una acción contenciosa administrativa, debemos hablar de dos años.

    Algo parecido ocurre en los juicios de familia y civiles, con la salvedad que desde hace un corto tiempo —tras una reforma en la estructura de los juzgados de familia— se habilitó la presencia de dos jueces en cada tribunal y eso comenzó a facilitar los trámites. En materia penal, aún existe una fuerte resistencia de los juzgadores para aplicar los tratados internacionales de derechos humanos. Además, por lo regular, la población debe enfrentar jueces sin imaginación que efectúan interpretaciones gramaticales y hasta distorsionadas de los códigos, apartándose así de sus principios fundamentales, de los instrumentos internacionales y hasta de la misma Constitución.

    Durante el 2001, también observamos con inquietud la intromisión del Órgano Ejecutivo en labores propias del Judicial. Declaraciones ampliamente difundidas del Presidente de la República contra jueces, por fallos que no fueron de su agrado, nos colocan ante algo peligroso: que en el “nuevo El Salvador” la justicia sólo sea válida y aplicable si se adecua a las políticas gubernamentales; en este caso, si favorece las líneas trazadas para asegurar que se imponga sin tropiezos el “modelo” económico.

    No podemos obviar el tema de los “títulos falsos”, como se “bautizó” en los medios de difusión a la discusión sobre ciertos profesionales del Derecho —incluidos jueces— cuyos procesos de graduación, acreditación y/o nombramiento oficial en la judicatura fueron cuestionados por el Consejo Nacional de la Judicatura (CNJ) debido a una o varias irregularidades, algunas de las cuales entraban en el marco de la ilegalidad. Como es costumbre, se denunciaron los hechos y se armó el escándalo; sin embargo, al final del año, no se avanzó más. Simplemente, a ese tumor maligno para la buena aplicación de justicia —léase corrupción e incapacidad— se le trató con una aspirina y se desperdició una buena oportunidad para extirparlo.

    El único resultado visible de todo eso fue la disputa entre el CNJ y la Corte Suprema de Justicia que sólo generó nuevas tensiones, recriminaciones y distancias entre ambas instituciones o avivó algunas ya existentes. Mientras, la población usuaria de sus servicios no percibió mayores cambios. La Corte formó una Comisión para investigar la problemática y aún se espera que entregue el fruto de su trabajo. Al respecto, por lo ocurrido, las expectativas no son elevadas; sin embargo, sería una agradable sorpresa que en su informe se individualizaran todas las responsabilidades, incluso las que necesariamente deben existir entre las autoridades universitarias, el Ministerio de Educación y el Órgano Judicial.

    Así las cosas, quienes de buena fe creyeron que éste era el inicio de una guerra sin cuartel contra ese enorme peligro para la convivencia democrática y pacífica, vieron burladas sus ilusiones. Por último, se debe agregar lo que —desde nuestra perspectiva— resulta ser lo más lamentable y peligroso de la situación: tras lo sucedido, con sobrada razón, ahora mucha gente pensará que el Órgano Judicial salvadoreño no tiene remedio.

d. Otras instituciones

La Fiscalía General de la República no escapa a la adecuación institucional que pretende favorecer la imposición del “modelo” económico. Por ello, su titular aparece como una pieza del engranaje integrado desde el Órgano Ejecutivo para tal fin, sin que sus declaraciones públicas logren transmitir la imagen de un funcionario valiente e independiente. En ese marco, el deterioro esencial de la institución tiene que ver más con el fondo que con la forma y, en la práctica, éste ha sido igual de dramático que el de la PDDH. Es obvio que, tras la torpe decisión de nombrar a Eduardo Peñate Polanco como Ombudsman, algo aprendieron; por ello, para neutralizar o manipular la Fiscalía se utilizaron métodos más sofisticados e insidiosos.

    Al poseer el monopolio de la acción penal, las y los salvadoreños nos encontramos a merced de lo que disponga esta institución cuando intentamos procesar penalmente a violadores de derechos humanos y delincuentes. Así tenemos, entre las denuncias recibidas por el IDHUCA, casos en los cuales la víctima resulta acusada con saña por esa institución; otros en los que resulta manifiesta la mala intención cuando se tramitan en sede fiscal; hay, también, ejemplos en los que la Fiscalía ha sido utilizada con fines políticos.

    Sin un requerimiento apropiado de la Fiscalía, quienes buscan justicia se encuentran atados de manos y deben buscar procedimientos más engorrosos y complicados, nacionales o internacionales, para tratar de revertir esa falla. Se puede decir con certeza que en aquellos casos penales en los que la Fiscalía no muestra mayor interés o —lo que es peor— los obstaculiza, las víctimas deben luchar larga y arduamente para lograr una resolución favorable. El natural desgaste físico y emocional que eso conlleva, puede derivar en la renuncia a continuar en el esfuerzo de la parte demandante o a buscar otros medios peligrosos —incluso ilegales— para “resolver los problemas”.

    En cuanto a la Procuraduría General de la República, ésta ratificó la tendencia a ser la institución del sector justicia con menos vicios y problemas. Son evidentes los resultados positivos del esfuerzo realizado por su actual administración para modernizarla. No obstante lo anterior, nuestra experiencia concreta de trabajo nos indica que aún existen ciertas deficiencias; éstas tienen que ver, sobre todo, con la atención que se brinda a las personas usuarias y, en determinados casos, con problemas de corrupción. A diferencia de otras, ésta cuenta con un titular de mente amplia, abierto a las críticas y sugerencias, dinámico, responsable, profesional y sensible.

    En el ámbito legislativo, durante el 2001 se pudo apreciar que dicho Órgano funcionó al servicio del “modelo”. La oposición al bloque integrado por el partido de gobierno y sus aliados, no pudo frenar la avalancha de leyes inconstitucionales que posibilitan violaciones a los derechos humanos o representan claros retrocesos en lo alcanzado tras el fin de la guerra. Ya se habló acá de las sustanciales reformas que se introdujeron a la Ley Orgánica de la PNC y los decretos para la “depuración” de la misma; pero también se deben considerar, como ejemplo, tanto las “contra reformas” a los códigos Penal y Procesal Penal como una disposición discriminatoria incorporada a la legislación sobre las personas infectadas con el Virus de Inmunodeficiencia Adquirida (VIH).

3. La participación de la sociedad

En la víspera de cumplirse el décimo aniversario del Acuerdo de Chapultepec, que acabó la guerra y propició la creación o reforma de instituciones claves para una convivencia armónica en nuestro país, los diagnósticos objetivos de la realidad apuntan más a la preocupación que a otra cosa. Fuera de los discursos oficiales, el entendible aplauso diplomático y la alegre opinión de los sectores que se benefician por el actual estado de cosas, se advierte una amplia inquietud frente al rumbo de El Salvador. Eso ocurre, sobre todo, cuando se observa la estrepitosa caída del mismo “modelo” en otros países de la región cuyas autoridades presumían —hasta hace poco— de lo bien que conducían la economía y lo felices que eran sus pueblos.

    ¿Por qué peligra el llamado “proceso salvadoreño”, después de tanto esfuerzo para terminar la confrontación armada y construir un verdadero Estado de Derecho? Muy sencillo. Eso tiene que ver con una grave insuficiencia estructural: los cambios que se acordaron "arriba y afuera" entre cúpulas —la gubernamental, la entonces insurgente y la de Naciones Unidas— no alcanzaron a echar raíces "adentro y abajo", donde la mayoría de la gente sufre y lucha. Tras el fin de los combates militares, esos protagonistas en las "alturas" no pudieron, no supieron o no quisieron involucrar a quien hasta entonces había sido el principal héroe y debía ser el actor fundamental para lograr una verdadera y profunda transformación: el pueblo salvadoreño.

    Sin embargo, en los diez años transcurridos desde que acabó la guerra se registran importantes experiencias de participación ciudadana en defensa de sus derechos y libertades. En el 2001 destaca, sin duda, la palpable solidaridad horizontal que brotó —espontánea y amplia primero, pero después más organizada— a raíz de los terremotos; ésta pasó por encima de los mezquinos protagonismos políticos de siempre. También se debe rescatar la lucha de las organizaciones de “ex patrulleros”; integradas en su mayoría por campesinos pobres; ello, pese a las críticas hacia algunos de sus dirigentes y a los políticos que han pretendido manipularlas. Finalmente destaca la acción de un grupo de víctimas y de los organismos que las apoyan, que en noviembre se presentaron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para exponer sus casos.

Breve conclusión

En nuestro país, durante el 2001, el "modelo" económico impuesto continuó generando más pobreza y exclusión social; la violencia siguió siendo una forma privilegiada y fácil para “resolver” problemas; la institucionalidad se empeñó en repetir esquemas parecidos a los existentes antes del conflicto, al favorecer la injusticia y la impunidad; y se incrementó la gente que rechaza a los políticos. Así —sin instituciones capaces de promover y proteger con eficacia los derechos humanos, sin opciones políticas convocantes y en medio de una mayor exclusión económica y social— El Salvador se ubica en los primeros sitios de América y el mundo cuando se habla de muertes violentas intencionales por cada cien mil habitantes.
 ¿Pensamos seguir así, esperando que la situación se agrave y todo se hunda? La historia universal —incluida en ella la de nuestro país— nos revela que los derechos humanos se reconocen y respetan cuando la gente se organiza y lucha por eso. Si queremos avanzar en la construcción de un mejor país, ese es el camino a seguir. Para ello, debemos construir y aprovechar las oportunidades.

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