PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL EL SALVADOR, C.A.

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    Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

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Año 24
número 1073
noviembre 12, 2003
ISSN 0259-9864
 
 
 
 

ÍNDICE



Editorial: Ellacuría y la función liberadora de la filosofía

Análisis: Martín-Baró y la violencia social en El Salvador

Análisis: Humanismo y economía: homenaje a Francisco Javier Ibisate

Análisis: Del campus a la plaza: Ignacio Ellacuría ciudadano

Análisis: El legado de compromiso intelectual de Ítalo López Vallecillos

Comentario: Carta a Ellacuría: fineza y santidad

Derechos Humanos: Mártires de los derechos humanos

 
 
Editorial


Ellacuría y la función liberadora de la filosofía

 

Durante la semana del 8 al 16 de noviembre, la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” rinde homenaje a sus mártires. Se trata una semana de celebración, pero también de reflexión y de vuelta a las fuentes que nutren la identidad de la comunidad universitaria. Entre esas fuentes, la concepción filosófica de Ignacio Ellacuría ocupa un lugar de primera importancia. Una y otra vez es conveniente volver sobre los ejes que la sostienen no sólo para mantener vivo en la memoria su legado, sino también para entender el ethos más profundo de la UCA, su compromiso institucional y el capital simbólico que la sostiene. ¿Qué es la filosofía para Ellacuría? ¿Cuál es su función? ¿Cuál es el legado de Ellacuría para la UCA y para El Salvador?


Pues bien, para Ellacuría, la filosofía es, ante todo, un modo de saber que tiene que enfrentarse a la realidad histórica y dar cuenta de su verdad más real; también es una actividad liberadora. Es la búsqueda de la verdad real de la historia la que exige de suyo al quehacer filosófico desempeñar una tarea liberadora. Si la verdad más fundamental de la historia de la humanidad es la opresión, el saber que da cuenta de esa verdad tiene que apuntar inexorablemente hacia la liberación de esa opresión.


Las mayorías populares latinoamericanas son oprimidas por unas estructuras económicas, políticas y sociales que ‘materialmente’ les impiden realizar una vida mínimamente humana. Es decir, las mayorías populares “no están en condición de desposeídas por leyes naturales o por desidia personal o grupal sino por ordenamientos sociales históricos, que les han situado en una posición estrictamente privativa”. Sin embargo, a la opresión material se añade la opresión ideológica, necesaria para legitimar el orden socio-económico vigente.


Son los sistemas sociales injustamente estructurados los que producen, a través de sus aparatos ideológicos, visiones ideologizadas de la realidad. “Es evidente que cuando ese sistema es injusto o simplemente inerte su aparato ideológico sobrepasa el carácter de ideología para caer en el de ideologización; se busca mantener el statu quo por simple razón de supervivencia o de inercia social y el propio sistema genera productos ideologizados que son el reflejo de donde proceden y, por consiguiente, aparecen como connaturales; se busca inconscientemente ocultar lo malo del sistema y se busca conscientemente resaltar lo que tiene de bueno, trastocando la realidad y sustituyéndola por lo que serían expresiones ideales contradichas por la realidad de los hechos y por la selección de los medios empleados para poner en práctica los enunciados ideales”.


La ideologización impide a las mayorías populares asimilar la responsabilidad humana que subyace, por sobre los dinamismos estructurales, a su situación de pobreza y marginación; también les impide asumir un compromiso responsable y consciente en la superación del orden existente. “Frente a este hecho de gran importancia por su generalización e incidencia la filosofía es una poderosa arma, si ella misma guarda sus cautelas y no se convierte en arma de ideologización”.


La filosofía, ante el fenómeno de la ideologización, se convierte fundamentalmente en un arma crítica. Es decir, frente a la deformación ideológica la filosofía tiene que cumplir una función crítica: “la función crítica de la filosofía va orientada en primer lugar a la ideología dominante, como momento estructural de un sistema social”; esto es, “la crítica filosófica mejor se las arregla con formulaciones ideológicas que con realidades objetivas”. La filosofía ejerce su función crítica, ante todo, mediante los mecanismos de duda y negación, mediante “los que realiza su proceso de independencia y su propósito de desideologización”; y es que la duda y la negación “muestran la autonomía del pensamiento, su capacidad de convertir la determinación en indeterminación, la necesidad en libertad. En cuanto la filosofía es, por su propia naturaleza, lugar propio de la duda y de la negación críticas representa una de las posibilidades más radicales de la desideologización”.


Por tanto, la función liberadora de la filosofía se ejercita en la línea de la desideologización. Pero no basta con ello, ya que “el camino debe proseguirse hacia formas más creativas que no sólo digan lo que de ideologización hay en un determinado discurso, sino que logren un nuevo discurso teórico que en vez de encubrir y/o deformar la realidad la descubra, tanto en lo que tiene de negativo como lo que tiene de positivo”.


Es decir, la filosofía, además de cumplir una función crítica, debe cumplir una función creadora. Como quehacer creador, toda filosofía que se quiera mover en un horizonte liberador, tiene que contar con una teoría de la inteligencia o del saber humano. “La función liberadora de la filosofía tiene mucho que decir y aprender en este tema, pues la inteligencia sirve para liberar al hombre y también para oprimirlo y retenerlo”. En segundo lugar, “es necesario lograr una teoría general de la realidad... Sólo lográndola en alguna medida se evitará o que se despoje de realidad a lo que realmente la tiene o que se sobreponga sobre otro ámbito de realidad determinadas categorías que son propias de otro”. En tercer lugar, “es también necesaria una teoría abierta y crítica del hombre, de la sociedad y de la historia”. En cuarto lugar, se precisa también de una teoría de los valores y del sentido de la vida humana, esto es, de “una teoría que fundamente racionalmente (...) la valoración adecuada del hombre y de su mundo”. Finalmente, hay que elaborar una “reflexión sobre la ultimidad y sobre lo transcendente”, lo cual no implica que “haya de admitirse sin más alguna realidad transcendente, ni relativamente transcendente ni absolutamente transcendente”.


La función liberadora de la filosofía, ejercida en forma de crítica, fundamentalidad y creación, no se desarrolla en abstracto, al margen de la realidad histórico-social concreta. “La función liberadora es siempre una labor concreta... No hay una función liberadora abstracta y ahistórica de la filosofía”. Situando el filosofar en la realidad histórica latinoamericana, habría que pensar, hipotéticamente al menos, “que la filosofía sólo podrá desempeñar su función ideológica crítica y creadora en favor de una eficaz praxis de liberación, si se sitúa adecuadamente dentro de esa praxis liberadora”.


En América Latina, el filosofar, para alcanzar su máxima potencialidad liberadora, debe situarse y ser asumida por el “sujeto real de la liberación”, que son las mayorías populares injustamente tratadas, despojadas y marginadas. En este “lugar-que-da-verdad”, que son las mayorías populares, tiene que situarse la filosofía para cumplir a cabalidad su función liberadora y para alcanzar la verdad de la realidad. “No sólo para ser efectivos en la tarea liberadora, sino para ser verdaderos en ella y aún en el propio filosofar, es menester situarse en el lugar de la verdad histórica y en el lugar de la verdadera liberación. A su vez es necesario que el trabajo filosófico, para ser liberador, pueda ser asumido (...) y sea asumido de hecho (...) por aquellas fuerzas sociales que realmente están en un trabajo liberador”.


En definitiva, para Ignacio Ellacuría el saber filosófico puede y debe convertirse en un saber liberador. Su vida intelectual estuvo dedicada a elaborar un saber filosófico de esa naturaleza. Y lo hizo haciéndose cargo del compromiso político que ello suponía. Ciertamente, no tuvo militancia política alguna, pero sí fue un intelectual que no evadió su responsabilidad política y que la asumió a sabiendas de los riesgos que ello implicaba en un país fracturado por la polarización socio-política. Fue consciente de que la vida intelectual era inseparable de la vida política, pero en lo personal puso su mayor empeño en no subordinar aquélla a ésta. Aunque pudo ser un intelectual puro —un académico volcado a la discusión teórica—, optó por cultivar un saber crítico del poder y sus perversiones. Políticamente, fue uno de los intelectuales más responsables e íntegros que ha tenido El Salvador a lo largo de su historia. Académicamente, fue uno de los intelectuales más completos en las diversas áreas de la academia: creación teórica, docencia, promoción cultural y administración educativa.


Sólo por ignorancia o mala intención se le puede atribuir una militancia en la izquierda; si se revisa su trayectoria personal con objetividad no hay pruebas consistentes que respalden tal apreciación. Sí las hay —y en abundancia— que respaldan la tesis de que fue un intelectual de primer nivel, un hombre que tuvo como una de sus metas fundamentales conocer mejor que nadie la realidad del país, de modo que ese saber se convirtiera en norte que orientara las transformaciones socio-políticas necesarias. Siempre estuvo claro que no era su tarea llevar adelante esas transformaciones —para eso estaban los políticos, los empresarios y los planificadores—, pero también sabía que como intelectual debía estar vigilante del modo cómo se llevaban adelante (o se abortaban) los procesos de cambio económico, social y político. Así entendió y vivió su responsabilidad política como intelectual; esta visión se concretó, durante su rectorado, en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, concebida por él como una universidad en la cual la tarea —y asignatura— más importante es conocer mejor que nadie la realidad de El Salvador.

G

 

Análisis


Martín-Baró y la violencia social en El Salvador

 

Este 16 de noviembre se celebra el decimocuarto aniversario de la masacre de la UCA. Este domingo hará 14 años que un batallón del sanguinario ejército salvadoreño cegó la vida de seis jesuitas —y dos de sus colaboradoras—, intelectuales comprometidos con el estudio de la realidad nacional. Con la muerte de ellos, desapareció buena parte de del acervo intelectual salvadoreño. Con la importancia creciente que va adquiriendo el conocimiento científico en nuestros días, puede el lector hacerse una idea del retroceso que esa gratuita barbarie supuso para El Salvador.


Entre los ocho acribillados de balas de aquella fatídica noche del 16 de noviembre de 1989, estuvo Ignacio Martín-Baró. Este hijo de España que adoptó —y se sintió adoptado, a su vez— la nacionalidad salvadoreña, trató temas muy variados relacionados con la temática de la psicología social. Sus investigaciones, enmarcadas en el contexto de la guerra civil salvadoreña, pretendían aprehender la esencia de este país, las motivaciones, la cultura o simplemente la manera de ser, de vivir o de sobrevivir de sus habitantes. Así, Martín-Baró se esforzó por comprender, con herramientas científicas, la realidad salvadoreña, al mismo tiempo que trató de influir, desde El Salvador, en la concepción que se tenía de la psicología social en los centros de conocimientos más importantes del mundo.


En torno a este último tema decía: “reducir la psicología social a lo que de hecho han estudiado y cómo lo han estudiado los psicólogos sociales, significa aceptar que una ciencia es definida por aquellos que han dispuesto del poder económico y social para determinar los problemas que debían ser estudiados y las formas como debían resolverse. En el presente caso, es bien sabido que los problemas actuales tratados por los textos de psicología social son fundamentalmente los problemas que los centros de poder de la sociedad norteamericana han planteado a sus académicos, y las respuestas que los psicólogos sociales norteamericanos han proporcionado a estos problemas para afirmarse al interior del mundo científico de los Estados Unidos. Estas preguntas, claro está, son lógicas en el contexto de este sistema social y de esta estructura productora de conocimiento. Sin embargo, el alcance y sentido de las preguntas están determinados por los intereses de la clase que tiene el poder para plantearlas. El problema, no hay que buscarlo tanto en la lógica interna de la respuesta, cuanto en el sentido de la pregunta; no hay que mirar tanto si la solución es válida al interior del esquema, cuanto si el esquema es históricamente aceptable”.


A partir de las coordenadas anteriores, Martín-Baró abogó por una psicología social liberadora, a tono con el movimiento de liberación de los pueblos latinoamericanos, en boga en su tiempo. A la pregunta de por qué hay que liberar la psicología, Luis de la Corte Ibañez responde: “debemos apelar primero y antes de nada a la libertad, porque sólo reconociendo el científico social la estrecha relación que en verdad conecta libertades y derechos, contará aquél con un criterio suficiente para poder verificar el grado de cumplimiento o vulneración de los derechos humanos, que corresponda a cada sociedad concreta, en cada momento preciso”.


Por otro lado, con respecto a la aprehensión rigurosa de la realidad salvadoreña, el análisis de la violencia fue uno de sus temas predilectos. La ironía de la historia hizo que Martín-Baró fuera llevado a otra vida por la irracionalidad de la violencia intimidatoria del Estado. Violencia que él había analizado tan magistralmente, poniendo en evidencia sus graves efectos, a la vez sobre quienes la ejercen, en quienes la padecen y en quienes son sus espectadores distantes. Los represores, en un mecanismo de negación propio de la disonancia cognoscitiva (el choque que produce el hecho de ser represor sanguinario y al mismo tiempo enarbolar la bandera de la paz o de los derechos humanos) tienen la tendencia de devaluar a sus víctimas. Los reprimidos, según que los sean psicológica o físicamente, reaccionan en el segundo caso agresivamente, interiorizando muchas veces los criterios ideológicos y éticos de la autoridad. Los observadores, en cambio, aprenden y se sienten estimulados a resolver sus propios problemas de manera similar.
Finalmente, Martín-Baró llegó a la conclusión de que “la eficacia de la violencia represiva para impedir ciertas acciones es mayor en el reprimido que en espectador: principalmente por sus efectos inutilizadores. Sin embargo, políticamente interesa más el efecto de la represión en los espectadores, aunque no sea más que por el hecho de que éstos son muchos más que los reprimidos. En la medida en que la violencia represiva no consiga su fin inhibidor en los espectadores, su efecto puede resultar más contraproducente para los objetivos del represor”.


También, Martín-Baró analizó los efectos de la violencia en la salud mental. En una concepción que él mismo calificó positiva y amplia de la salud mental, se rehusó a considerarla como problema de un individuo aislado. Sería hacer el juego a “una pobre concepción del ser humano, reducido a un organismo individual, cuyo funcionamiento podría entenderse basándose en sus propias características y rasgos, y no como un ser histórico cuya existencia se elabora y realiza en las telarañas de las relaciones sociales”.


En la medida en que se establezca la debida relación entre salud mental y la vida social de los individuos, es necesario prestar la debida atención a las relaciones concretas y los ambientes en los que éstos se desenvuelven. “Esta perspectiva permite apreciar en todo su sentido el impacto que sobre la salud mental de un pueblo pueden tener aquellos acontecimientos que afectan sustancialmente las relaciones humanas, como son las catástrofes naturales, las crisis socioeconómicas o las guerras. Entre estos procesos, es sin duda, la guerra el de efectos más profundos, por lo que tiene de crisis socioeconómica y de catástrofe, humana si no natural, pero también por lo que arrastra de irracional y deshumanizante”.


Además, las guerras suelen dejar secuelas muy importantes en las sociedades que las han padecido. “Debemos pensar en aquellas consecuencias para la salud mental que sólo se revelan a largo plazo. Es sabido, por ejemplo, que el llamado “síndrome del refugiado” tiene un primer período de incubación, en el cual la persona manifiesta mayores trastornos, pero que es precisamente cuando empieza a rehacer su vida y su normalidad cuando la experiencia bélica pasa su factura”. Sin embargo, la principal preocupación de Martín Baró en este punto se dirigía hacia los niños nacidos en la guerra. Destacaba que los adultos debían preocuparse porque no estructurasen su “su personalidad mediante el aprendizaje de la violencia, de la irracionalidad y de la mentira”.

Actualidad de Martín-Baró
Mirando en retrospectiva, después de once años después de la firma de la paz, lo menos que se puede decir es que la violencia ha seguido imperando en El Salvador. Así, en este contexto post bélico, uno de los principales problemas que atraviesa el país es el vertiginoso crecimiento de la violencia social. El Salvador es considerado como uno de los países más violentos de América Latina, junto con Colombia, que se encuentra aún azotada por una guerra civil. Hay suficientes elementos que permiten afirmar que los adultos no supieron cuidar de la salud mental de los niños que nacieron durante el conflicto. Los altos índices de violencia social están ahí para recordar este fracaso colectivo. Aun más grave, se puede señalar que la violencia se ha enseñoreado de todos los tejidos de la sociedad. Se ha instituido como la forma más expedita de resolver los conflictos sociales (en algunos casos también de las frustraciones políticas de la posguerra), al mismo tiempo que está afectando la convivencia de un modo intolerable.


La proliferación de las “maras” y la violencia que generan en su entorno es tan sólo una pequeña muestra del fracaso de la sociedad en el cuidado de los niños nacidos durante la guerra que reclamaba Martín-Baró. Algunos estiman que los miembros de las pandillas oscilan entre los veinticinco y treinta mil en todo el país. Asimismo, estos jóvenes serían responsables (o víctimas) de una porción significativa de los crímenes violentos que se comenten a diario en el país. Como consecuencia, ser joven se ha vuelto un peligro en El Salvador. Las probabilidades de perder la vida de manera prematura, comparadas con la de otros segmentos de la población, crecen exponencialmente.


Además, ser joven puede ser motivo de muchos estigmas sociales. La mayoría de la población no tiene en gran estima a los jóvenes. Muchos salvadoreños asocian con relativa facilidad juventud con violencia. Dice Santacruz en su libro Barrio adentro: “Esta etiqueta repercute en la construcción social del significado de ser joven, pues conduce a un inevitable traslape en el ser joven y ser delincuente, esto es, lleva a criminalizar la figura social de la juventud”.


Resulta que se pasa de la solidaridad social y responsabilidad de los adultos que predicaba Martín-Baró al rechazo y desvinculación de la sociedad con sus hijos violentos. No sólo se ha olvidado la responsabilidad de los mayores en la violencia actual, sino que algunos políticos inescrupulosos han hecho de la “caza“ de los pandilleros la baza de su popularidad electoral. Recientemente, en un documento de trabajo interno de ARENA que se ha filtrado a la prensa se ha podido leer lo siguiente: “la iniciativa Mano Dura y su respaldo por el 95% de los votantes significan una oportunidad inmediata para que el Partido se vincule con un tema ganador. El gran respaldo por esta iniciativa permitirá al Partido llegar en las mejores condiciones a los votantes de todos los partidos”.


La sociedad salvadoreña ha olvidado bien rápidamente sus responsabilidades para con sus hijos descarriados. De nueva cuenta, se puede echar mano de los aportes de Martín-Baró para analizar esta propensión al olvido y a la mentira que caracteriza esta sociedad y sus efectos sobre las víctimas de la violencia. En fin, la solución a los graves problemas de violencia que padece la sociedad salvadoreña no pasa por la negación de la humanidad de los victimarios (más aún si se trata de jóvenes que crecieron en la exclusión social y al amparo la vorágine de violencia de los mayores en la década pasada). A la luz de las enseñanzas aportadas por los estudios de Martín-Baró sobre El Salvador, es necesario revisar el conjunto de las interacciones sociales —sin caer en la ridiculez de obviar las responsabilidades individuales—, que propician y ensalzan la violencia como mecanismo de interacción entre los individuos.

G

 

Análisis


Humanismo y economía: homenaje a Francisco Javier Ibisate

 

En la semana en que se conmemora a los mártires de la UCA, es oportuno dedicar un homenaje a la vida y obra de quienes, junto a ellos, se dedicaron y se dedican a la búsqueda de la verdad y la justicia. Una de las personalidades incansables en ese esfuerzo es el P. Francisco Javier Ibisate, S.J., quien, como persona, como sacerdote jesuita y como catedrático de economía, es un ejemplo a seguir para quienes han tenido el privilegio de conocerlo y aprender de él.


En el plano académico, el P. Ibisate, lleva un largo y productivo camino recorrido. Desde 1966 comienza a trabajar en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. A través de sus 37 años de trabajo universitario, le ha tocado vivir y analizar de primera mano las problemáticas que El Salvador ha experimentado en sus últimas cuatro décadas. Esa experiencia no ha estado exenta de grandes retos.
El análisis de la realidad del país ha sido en sí misma una misión problemática e incluso peligrosa. La realidad de El Salvador ha estado marcada por terremotos políticos, económicos y sociales de toda índole, que, de hecho, desembocaron en la brutalidad de la guerra durante los años ochenta. Para el mundo académico, en general, este contexto cercenó la libre reproducción del pensamiento intelectual y El Salvador entró en una especie de oscurantismo, donde decir la verdad implicaba poner en riesgo la vida. Empero, al examinar la vastedad del pensamiento económico del P. Ibisate, resulta evidente que ni siquiera estas duras realidades mermaron su aporte académico constante y sistemático, siempre impregnado con una visión humanista, crítica y comprometida con la realidad de los pobres.


Ha sido tan destacable la sensibilidad y lucidez académica del P. Ibisate que la UCA, le otorgó un Doctorado Honoris Causa en Ciencias Económicas y Sociales, el pasado 13 de noviembre de 2001 por el trabajo universitario desempeñado desde 1966 hasta la fecha. En este sentido, es útil preguntarse ¿cuál ha sido el camino sobre el que se ha decantado el pensamiento económico del P. Ibisate en todos estos años?


Él, a través de su permanente crítica, ha apuntado sobre todo a desenmascarar la verdadera finalidad y la débil incidencia de las políticas económicas implementadas por los diferentes gobiernos. Así, según sus propias palabras, “el problema más importante es que los gobiernos han ocultado el problema más importante: las diferencias económicas y sociales de este país”. Para el P. Ibisate, desde el tiempo que comenzó a trabajar y vivir en El Salvador, no haber solucionado este problema ocasionó indefectiblemente un cúmulo de enfermedades económicas. Esto se traduciría más tarde en niveles agregados de pobreza y desorientación estructural sobre el rumbo a seguir en materia de política económica.


Una de las consecuencias de esta actitud poco crítica sobre la situación social y económica de la población ha consistido en que, en las últimas décadas, se considerara al sector agrícola, por ejemplo, netamente “como un productor de divisas”. Siendo el sector agrícola un sector clave del país, ciertamente este era un punto importante, pero no se reflexionó sobre si generaba mano de obra calificada, empleo estable y salarios decentes.


Para Ibisate, centrar la economía salvadoreña en la agricultura significó orientarse durante décadas hacia una economía no sólo basada exclusivamente en el sector primario, sino también en condiciones de precariedad. Por eso, gran parte de la población salvadoreña que trabajaba en ese sector no mejoró su nivel de vida; no se produjo ningún tipo de mano de obra calificada ni competitiva; no se superaron los niveles de pobreza y el sector tampoco se preparó para responder a desafíos mayores.


En el planteamiento de Ibisate, esto es una muestra de los errores de política económica que resultan de la ausencia de planificación y de hacer a un lado el desarrollo humano sostenible de la población. Por la misma situación crítica del país, en lo económico y en lo social, esta visión debería ser el eje rector de todas las políticas económicas. Sin embargo, la falta de un Ministerio de Planificación y el no haber retomado lo fundamental del Plan de Nación y de los planes de desarrollo elaborados por diversos organismos no gubernamentales, es algo que revela cortoplacismo y falta de visión de los gobiernos actuales que parecen no estar comprometidos en sacar al país del subdesarrollo.


Por tanto, las políticas económicas actuales tienden a ser estériles en el largo plazo y adolecen de miopía económica. El neoliberalismo ha empeorado esta situación de injusticia económica, dándole demasiado peso a políticas comerciales como los tratados de libre comercio, en los cuales no se sopesan sus posibles impactos en la población salvadoreña desde una perspectiva de largo plazo. El atraso y abandono del agro pareciera no ser importante, y se prefiere liberalizar este sector sin ayudarle a soportar las exigencias que implica competir con naciones como Estados Unidos.


Para Ibisate, la difícil problemática que atraviesa el país es fruto histórico de una sociedad que tradicionalmente ha excluido a los pobres económica y socialmente. Esta problemática se acentúa en los últimos veinte años. En la década de los años ochenta, la guerra civil desgarraba a la sociedad y desarticulaba los ejes productivos de la economía. En la década siguiente, la implantación de un modelo económico sobre los estatutos del Consenso de Washington profundizó la pobreza y la marginalidad de sectores tradicionalmente excluidos. En la actualidad, parece ser que la conjugación de la herencia de la guerra y las políticas económicas equivocadas ha llevado a una más evidente desintegración del tejido social y a la ralentización de la actividad económica. En otras palabras, la problemática social, según el P. Ibisate, debe ser abordada desde dos dimensiones importantes: el área sociopolítica y el área económica.


En esta línea, la solución a los problemas más importantes de la sociedad pasa por la reconstrucción del tejido social. Un tejido social que históricamente se ha visto debilitado como resultado de las enormes diferencias de riqueza e ingresos que se da en la sociedad salvadoreña. “Ahora —dice Ibisate— el desafío número uno es la recomposición del tejido social para poner fin al malestar general, al entorno de agresividad e inseguridad, a la apatía y desconfianza de las instituciones públicas, a la desesperanza y huida del país”. Como elemento principal en la reconstrucción de ese tejido social considera que es indispensable la búsqueda de un consenso en el ámbito nacional sobre la dirección que debe tomar el país. En otras palabras, la nación debe marchar en pos de un proyecto donde todos los salvadoreños se sientan incluidos. Para avanzar hacia el desarrollo y para lograr una mejor sociedad, no se puede continuar viviendo el proyecto de otros. Un proyecto que una minoría ha construido y continua construyendo desde algunas entidades privadas.


También, junto a la reconstrucción al tejido social, es necesaria una verdadera reactivación de la economía y del tejido productivo. Es urgente que el aparato productivo crezca y se desarrolle de una manera sostenida. Se debe buscar la articulación nuevamente de los sectores económicos del país para que crezcan armónicamente. No es verdadero crecimiento el que un sector –el financiero— se desarrolle con grandes tasas de rentabilidad, mientras que otros sectores –el manufacturero y el agrícola— atraviesan severas crisis.


También es necesario el papel de diferentes sectores de la sociedad en el ámbito de la investigación y formulación de proyectos que tengan como características la rigurosidad científica y sobre todo la búsqueda de la verdad. En este sentido, según el economista, existen muchas investigaciones económicas y propuestas de varias entidades de la sociedad civil e internacional que presentan nuevos análisis y propuestas para abordar el futuro del país. Lamentablemente, el Estado no considera importante el aporte de tales instancias. Observando lo anterior, para el P. Ibisate es necesario que se persiga un consenso en el plano político y de manera conjunta se busqué un desarrollo económico partiendo de la consideración de todas las propuestas económicas y técnicas que han realizado diferentes entidades no gubernamentales y que, lastimosamente, el Estado no ha tomado en cuenta.


Desde una perspectiva más económica, en el debate entre el papel del Estado y mercado, se ha olvidado al otro componente fundamental de la dinámica societal: la sociedad civil. Es necesario que dentro del funcionamiento de la economía jueguen un papel importante ambos elementos, tal como lo menciona Ibisate: “(Estado y mercado) son dos instituciones que se requieren mutuamente y se complementan para el buen funcionamiento de la economía. Ambas instituciones presentan problemas y potencialidades”. Al redefinir el rol del Estado y el mercado en la economía, es importante que se haga un esfuerzo por insertar en con un papel más activo a la sociedad civil. Para Ibisate, ya no es el momento de continuar con un debate estéril sobre cuál de estos dos elementos debe llevar la primacía sobre el otro. Es el momento de incorporar a la sociedad civil en la toma de decisiones sobre puntos de interés nacional, buscando un consenso básico de todos los actores sociales.


Para ello, es necesario que se desarrolle en El Salvador un nuevo tipo de institucionalidad. Una institucionalidad que articule una visión de país. El desempeño de las instituciones del Estado y de la sociedad civil, de una forma articulada y coherente, se traducirá en el mediano y largo plazo en mejores políticas económicas y sociales para beneficios de los salvadoreños.

G

 

Análisis


Del campus a la plaza: Ignacio Ellacuría ciudadano

 


Muchas veces se ha reflexionado sobre la íntima relación entre teoría y praxis en Ignacio Ellacuría. También se ha hablado sobre su compromiso con el cambio social del país desde las aulas y el rectorado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. Se le ha abordado como académico, filósofo y teólogo, pero pocas veces como ciudadano. Su vida encarna el ideal de salvadoreño que muchos dicen tener: una labor intelectual comprometida con la ciudad —entendida esta en el sentido socrático de la polis, es decir, lugar inexorable de realización de la vida misma—.


Más aún, el apelativo de Ignacio Ellacuría como salvadoreño no es meramente nominal, sino vital. Haber participado activamente en las cuestiones de interés público, cuestionar a las estructuras del poder cuando favorecieron la ideologización y haber tomado partido por los desposeídos es lo que más vuelve ciudadano salvadoreño al rector asesinado.


Ignacio Ellacuría fue un intelectual completo. Su presencia desbordó las aulas de la UCA. La cantidad de sus apariciones públicas, no por vanidad sino por méritos propios, llegó a ser impresionante. Rodolfo Cardenal refiere que desde 1985, año en que Ellacuría fundó la Cátedra de Realidad Nacional, “la radio y la televisión multiplicaron su voz y su imagen fuera del ámbito universitario. La cátedra llegó a ser un acontecimiento cubierto por periodistas, fotógrafos y embajadores. Cuando la televisión abrió espacio para los noticieros, la cátedra perdió originalidad; pero ya había cumplido su función al romper el cerco impuesto para discutir la realidad nacional de manera libre”.


Pero su presencia más significativa fue salir de las aulas y “bajar” a la plaza pública. Resulta gratificante apreciar aquella fotografía en la que aparece el rector, profesor universitario, académico y salvadoreño por adopción, disertando ante la multitud reunida en la Plaza Libertad, en San Salvador. La fecha no importa. Sí el símbolo. El compromiso con la verdad del rector asesinado, a cuyas espaldas yergue la dama de la libertad con las manos atadas, es expresión del compromiso académico con una realidad social que exige la entrega hasta las últimas consecuencias.


El mismo Ellacuría escribió en 1976, haciendo referencia a Sócrates, el sabio de Atenas: “querer saber, querer poseer un verdadero saber sobre el hombre y la ciudad —en definitiva, sobre sí mismo—; entender este saber como un saber crítico y operativo; hacerlo en afán de servicio, con desprendimiento y libertad; poner en ello la vida hasta las últimas consecuencias (…) tales son algunas de las características de este hombre, que fue conciencia crítica de su ciudad”.


En la misma línea de Sócrates, Ellacuría orientó su actividad como rector, profesor universitario y como ciudadano al bien de su sociedad, armado de un inquebrantable espíritu crítico. Concebía que toda la actividad universitaria —docencia, investigación y proyección social— debía estar orientada al cambio social. No concebía una universidad desvinculada de la realidad salvadoreña y sostenía que aquélla, como ninguna otra institución, debía conocer la realidad social de su país.


No renunció a su sociedad y asumió, junto con sus compañeros, el compromiso de quedarse en El Salvador, pese a las constantes amenazas y atentados en contra de la universidad. José Mora Galiana apunta que días antes de su muerte “Ellacuría vino a Barcelona a recoger el premio Comín. Muchos sabíamos que podía morir si volvía a San Salvador, puesto que estaba amenazado de muerte violenta. También él lo sabía y era bien consciente. Pero miraba por su pueblo. Volvió a su pueblo. Volvió a la UCA tras hablar en Europa, para que tomáramos conciencia de la situación de aquella realidad. Pero el 16 de noviembre de 1989 era brutalmente asesinado”.


Ellacuría habló en Europa y en donde fuera convocado para disertar sobre la difícil situación que atravesaba el país. No desperdició ninguna oportunidad para incidir, desde su condición, en el rumbo de la nación que tomó como segunda patria. Debatió con sus adversarios y éstos no supieron rebatir sus sólidos argumentos.


Con todo, salir a la plaza tiene una gran significación. Significa, en primer lugar, marchar al encuentro del “Otro”, en el lugar en que coincide el ciudadano común. Es ver su rostro, dejando el encierro que fomenta la cultura actual, entre otras cosas, por la vía de la tecnologización. Hoy —sobre todo en las zonas urbanas que concentran el 59% de los salvadoreños—, el cable y la Internet permiten enterarse de la situación mundial y otros asuntos sin necesidad de salir a la calle, pero se desconoce, por desinterés o por desidia, lo que le ocurre al “Otro” a la vuelta de la esquina.
Salir a la plaza pública significa, además, abandonar el encierro al que condena la violencia prevaleciente. No sólo en los días de la guerra, sino también catorce años después del asesinato de Ellacuría y sus compañeros. Los altos niveles de violencia e inseguridad han favorecido la primacía de la vida privada sobre la vida pública. La misma muralización de la ciudad es prueba de ello. El paisaje urbano salvadoreño ha evolucionado en las últimas décadas siguiendo la tendencia de reducir los espacios públicos y privatizar la vida humana. Atrás ha quedado la masiva concurrencia a las plazas y las zonas verdes en barrios y colonias.


Desbordar las aulas y salir a la plaza tiene otra significación no menos importante para la vida universitaria. Ellacuría concebía la participación política como una extensión del trabajo académico. No consideraba como suficiente la mera exposición magistral de sus clases y enseñaba con su práctica política —volviendo al original sentido de la polis— el papel del ciudadano en la sociedad.


Este último es, más que nunca, un asunto de primera importancia. Si se considera, por ejemplo, que el único rol que compete al ciudadano es acudir a las urnas cada vez que debe elegirse funcionarios públicos, la participación política se reduce a su mínima expresión. Tomando en cuenta que más del cincuenta por ciento de los salvadoreños aptos para votar no asistió a las últimas elecciones, la situación se vuelve más preocupante.
Ser ciudadano, sin duda, implica más que eso. Cuando un sistema político como el salvadoreño no responde a las demandas de la población, una posible vía será la conformación de un contrapeso ciudadano que ejerza presión a las esferas de poder. En esa línea, el paulatino debilitamiento de las organizaciones y los movimientos sociales es un gran obstáculo a superar.


La plaza es el lugar público por excelencia. Aunque, salvo por el encuentro de algunos grupos bastante definidos —desempleados, trabajadoras del sexo, predicadores—, actualmente se ha convertido en simple lugar de tránsito. Tampoco, atendiendo al fuerte influjo cultural, en las aulas se fomenta la participación política en los destinos del país.


“Sócrates —escribe Ellacuría— fue filósofo porque fue ciudadano, esto es porque fue político, porque se interesaba hasta el fondo de los problemas de su ciudad, de su Estado. Veía todas las cosas ‘Subluce civitatis’, a la luz del Estado, pero no de un Estado que caía por encima de los individuos sino de un Estado, sólo en el cual los hombres podían dar la medida de su plenitud”. Ellacuría, en ese sentido, fue un ciudadano pleno.

G

 

Análisis


El legado de compromiso intelectual de Ítalo López Vallecillos

 

Rendir homenaje a los mártires de la UCA es también recordar la labor de quienes, como Ítalo López Vallecillos, dejaron su huella en la universidad. Ensayista, poeta, dramaturgo, periodista y crítico literario, López Vallecillos (1932-1986) no era ningún desconocido cuando comenzó a dirigir UCA Editores. Era ya un poeta y un intelectual de una trayectoria sólida. Venía de dirigir dos grandes proyectos editoriales —la Editorial de la Universidad de El Salvador y la del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA)—, de cultivar una obra literaria que comprendía poemarios, ensayos históricos y piezas de teatro y de ser uno de los nombres insoslayables de su generación literaria: la generación que él mismo bautizó como “comprometida”.


Es, precisamente, el compromiso intelectual la nota primordial que distingue a López Vallecillos y, en particular, a la contribución que dio al país desde la UCA. No vamos a referirnos a su importante labor al frente de la editorial universitaria, la cual dirigió haciéndole frente, incluso, a atentados terroristas de la derecha, ni tampoco a su importante faceta de investigador y de hombre de partido. Ello merece un análisis y una valoración más detenidas y más pormenorizadas.


En esta oportunidad, queremos destacar una parte importante de la labor intelectual de Ítalo: los escritos que publicó en la revista ECA. ¿Por qué razón? Porque estos escritos, que van más allá de la mera reacción a una coyuntura política determinada, presentan el análisis de la realidad de injusticia que López Vallecillos quiso cambiar desde todos los ámbitos en que desplegó su actividad intelectual. Dilucidar los elementos coyunturales y aquellas propuestas válidas para el presente es una labor necesaria para hacerle justicia al intelectual y ciudadano que fue Ítalo López Vallecillos.

Su diagnóstico del país
En 1976, cuando todavía la guerra interna no comenzaba, López Vallecillos sostuvo que “reiteradamente se ha escrito que la sociedad salvadoreña es dual. (...) La contradicción permanente entre los que tienen todo y en forma excedentaria y acumulativa, y los que no tienen nada, excepto sus vidas miserables y sin horizonte, es la que configura el estado de violencia en que se debate la sociedad salvadoreña. Esta institucionalización de la injusticia económica se traduce en formas legales de opresión”. Veintisiete años después, el cuadro sigue siendo fundamentalmente el mismo. Ciertamente, la sociedad salvadoreña ha ganado espacios de expresión política, pero no ha superado esa contradicción permanente que señaló Ítalo.


Ello explicaría en buena medida por qué, a pesar de la desmovilización de los bandos combatientes en la guerra de 1980-1992, El Salvador sigue siendo un país conflictivo y violento. La acumulación desmedida de riquezas de unos excluye de posibilidades de realización humana a otros, que son los más. Ello, junto a la vivencia de la guerra y la exacerbación de la marginalidad socioeconómica, ha hecho de la violencia, más que un fenómeno social más, una forma de vida en el país.


López Vallecillos fue testigo directo del escalamiento de la violencia en El Salvador: del encarnizamiento de la violencia terrorista de Estado y del surgimiento de la violencia de los grupos subalternos como respuesta a la primera. Él observaba que en el ciudadano salvadoreño medio hay una dosis de agresión reprimida: “Las cadenas impuestas por el orden establecido, se rompen, invisible pero tremendamente, en cuanto se presenta una oportunidad”, escribió. Además, afirmó que, poco a poco, esta agresión iba tomando matices políticos, puesto que “el hombre del pueblo, el más corriente de los salvadoreños, advierte que el régimen no cumple con los postulados de la Carta Magna, excepto en aquello que favorece a las minorías”.


Esta violencia, según López Vallecillos, se vio acompañada de la ineptitud de los sectores poderosos para implementar un modelo de desarrollo que erradicara esos factores de empobrecimiento y marginación. Al igual que en El Salvador de 1976, la ilusión del desarrollo ha sido la gran prioridad. Estas palabras tienen una gran vigencia ahora: “las tesis desarrollistas de post-guerra, por incapacidad de quienes han dirigido los destinos nacionales, han fracasado y las perspectivas de una auténtica viabilidad de nuestra economía, dentro del marco nacional y regional son raquíticas”. La gran falacia de moda es ahora el desarrollo, que se alcanzaría a través del libre comercio. Antes, esas élites habían prometido el desarrollo como producto de los programas de ajuste estructural.


Pero volvamos a lo que dice López Vallecillos: “nadie se llame a engaño por el “auge” de algunas construcciones elegantes en los llamados centros periféricos de la ciudad, ni por la “norteamericanización” acelerada de los metrocentros, donde abundan las cadenas de restaurantes, tiendas al por mayor, cuya evidente base económica no es “nacional”, sino extranjera. A este paisaje de rótulos en inglés, con un neo-español de pochos deslumbrados, suele calificársele no con poca razón de “colonización próspera”. Lo de próspera es para los capitalistas foráneos, naturalmente”.


Pese a lo ácido de su crítica a las élites oligárquicas, fue muy cauteloso con el incipiente movimiento guerrillero. Escribió en 1976: “la guerra de guerrrillas en América Latina y, en particular, en El Salvador, no es la opción adecuada, excepto para quienes vean el problema con mentalidad internacionalista, radicalmente desesperada y a plazo de cincuenta o cien años. Y ese es mucho tiempo para hacer política aquí y ahora, excepto que deleguemos nuestra responsabilidad a las futuras generaciones”. No por ello era ciego al recrudecimiento de la represión y al clima de polarización del país que hacía “que la gente se arme y busque justicia por propia mano”. Al igual que Ellacuría, al igual que Monseñor Romero y tantos otros, Ítalo era partidario de erradicar la injusticia, sí, pero evitando al máximo la violencia. Intuía los altos costos humanos y sociales que entrar a un conflicto armado de gran escala entrañaría para el país y sabía que eso se podía evitar. Obviamente, no se evitó, precisamente porque en gran medida los sectores hegemónicos no quisieron evitarlo.

Buscando salidas a la guerra
Una preocupación de Ítalo fue la de buscar una salida justa a la guerra que se gestó en el país. Su postura se revestía de tres características: en primer lugar, la importancia de la unidad de las fuerzas opositoras al proyecto hegemónico para la construcción de un proyecto social justo; en segundo lugar, lo que, en su opinión, podría ofrecer la socialdemocracia dentro del estado de cosas del país; y, tercero, la búsqueda de una salida negociada pero sustentada en la justicia social.


López Vallecillos saludó con esperanza el surgimiento del Frente Democrático Revolucionario (FDR), instancia que agrupó, a principios de los años ochenta, al movimiento popular junto a partidos de la izquierda no armada. En una nota escrita en conjunto con Víctor Antonio Orellana, afirmaba, al respecto de la constitución del FDR, que “con este acto, las fuerzas populares abandonaban sus diferencias y resistencias, y mostraban al pueblo salvadoreño y al mundo su elección consciente y madura en favor de la unidad”.


La frase no era gratuita: los movimientos políticos y sociales de izquierda han estado aquejados tradicionalmente por sectarismos, por ansias hegemónicas y otras taras que solamente han logrado dispersarlas. Varios intentos para lograr la unidad de las fuerzas opositoras habían fracasado: la Unión Nacional Opositora (UNO) y el Foro Popular. Tuvo razón al afirmar que la unidad de fuerzas alcanzada en el FDR se daba, justamente, por el fortalecimiento de las organizaciones populares. Nuevamente, en la actualidad, el desafío de la unidad de la oposición para construir un proyecto distinto al neoliberalismo sigue en pie.


Una de las organizaciones que integró el FDR fue el partido Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), adscrito a la Internacional Socialista y en el cual militó López Vallecillos. ¿Qué podía ofrecer un partido de tendencia socialdemócrata en un país polarizado, donde la lucha armada copaba el escenario nacional? La socialdemocracia en la que creyó Ítalo partía del reconocimiento de los problemas de injusticia estructural del país. Lejos de comprometerse con los sectores poderosos para darle un rostro amable a la injusticia, esa socialdemocracia se comprometió en serio para fortalecer la lucha de los grupos subalternos.


E Ítalo lo explicó: “hay que señalar que las especificidades del socialismo democrático de América Latina difieren de las características del europeo. En tanto este último es producto de una tradición política y un desarrollo capitalista bastante acentuado, el socialismo latinoamericano se apoya en dos grandes vertientes: (a) la necesidad de romper las estructuras oligárquicas y hacer viable y posible la democracia social; y (b) la aspiración de una eficaz independencia frente a los centro hegemónicos del capitalismo mundial”.


Este párrafo no deja lugar a equívocos sobre dos cosas: el fin de la lucha de la socialdemocracia en la que militó López Vallecillos y la búsqueda de un modelo socio-político propio para resolver los problemas salvadoreños: “La meta definitiva es la democracia socialista de acuerdo a la expresión propia de los pueblos latinoamericanos. Es muy probable que alguien piense que esto es aplicar la experiencia soviética, china, yugoslava o cubana y la equivocación será total, pues las revoluciones no se importan, se crean y fortalecen en la lucha combativa contra el sistema imperante”. Ni sumisión a los centros hegemónicos de capitalismo, ni a Moscú: más bien, defensa de la soberanía nacional y la independencia de cada país. No se trataba, pues, de una “tercera vía” en el aire, que terminara comprometiéndose con oscuros intereses, sino la reivindicación de valores democráticos y revolucionarios y una fuerte crítica a los distintos autoritarismos.


Con motivo de la visita de Juan Pablo II a El Salvador, en 1983, Ítalo se adhirió a los llamados del máximo jerarca de la iglesia católica a favor de la salida negociada al conflicto armado. Refrendaba la tesis del pontífice en el sentido que “el diálogo es necesario para la verdadera paz”. Pero no se trataba de cualquier paz, advertía, retomando palabras del Papa, pues no debía ser “una paz artificiosa que oculta los problemas e ignora los mecanismos desgastados que es preciso recomponer”. Ítalo López Vallecillos, hombre de este país y de esta universidad, transcurrió sus últimos días buscando aportar a esa paz asentada en la justicia para las mayorías. Su obra intelectual y política es testimonio fiel de esa búsqueda.

G

 

Comentario


Carta a Ellacuría: fineza y santidad

 

Querido Ellacu:

En 1980 diste un curso sobre eclesiología. Con tu rigor característico hablaste de la Iglesia de los pobres, de su identidad y misión, y recalcaste también cuán perseguida era esa Iglesia, desde fuera y también desde dentro. Por cierto pocos meses después, tuvimos que cancelar el curso tras el asesinato de un alumno, que era sacerdote, y las amenazas a otros. Tú mismo tuviste que abandonar el país, pues encabezabas la lista de quienes iban a ser asesinados. Pues bien, hablando de la Iglesia de los pobres y sus problemas te salió una de esas frases tuyas lapidarias: “la última arma de la Iglesia de los pobres es la santidad”.


No sé si el benévolo lector de esta carta se sentirá sorprendido por estas palabras, pero así fue, y lo dijiste sin ninguna pose. Con “santidad” no querías decir, por supuesto, retiro del mundo ni pietismo. Tampoco animabas a “dedicarse a una santidad” individualista, que, como escribió Anohuil, “es también una tentación”, ni diste una definición. Con “santidad” creo que te referías simplemente a que la Iglesia de los pobres fuese una Iglesia según el Evangelio. Y eso no es nada evidente.


La Carta Magna de la Iglesia de los pobres, dijiste, son las bienaventuranzas de Jesús, y los santos de esa Iglesia son “los pobres con espíritu”. “Pobres” son los que están abajo en la realidad, los que sufren, ellos y sus hijos, mil pobrezas. “En la Iglesia” quiere decir los que tienen la misión de generar vida, y de que haya justicia y paz. Lo que puede añadir la “santidad” es hacer todo eso sin aspavientos, sino con sencillez; sin interés por el propio medrar, sino con compasión; sin segundas intenciones ni la arrogancia de “tener siempre la razón”, sino con mirada misericordiosa. En aquellos días “santidad” era lo que rezumaban los perseguidos por ser fieles a lo que dice Jesús en la Biblia y a lo que decía Monseñor Romero desde catedral. “Santos” eran, y son, los que lloran por la crueldad con que actúan los opresores, pero hacen el milagro de no anidar venganza y mantener limpio el corazón.


Cuando la perversión del mundo en que vivimos no tiene poder sobre estas gentes, las más sencillas, que siguen a Jesús como lo más natural, entonces la palabra “santidad” recobra un tono distinto que va más allá del que tiene a veces en los libros de santos y en las exhortaciones que se nos hacen rutinariamente. Tampoco tiene el tono “triunfalista” del que, paradójicamente, y aun sin quererlo, se la puede rodear en las canonizaciones.


“La santidad” de que hablaste aquel día, Ellacu, pienso que va más allá de las virtudes, por heroicas que sean. Es algo más profundo. Es como un reflejo del Padre celestial, “bueno del todo”, como dice Mateo, “bueno hasta con los ingratos”, como completa Lucas. Es la finura y calidad de la bondad, es lo que deseabas y veías en la Iglesia de los pobres. En medio de persecuciones y sufrimientos, de limitaciones y fallos, veías allí el reverbero de Jesús y de su Dios. Y “eso”, acompañando a la praxis liberadora, es lo que tú pensabas que era su última arma como Iglesia.


También viste ese reflejo en otras personas. El caso de Monseñor Romero es claro. Hombre de profecía y de justicia, hombre de oración y de fe, irradiaba un algo muy especial. Parafraseando lo que dice la carta a los filipenses sobre Jesús, Monseñor “no se aferró a su condición de arzobispo y personaje, sino al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de siervo, haciéndose uno de tantos”, como los campesinos y campesinas de la Iglesia de los pobres.


Obviamente admirabas en él su praxis evangelizadora, su denuncia profética y su utopía esperanzada. Pero en Monseñor veías además la calidad de la bondad, indefensa, a fondo perdido, que hace, así, presente el fascinante misterio de Dios. Esa bondad parece que “no sirve para nada”, pero con ella Monseñor Romero desencadenó una revolución que ha sobrevivido a otras revoluciones, y cuyos frutos han llegado hasta nuestros días. Ellacu, algo de eso creo que viste en Monseñor. Y eras llevado por su fe.


Y quiero recordar un segundo ejemplo menos conocido, pero igualmente insigne: el Padre Arrupe. Con él, como superior general, tuviste diálogos y a veces algunas escaramuzas fraternales, que terminaron en 1976. Nunca le adulaste, algo ajeno a tu personalidad, pero sí escribiste sobre él un artículo altamente laudatorio: “Pedro Arrupe, renovador de la vida religiosa”. En él le comparabas con Juan XXIII, renovador de la Iglesia universal. Pero lo importante es dónde veías tú el fundamento de su grandeza:


“Arrupe ha sido un hombre de Dios, por encima de todas las cosas; y quería que los jesuitas también lo fueran de verdad. Pero “de verdad”. Este “de verdad” implica que era Dios a quien él buscaba, no cualquier otra cosa que quiera hacerse pasar por Dios, incluso entre ambientes religiosos y eclesiásticos. No sustituía a Dios por nada; un Dios más grande que las Constituciones y la estructura histórica de la Compañía de Jesús; un Dios más grande que la Iglesia y todas sus jerarquías; un Deus semper maior et semper novus... En la experiencia cotidiana de este Dios, al que dedicaba muchas horas de búsqueda, es donde se despertaba su gran libertad de espíritu, su gran amor a todos, su constante disponibilidad y humildad, y también su clarividencia religiosa”.

* * *

Monseñor Romero y el Padre Arrupe eran, pues, “santos”. Pero quizás te preguntarás, Ellacu, y quizás lo haga algún lector, por qué hablar hoy de “santidad”. En lo personal veo dos razones.


La primera es que estamos ante un fenómeno masivo de canonizaciones y beatificaciones. Pues bien, lo que hemos dicho quizás ayude un poco a penetrar en profundidad en todo ello. Como es sabido, “canonizar” significa “normar”, lo cual ha sido importante desde hace muchos siglos para evitar entusiasmos exagerados y declarar santos a personas, que a veces podían serlo y a veces no tanto. Bien está pues que haya procesos de canonización y que así se declare la santidad.


Pero eso no es todo. El elevado número de canonizaciones y beatificaciones, los criterios para repartirlos según continentes, congregaciones religiosas, sacerdotes y laicos; las discusiones sobre si son o no mártires, comprendido a veces unilateralmente, según hayan caído o no a manos de los “enemigos de la Iglesia”; el tratamiento de los milagros, si ha habido causas naturales o poderes divinos; los recursos que se necesitan para lograr una canonización; la política que se desencadena alrededor de algunos casos. Añadamos los costos de los procesos, las debilidades humanas, la sensación de propaganda en favor de uno u otro candidato, mientras se cierne el silencio sobre otros. Todo ello puede ofuscarnos ante lo que es realmente la santidad.


Me llama la atención, por ejemplo, tanta insistencia en los milagros, pues, al parecer, sólo los milagros mostrarían la presencia de Dios porque son “poder”. Y me gusta pensar en la sonrisa del buen Dios, susurrando a los humanos: “lo mío no es el poder, sino el amor”. Y creo escuchar su sabio consejo: “Busquen dónde ha habido amor, misericordia, verdad y justicia. Quizás tendrán que cambiar el enfoque institucional de la canonización, pero descubrirán más santidad de la que piensan”.


Pienso también que bien está indagar en las virtudes heroicas, que mucho aportan a nuestro mundo, pero sin que hagan olvidar ni hacer pasar a segundo plano “la vida heroica” de la inmensidad de pobres que, en medio de muchos sufrimientos y con mezcla de muchas cosas humanas, fallos también, mantienen la voluntad primigenia de Dios: “vivir”.


Para nosotros, en América Latina, es incomprensible que no haya sido canonizado o beatificado uno sólo de los miles de mártires —así los llamamos—, caídos por defender la justicia, y, así, testimoniar la fe en el Dios verdadero. Personalmente no me preocupa que canonicen o no a Monseñor Romero, pero hacerlo devolvería dignidad a muchas víctimas, se echaría aceite sobre muchísimas heridas de madres, esposas, hijas... En él se verían representados miles y miles. Y algo que no hay que olvidar: Monseñor, y tanto otros y otras con él, no sólo eran y son admirados y venerados, sino queridos y amados. Y eso le quita a la santidad un posible rictus de dureza personal y hace que, en su lugar, aparezca cercanía, cariño y amor.


Quizás ayuden estas reflexiones a ubicar un poco mejor las canonizaciones y a comprender la santidad, como lo mejor de la bondad.

* * *
La segunda razón es que “la santidad” me recuerda unas palabras de Pascal que hoy me parecen de suma actualidad y de suma importancia. Insigne científico (matemático y físico) e insigne humanista, distinguió entre el esprit de géometrie y el esprit de finesse. Al hablar de “espíritu de geometría”, se refería al espíritu de las matemáticas, exactitud y precisión; en suma, al espíritu de lo racional. Más difícil es traducir esprit de finesse. Quizás “la mejor traducción sería “delicadeza”, entendiendo con ello todo lo que nos hace conocer más sutilmente, más atinadamente, más sentidamente, más refinadamente”. Pascal insistió en que ambas cosas son necesarias, pero —en la época racionalista en que vivió, inaugurada por Descartes— lo novedoso consistió en “el espíritu de finura”.


Pues bien, haciendo una paráfrasis para el día de hoy, yo creo que hay espíritu de geometría necesaria y buena (conocimientos, organizaciones, praxis realistas, pragmáticas en el mejor sentido de la palabra) con lo cual se producen bienes en la sociedad. Pero hay también en exceso espíritu de geometría mala y pecaminosa, mucha economía, política, acompañadas de opresión, mentira y corrupción y, cuando es necesario, represión, mucho pragmatismo sin normas ni valores. En nuestro mundo todo ello puede quedar resumido en unas palabras de Adolfo Pérez Esquivel: “el capitalismo nació sin corazón”.


Creo, Ellacu,que en nuestro mundo algunos, no muchos, intentan hacer buena geometría, pero uno ve mucha crueldad y depredación a los pueblos pobres, mentiras sin pudor, coaliciones egoístas e inhumanas, trivialización e infantilización adormecientes y obsecuentes con los poderosos de este mundo... Entonces se nota con toda claridad que hace falta “algo” más allá del espíritu de geometría: es el espíritu de fineza, el corazón y mirada limpia, se gane o se pierda con ello, el hambre y sed de paz y de justicia, y de toda palabra que sale de la boca de Dios, la misericordia ante el sufrimiento ajeno que llega hasta las entrañas y que hace del otro —no de la democracia, ni del progreso, ni de la globalización, tampoco de las instituciones, religiosas o civiles— lo último, lo bienaventurado y salvífico para nosotros.


Ese espíritu de fineza es el que rezuman muchas gentes buenas desconocidas - la servicialidad, que no servilismo, de mucha gente sencilla- y gentes más notorias como el Padre Arrupe de quien acabamos de hablar. Ese espíritu de fineza es el que, para hacer el bien, no apela como lo último a normas, cánones, convenciones internacionales, constituciones, sino que en definitiva se ve interpelado por la “autoridad de los que sufren”, y responde a ella. Ese espíritu de fineza es el que rezumaba Monseñor Romero, cuando decía “con este pueblo no cuesta ser buen pastor”, o cuando decía “el pueblo es mi profeta”. Y no lo hacía por ganar votos, sino porque ésa era su honda convicción.


Y si me permites, voy a recordarte dos momentos tuyos de fineza. No te gustaba mucho aparecer como “bueno”, aunque sí te gustaba que te reconocieran como “justo” —e inteligente—. Pero recuerdo cuando, con toda sencillez, sin pose, decías “no odio a nadie”. Lo dijiste con total naturalidad, y en el contexto de una entrevista con Roberto D´Aubuisson. Y cuando recordaste aquel dicho de San Agustín de que “para ser hombre, hay que ser más que hombre”.


Querido Ellacu, mucho necesitamos de santidad y fineza. El PNUD hace cosas buenas, pero no suele medir esas realidades, si van para arriba o para abajo. Y, sin embargo, seguimos viviendo de la bondad acumulada en la historia, la de ustedes, Amando y Lolo, Juan Ramón y Nacho, Elba y Celina, Segundo Montes y tú, Ellacu, y la de mucos otros. Algo, mucho, introdujeron de espíritu de fineza y santidad en nuestro mundo y en nuestra Iglesia. Sobre eso edificamos nuestra esperanza y seguimos trabajando por el reino. Por ello les agradecemos y recordamos.

Jon

G

 

Derechos Humanos


Mártires de los derechos humanos

 

Meses antes de su asesinato, Ignacio Ellacuría escribió uno de sus últimos textos, llamado la “Historización de los derechos humanos desde los pueblos oprimidos y las mayorías populares”. El documento, publicado póstumamente, recogía el que hoy es lema del catorceavo aniversario de la masacre de los jesuitas y sus dos colaboradoras y que dice: “El problema radical de los derechos humanos es el de la lucha de la vida en contra de la muerte” El texto, que fue escrito en las postrimerías del conflicto civil que padecimos conserva intacta, su vigencia y actualidad.


En este nuevo aniversario, catorce años después, el verdadero problema de nuestro país sigue siendo el de la búsqueda “de lo que da vida frente a lo que quita o da muerte”. Por eso, todavía seguimos preguntándonos qué hubieran dicho los mártires sobre los problemas que padecemos en la actualidad. Qué postura hubieran tomado frente a las indignantes cifras de muertos producto de la violencia social o qué postura hubieran tomado frente a la polémica “Ley Antimaras”, entre otros muchos. Hoy podemos asegurar, que si bien es cierto que la guerra civil terminó, eso no significa que las cosas hayan cambiado considerablemente en su esencia, ya que en la actualidad, contamos siempre con un alto número de personas que continúan muriendo producto de la violencia y del manejo de armas de fuego.


Recientemente, se ha publicado un informe que lleva por título “El impacto del mal uso de armas pequeñas en Centroamérica”. Por desgracia, según éste, El Salvador tiene el “privilegio” de ocupar el séptimo lugar entre todos los países a escala mundial que compró más armas de fuego a los Estados Unidos de América, durante la pasada década. De acuerdo con el estudio, nuestro país importó más de setenta mil armas de fuego durante 1995 a 1999. Cifras que duplican a las de otros países vecinos como Guatemala y que nos hacen ser los líderes regionales en este campo. Aunque se importaron todo tipo de armas, el grueso lo constituyen las armas cortas, como pistolas y revólveres, que en total fueron 44.744 los importados.


La información se encuentra detallada en el estudio a cargo de la organización Red de Acción Internacional contra las Armas Ligeras. De acuerdo con éste, el nivel de armamentización de la sociedad salvadoreña tiene que ver en mucho con los altos índices de homicidios en nuestro país. Y es que, los documentos serios que relacionan estrechamente armas de fuego y violencia llegan siempre a la misma conclusión: que la provisión de material bélico por parte de nuestra sociedad tiene que ver en mucho con los altos índices de homicidios que padecemos.


De hecho, son los propios datos estadísticos de la PNC los que lo corroboran. Según estos, la mayor parte de los homicidios cometidos son perpetrados con armas de fuego y en este año, de 1875 asesinatos cometidos hasta la fecha, en 1352 se utilizaron armas de fuego. Es decir, que de cada cuatro personas que mueren de forma violenta, tres lo hacen a causa de uno o varios disparos. El texto del documento concluía que la inseguridad en nuestro país está llevando a la gente “a armarse o a emplear servicios de seguridad privada para defenderse“ Y esta es una realidad que no se puede dejar pasar por alto: el de la desconfianza de la población de que sea la propia PNC la responsable de proporcionar la seguridad pública.


Tal es la gravedad de la problemática de la violencia que en la actualidad padecemos, que en nuestro país no existe un ejército, como comúnmente se puede pensar, sino cuatro. Y todos ellos cuentan con una cantidad de miembros similar. Por un lado, la propia Fuerza Armada de El Salvador, institución responsable —según nuestra Constitución— de velar por la defensa de la soberanía del Estado y de la integridad del territorio. Por otro, la Policía Nacional Civil. Y finalmente, dos nuevos contingentes producto del fin de la guerra y los Acuerdos de Paz: los jóvenes agrupados en pandillas juveniles o “maras” y las diferentes compañías que prestan servicios de seguridad privada. Y sin embargo, las causas de los elevados índices de muertes no sólo los apuntan a estos cuatro como los directamente responsables. Existen otras causas mucho más profundas.


Por ello, no nos sorprende que la persona que presentó el informe que mencionamos y que además colaboró directamente en su elaboración, no se explicase cómo es posible que “si se ha reducido el nivel de homicidios” —por la implementación del Plan Mano Dura— “la gente se siente menos segura y hay más tendencia a conseguir servicio de seguridad privada o de conseguir un arma de fuego” Confuso, el investigador llegaba a reconocer que se trata de “un fenómeno contradictorio”. Tal vez, habría que haberle llevado a pasear al anochecer por el centro de San Salvador, para que él mismo comprobase la presunta seguridad que se respira ahora por la “reducción de los homicidios”. En todo caso, la explicación sobre el sentir de cada salvadoreño y salvadoreña apunta hacia la falta de una verdadera política criminal y la siempre presente impunidad, con la que desprotege a las víctimas. Ése es el sentimiento de la gente. Todo el mundo es consciente que, pese a que se reduzcan las muertes —temporalmente y por motivos estrictamente proselitistas— los verdaderos responsables de éstas van a poder seguir campando a sus anchas, porque la justicia en nuestro país continúa siendo —en buena parte— ineficaz y corrupta.


Pero, lo que nos causa todavía mayor sorpresa, es que para el actual director de la PNC, Ricardo Meneses, la mayoría de asesinatos con arma de fuego no son producto de la delincuencia, sino, “de la violencia social que abate a nuestra sociedad” ¿Entonces, señor director, por qué empeña usted tan duramente la mano contra la delincuencia juvenil organizada? Si la causa del problema la tiene bien definida, ¿Por qué están centrando tanto capital humano, como técnico y económico, para enfrentar este problema si no es el fundamental como usted mismo reconoce? ¿Por qué dice antes una cosa y luego afirma otra distinta?


Por si no fuera bastante con esto, es necesario volver a recordar el olvido en el que cayeron los redactores de la “Ley Antimaras”, quienes presuntamente buscan dar respuesta al problema de violencia. Sin embargo, han tipificado —únicamente— como delito, la portación de objetos cortopunzantes, armas hechizas o cualquier otro objeto con el que se pueda causar algún daño a alguien. Al parecer —por negligencia o malicia de las personas que impulsaron su aprobación, incluido el presidente Flores—, nunca se castiga en esta ley la comisión de algún delito con armas de fuego.


Pese a este incesante río de muertos, en nuestro país se continúa sin querer enfrentar los verdaderos problemas que afectan a las mayorías con auténtica sinceridad. Las únicas actuaciones contundentes del gobierno son las que van destinadas a favorecer al bloque hegemónico empresarial al cual representan o bien las que implican una propaganda que busca la satisfacción de sus votantes, con el único propósito de seguir manteniendo sus cuotas de poder político, junto con sus respectivos privilegios.


Frente a este problema tan preocupante de la violencia, estamos seguros que nuestros mártires estarían preguntándose sobre las causas de la misma, o sobre las causas que permiten que se sigan utilizando tantas armas de fuego, a pesar de que hace trece años fue que terminó la guerra. Frente a esta coyuntura actual —de violencia social, y la represión de ésta con más violencia y abuso, incluso con graves violaciones de derechos fundamentales—, de la que no parece existir salida inmediata, es necesario recordar —de nuevo— el legado que nos dejaron los sacerdotes asesinados. Palabras como las de Ignacio Ellacuría que desnudan la realidad que hoy nos toca vivir, nos llaman a la reflexión y a constatar la vigencia de su mensaje, cuando dijo que:


“No podrían los pocos disfrutar de los que consideran sus derechos, si no fuera por la violación o la omisión de esos mismos derechos”, y luego continuó afirmando que “no puede darse la muerte de muchos para que unos pocos tengan más vida; no puede darse la opresión de la mayoría para que una minoría goce de libertad”.


Y es que la razón última, según Ellacuría, se encuentra en que la “libertad de todos para todo no se logra por la vía de la liberalización, sino por la vía de la liberación. La liberalización es la vía de los pocos fuertes, que están más preparados para aprovecharse de la supuesta igualdad de oportunidad. La liberación es el camino de las mayorías, que sólo accederán a la verdadera libertad cuando se liberen de un mundo de opresiones y cuando se den las condiciones reales para que todos puedan ejercitar su libertad”.

G

 


 


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