PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL EL SALVADOR, C.A.

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El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.

 

Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

 

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Año 25
número 1139
Abril 6, 2005
ISSN 0259-9864

 

 

Índice


 

Editorial: Fe y política en Monseñor Romero

Política: Juan Pablo II y la política en Latinoamérica

Economía: La economía a la luz de Laborem Exercens

Regional: El Papa ante la realidad latinoamericana

Derechos Humanos: Condena al Estado salvadoreño

Indicadores Sociales: Carta abierta al hermano Romero

 

 

Editorial


Fe y política en Monseñor Romero

 

El 24 de marzo de 1980, una bala asesina terminó con la vida de un hombre que asumió como causa suya la defensa de la vida de los más pobres de El Salvador. Defender a los pobres, denunciar la represión de la que ellos eran objeto cuando reclamaban su derecho a una vida digna, decir que la violencia estructural —la que genera pobreza, exclusión y marginación para la mayoría de salvadoreños y salvadoreñas— era la causa principal de las demás violencias, no podía ser bien visto por quienes se beneficiaban de la violencia estructural y por quienes —cuerpos de seguridad, militares y escuadrones de la muerte— habían hecho del terrorismo estatal y privado el principal instrumento para mantener privilegios mal habidos.


En los años previos a su nombramiento como Arzobispo, Monseñor Romero se había destacado por su rechazo a contaminar la fe con la política: no sólo había mostrado su preocupación por la “instrumentalización” de aquélla por ésta, sino también su disposición a enfrentarse a quienes, dentro de la iglesia, se prestaran a esa instrumentalización. Aquí no se equivocaron quienes, desde el poder, apostaron por Monseñor Romero. Sin embargo, se equivocaron en otras cosas. Creyeron que Monseñor Romero era su aliado, es decir, alguien dispuesto a defender y a compartir sus privilegios y riquezas. No cayeron en la cuenta de que el Arzobispo era, por sobre todo, un hombre de Iglesia, esto es, fiel a la institución, a la tradición eclesial, a sus documentos fundacionales y a sus lineamientos conciliares. Confundieron tradición con tradicionalismo, entendido este último como aceptación pasiva de lo transmitido generación tras generación.


Monseñor Romero no estaba en contra de la contaminación de la fe por la política porque fuera un aliado de la oligarquía y los militares, sino porque era un hombre de Iglesia y creía que ello iría en detrimento de esta última. Como hombre de Iglesia que era, tenía claro que la mayor gloria de Dios es que el hombre viva (San Irineo de Lyon) y, en tal sentido, no le eran ajenas las preocupaciones sobre la injusticia vigente en El Salvador de su época. Es decir, Monseñor Romero estaba más cerca de Monseñor Luis Chávez y González de lo que creyeron tanto quienes, desde el poder, lo consideraban un aliado como quienes, desde la oposición intraeclesial, lo consideraban un obispo conservador. Unos y otros se equivocaron, aunque a quienes les resultó más cara su equivocación fue a la oligarquía y a los militares. Una vez que Monseñor Romero fue investido como Arzobispo, fue más claro que nunca que él no era ni había sido nunca uno de los suyos; fue más claro que nunca que para él la pobreza, la injusticia y la marginación de la mayoría de salvadoreños eran un asunto que competía de suyo a la Iglesia. Había quienes, dentro de la Iglesia, compartían esta convicción con Monseñor Romero, pero además habían dado un paso delante de él: estaban concientes de que la pobreza, la exclusión y la marginación de las mayorías no podrían ser erradicadas sin la participación organizada de esas mayorías, una participación que necesariamente debería revestir un carácter político.


Dicho de otra forma, cuando Monseñor Romero inicia su magisterio como Arzobispo de San Salvador, ya hay quienes dentro de la Iglesia han asumido que la fe debe “contaminarse” de política si quiere ser una fe que ilumine los problemas concretos de los salvadoreños. No de cualquier política, sino de aquella que se decante hacia formas de participación organizada que permitan a las mayorías defender sus derechos humanos fundamentales. Quienes sostienen posturas de ese tipo plantean un verdadero problema a Monseñor Romero, un problema que lo va a acompañar a lo largo de sus tres años al frente del Arzobispado de San Salvador. No se trata sólo de un problema teórico (o doctrinal), sino de un problema práctico: sacerdotes, religiosas, religiosos, catequistas y delegados de la palabra insertos en la dinámica de la organización popular son perseguidos, acosados, torturados y asesinados. Junto con ellos también padecen el mismo destino campesinos, obreros, estudiantes y obreros organizados.


En la práctica, pues, la Iglesia no es ajena a la política. Antes no lo ha sido a la política del poder; durante los primeros meses del magisterio de Monseñor Romero al frente del Arzobispado, no lo es a la política contestataria de izquierda. ¿Qué postura tomar ante el desafío que plantea la política contestataria de izquierda? ¿Cuál debe ser la relación entre fe y política? Estas dos interrogantes y sus respuestas permiten vislumbrar una importante evolución en Monseñor Romero desde su nombramiento como Arzobispo —el 23 de febrero de 1977— hasta su asesinato —el 24 de marzo de 1980—. Y es que una de las claves de interpretación de esa evolución consiste en leerla como una aceptación progresiva (y siempre problemática) de la idea de que la solución de los problemas estructurales del país —entre ellos, la violencia estructural que genera pobreza, exclusión y marginación— es una solución no sólo socio-económica, sino también política.


En los tres años de su magisterio como Arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero maduró su concepción de las relaciones entre fe y política. Después de mucha reflexión —tamizada por las experiencias de muerte que se sucedían dentro y fuera de la Iglesia— pudo convencerse de que la pobreza y la injusticia no podían superarse sin un componente político, es decir, sin la participación organizada de los sectores populares. Fue su fidelidad a lo mejor de la tradición cristiana lo que le permitió aceptar la necesidad de la política —de una política alternativa a la ejercida desde el poder del Estado— para propiciar los cambios sociales impostergables para El Salvador. Si antes había sido esa misma fidelidad la que lo hacía oponerse a cualquier contaminación entre fe y política, ahora era esa misma fidelidad la que le obligaba a reconocer la importancia de lo político para que la fe y sus exigencias no se quedaran flotando en el vacío.


Las exigencias de la fe —justicia, igualdad, esperanza, caridad— reclaman unas mediaciones políticas determinadas; estas mediaciones reclaman una fe que las oriente y las cure del peligro de convertirse en un absoluto: ésta fue la convicción que arraigó en Monseñor Romero en sus tres años de magisterio arzobispal. No sólo tuvo la honestidad de aceptarlo, sino el coraje de asumir en todas sus consecuencias los desafíos que de ello se desprendían. Esto lo acercó cada vez más al pueblo salvadoreño, hasta convertirlo en su pastor más querido, respetado y venerado. El poder, de considerarlo un aliado, pasó a verlo como un enemigo, como el responsable de las peores calamidades que amenazaban con poner fin a su mundo de privilegios, prepotencia y ostentación. Su asesinato debe ser leído como una venganza de los poderosos de El Salvador contra el hombre que los desafió al reivindicar la dignidad de los desposeídos de todo poder.

G

 

Política


Juan Pablo II y la política en Latinoamérica

 

Juan Pablo II, ante cuyos restos mortales reflexiona el mundo entero en estos días, se despide de sus feligreses dejando una fuerte sensación de orfandad. El Papa que rompió varios récords, en cuanto a viajes o nombramientos de obispos y cardenales, por citar algunos, lideró a la vez con ternura y con firmeza a la Iglesia Católica durante todo su pontificado.


En sus veintiseis años a la cabeza del estado vaticano, Juan Pablo II tuvo una influencia nada despreciable sobre el mundo. Más adelante, cuando haya pasado todo el fervor y la emoción del momento actual de su despedida, los historiadores ponderarán en su justa medida esta decisiva influencia. De momento, lo que se puede decir es que América Latina, el continente con mayor número de cristianos católicos en el mundo, constituyó uno de los primeros flancos en la órbita del Papa.


Entre los múltiples temas sobre los que tiene que intervenir un pontífice, la política constituye, sin duda, uno de los más controvertibles. Mientras que las cuestiones relativas a la fe o a la moral suelen ser asociadas con lo trascendental, la política, en cambio, se destaca por su carácter concreto y terrenal, y su vinculación inmediata con intereses sociales en pugna. Recuérdese la instrumentación que propios y extraños han hecho históricamente del hecho religioso para asentar su dominio político, para hacerse una idea de esta realidad. Y es que, para decirlo en palabras de Silvio Ferrari, “la experiencia religiosa, ya sea cuando se determina institucionalmente en forma de iglesia, ya sea cuando asume características de secta, se configura como un fenómeno que —al menos como tendencia— afecta a todos los aspectos de la existencia humana e incide también en aspectos de la vida asociada que se encuentran muy alejados del ámbito de los intereses puramente espirituales”.


Cabe destacar de un modo general la alta conciencia que albergó Juan Pablo II sobre lo que se puede lograr, desde la Iglesia, en la relación con las estructuras políticas. Cuentan sus biógrafos que tuvo un destacado papel en la caída del bloque soviético. Proveniente de la Polonia comunista, dominada por la extinta Unión Soviética, algunos sostienen que el primer objetivo del Papa Wojtyla fue derrotar al comunismo y frenar la “ateización de la sociedad”. Por eso, habría apoyado a los disidentes de los regímenes comunistas, especialmente a Lech Walesa, aquel obrero que lideró el movimiento Solidaridad, en contra de la dictadura roja en Polonia.


Sobre lo anterior, Lech Walesa declaró que, sin la ayuda del pontífice no hubiera habido final del comunismo o al menos no tan pronto y sin derramamiento de sangre. Contrario a la elite comunista gobernante en el país eslavo, el fallecido Papa sostuvo abiertamente que la historia de Polonia no puede entenderse sin Cristo.


“Más de un año después de pronunciar estas palabras” —recuerda el líder del sindicato Solidaridad— “pudimos organizar a diez millones de personas en huelgas, protestas y negociaciones. Antes habíamos tratado, yo traté, y no pudimos lograrlo. Estos son hechos. Por supuesto, el comunismo habría caído, pero mucho después y de modo cruento. Él fue un regalo que el cielo nos legó”. En una palabra, hasta la caída del muro de Berlín, en 1989, se puede decir que el anticomunismo constituye una nota destacable del pontificado de Juan Pablo II.

La labor de Juan Pablo II en América Latina
Desde comienzos de su pontificado, a diferencia de sus predecesores, Karol Wojtyla hizo de la relación con América Latina un eje fundamental de su labor pastoral. En dieciocho ocasiones visitó los países del subcontinente para llevar el mensaje de la Iglesia. En este mensaje se destacan varios tópicos relacionados a la sociedad y la organización histórica del poder en esta zona.


En primer lugar, el Papa denunció la marginación económica y social y la discriminación racista a la que históricamente se ha sometido a los más débiles en esta región del mundo. Por eso, pidió perdón por las ofensas sufridas por los indígenas. “Que la conciencia del dolor y las injusticias infligidas a tantos hermanos sea, en este Quinto centenario —dijo con el motivo de los quinientos años de la Conquista— ocasión propicia para pedir humildemente perdón por las ofensas y crear las condiciones de vida individual, familiar y social que permitan el desarrollo integral y justo para todos, pero particularmente para los más abandonados y desposeídos”.


Es importante recalcar este elemento porque supuso una vuelta de tuerca extraordinaria en la historia de la Iglesia oficial en América Latina. No es que antes esta institución no se haya preocupado por la situación humana indigna en que viven los latinoamericanos más débiles, sino que, en las circunstancias de las críticas del Papa a la teología de la liberación, se volvió a hacer patente que la Iglesia no puede dejar de lado la causa de los más vulnerables.


De igual modo, algunos sostienen que Karol Wojtyla desempeñó un papel importante en la caída de dictaduras sanguinarias en la región. “Así como criticó a los regímenes comunistas —sostienen algunos—, también puso su grano de arena para precipitar la caída de dictadores católicos como Ferdinand Marcos en Filipinas, François Duvalier en Haití o Alfredo Stroessner en Paraguay”. En otras palabras, el Papa condenó la falta de libertad política en estos países tal como lo hiciera en su natal Polonia. Se comprometió al lado de los débiles en su apuesta evangelizadora en América Latina.
Este cariño y particular preocupación de Juan Pablo II por la situación de los más débiles en el subcontinente lo llevó, por un lado, a condenar la miseria y el racismo que padecen la gran mayoría de sus habitantes. Además, destacó el papel que puede desempeñar la Iglesia en la transformación de la realidad. Siempre tuvo claro la importancia de la Iglesia católica en este continente. “No se puede olvidar —dijo en 1990, durante una visita a México—, en el variado panorama que ofrece América Latina, el importante papel que desempeña la Iglesia católica”.


Es un hecho que, debido precisamente a esta importancia de la iglesia latinoamericana, cuyos feligreses representan el 44% de los católicos de todo el mundo, Juan Pablo II observó con un celo particular su realidad eclesial. Buena parte de la razón de su relación tumultuosa con la teología de la liberación tiene que leerse desde esta coordenada. Quizá dos de los elementos que se debe tomar en cuenta para este análisis son el carácter excesivamente horizontal —a los ojos de los más clericales— que impulsan en la relación entre los fieles y la jerarquía y, la cercanía peligrosa de sus métodos de reflexión política con los del marxismo.


Los conflictos con la jerarquía conservadora de la iglesia del continente constituyen, sin duda, uno de los rasgos fundamentales de esta época. Aquellos que propugnaban, de alguna manera a la luz del Concilio Vaticano II, una nueva relación entre las autoridades eclesiales y los feligreses y, al mismo tiempo, la necesidad de que los primeros se dejen emPapar con la realidad socioeconómica y política de los segundos, fueron desautorizados por el Papa. Éste defendió la autoridad de la jerarquía —en América Latina, mayormente conservadora en esta época— frente a los “revolucionarios” exaltados.


No se puede olvidar que Juan Pablo II siempre condenó el comunismo. Éste niega, a su juicio, la dimensión religiosa de los seres humanos. Así, difícilmente iba a dejar prosperar dentro de la Iglesia latinoamericana, la más importante del mundo, una lectura política radicalmente hostil a la fe. Cuando el Papa desaprobó los preceptos de la teología de la liberación y castigó, desde un punto de vista eclesial, a sus principales exponentes, América Latina era un hervidero político en que las masas estaban luchando por lograr su libertad y superar su marginación. En este contexto, la fe católica que profesa la mayoría de sus habitantes constituyó un verdadero combustible para los revolucionarios. El Evangelio se convirtió en la principal fuente desde donde se abastecían quienes denunciaban la situación de injusticia social en la región.


Por haber vivido la experiencia de la relación iglesia y marxismo en su Polonia natal, Juan Pablo II siempre se preocupó por el hecho de que los comunistas latinoamericanos instrumentaran la fe, un tanto ingenua de los feligreses. Porque Karol Wojtyla sabía que, una vez en el poder, los mismos marxistas iban a atentar en contra de la Iglesia.


Según Leonardo Boff, él leyó “América Latina con ese código y dice: esa teología, ese tipo de Iglesia, sirve de Caballo de Troya para la entrada del comunismo, y el comunismo va a disolver a la Iglesia”. Sin embargo, Boff rechaza esa visión errónea de la teología de la liberación. “La teología de la liberación”, a su juicio, “nunca tuvo a Marx, ni por padre, ni por padrino, sino que nació escuchando el grito de los oprimidos de la fe cristiana de la mayoría del pueblo latinoamericano, organizó la resistencia y liberación contra las cosas perversas a que era y sigue siendo sometido el pueblo”.

Balance de la doctrina de Juan Pablo II en América Latina
Como primera reflexión sobre la situación de la Iglesia latinoamericana luego de la muerte de Juan Pablo II, cabe destacar el hecho de que todo ha vuelto a la “normalidad”. Quienes siguen reflexionando en claves de la teología de la liberación han perdido terreno. La explicación de esta realidad tiene sin duda causas múltiples. Sin embargo, entre ellas destaca de modo importante la acción de Juan Pablo II. Él logró desarticular un movimiento, a su juicio peligroso, para la sobrevivencia de la fe católica y su capacidad de influencia en el mundo latinoamericano.


Pero, al mismo tiempo, como han notado muchos, la condena del Papa de la relación entre la fe católica y proselitismo político no impidió que él reclamara el fin de la injusticia social en el continente. Así, se puede sostener, que quien “sufrió la opresión del nazismo en carne propia, quiso impedir la influencia del marxismo en la Iglesia, pero tuvo suficiente visión como para asumir las necesidades de los desvalidos”. Por eso, en sus numerosas intervenciones sobre la situación de los feligreses latinoamericanos destacó las estructuras sociales y políticas injustas que impiden su realización plena como seres humanos.


Reconoció, por otra parte, la necesidad de que la iglesia denunciara la opresión política de los fieles latinoamericanos. Sin embargo, Leonardo Boff, uno de los cristianos que vivió en carne propia la ofensiva vaticana por “enderezar” las cosas al interior de la iglesia latinoamericana, declaró que el Papa terminó por infantilizar a los cristianos. A su juicio, el Papa tenía como objetivo “reglamentar la fe, (…) infantilizar a los cristianos, invitados a sencillamente someterse, sin cualquier crítica, a las doctrinas oficiales”.


Como quiera que sea, en este momento que se preparan los feligreses del mundo para dar el último adiós a Juan Pablo II, son pocos los que se atreven a criticar la labor pastoral del Papa. Por un lado porque, como decían los latinos, de los muertos nadie habla de su lado malo —de mortui nihil nisi bonum— y, por otro, por encima de todo, el Papa destacó la necesidad de abrir los corazones a Dios y confiar en su infinita bondad.

G

 

Economía


La economía a la luz de Laborem Exercens

 

A pocos días de la muerte de uno de los líderes religiosos más memorables en la historia, el Papa Juan Pablo II, es importante destacar algunas cuestiones que marcaron la doctrina de la Iglesia católica respecto de la economía, durante los veintiséis años de su pontificado. Es sabido que los temas sociales y económicos han sido siempre prioridad para la Iglesia, muy especialmente para el Papa viajero. Así, su condena al socialismo y al capitalismo rapaz fue una de sus labores más reconocidas.


Por ello sería un grave error caracterizar el pensamiento del Papa como adhesión a un determinado sistema económico. Es menester aclarar que su doctrina está muy por encima, “tanto del comunismo como del capitalismo”, de la burocracia del Estado de Bienestar o del mercantilismo de las economías iberoamericanas y, mucho menos, pretende ser una tercera vía entre el liberalismo extremo y la planificación estatal.


De hecho, como él mismo escribió: “la Iglesia no presenta ningún modelo concreto, porque estos son sólo válidos dentro de contextos y situaciones históricas concretas. No puede ser de otra manera, porque ni el mundo, ni las necesidades de la gente son estáticas, sino que están en constante cambio”. Este pensamiento coincide en cierta forma con la importancia del papel neutral de la iglesia al cual abogaba siempre Monseñor Romero desde El Salvador: la Iglesia no puede casarse ni con el comunismo ni con el capitalismo.


En cuanto a la economía de mercado, el Papa reconoció que ésta tenía aspectos tanto positivos como negativos. En cuanto a los primeros, destacó el ejercicio de la libertad humana. Juan Pablo II fue quien, incluso, introdujo en el pensamiento católico el término “derecho a la iniciativa económica” y su defensa de la propiedad privada.


Pero, a pesar de esto, su doctrina no es equiparable al liberalismo. “La propiedad individual no debe ser nunca una fuente de conflicto, sino algo que proporcione bienestar al ser humano. Es una parte de la tierra que alguien, mediante su esfuerzo, convierte en propia para su propio disfrute. Pero jamás debe justificarse la posesión per se, ni mucho menos la riqueza de unos debe significar la pobreza o la explotación de otros. Por el contrario, uno debe cooperar con los demás para que todos puedan dominar la tierra”. También, y como se verá más adelante, la economía de mercado presenta serias debilidades ya que tiende fácilmente a considerar más importante a los propietarios del capital que a los trabajadores. Juan Pablo II las señaló y reivindica la posición privilegiada del hombre frente al capital.

Juan Pablo II y la deuda externa
La deuda externa es sin duda el máximo indicador de la interdependencia existente entre los países desarrollados y los menos desarrollados. Es sabido que la razón que llevó a los países en vías de desarrollo a acoger el ofrecimiento de abundantes capitales disponibles fue la necesidad de poderlos invertir en actividades para el desarrollo. La decisión de los países tercermundistas puede calificarse como imprudente y quizás apresurada, pues aunque en ese momento se gozaba de beneficios financieros, no previeron que en otras circunstancias este préstamo pudo salirse de sus manos.


Este fenómeno marcó el pensamiento económico del Papa Juan Pablo II. El Papa abogaba por la condonación total de la deuda externa. Y es por eso que en su enciclíca Centesimus Annus (escrita cien años después de la Rerum Novarum), recordó que Jesús vino a “evangelizar a los pobres” ¿Cómo no subrayar más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados? Se debe decir ante todo que el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo como este, marcado por tantos conflictos y por intolerables desigualdades sociales y económicas.


Juan Pablo II recalcó que la opresión que sufren muchas naciones, especialmente las más pobres, se debe a la deuda externa, que ha adquirido tales proporciones que vuelve prácticamente imposible su pago. También afirmó que no se puede alcanzar un progreso real sin la colaboración efectiva entre los pueblos de toda lengua, raza, nación y religión. Se han de eliminar los atropellos que llevan al predominio de unos sobre otros. “Quien se dedica solamente a acumular tesoros en la tierra (cf. Mt. 6, 19), no se enriquece en orden a Dios ( Lc. 12, 21). Así mismo, abogó por la creación de una nueva cultura de solidaridad y cooperación internacional, en la que todos —especialmente los países ricos y el sector privado— asuman su responsabilidad en un sistema económico al servicio de cada persona.

La encíclica Laborem exercens
La encíclica Laborem exercens es un documento para entender desde la perspectiva de Juan Pablo II las tensiones sociales existentes entre los empresarios y los obreros. El mismo destaca que es evidente la existencia en nuestro tiempo de un conflicto entre el trabajo y el capital. Ha sido este conflicto el que ha atravesado mayormente la sociedad mundial y el que subyace a la raíz de las tensiones sociales nacionales e internacionales.
Juan Pablo II menciona en primer lugar que el trabajo es aquella actividad del hombre encaminada a someter y a transformar la naturaleza. Desde una perspectiva histórica, el trabajo se constituye en uno de los mecanismos que han humanizado al hombre, ya que en él despliega sus capacidades físicas, intelectuales y emocionales con el fin de obtener un producto determinado. Mientras trabaja, el hombre domina la naturaleza y busca satisfacer sus necesidades.


En este proceso, la grandeza y la dignidad del trabajo no reside en lo que se realiza, sino más bien en quien lo realiza: “el fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona”. Es decir, que siendo el hombre la medida del trabajo, sólo se deberían desarrollar aquellas actividades que dignifiquen al hombre.


No obstante lo anterior, su Santidad reconoce que en estos tiempos el trabajo asume diversas formas y la mayoría de ellas son injustas pues no permiten el ejercicio de esa capacidad, de tal suerte que permita el desarrollo del individuo a través del despliegue de su creatividad y el perfeccionamiento de la conciencia y la libertad. Por el contrario, las formas de trabajo insertas en el sistema económico vigente se sustentan sobre la base que el hombre es única y exclusivamente un instrumento de trabajo, es decir, el trabajador no se reconoce en tanto ser humano que es. Es para quien lo contrata (el propietario del capital) un instrumento de trabajo necesario para lograr un fin: la obtención de ganancias.


La posición que sostiene ante lo anterior Juan Pablo II es la siguiente: “Ante la realidad actual, en cuya estructura se encuentran profundamente insertos tantos conflictos… se debe ante todo recordar un principio enseñado por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del ‘trabajo’ frente al ‘capital’. Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente y primaria, mientras el ‘capital’, cuando el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental”. Debido a lo anterior, su Santidad busca resaltar que se debe dar primacía al hombre en el proceso de producción, “la primacía del hombre con respecto de las cosas”. No al revés.
En la actualidad, visto desde la perspectiva de la teoría económica dominante —la síntesis neoclásica— el hombre se entiende desde el capital, en el proceso de producción; es decir, como un medio de producción más que sirve a un propósito dispuesto no por el trabajador, sino por el capitalista. Por lo anterior es muy común hablar de “capital humano”. Este término es más que una simple expresión de la jerga económica actual; el mismo encierra dentro de sí el grado de deshumanización al que ha llegado el sistema económico capitalista en la medida que no reconoce aquel aspecto histórico que permitió la humanización del ser humano: el trabajo.


En la crítica arriba descrita se puede advertir una gran semejanza con la teoría económica marxista. Pero el deseo de su Santidad no es desaprobar exclusivamente el capitalismo por que supedite el capital sobre el trabajo, sino también criticar la visión materialista que caracterizó en la época de los socialismos reales la visión materialista de la historia. En esta última, Juan Pablo II está en total desacuerdo en ver a los individuos —con sus capacidades y potencialidades humanas— como exclusivamente el producto de las estructuras económicas de su tiempo. “También en el materialismo dialéctico, el hombre es entendido y tratado como dependiendo de lo que es material, como una especie de ‘resultante’ de las relaciones económicas y de producción predominantes en una determinada época”.


Ante esta situación, el deseo del Sumo Pontífice no es proponer un sistema económico alternativo construido a través de un claro perfil, sino tratar de superar ese conflicto que encierra a los hombres —los propietarios del capital y los que ofrecen su fuerza de trabajo.


Los esfuerzos deben estar encaminados a dar al trabajo y al hombre el lugar principal que les corresponde en el proceso económico y para ello menciona que es el hombre mismo quien debe constituirse el principio y el fin de toda la actividad económica. Si bien es cierto que existe una vinculación entre trabajo y el capital en el proceso económico, es el primero el que debe servirse del segundo y no lo contrario. El fin del trabajo debe ser dignificar al hombre, no someterlo a una esclavitud.


En El Salvador sucede todo lo contrario a los deseos de Juan Pablo II. En los últimos años se ha vuelto evidente cómo los empleos son cada vez más precarios. Son frecuentes en el país formas de trabajo que no reconocen derechos laborales como la conformación de sindicatos, pago justo de horas extras y demás servicios de la seguridad social.


Un ejemplo de esta situación se da en la maquila, donde trabajan se sobreexplota a las personas para que cumplan una “meta de producción”, establecida de antemano por los propietarios. Además de que son regulados al extremo el tiempo de la jornada de trabajo con el fin de obtener un nivel de productividad continua que a larga repercute en forma negativa en el estado de salud de los trabajadores.


Definitivamente la muerte de Juan Pablo II es una noticia que genera conmoción y dolor para las élites que detenta el poder en el país. En periódicos, afiches y diversos medios de comunicación han expresado sus condolencias por el fallecimiento del Santo padre. Pero sería mucho mejor que con la misma sinceridad asuman y cumplan aquellos deseos más profundos que siempre albergó su Santidad para El Salvador y el mundo.

G

 

Regional


El Papa ante la realidad latinoamericana

 

América Latina fue la primera región del mundo que el fallecido Papa Juan Pablo II visitó a lo largo de su trayectoria. De hecho, en el primero de sus ciento cuatro viajes, efectuado entre el 25 de enero y el 1º de febrero de 1979, visitó México y la República Dominicana. El “Papa viajero” siempre tuvo un especial interés por esta parte del continente, que se expresó en dieciocho viajes a todos los países de habla española y portuguesa. En su vinculación con la realidad latinoamericana, el Papa se centró en los problemas de la injusticia social y en los conflictos que padecía la región.


El problema de la injusticia social fue muy importante para Juan Pablo II. Evidentemente, este tema por sí mismo merece un estudio más extenso y acucioso que lo que podría ofrecerse en estas líneas. Sin embargo, puede analizarse a partir de dos problemáticas: los planteamientos papales hacia la teología de la liberación, que es una reflexión cristiana sobre la injusticia social desde América Latina; y la postura del pontífice hacia el neoliberalismo.
En lo que respecta a los distintos conflictos que a lo largo de sus veintiséis años de pontificado le tocó presenciar a Juan Pablo II, es necesario destacar su labor de mediador —por ejemplo, en el diferendo fronterizo entre Argentina y Chile, que evitó un derramamiento de sangre— y de impulsor de salidas pacíficas. En estas líneas se destacará el mensaje que trajo a Centroamérica en 1983.

La teología de la liberación
La relación del Papa Juan Pablo II fue muy conflictiva con los sacerdotes vinculados a la teología de la liberación. El enfrentamiento con esta corriente teológica se hizo patente durante su visita a Nicaragua, en la que amonestó públicamente al clérigo y poeta Ernesto Cardenal —a la sazón, ministro de Cultura de su país— en la Plaza de la Revolución. El gesto muy gráfico del Santo Padre hacia Cardenal expresaba la confrontación entre el Vaticano y esta corriente teológica, aparecida en Latinoamérica en la década de 1960.


En Libertatis Conscientia, instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe (1986) que aprobó el Papa, se expresan las objeciones hacia la teología de la liberación. En el documento se critican las tesis fundamentales de esta teología: la participación de los cristianos en la política, la importancia del cambio de estructuras para el proceso de liberación y una lectura del Evangelio a partir de los problemas sociopolíticos de los países pobres.


En el texto de la instrucción, se afirma que la Iglesia debe pronunciarse a favor de la justicia, pero que debe procurar “que esta misión no sea absorbida por las preocupaciones que conciernen el orden temporal, o que se reduzca a ellas”. Más adelante se advierte: “no toca a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la construcción política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos”.


Sobre la opción preferencial por los pobres, plantea que “la Iglesia no puede expresarla mediante categorías sociológicas e ideológicas reductivas, que harían de esta preferencia una opción partidista y de naturaleza conflictiva.”


Sobre el cambio de estructuras sociopolíticas injustas, al cual urge la teología de la liberación, el documento papal es categórico en plantear que “la primacía dada a las estructuras y la organización técnica sobre la persona y sobre la exigencia de su dignidad, es la expresión de una antropología materialista que resulta contraria a la edificación de un orden social justo.”


Semejante orden social no tendría nada que ver con un cambio radical de estructuras sociopolíticas. En la instrucción se califica a las revoluciones como un “mito” y acusa a sus partidarios de alimentar “la ilusión de que la abolición de una situación inicua es suficiente por si misma para crear una sociedad más humana” y de favorecer “la llegada al poder de regímenes totalitarios”. Esto era una crítica directa a los movimientos de izquierda latinoamericanos, a los cuales se deslegitimaba de esta manera.


Finalmente, la instrucción hace un llamado a centrar la reflexión teológica, no tanto “a partir de una experiencia particular”, sino de la “experiencia de la Iglesia [que] brilla con singular resplandor y con toda su pureza en la vida de los santos”. En otras palabras, se impugna una hermenéutica bíblica a partir de la realidad sociopolítica latinoamericana.


En una valoración sobre el mensaje que trajo el Papa en su viaje a Centroamérica en 1983, Ignacio Ellacuría apuntaba que “el Papa no gusta de hablar de la injusticia estructural, a la que, sin embargo, tan duramente fustiga, como violencia. Tampoco se ha detenido en lo que es la violencia mayor cuantitativa y cualitativamente en El Salvador y Guatemala que es la violencia represiva, propiciada mayoritariamente no por los movimientos revolucionarios, sino por los gobiernos y los movimientos reaccionarios”.


Probablemente, la confrontación con esta corriente teológica se originó en un problema de enfoque sobre la realidad latinoamericana. Pesaba mucho, quizá, la crítica hacia el socialismo estalinista de Europa Oriental y sus atrocidades. Esto impidió ver que la realidad latinoamericana no era la misma. No era lo mismo Managua que Varsovia. No era tampoco lo mismo la teología de la liberación que el materialismo dialéctico. Sin lugar a dudas, un diálogo con la teología de la liberación hubiera sido más fructífero que la confrontación que se asumió.


En honor a la verdad, hay que decir que la postura asumida que expresó hacia la situación de Cuba en su visita de 1998 expresaba una comprensión más amplia de la realidad latinoamericana. Si bien criticó, por ejemplo, la falta de apertura de los medios de comunicación hacia la Iglesia católica, las prácticas del divorcio y el aborto, que en Cuba son generalizadas, también condenó el bloqueo que los EEUU mantiene hacia la isla caribeña.

El neoliberalismo
Sin embargo, se equivoca quien piense que el Papa Juan Pablo II haya dejado de lado a los pobres y oprimidos de Latinoamérica. Es importante detenerse en una de sus encíclicas, Laborem Exercens, hecha pública en 1981 y escrita a propósito de los noventa años de la encíclica Rerum Novarum, en la cual el Papa León XIII expuso los fundamentos de la doctrina social de la Iglesia.


En esta encíclica, Juan Pablo II manifiesta su fidelidad hacia la preocupación eclesial por los más pobres y necesitados. “Para realizar la justicia social en las diversas partes del mundo, en los distintos países, y en las relaciones entre ellos, son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con los hombres del trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores, y las crecientes zonas de miseria e incluso de hambre. (...) Los ‘pobres’ se encuentran bajo diversas formas; aparecen en diversos lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano”, se plantea.


Sin embargo, es en la encíclica Centesimus Annus, de 1991, donde el Papa adopta una posición crítica ante el capitalismo que se siente omnipotente tras la caída de la Unión Soviética. Esta encíclica está escrita, como su nombre lo indica, en el centenario de Rerum Novarum, efeméride que aprovecha el Papa para sopesar hasta cuánto avanzó el mundo en el plano de la justicia social desde que León XIII publicara su encíclica.


Recordando la situación de explotación que denunciaba su predecesor, Juan Pablo II escribía: “ojalá que estas palabras, escritas cuando avanzaba el llamado ‘capitalismo salvaje’, no deban repetirse hoy día con la misma severidad.” No obstante, en la encíclica constata que todavía hay vastas regiones del mundo que viven una injusticia flagrante: “a pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia. Por desgracia, la gran mayoría de los habitantes del Tercer Mundo vive aún en esas condiciones”.


El Papa afirmaba que el concepto de Tercer Mundo no había que entenderlo geográficamente, puesto que en el mundo desarrollado también se reproducen estas situaciones de inequidad e injusticia. Por tanto, si bien en Centesimum Annus, el Papa se congraciaba por la caída del llamado “socialismo real”, también se mostraba muy crítico con respecto al “nuevo orden” neoliberal que prevalecía en el mundo desde 1989.

El Papa, impulsor de la paz
Durante su visita a Centroamérica en 1983 hizo un llamado a no dejarse “arrastrar por la tentación de la violencia”. No fue este un viaje exento de confrontaciones. Antes del referido episodio en Nicaragua, vale la pena apuntar que la visita a Guatemala del Papa tuvo lugar cuando la dictadura de Efraín Ríos Montt fusiló a seis personas acusadas de terrorismo. El llamado de clemencia del Papa fue desoído por Ríos Montt. Por eso, el tono del mensaje papal se centró en una exhortación a no seguir matando y a no confundir, como lo hacía la dictadura guatemalteca, la labor evangélica con la subversión.


Sin embargo, como el propio Ellacuría lo apunta, “a pesar de tantas referencias a la violencia, el Papa no ha hecho en Centroamérica un tratado sistemático de la violencia. Ha rechazado toda forma de violencia, pero ha insistido más en la violencia revolucionaria y guerrillera, sobre todo la inspirada en la ideología marxista de la lucha de clases”.


Ellacuría precisaba, además: “y sin embargo, no por eso su mensaje sobre la violencia deja de ser válido. El Papa debía gritar en favor de la paz, en favor del amor, en favor de la vida y en contra de la guerra, del odio y de la muerte. Y lo hizo de un modo admirable. Lástima que no tuviera un discurso o mensaje especial a los militares, que tienen en nuestros pueblos un papel tan importante a la hora de buscar explicaciones de la prolongación de la injusticia estructural”.


El mensaje papal fue un espaldarazo para todas aquellas fuerzas sociales que propiciaban una salida negociada al conflicto. El papel protagónico que asumió la jerarquía católica para acercar a las partes beligerantes se vio, sin dudas, fortalecido con la visita de Juan Pablo II.


El mismo pontífice fue claro al afirmar, durante esa visita al Istmo, que él no traía consigo todas las soluciones. Su palabra, sus vehementes llamados en favor de la paz y la justicia social fueron retomados por quienes, como lo hizo Monseñor Romero en su tiempo, comprendieron que la construcción de la paz pasaba por la construcción de sociedades donde la convivencia cotidiana estuviera basada en el valor supremo de la vida.

G

 

Derechos Humanos


Condena al Estado salvadoreño

 

Hace unos días, la Corte Interamericana de Derechos Humanos notificó la sentencia contra El Salvador en el caso de las hermanitas Ernestina y Erlinda Serrano Cruz. Estas niñas fueron capturadas y desaparecidas el 2 de junio de 1982 cuando tenían siete y tres años de edad respectivamente, por miembros del Batallón Atlacatl. Lo anterior ocurrió en medio de un operativo militar conocido como “La guinda de mayo”, en el departamento de Chalatenango. Es la primera vez que las autoridades del país son acusadas y condenadas en este tribunal; por tanto, la resolución debe interpretarse como un gran triunfo en la lucha de las víctimas de antes y durante la guerra.


La Corte dictaminó en su fallo que el Estado “debe investigar efectivamente los hechos denunciados en este caso, con el fin de determinar el paradero de Ernestina y Erlinda, lo sucedido a éstas y, en su caso, identificar, juzgar y sancionar a todos los autores materiales e intelectuales de las violaciones cometidas en su perjuicio”. Asimismo, dispone que el resultado del proceso sea conocido por toda la sociedad salvadoreña; ésta tiene el derecho de saber toda la verdad de lo acontecido a las hermanitas Serrano.


Es cierto que la Corte Interamericana no evaluó la responsabilidad estatal por la desaparición de las niñas, porque el hecho se consumó antes que el país aceptara su jurisdicción; pero sí lo sancionó por su recalcitrante negativa de investigar los hechos y negar a los familiares de ambas el acceso a la justicia. Más aún, en la sentencia se advierte a las autoridades nacionales encargadas de impartir justicia que se abstengan de recurrir a figuras como la amnistía, la prescripción o cualquier otra para impedir que —en un plazo razonable— se conozca la verdad, se enjuicie a los responsables y éstos sean castigados. También conmina al Estado a sancionar con el mayor rigor posible a aquellos funcionarios públicos y particulares que “entorpezcan, desvíen o dilaten indebidamente las investigaciones tendientes a aclarar la verdad de los hechos”.


Semejante decisión judicial representa un precedente importante y un gran incentivo para el continuado esfuerzo por la vigencia de los derechos humanos en nuestro país pues, además de reiterar que las autoridades estatales no pueden desconocer su obligación de investigar los crímenes y sancionar a los criminales, propina un severo golpe la Ley de Amnistía y a la aplicación de la prescripción en estos casos; también ataca la estructura al exigir medidas encaminadas a convertir el sistema de justicia nacional en algo eficiente y al servicio de las víctimas.


La Corte Interamericana ordenó, además, la creación y el funcionamiento de una comisión nacional de búsqueda de niñas y niños desaparecidos durante la guerra, con participación de la sociedad civil e iniciativa propia; asimismo, requirió obligar a las instituciones que tengan información al respecto para que la entreguen a dicha comisión, abrir una página web y organizar un sistema de información genética. También obliga al Estado a realizar un acto público reconociendo su responsabilidad internacional en presencia de altas autoridades y de la familia Serrano Cruz, publicar la sentencia en el Diario Oficial y en un periódico de circulación nacional, dedicar un día a la niñez desaparecida, brindar servicios de salud física y mental a las víctimas e indemnizarlas por el daño material e inmaterial causado. En suma, una verdadera reivindicación y reparación para Erlinda, Ernestina, sus parientes y todas las personas que padecieron y padecen por estos y otros hechos similares.


Tras este primer revés internacional del 2005 en materia de derechos humanos, el presidente Antonio Saca y miembros de su gabinete reaccionaron cual reflejo condicionado esforzándose por confundir a la población. Por ser costumbre de las administraciones anteriores a la actual, no sorprende que personeros gubernamentales sostengan que no se trata de una condena al Estado salvadoreño. Nada más alejado de la realidad, pues la contundente redacción del fallo emitido por el tribunal interamericano no deja lugar a dudas; claramente se afirma en el mismo que violó los derechos a las garantías judiciales y a la protección judicial consagrados en la Convención Americana sobre Derechos Humanos.


Para colmo, integrantes de la delegación estatal que participó en el juicio todavía alegan que las niñas no existieron y presumen de haber establecido semejante barbaridad en las audiencias. Entonces, ¿por qué debe reconocerse oficial y públicamente la responsabilidad estatal si Ernestina y Erlinda son un par de ficciones? Una de dos: o no tienen claro que a estas alturas ya no hay argumentos a su favor que valgan o no tienen algo llamado, simple y llanamente, vergüenza. Perdieron el juicio y ya. Deben responder, entonces, ante los requerimientos de la Corte Interamericana. De ahí que resulte inadmisible una estrategia estatal que apunta, sobre todo, al desprestigio de las víctimas. Y a final de cuentas, es el gobierno de Saca el que queda mal parado ante la comunidad de naciones.


Lo que sí preocupa es que no se entienda ni reconozca el sufrimiento de las víctimas. Si éstas se ven forzadas a denunciar los hechos ante organismos fuera del país, no es por odio a sus victimarios ni falta de amor patrio sino por un legítimo deseo y un legal derecho —incumplidos por la institucionalidad doméstica— de conocer la suerte de sus familiares; en este caso concreto se trata de saber qué pasó con las niñas, si están vivas aún y dónde se encuentran. Perder hijos, hijas, hermanos, hermanas, padre, madre u otro ser querido es un duro golpe para cualquier ser humano, incluso para aquellos que se niegan a hacer justicia. Sufrir tal pérdida y asumir que no hay marcha atrás, es difícil; pero más lo es cuando no se tiene conocimiento del lugar donde se encuentra, viva o muerta, la persona amada. Por eso, los instrumentos de derechos humanos consideran la desaparición forzada como un crimen que sigue seguir ocurriendo mientras no se sepa la verdad; se trata, pues, de un “delito continuado”.


Las declaraciones oficiales se agravan cuando se advierte que algunas carecen de la mínima seriedad jurídica y desnudan las condiciones precarias de la formación e idoneidad de quienes las emiten. Altamente cuestionable y cuestionado ha sido el discurso del Viceministerio de Gobernación y Justicia ante la condena de la Corte Interamericana, al decir que el Estado “recurrirá a los mecanismos legales para apelar”. (El Diario de Hoy, 15 de marzo del 2005).


En el sistema interamericano de protección de derechos humanos se tiene muy claro que estos fallos de la Corte Interamericana son inapelables. Así lo establece la Convención Americana sobre Derechos Humanos en su articulado. A ello se debe agregar que lo dictaminado por este tribunal regional no son meras recomendaciones, sino sentencias de estricto cumplimiento; no hacerlo puede significar la expulsión del máximo organismo continental, la Organización de Estados Americanos, que sin mérito algunos aspira a conducir uno de los ex presidentes salvadoreños más cuestionados en la materia.
Estos exabruptos no deben repetirse; más que seguir asumiendo posturas ridículas, deben entender que no es ignorando los graves hechos del pasado como se va a democratizar El Salvador. Esta condena es sólo la primera de la Corte Interamericana y vienen más. El gobierno debería, mejor, preocuparse por concretar de forma apropiada y sensata su cumplimiento; así contribuiría a lograr una verdadera reconciliación nacional. Tal sentencia marca el camino a seguir para cerrar las heridas de las víctimas como se debe: sanándolas con verdad y justicia, para que no sigan infectando a la sociedad con más violencia e impunidad.


No son los victimarios quienes deben determinar cuándo cierran las heridas; no son los criminales quienes deben decidir que se olvide; no son sus encubridores quienes deben pasar esa página de la historia, sin antes haberla leído y aprendido sus lecciones. Son las víctimas quienes deben escribir sobre el dolor que todo el pueblo sufrió antes y durante la guerra; ellas deben conocer la verdad e iluminar el camino hacia la paz. Ahora es su turno; el “turno del ofendido” que anunció Roque. Poco a poco se acerca el momento en que los victimarios deban reconocerse como criminales ante la justicia y pedir perdón a sus víctimas.


Los hechos del pasado se superarán haciéndole justicia a las personas afectadas, sin importar quién fue el responsable; debe haberla también por la matanza de la Zona Rosa y el asesinato de los alcaldes democristianos por parte de la entonces insurgencia; debe haberla por los “ajusticiamientos” de Antonio Rodríguez Porth, Francisco Guerrero y otras personalidades. Para todas y todos debe haber verdad y justicia. Y los funcionarios deben evitar declarar cuando desconocen los temas; porque la ignorancia es abusiva y los abusos acarrean consecuencias mayores en los organismos internacionales, donde se seguirán ventilando este tipo de hechos mientras —como hasta ahora— no funcione la institucionalidad del país.
 

G

Indicadores Sociales


Carta abierta al hermano Romero

 

Yo debería estar ahí… y estoy: de alma entera. Esta pequeña Iglesia de São Félix de Araguaia te tiene muy presente, hermano. Estás visible en mi cuarto, en la capilla del patio, en nuestra catedral, en muchas comunidades, en el Santuario de los Mártires de la Caminada Latinoamericana. Hasta cuando cae un mango sobre el tejado me acuerdo del sobresalto que sentías cuando caían los mangos sobre tu retiro del Hospitalito.


El mes de marzo de 1983 yo escribía en mi diario: “No consigo entender de ningún modo, o lo entiendo demasiado: La fotografía del mártir Monseñor Romero con Juan Pablo II, en unos carteles más que normales para la visita del Papa, ha sido prohibida por la comisión mixta Gobierno-Iglesia de El Salvador. La imagen del mártir duele. Al Gobierno, perseguidor y asesino; y es natural que le duela; que duela a cierta Iglesia… también es natural, tristemente natural”.


“De todos modos, nosotros, aquí, en este rincón del Mato Grosso, y muchos cristianos y no cristianos de América y del Mundo, celebraremos otra vez, en ese mes de marzo, el martirio de San Romero, pastor bueno de América Latina. A nosotros su imagen nos conforta, nos compromete y nos une; como una versión entrañable del Buen Pastor Jesús.”


Y ahora estamos ahí, millones, de muchos modos, celebrando el jubileo de tu testimonio definitivo, aquella homilía de sangre que nadie hará callar. Tú tienes poder de convocación, un poder macroecuménico de santo de los católicos y de los evangélicos y hasta de los ateos. Estamos ahí celebrando, reparando, asumiendo. Tú eres muy comprometedor; a lo Jesús de Nazaret: ese Jesús histórico que tantas veces se nos difumina en dogmatizaciones helenísticas y en espiritualismos sentimentales, el Jesús Pobre solidario con los pobres, el Crucificado con los crucificados de la Historia.


Tenías razón, y eso queremos celebrar también, con júbilo pascual. Has resucitado en tu pueblo, que no va a permitir que el imperio y las oligarquías sigan sometiéndolo, ni va a dejarse llevar por los revolucionarios arrepentidos o por los eclesiásticos espiritualizados. Y resucitas en ese Pueblo de millones de soñadores y soñadoras que creemos que otro Mundo es posible y que es posible otra Iglesia. Porque así, como va hoy, Romero hermano, ni el Mundo va, ni va la Iglesia. Continúan las guerras, ahora hasta de prevención; continúa el hambre, el paro, la violencia —del estado o de la turba enloquecida—; continúan las falsas democracias, el falso progreso, los falsos dioses que dominan con el dinero y la comunicación, con las armas y la política. Y continúa habiendo mucha Iglesia muda. Hemos pasado de la Seguridad Nacional a la seguridad del capital transnacional y de las dictaduras militares a la macro dictadura del imperio neoliberal.


Son veinticinco años también de la Conferencia de Puebla. Aquellos rostros, Romero, que son el propio rostro del Jesús “destazado”, se han multiplicado en número y en deformación. Aquellas revoluciones utópicas —hermosas y atolondradas como una adolescencia de la Historia— han sido traicionadas por unos, despreciadas olímpicamente por otros y siguen siendo añoradas —de otro modo, más “al suave”, en mayor profundidad personal y comunitaria— por muchas y muchos de los que estamos ahí, contigo, pastor del “acompañamiento”, compañero de llanto y de sangre de los pobres de la Tierra. ¡Cómo necesitamos hoy que enseñes a los pobres a “acuerparse” en solidaridad, en organización, en terca esperanza!


Contigo, decía el maestro mártir Ellacuría, “Dios ha pasado por El Salvador”, por todo nuestro mundo. Y el teólogo de frontera José María Vigil ha hecho de ti tres rotundas afirmaciones que son, más que verdades para creer, desafíos de urgencia para asumir:
“Romero: símbolo máximo de la opción por los pobres y de la teología de la liberación. Romero: símbolo máximo del conflicto de la opción por los pobres con el Estado. Romero: símbolo máximo del conflicto de la opción por los pobres con la Iglesia institucional”.


No es que tú dejases de ser “institucional” y comportado. Siempre me admiró en ti la alianza de la disciplina con la libertad, de la piedad tradicional con la Teología de la liberación, de la profecía más arrojada con el perdón más generoso. Eras un santo haciéndose, en constante proceso de conversión. De ti se ha repetido edificadamente que eras un obispo convertido. Con Dios y con el Pueblo, sin dicotomías. “Yo”, decías, “tengo que escuchar qué dice el Espíritu por medio de su Pueblo”. Tu homilía del 23 marzo de 1980, víspera de la oblación total, la titulaste precisamente así: “La Iglesia al servicio de la liberación personal, comunitaria, trascendente”.


Te recordamos tanto porque te necesitamos, Romero, hermano ejemplar. Tú nos animas, tú sigues predicándonos la homilía de la liberación integral. Tú sigues gritando “¡cese la represión!”, a todas las fuerzas represivas en la Sociedad, en las Iglesias, en las Religiones. Tú nos adviertes que “el que se compromete con los pobres tiene que recorrer el mismo destino de los pobres: ser desaparecidos, ser torturados, ser capturados, aparecer cadáveres”, y nos recuerdas que, comprometiéndonos con las causas de los pobres, no hacemos más que “predicar el testimonio subversivo de las bienaventuranzas, que le han dado vuelta a todo”.


Confiabas —y no te vamos a defraudar— que “mientras haya injusticia habrá cristianos que la denuncien y que se pongan de parte de sus víctimas”. Tu sangre, como pedías, es verdaderamente “semilla de libertad”.


Tu memoria no es simplemente nostalgia ni una veneración sacralizada que se queda en el aire del incienso; queremos que sea, vamos a hacer que sea, compromiso militante, pastoral de liberación. Nuestro teólogo, el teólogo de los mártires, Jon Sobrino, nos resume así la tarea evangelizadora y política que, por fidelidad a tu memoria, nos demanda hoy el Reino: Enfrentarse a la realidad con la verdad; analizar la realidad y sus causas; trabajar por el cambio estructural; llevar a cabo una evangelización madura, liberadora, crítica y autocrítica; construir la Iglesia como pueblo de Dios; dar esperanza a ese Pueblo que tanto sufre…


Esta semana de tu jubileo, en San Salvador, acabará siendo un sínodo popular, un encuentro de aspiraciones y compromisos dentro de ese proceso conciliar que estamos viviendo, una gran vigilia pascual en torno a ti y a tantas y tantos testigos fieles, conocidos o anónimos, pero todos luminosos en el Libro de la Vida, seguidores hasta el fin del supremo Testigo Fiel.


“Estamos otra vez en pie de testimonio”, te decía yo en el poema aquel. Y estamos de verdad. Somos del gran Foro Social Mundial, con el Evangelio y por el Reino, hacia otro Mundo posible, hacia otra Iglesia —de Iglesias unidas y liberadoras— , hacia otra Patria Grande, Nuestra América del Caribe y del Sur y de la entrañable América Central; con un Norte otro, hermano también por fin, desimperializado.


Nos anuncian la V Conferencia Episcopal Latinoamericana, posiblemente para 2007 y esperamos que sea en América Latina. Ayuda a prepararla, hermano. Haced celestiales horas extras todos los santos y santas de Nuestra América para que esa Conferencia sea un Medellín, y actualizado.
Seguiremos hablando, hermano Romero. Cada día. Tú acompañándonos, desde la Paz total, por el camino arduo y liberador del Evangelio. Tantas veces nos sentimos como los discípulos de Emaús, defraudados, sin rumbo, porque “pensábamos que… “


Se ha hablado mucho de tu última homilía como de una última palabra tuya, testamentaria. Tú escribiste otra última palabra, más definitiva aún, pero menos conocida. El 19 de abril de ese año de 1980, monseñor Arturo Rivera Damas, administrador apostólico de San Salvador, me escribía: “nos permitimos incluir aquí la carta que dejó redactada nuestro querido Monseñor Romero el mismo día de su asesinato y que esa noche él habría de firmar. Agradeciéndole a usted su solidaridad cristiana con él y con nuestra Iglesia, le pedimos que podamos contar siempre con sus oraciones para que podamos continuar la obra que el Señor y la Iglesia nos confían y que siguiendo esos criterios Monseñor Romero realizó”.


Tu carta, Romero, que guardamos en nuestro archivo, timbrada como “reliquia”, reza así:
“Querido hermano en el episcopado: Con profundo afecto le agradezco su fraternal mensaje por la pena de la destrucción de nuestra emisora. Su calurosa adhesión alienta considerablemente la fidelidad a nuestra misión de continuar siendo expresión de las esperanzas y angustias de los pobres, alegres por correr como Jesús los mismo riesgos, por identificarnos con las causas justas de los desposeídos. A la luz de la fe, siéntame estrechamente unido en el afecto, en la oración y en el triunfo de la Resurrección. Óscar A. Romero, Arzobispo”.

Tu última palabra escrita, y firmada con sangre, no podía ser más cristiana.
Querido San Romero de América, hermano, pastor, testigo: Tú vivías y dabas la vida porque creías de verdad en “el triunfo de la Resurrección”. Ayúdanos a creer de verdad en ese triunfo, para vivir y dar la vida como tú, con los pobres de la Tierra, siguiendo al Crucificado Resucitado Jesús.


Pedro Casaldáliga.

G

 


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