PROCESO — INFORMATIVO SEMANALEL SALVADOR, C.A.

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    El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.

    Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

     Los interesados en suscribirse a este boletín pueden dirigirse a la Oficina de Distribución de Publicaciones de la UCA. Cualquier donativo será muy bien recibido por el CIDAI. Esta publicación se puede consultar parcialmente en la página electrónica de la UCA: http://www.uca.edu.sv

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Año 22
número 1000
mayo 22,2002
ISSN 0259-9864
 
 
 
 

ÍNDICE



Editorial: El número mil del semanario Proceso
Política:Mil y una reflexiones sobre el proceso político salvadoreño
Economía: La economía salvadoreña desde la óptica de Proceso
Sociedad: Sociedad: dos décadas en El Salvador
Región: Centroamérica a través de la ventana de Proceso
Derechos Humanos: ¿Peligra la libertad de expresión?
 
 

EDITORIAL


El número mil del semanario
Proceso

    Con la edición de esta semana, Proceso llega al número mil, lo cual a simple vista se dice fácil, pero si se consideran los casi veintidós años de vida del semanario, lo aparentemente fácil revela no serlo tanto. En efecto, son ya lejanos aquellos inicios de los años ochenta, marcados por una guerra civil en ciernes, graves violaciones a los derechos humanos y agudas tensiones sociopolíticas, en los que vio la luz el primer número del semanario informativo Proceso, mismo que pronto se convertiría en fuente de referencia obligada para periodistas nacionales e internacionales, investigadores y analistas de la situación salvadoreña, todos ellos interesados en tener una visión más objetiva de los ingentes problemas del país. Eran aquellos unos años caracterizados por la desinformación más absoluta acerca de la situación de El Salvador; la prensa de derecha se había convertido en vocero de unos gobiernos que tenían entre sus objetivos fundamentales ocultar las graves tensiones sociopolíticas prevalecientes, el terrorismo de Estado y la irremediable situación de guerra civil que despuntaba en el horizonte desde finales de los años setenta.

    Revertir esta dinámica perversa de desinformación fue uno de los propósitos iniciales de Proceso. En esa línea, lo más urgente era recoger datos sobre los problemas que querían ser ocultados al público: violencia política, represión estatal, acciones político-militares de los grupos de izquierda y violaciones a los derechos humanos. Obviamente, lo que Proceso podía decir sobre estos hechos no siempre tuvo el impacto social que se hubiera deseado en orden a contrarrestar la desinformación predominante. Sin embargo, se abrió una veta para el análisis de la realidad nacional que pudo ser explotada por quienes no se daban por satisfechos con las visiones emanadas desde los círculos oficialistas. A lo largo de la década de los ochenta, Proceso llenó un vacío informativo en El Salvador. En los primeros años de esa década, después de los tanteos iniciales, adquirió el formato, así como las áreas temáticas, que lo caracterizan hasta el día de hoy.

    Al cierre de los años ochenta, Proceso ya ha adquirido un perfil propio. Asimismo, se ha operado una evolución en su orientación interna: la línea informativa, aunque sin perderse, ha cedido su puesto al esfuerzo por la interpretación de la coyuntura nacional y centroamericana. La conjugación de información e interpretación va a ser lo distintivo de Proceso prácticamente desde mitad de la década de los años ochenta en adelante. En esa conjugación —a veces bien lograda y a veces no tanto— no sólo se van a hacer presentes menores o mayores posibilidades de comprender a cabalidad la marcha del país, sino la capacidad para vislumbrar sus dinamismos futuros.

    Medirle el pulso al país semana a semana ha significado estar atentos a los cambios efectivos y posibles. Ha significado, por lo mismo, atreverse a ensayar lecturas e interpretaciones sobre la realidad nacional que no han coincidido en todas las ocasiones con las lecturas e interpretaciones al uso. No siempre se le ha atinado en el análisis de la realidad nacional, pero en muchas ocasiones importantes tendencias —el agotamiento de la salida militar, la crisis del sector agrícola y la terciarización de la economía, la debilidad institucional para el avance de la democracia, la irrupción de la violencia social—, han sido vislumbradas por Proceso antes que en otras publicaciones y análisis.

    No está por demás decir que Proceso no es una isla al interior de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” y que, en consecuencia, buena parte de sus logros analíticos e interpretativos están estrechamente ligados al trabajo de otras unidades académicas y de proyección social de la universidad. Si bien es cierto que la responsabilidad de la producción de Proceso recae sobre el Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI), unidad adscrita a la Vicerrectoría de Proyección Social de la UCA, el semanario no sólo expresa las visiones del CIDAI o de la Vicerrectoría señalada, sino que lo que se dice en sus páginas involucra, directa o indirectamente, a la universidad en su conjunto.

    Claro está, no todo lo que se recoge en Proceso puede ser atribuido a la UCA como institución; ni mucho menos todos y cada uno de los miembros de la comunidad universitaria asumen como propios los análisis e interpretaciones que ven la luz en sus páginas. Sin embargo, los análisis e interpretaciones de Proceso, en la medida en que no violentan los principios y orientaciones fundamentales de la UCA —en lo que atañe al compromiso con la búsqueda de la verdad, la honestidad científica y el trabajo a favor de los sectores más desfavorecidos de la sociedad— son respaldados por sus autoridades superiores y por los miembros de la comunidad universitaria identificados con aquéllos.

    Proceso fue concebido como un semanario cuyo objetivo era medirle el pulso al proceso salvadoreño. Semana a semana ese ha sido el propósito durante casi veintidós años. Los desafíos han sido permanentes tanto en la línea informativa como en la línea de interpretación. La firma de los Acuerdos de Paz puso en su agenda de análisis, como tema privilegiado, el problema de la democratización del país. A la par de este tema, aparecieron otros —como la fragilidad institucional, la violencia en la postguerra y las orientaciones mediáticas—, que obligaron a sus responsables a hacerse cargo de nuevas claves de lectura del proceso salvadoreño. Muchas veces, el ritmo de los hechos y su novedad han impedido decir la palabra oportuna; otras veces, esquemas de análisis previos no han permitido hacerse cargo de lo nuevo que está despuntando en el horizonte. Ambas situaciones plantean retos ineludibles a un semanario que pretende estar a la altura de los problemas de El Salvador.

    El número mil de Proceso, lejos de cerrar un ciclo, expresa la continuidad de un trabajo permanente en el análisis de la realidad nacional. En el número uno —con fecha del 15 de junio de 1980— se lee que el objetivo principal de Proceso es “proporcionar información objetiva, veraz y actualizada sobre la realidad salvadoreña”. En el número 987 —casi 22 años después— se lee que “el semanario Proceso selecciona los hechos, tanto nacionales como extranjeros, más significativos para la realidad salvadoreña, a fin de analizar las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación”.  En el largo periodo que separa a un número del otro, lo que ha estado en juego es el compromiso universitario con la realidad nacional.

     G
POLÍTICA

Mil y una reflexiones sobre el proceso
político salvadoreño

     Alcanzamos con esta publicación el número mil del semanario Proceso, lo cual significa que, aproximadamente durante 22 años, el semanario ha estado presente en el universo intelectual salvadoreño. En este momento, se trata de recapitular el camino recorrido a partir de una reflexión sobre la dinámica política nacional, uno de los puntos angulares de la publicación desde su inicio.

La guerra en Proceso
    Como es sabido, el nacimiento de Proceso coincide con una agudización de la crisis política nacional, cuya máxima expresión fue el desencadenamiento de la guerra civil en 1980-1981. Para ese entonces, era claro, para las fuerzas en contienda, que las acciones violentas —las acciones armadas, en el caso de la oposición de izquierda, y la represión, por parte de la Junta de Gobierno—, eran los únicos caminos para imponer su visión de la realidad a la sociedad salvadoreña. En este sentido, no deja de ser revelador que el número 1 de Proceso, con fecha del 15 de junio de 1980, introdujera el análisis sobre el panorama político diciendo que la “semana presenta una marcada variación en el accionar represivo general, a medida que el Gobierno afina sus instrumentos jurídico-legales”.

    Al mismo tiempo, páginas más adelante recoge, como un dato fundamental en el plano político-militar, la “declaración conjunta  del Partido Comunista Salvadoreño (PCS), las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN) y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), en el sentido de que las cuatro agrupaciones se [habían] unido para formar un ejército que [actuaría] bajo un solo nombre, un solo mando y bajo la estrategia generada por las experiencias de cada una”.

    A partir de este momento, se encuentra en las páginas de la publicación un registro sistemático de las dinámicas de la guerra civil en ciernes, su repercusión sobre la vida política nacional, lo sangriento de sus repercusiones; y, sobre todo, se señalan los posibles caminos hacia una solución pacífica del conflicto. Para ello, se trató  incesantemente de identificar a los principales actores del proceso y su compromiso con la paz. Asimismo, ya para el mes de diciembre del año 1981, se llegó a sostener que la interna-cionalización del conflicto, según el eje de confrontación Este-Oeste establecido por los Estados Unidos, iba ser un elemento central en el desenlace final del mismo. Pero, también al mismo tiempo, se reseñaron con bastante énfasis las presiones internacionales que, al contrario, se inclinaban hacia una solución pacífica, basada en un entendimiento político de las causas del conflicto y del reconocimiento de la legitimidad de las demandas de los insurgentes.

    Además, en las páginas del semanario relativas a este período aparece con bastante nitidez la posición de los actores locales. Los sectores oficialistas —ARENA, PDC, PCN, los militares y la gran empresa privada—, fortalecidos por la postura de la Administración Reagan, se manifestaban claramente en contra de cualquier solución que supusiera una redefinición de las reglas del juego político. En cambio, otros sectores locales —los mismos guerrilleros, la Iglesia, los sindicatos y determinados gremios de profesionales— apoyados por algunos gobiernos, como los de Francia y México, propugnaban por un desenlace político del conflicto armado.

    Sin embargo, pese a estas inestimables aportaciones para entender la dinámica y evolución de la guerra interna salvadoreña, se echa bastante de menos en los análisis la voz de la sociedad civil de ese entonces. Da la impresión de que la dinámica política nacional durante estos años se limitó tan sólo al protagonismo de los insurgentes, de los sectores afines al gobierno y a la comunidad internacional. Poco se dice, en fin, de las demandas de las víctimas inocentes o de los salvadoreños que estuvieran en contra de la lógica bipolar instaurada durante el conflicto.

El proceso de negociación
    Bastante fiel con la apuesta por una solución política al conflicto, Proceso no dejó de hacerse eco de cada uno de los esfuerzos de acercamiento entre los sectores beligerantes. Incluso en los momentos más difíciles, luego del asesinato de los jesuitas de la UCA, en 1989, no se dejó de lado esta opción. Las reseñas sobre los comportamientos de los actores en torno al diálogo permiten vislumbrar la congruencia con la que se abordó este tema. Además se dejó para futuras reflexiones una serie de análisis valiosos, realizados al calor de los acontecimientos, sobre la posición de cada uno de los actores en torno a la guerra y la paz. Estos análisis se constituyen en fuente valiosa de información para comparar las declaraciones de hoy con las decisiones y acciones que en el pasado tomaron los actores que ahora se reclaman como únicos artífices de la paz.

    En todo caso, se reconoce que la ascensión a la presidencia de la República de Alfredo Crisitiani, en 1989, y la coyuntura nacional e internacional fueron determinantes para que la lógica de la negociación se impusiera. “Nadie en su sano juicio —decía Cristiani— puede querer que esta guerra fratricida e injusta se prolongue. La Constitución le ordena al presidente de la República procurar la armonía social en el país. Cumpliremos escrupulosamente ese mandato, buscando entendimientos legales y políticos con todos los sectores. El FMLN es uno de esos sectores, y buscaremos de inmediato entrar en contacto con ellos”. No cabe duda que la anterior declaración marcó un punto de inflexión en el comportamiento de los líderes de ARENA que hasta entonces rehuían el tema del diálogo y de la búsqueda de una solución negociada al conflicto armado. De esta manera, Proceso da al primer presidente arenero su reconocimiento por haber sostenido posiciones contrarias a las de los voceros más importantes de su partido y que contribuyeron a la conquista de la paz.

Una nueva era
    La nueva era inaugurada por los Acuerdos de Paz ha recibido desde el principio un claro reconocimiento en las páginas del semanario. No podía ser de otra manera. Una revisión de las posturas intelectuales sobre el conflicto salvadoreño, demuestra que siempre el tema de la paz negociada ha encontrado un eco particular en Proceso. Al día siguiente de la firma de los Acuerdos de Chapultepec, en un análisis sobre la coyuntura del país, se dice: “después de once largos años en que los dinamismos de la guerra se habían impuesto sobre todos los esfuerzos de solución negociada, la densidad histórica a favor de la paz y de la transformación democrática del país ha sido tal que para muchos sectores sociales es aún muy difícil asumir como realidad lo que está sucediendo en el país”.

    Sin embargo, pese al apoyo decidido a la paz y a la reconciliación, pronto se advirtió que éstas no deberían lograrse a costa de la justicia y de la reparación para las víctimas de los años de locura, tal como pretendieron y lograron los actores políticos de ese entonces. De manera particular, se cuestionó el tema de la amnistía, recalcando la hipocresía política de su promulgación y sus efectos contraproducentes para la nueva sociedad por construir. Al mismo tiempo, se hacía hincapié en rechazar una falsa pacificación, cuyo propósito era descabezar a los movimientos populares. En este tema, los análisis de Proceso sirvieron de premonición sobre lo que iba a suceder con posterioridad a la firma de la paz.

    Y, de esta manera, sigue vigente aquello que se decía acerca del hecho de que: “el conocimiento pleno de la verdad no puede estar reñido con la reconciliación, como sostienen los defensores del “perdón y olvido”. Además, ha sido nefasto el hecho de que se “frenara y desnaturalizara la verdadera reconstrucción nacional con falsas concepciones de pacificación, fundadas en el desconocimiento malicioso de los agudos conflictos y las hirientes desigualdades sociales prevalecientes en el país. Combatir oficial u oficiosamente la militancia reivin-dicativa y organizativa de las gremiales sindicales, campesinas y populares, acusándolas de radicalismo antipacifista, no basta para ocultar la pretensión de reducirlas a inoperantes e inofensivos artículos de vitrina democrática en el libre mercado de la injusticia”.

    Así, desde un principio, se captó la nueva dinámica política creada por los Acuerdos de Paz, pero se llamó la atención de manera oportuna sobre los usos indebidos que se estaba haciendo del tema de la paz. Una lectura de la realidad política nacional de ahora no deja de ser reveladora acerca de las preocupaciones de ese entonces. Resulta que el país se ha “pacificado”, pero se ha descoyuntado a las organizaciones sociales, sindicales y populares que podrían servir de baza para las demandas de justicia de ahora.

    Pero, por otro lado, es necesario subrayar que la introducción del tema de las organizaciones sociales y sindicales tomará una presencia inusitada en los análisis de Proceso en este período post conflicto. ¿Acaso se deberá ello a la progresiva pérdida de protagonismo efectivo de la izquierda política en esta nueva coyuntura? Es probable que sea así. En todo caso, no es ocioso subrayarlo, dada la ausencia del mismo en los análisis coyunturales anteriores a la firma de la paz.

Retos para Proceso
    Las consideraciones  anteriores llevan a concluir que, a lo largo de sus mil números, Proceso ha tocado su partitura en el concierto intelectual salvadoreño haciendo un esfuerzo por develar los dinamismos del proceso político.  No cabe duda de que lo ha hecho con valentía y con dosis de audacia. Son de recordar los tiempos difíciles en que la información era un bien escaso, en contra del cual trabajaban sistemáticamente los sectores más involucrados en la guerra fratricida. En esa coyuntura, el semanario no sólo hizo de fuente de información y análisis equilibrados, sino que ayudó, sin duda, al desenmascaramiento de los actores implicados en la guerra.

    Los tiempos han cambiado y, en consecuencia, se tienen que encontrar nuevas maneras para acercarse a la realidad nacional. En este sentido, Proceso tiene que seguir siendo una fuente de información y análisis desapasionada, capaz de discernir los dinamismos que marcan los derroteros del país. Es por ello que toca, en esta coyuntura, aliar la tradición de objetividad y valentía del semanario con mejores instrumentos de análisis político que permitan una comprensión más acuciosa de la realidad. Es la ingente tarea que le toca a los actuales responsables de la publicación, si quieren seguir teniendo una palabra relevante que decir en la palestra intelectual nacional. Todo un reto, pero que hoy sigue siendo perentorio, pese a la multiplicación de centros especializados en el análisis político, económico y social, puesto que el manoseo de la verdad sigue siendo uno de las tradiciones más arraigadas en El Salvador.

     G
ECONOMÍA

La economía salvadoreña desde la
óptica de Proceso

     Durante los casi veintidós años de existencia del semanario Proceso, el tema económico ha ocupado un lugar privilegiado en el análisis coyuntural, no solamente por ser uno de los principales “factores endógenos” de la crisis, tal y como lo planteaba Ignacio Elllacuría, sino también porque era evidente que los diferentes sucesos del ámbito social, político, militar e internacional también estaban provocando cambios paulatinos en el ámbito económico.

    Los primeros años del análisis de coyuntura económica estuvieron claramente marcados por la línea interpretativa guiada por las reformas económicas de las juntas de gobierno, el impacto económico de la guerra y la crisis del sector externo, especialmente durante el período de 1981-1985. El “paquetazo” económico del gobierno demócrata cristiano de Napoleón Duarte (1984-1989), y luego las dinámicas desatadas por el terremoto de 1986 en San Salvador, configuraron un nuevo escenario y una nueva etapa en el análisis de coyuntura económica, al menos hasta 1989, cuando el escenario cambia drásticamente con la llegada del primer gobierno de ARENA, partido político que se mantiene en el poder hasta la fecha.

    Durante la década de los noventa, la presencia de ARENA en el poder ejecutivo ha estado marcada por una serie de contrarreformas que revirtieron los cambios operados por las juntas de gobierno y el gobierno de Duarte. Con el advenimiento de la paz a partir de 1992, se inicia una nueva era de crecimiento económico que disimula, pero no oculta, la permanencia de latentes fuentes de desestabilización económica, mismas que ponen de manifiesto la precariedad del “modelo” económico que se ha configurado durante los mandatos del partido ARENA.

    De alguna manera, las debilidades y fortalezas del modelo son producto de la implementación de políticas deliberadas, aunque también debe reconocerse el impacto de otros fenómenos que escapan al control del gobierno (caída en los precios de las exportaciones, migraciones, flujo de remesas, la Iniciativa de la Cuenca del Caribe y la pujanza relativa de las inversiones extranjeras en la maquila textil). Los desastres ocasionados por los terremotos de 2001 también han tenido un impacto sensible sobre el desempeño económico, y muestran no solamente el carácter recurrente y creciente de aquéllos, sino también que la historia puede llegar a repetirse.

    La revisión de los análisis de coyuntura económica de Proceso revela cómo en diferentes momentos los desastres (provocados por terremotos, inundaciones, sequías o conflictos bélicos) han afectado el desempeño económico; asimismo, se revela cómo las diferentes políticas de reforma y contrarre-forma económica no han podido disminuir la dependencia del país respecto de los Estados Unidos. En los años ochenta fueron los proyectos de AID y los programas contrainsurgentes con contenido económico-social (al estilo CONARA) los que financiaron la guerra; durante los noventa, y aún en la actualidad, las preferencias comerciales y la recepción de trabajadores migrantes en Estados Unidos están favoreciendo el sostenimiento de una estrategia económica que no ha logrado erradicar las tendencias hacia el desequilibrio ni consolidar polos internos de crecimiento.

Los ochenta: reformismo, paquetazos y desastres
    Proceso surge después del anuncio de las medidas de reforma agraria y nacionalización de la banca y del comercio exterior. Fue en ese momento cuando se profundizó la crisis económica latente: la producción se contrajo, tuvo lugar un desequilibrio externo y las divisas para cubrir importaciones escaseaban. A la par de ello, aumentaron la inflación y las tendencias hacia el desequilibrio en el déficit fiscal. Esta tónica se prolongaría prácticamente durante toda la década de los ochenta. Desde la primera edición de Proceso se puso en evidencia que la crisis rompería con la tónica propagandística gubernamental, lo cual aún persiste hasta la fecha. Ya en la primera edición del semanario se señalaba que se buscaría presentar una visión alternativa a las posturas “propagandísticas” del gobierno, el cual, por entonces (mediados del año 1980), lanzaba un Plan de Emergencia de trece puntos que buscaba superar la crítica situación económica (Proceso, 1).

    Lo anterior supuso exponer claramente en cada publicación las tendencias económicas ya reseñadas en el párrafo anterior y, además, evidenciar la fuerte participación del gobierno norteamericano en el sostenimiento de una economía que no crecía  —pero sí demandaba cuantiosos recursos para financiar la guerra, la seguridad pública y las reformas económicas, y para encarar los fuertes desequilibrios macroeconómicos (Proceso, 94, 135, 218, 269, 317 y ss.)—. Los diversos planes gubernamentales llamados a paliar la contracción de la producción y la desestabilización macroeconómica fueron también objeto de seguimiento, como por ejemplo, el denominado paquete económico  adoptado por el gobierno de Duarte durante el año 1986 y que generó encontradas reacciones sociales a lo largo de todo ese año (Proceso, 219 y 220); el Plan de Emergencia pos terremoto de 1986 (Proceso, 262); o el Programa Económico de 1987 (Proceso, 317).

    También fueron característicos de los análisis de Proceso durante esta década los llamados de atención sobre el impacto de los desastres socionaturales en la economía, especialmente los provocados por la sequía e inundaciones de 1982 (ese año también hubo un terremoto), el sismo que asoló San Salvador en 1986 (Proceso, 94, 256, 260, 263, 269 y 366) y las sequías de ese año y el siguiente (Proceso, 317). De hecho, Proceso es una de las pocas fuentes en las que pueden encontrarse información sobre el impacto político, económico y social de desastres de la historia reciente, tanto de los ochenta como de los noventa.

Los noventa y los albores del siglo XXI: privatización, “modernización” del Estado y terciarización económica
    La crisis de los ochenta caracterizada por la guerra y los recurrentes desastres socionaturales configuraban un panorama económico poco alentador para el primer gobierno de ARENA, que asume el poder en 1989, y se plantea como grandes metas un programa económico con dos componentes: la estabilización y la reorientación económica (Proceso, 391). Hasta la fecha, aquel programa económico sigue marcando la pauta de las políticas públicas de los dos gobiernos posteriores. Desde este mismo momento, comenzó a hablarse en El Salvador del modelo “neoliberal”, de las privatiza-ciones, de la modernización del Estado y de la apertura económica. En fin, de temas que continúan vigentes todavía en la actualidad y forman parte de las políticas económicas del tercer gobierno de ARENA.

    Algunos temas trascendentales que en Proceso se trataron primero y con mayor sistematicidad han sido: la reprivatización del sistema financiero (Proceso, 421, 422, 441, 449 y 554); las reformas legales para permitir la propiedad individual en el sector afectado por la reforma agraria de los ochenta (Proceso, 420); la privatización de las telecomunicaciones, de la distribución de energía eléctrica y del sistema de pensiones; los diversos procesos de venta de algunas entidades; y la liquidación de activos o instituciones estatales como el IVU, IRA e INCAFE.

    Al igual que los ochenta, los noventa fueron testigos de nuevos y devastadores desastres socionaturales ocasionados por los mismos agentes de los ochenta. Así, destacan desastres por sequías en 1991, 1994, 1997 y 2000 (Proceso, 485, 486, 622, y 764), por inundaciones asociadas a la tormenta tropical Mitch en 1998 (Proceso, 829, 833) y, por supuesto, por los terremotos de 2001 (Proceso, 937-940).

    Pero aun con el aumento de la situación de riesgo y del impacto de los desastres, no puede negarse que, durante los noventa, los ejes de análisis vinculados a la presencia de grandes desequilibrios en el ámbito macroeconómico fueron perdiendo puntos de argumentación: desde 1992 el tipo de cambio se estabilizó; la producción comenzó a crecer fuertemente gracias a la repatriación de capitales, los programas de reconstrucción y el mejor clima para la inversión extranjera; el consumo se expandió merced al crecimiento del crédito y de las remesas familiares, mientras que el sector externo logró equilibrarse gracias a las transferencias y empréstitos. Finalmente, la inflación disminuyó.

    Este panorama económico aparentemente alentador debe matizarse, en realidad, tomando en cuenta por lo menos tres hechos fundamentales: primero, la dependencia de la migración a los Estados Unidos para paliar la problemática del desempleo, subempleo y desestabilización económica; segundo, la dependencia de factores externos para la generación de empleo —especialmente de la inversión extranjera en maquila textil—; y tercero, la orientación del crecimiento hacia actividades terciarias relacionadas con el comercio y los servicios, en detrimento de sectores productivos tradicionales, como el agro y la industria doméstica.

¿Cambios de fondo?
    Los análisis de Proceso han hecho posible el rescate de valiosa información sobre nuestro pasado reciente, revelando los principales cambios operados entre la década de los ochenta (la llamada “década perdida”) y la de los noventa (el decenio del neo-liberalismo). En el fondo, las tendencias desequilibrantes persisten (ampliación de los déficit comercial y fiscal), pero la finalización de la guerra, y el surgimiento de nuevas tablas “salvadoras” han permitido maquillar la crisis, debido especialmente a la estabilidad monetaria derivada de la estabilización del tipo de cambio de la que el país goza desde el año 1992.

    Las tendencias desequilibrantes persisten, como puede apreciarse en todos los balances económicos anuales de la década del noventa, y aunque en ningún año hubo contracciones en la producción como en los ochenta, tampoco debe soslayarse el hecho de que desde 1996 las tasas de crecimiento han venido decayendo a niveles bastante similares a los observados en algunos años de la “década perdida” (menos del 2%). En el ámbito sectorial, el agro continúa experimentando contracciones en su producción, mientras que la industria doméstica no ha logrado reconvertirse para aprovechar las supuestas ventajas de la globalización.

    Fuera de la estabilidad del tipo de cambio y de la finalización de la guerra, la economía salvadoreña sigue mostrando las mismas tendencias hacia el desequilibrio, así como una evidente incapacidad de crecer sostenidamente a  tasas de más del 5%, aun a despecho de las reformas y contrarreformas ejecutadas sucesivamente por los diferentes gobiernos de ARENA. En ese sentido, la lectura retrospectiva de Proceso sugiere que todavía es prematuro sostener que el modelo económico neoliberal ha sido la solución a los problemas heredados de los ochenta, pues éstos —al igual que los riesgos y desastres— continúan latentes y siguen siendo un reto para los formuladores de la política económica presente y futura.

   G
SOCIEDAD

Sociedad: dos décadas en El Salvador

    La dinámica social salvadoreña en los últimos veinte años puede ser abordada enmarcándola en tres hitos cualitativamente diferenciados: el primero, el del conflicto armado, que va desde la gestación del mismo, a finales de la década de los setenta, hasta el cese de las hostilidades en 1992; el segundo, el de los Acuerdos de Paz de 1992, en el que se sentaron las bases —o al menos se hizo el intento—para la construcción de una nueva sociedad en El Salvador; y, finalmente, el actual, que podríamos denominar como el de “reestructuración” del tejido social salvadoreño y que podría situarse desde las últimas tragedias (El huracán Mitch, en 1998 y los terremotos, tres años más tarde), ante las cuales la débil respuesta institucional permitió desenmascarar graves fallas en los modelos de gestión, imponiendo la revisión de las bases democráticas sentadas en la Constitución Política de 1983 y en los mismos Acuerdos de Paz.

    Desde el primer número del semanario Proceso (15 de junio de 1980) se ha hecho, ininterrumpidamente, un seguimiento de la dinámica social salvadoreña en aquellos períodos, tratando de interpretar las sucesivas coyunturas en estas dos décadas y ofreciendo posibles soluciones a la problemática social salvadoreña. Durante los primeros años hubo un marcado interés en el sector laboral, por ser este uno de los más golpeados y el que, en definitiva, simbolizaba el perfil del salvadoreño promedio en los años ochenta: un sujeto víctima de la represión física e ideológica por parte de las estructuras castrenses y radicales, austero en el consumo diario, partidario de la necesidad de cambios, interesado en la política y, sobre todo, esperanzado en un futuro más provechoso.

    A juicio de los organismos internacionales, los latinoamericanos, por factores internos y externos, desaprovecharon la década de los ochenta para salir del subdesarrollo. Sin duda, el caso salvadoreño no fue la excepción. En el ámbito nacional, el conflicto armado desgastó la sociedad en su conjunto —al amparo de las sucesivas administraciones estadounidenses—, consumiendo recursos públicos y energías colectivas, dejando vidas segadas —aproximadamente 75 mil muertos en los doce años de guerra— y sueños truncados a miles de salvadoreños.

    La militarización hasta los tuétanos de la vida nacional fue la constante a lo largo de década. Frases como “el pueblo propone y EUA dispone”, “voto bajo las balas”, “vacío de poder” y “tierra arrasada”, permiten hacerse la idea de cómo se encontraba la situación salvadoreña en aquellos años. Desde 1980, Proceso registró sistemáticamente, entre otros hechos de violencia, desalojos de campesinos, despidos y asesinatos de obreros vinculados al sindicalismo, insurgencia y contrainsurgencia, represión militar, desapariciones, torturas, intervención militar en la Universidad de El Salvador y desplazamiento de poblaciones enteras. Hasta junio de 1981, se calculaba alrededor de medio millón de salvadoreños en calidad de refugiados en distintos países amigos. Desde este semanario se decía que el conflicto armado no tenía otra solución más que la negociada.

    Años después, El Salvador continuaba en guerra por tiempo indefinido, mientras en junio de 1984 el democristiano José Napoleón Duarte se convertía en el primer presidente constitucional electo luego de la nueva Carta Magna de 1983 y la economía nacional estaba en franco deterioro. El coste del financiamiento del conflicto fue los continuos atrasos salariales, la inestabilidad laboral, el alza en los precios de la canasta básica y la congelación de aumentos salariales. A pesar de que Duarte anunció un “pacto social”, las “buenas intenciones” se diluyeron al calor de las acciones bélicas y las presiones provenientes del gobierno norteamericano y del mismo seno de los democristianos.

    El terremoto de octubre de 1986 puso en evidencia los desaciertos y el paulatino debilitamiento de la gestión de Duarte. El famoso “Plan de Estabilización y Reactivación Económica”, dosificado en “paquetes”, fue duramente cuestionado debido al impacto negativo causado en las clases más desposeídas. En resumidas cuentas, la pérdida de credibilidad nacional e internacional del mandatario acompañó su gestión hasta ceder en 1989 el poder al primer gobierno de ARENA, con Alfredo Cristiani como presidente. Vale la pena insistir en que, en consonancia con los informes de organismos internacionales, lo social había sido reducido hasta su mínima expresión en el escenario de guerra. La insignificante inversión en salud, educación, infraestructura y servicios públicos; la desnutrición, la pobreza, la violencia y el desempleo constituyeron el escenario perfecto del rezago social en El Salvador.

    A finales de los ochenta, el asesinato de los seis sacerdotes jesuitas y dos de sus colaboradoras a manos de un batallón élite del ejército salvadoreño aceleró las presiones internacionales para que se llegara a una solución pacífica del conflicto armado, apuesta que siempre se vislumbró desde Proceso. Al calor de la frustración ante la inoperancia de la justicia salvadoreña en el “caso jesuitas” y las negociaciones internacionales en pro de la paz, esta se anunciaba a finales de 1991, tras los Acuerdos de Nueva York. Por primera vez, desde este semanario, se hablaba de los “retos de la reconciliación” para la sociedad salvadoreña. Los intensos cabildeos culminaron en la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, abriendo con ello un nuevo hito en la historia reciente salvadoreña.

    Habiéndose desplazado el terror de la guerra, el debate social fue cobrando mayor relevancia en los círculos nacionales. Desde Proceso se llevó un seguimiento del Foro de Concertación Económico Social y del programa de transferencia de tierras, principales compromisos socioeconómicos acordados en los históricos documentos. Sistemáticamente se denunció la obstaculización impuesta desde las esferas gubernamentales y empresariales para que dichos acuerdos —especialmente la instalación del Foro— fueran llevados al fracaso. Desde 1994, el llamado análisis laboral de Proceso —presente desde su fundación— se transformó en socio-laboral, ampliándose así sus horizontes. Esto, empero, no hubiera sido posible fuera del escenario inaugurado con los Acuerdos de Paz. Más tarde, se consolidó como análisis propiamente social —lo cual llega hasta nuestros días—.

    En 1995, la agenda de las privatizaciones y la modernización estatal impulsada por el segundo gobierno de ARENA se tradujo en más protestas laborales, supresión de plazas, “maquilización” del empleo y descontento generalizado sobre el incumplimiento de lo pactado en 1992. Las altas tasas de crecimiento económico registradas en la primera mitad de la década de los noventa no se tradujeron en mejora de las condiciones de vida de los salvadoreños. En 1996 dio inicio la Reforma Educativa y se iniciaron las gestiones para la reforma del sector salud. Desde un primer momento, se apostó a tan importantes avances. Sin embargo, años después de ese entusiasmo inicial, los escasos resultados han ido imponiendo una nueva revisión de aquellos importantes sectores.

    En fin, las tragedias causada por el Mitch, en 1998, y los terremotos de enero y febrero de 2001 han introducido la necesidad de articular la gestión de riesgos y de los recursos naturales en la agenda gubernamental y municipal. Asimismo, han sacado a la luz fallas estructurales en la manera de conducción del país, en el marco del mandato de Francisco Flores. Por tanto, desde Proceso se ha contribuido a la discusión sobre los problemas más acuciantes de la realidad nacional salvadoreña.

    Realmente, unas pocas páginas no bastan para resumir la labor de Proceso en sus casi veintidós años de existencia. Partiendo del equilibrio entre el afán de objetividad y la indeclinable opción por los más desfavorecidos de la sociedad, desde el semanario se ha intentado proponer al debate público las soluciones más justas para la mayoría de salvadoreños.

  G
REGIÓN

Centroamérica a través de la ventana
de Proceso

     Entre el 15 de junio de 1980, cuando vio la luz el número uno de Proceso y la presente edición, Centroamérica ha sido el escenario de numerosos cambios históricos, aunque no de la solución de sus problemas estructurales. Este semanario ha intentado hacer una lectura crítica de los dinamismos centroamericanos  a lo largo de estos años.

    1980 es el año de un viraje decisivo en la situación centroamericana: el istmo es un foco clave en la política mundial, dado el triunfo del Frente Sandinista de Nicaragua, un año antes, y el ascenso de la guerrilla salvadoreña, recién articulada en el FMLN. Asimismo, es un año electoral en EE.UU. Una preocupación constante que aparece en las páginas de Proceso de aquella época es el cambio que se produciría en la política exterior norteamericana hacia la región si triunfaba —como en efecto sucedió— Ronald Reagan. Se avizoraba la amenaza de una intervención estadounidense en Centroamérica, temor compartido por las fuerzas de izquierda.

    Si por intervención se entiende el desembarco de tropas, habría que decir que esa amenaza —la “vietnami-zación” del conflicto, como se decía en aquel entonces— no llegó a concretarse. Pero si se entiende por intervención el apoyo financiero, logístico, político y militar a los ejércitos contrain-surgentes —y a la contrarrevolución, en el caso de Nicaragua—, sí puede decirse que los temores eran fundados y que lo que escapó del análisis fue la modalidad que la intervención estadounidense cobraría.

    Para la Administración Reagan, se estaba jugando una baza muy importante en la llamada Guerra Fría. La apreciación ofrecida desde las páginas de Proceso era que Estados Unidos buscaba vencer en ese pretendido episodio de la “confrontación Este-Oeste”, por la vía militar, apoyando a la contrarrevolución nicaragüense y al gobierno salvadoreño y utilizando, a su vez, el territorio de Honduras como base logística y militar de las agresiones contra la revolución sandinista.

    Pero la salida exclusivamente militar comenzó a acentuar su inviabilidad hacia mediados de la década. En opinión de Proceso, comenzaban a robustecerse a mediados de los ochenta, “aquellas tendencias y gestiones esperanzadoras que favorecen la distensión en el área y que, por lo mismo, aíslan y desafían la irracional política injerencista y agresiva de la Administración Reagan para la región” (Proceso, 317), tales como el fortalecimiento de los esfuerzos del “Grupo de Contadora” por acercar a las partes beligerantes en el conflicto salvadoreño. Sin embargo, estos esfuerzos se vieron amenazados por los sectores refractarios a todo tipo de solución negociada.

    Con todo y las negociaciones llevadas a cabo por la Casa Blanca con el presidente soviético Mijail Gorbachov en materia de misiles, “la obsesión personal de Reagan por hacer prevalecer en la región una solución de fuerza terminó por imponer estrechos límites a los gobiernos del área para concertar medidas de distensión y paz” (Proceso, 366). Empero, para ese entonces, la administración reaganiana ya entraba en una fase de declive: “El fracaso de sus ocho años de guerra ‘de baja intensidad’ hacía prever un giro drástico en la formulación de la nueva política exterior norteamericana hacia la región”, se afirmaba en el análisis que hizo este semanario sobre los sucesos de 1989 (Proceso, 412).

    Ese año se produce una tensión entre las fuerzas que buscaban una salida negociada a los conflictos bélicos y entre las que pretendían una capitulación de los movimientos de izquierda, más o menos planteada en un “diálogo” sin negociación.

    En este sentido, las reuniones de mandatarios centroamericanos (Costa del Sol, en febrero y Tela, el mes de agosto) fueron escenarios de esa tensión. El espacio que abrieron los debates en el Congreso norteamericano sobre la política hacia Centroamérica fue aprovechado hábilmente por el nuevo presidente de EE.UU., George Bush, para continuar la presión contra Nicaragua. En lo que a las partes beligerantes del conflicto salvadoreño respecta, privó más la intención de imponerse militarmente sobre el respectivo enemigo. Así, el entonces presidente salvadoreño Alfredo Cristiani insistió en exigir ante sus pares centroamericanos “la desmovilización de las fuerzas insurgentes salvadoreñas de forma simultánea a la desarticulación de la contra nicaragüense” (Ibid.).

    Al decir del semanario, el proceso regional de paz registró una involución: la agresión de la “Contra” continuó, razón por la cual el gobierno sandinista levantó el cese al fuego unilateral que había decretado. Sin embargo, el factor que determinó esta involución fue, a juicio de Proceso, “la súbita polarización interna de la sociedad salvadoreña” (Ibid.), suscitada por la ofensiva del FMLN y el fortalecimiento del sector gubernamental opuesto a la negociación. Estos hechos provocaron un enfrentamiento político entre los gobiernos de El Salvador y Nicaragua, este último acusado de apoyar logísticamente al FMLN.

    El marco regional favoreció los intereses del gobierno salvadoreño. Esto se acentuó con la derrota electoral sufrida por el FSLN en 1990 y el derrumbe del campo socialista, iniciado el año anterior. También favoreció el acercamiento de las partes en la negociación propuesta por Naciones Unidas, pues ya era suficientemente obvio que la tesis de la solución militar era una quimera. Aunque el análisis regional sigue haciéndose desde las páginas de Proceso durante esta etapa, el énfasis principal lo tendrá el proceso de negociación salvadoreño, lo cual era lógico, puesto que ese era el punto principal de la agenda salvadoreña.

    Superado los conflictos bélicos en El Salvador y Nicaragua e iniciadas las negociaciones en Guatemala, en la década de los noventa, el tema de la integración toma la primacía de la agenda regional. El semanario sostuvo que “dos aspectos son claves para comprender la dinámica regional: el proceso de integración económica, el cual pretende constituirse en instrumento para alcanzar el desarrollo de los pueblos centroamericanos, y la estabilidad política que permitirá crear las condiciones para ello” (Proceso, 593).

    A ojos de Proceso, la integración centroamericana no despega del todo, porque aún no se han superado muchos problemas: desde añejos diferendos fronterizos y los flujos migratorios (Proceso, 884), hasta la dinámica vertical de la integración y el hecho de que “los indicadores macroeconómicos de nuestras naciones” sean el criterio casi exclusivo de los modelos de desarrollo en Centroamérica, sin que se repare en la situación de las mayorías populares (Proceso, 544), o en los problemas ambientales. La devastación dejada por el Huracán Mitch puso al desnudo la precariedad de las condiciones de vida de la mayor parte de la población centroamericana.

    Según la apreciación de Proceso, durante los últimos años, los países del istmo han gozado momentos de relativo crecimiento económico y de cierta estabilidad social, pero ambos aspectos han sido muy precarios. Las deficiencias intrínsecas de los modelos de desarrollo provocan altibajos en la situación socioeconómica de las naciones centroamericanas. Además, las taras ya ancestrales como la corrupción, la impunidad a todo nivel y el autoritarismo (Proceso, 981) hacen que los logros de las democracias istmeñas sean poco menos que incipientes.

    A casi veintidós años de su primera edición, el pronóstico de Proceso para Centro-amé-rica es reservado. Por un lado, el papel de los Estados Unidos en la región no ha cambiado en lo sustancial. Las guerras de contrainsurgencia son ya cosa del pasado, pero la injerencia política del país del Norte sigue siendo patente. Esto afecta, indudablemente, los grados de autonomía a los que puedan aspirar las naciones del istmo. Por hoy, la bandera de la “guerra antiterrorista” es la gran legitimación de la influencia estadounidense sobre los asuntos internos de la región.

    Por otro lado, en un comentario de 1996, se dijo que aún falta mucho por hacer a fin de lograr la tan necesaria integración centroamericana. Y es que, en efecto, todavía están sin resolver muchos problemas estructurales para lograr un modelo de integración centroamericana sostenible, respaldado por una estabilidad sociopolítica basada en el bienestar de las mayorías populares. En suma: Centroamé-rica ha superado los conflictos bélicos, pero no sus grandes retos históricos.

    G
DERECHOS HUMANOS

¿Peligra la libertad de expresión?

    No hay como esperar a que el huracán de la polémica se calme, para poder reflexionar y analizar con tranquilidad determinados acontecimientos. Por tal razón —desde este nuestro espacio— queremos valorar el actual nivel de respeto a una de las garantías fundamentales en todo Estado de Derecho, como es la libertad de expresión. Lo haremos partiendo de los “altercados” que tuvieron lugar durante las marchas realizadas el pasado miércoles 1° de mayo, en el marco de la conmemoración de las y los trabajadores; sobre todo porque, días después, y como consecuencia de aquéllos, se escucharon voces de alarma ante el peligro que corría ésta y —por su importante relación— la democracia.

    No es el momento, ni contamos con el espacio suficiente para poder definir la “democracia”, para asegurar que ésta existe en nuestro país y establecer que la misma se encuentra o no en peligro. Al respecto sólo diremos que, desde la perspectiva de las mayorías, en El Salvador de hoy no se puede hablar siquiera de una “democracia en construcción” sino de un peligroso proceso destructivo de lo logrado en el marco de los acuerdos de paz, con los cuales se intentó hacer de la nuestra una sociedad verdaderamente democrática y, por tanto, respetuosa de los derechos humanos.

    En cambio, consideramos que sí es necesario ofrecer una síntesis de lo que se entiende por “libertad de expresión”. Entre otras razones porque, ocho días después de los sucesos mencionados, más de veinticinco personas —entre ellas varios propietarios y representantes de los “grandes” medios masivos de difusión nacionales y también algunos del extranjero— se pronunciaron condenándolos. En esa ocasión, muchos de ellos se llenaron la boca al denunciar agresiones y sentirse —al menos por un día— defensores de las libertades democráticas que, según presumen voceros gubernamentales o ex guerrilleros en el extranjero, imperan en nuestro país.

    En principio, resulta conveniente recordar la Carta Democrática Interamericana, que el “internacional y demócrata” Presidente salvadoreño firmó el año pasado y desconoció —en medio de un falso “desconcierto informático” y un real desacierto diplomático— en abril del presente, cuando ocurrió el frustrado golpe de Estado venezolano. En su Artículo 4, la Carta Democrática contempla a la libertad de expresión como “componente fundamental” para el “ejercicio de la democracia”. Por consiguiente, al firmarla, el actual gobierno salvadoreño se encuentra comprometido a respetarla. Asimismo, entre la numerosa legislación que contempla este principio encontramos la Convención Americana sobre Derechos Humanos; ésta determina, en su Artículo 13, que la libertad de pensamiento y expresión “comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole”.

    También la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se ha pronunciado al respecto. “La libertad de expresión —afirma— es universal y encierra en su concepto la facultad jurídica que asiste a toda persona, individual o colectivamente considerada, para expresar, transmitir y difundir su pensamiento; paralela y correlativamente, la libertad de informarse también es universal y entraña el derecho colectivo de las personas a recibir la información que los demás les comunican sin interferencias que la distorsionen”.

    La citada Comisión reclama, además, la pluralidad de los medios y la prohibición de cualquier monopolio de los mismos, independientemente de la forma que éste pueda adoptar. Según ésta, dichos monopolios son nefastos para el ejercicio de la libertad de expresión. Por eso dice: “La interdependencia de los pueblos de América exige la mayor comprensión entre ellos mismos, para cuya efectividad es indispensable la libre información de las ideas y de las noticias. Para el logro de los fines mencionados, los medios de información deben estar libres de todo género de presión o imposición, y quienes utilizan los medios de información asumen una gran responsabilidad ante la opinión pública y deben, por lo tanto, ser fieles a la verdad de los hechos”.

    También la doctrina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos resulta útil para iluminar el panorama. Entre otros aspectos, señala: “En su dimensión individual, la libertad de opinión no se agota en el reconocimiento teórico del derecho de hablar o escribir, sino que comprende además, inseparablemente, el derecho a utilizar cualquier medio apropiado para difundir el pensamiento y hacerlo llegar al mayor número de destinatarios. Cuando la Convención (Americana sobre Derechos Humanos) proclama que la libertad de pensamiento y de expresión comprende el derecho de difundir informaciones e ideas por cualquier [...] procedimiento, está subrayando que la expresión y la difusión del pensamiento y de la información son indivisibles, de modo que una restricción a las posibilidades de divulgación representa directamente, y en la misma medida, un límite al derecho de expresarse libremente”.

    Y continúa diciendo que “si en principio la libertad de expresión requiere que los medios (...) estén virtualmente abiertos a todos sin discriminación o, más exactamente, que no haya individuos o grupos que, a priori, estén excluidos del acceso a tales medios, exige igualmente ciertas condiciones con respecto a éstos, de manera que, en la práctica, sean verdaderos instrumentos de esa libertad y no vehículos para restringirla”. Dichos medios —afirma la Corte Interamerica-na— son “los que sirven para materializar el ejercicio de la libertad de expresión, de modo que sus condiciones de funcionamiento deben adecuarse a los requerimientos de esa libertad”.

    La libertad de expresión necesita, pues, medios abiertos para poder ejercitarse. Pero, además, llega a comprender dentro de ésta a otras libertades y derechos como son la de cátedra y la de prensa, así como el acceso a la información e investigación. Para no lesionar derechos de otras personas, también se establecen limitaciones que determinan la responsabilidad sobre lo que se expresa. Así, tenemos los derechos a la propia imagen, al honor y la intimidad; asimismo, se tipifican como delitos las injurias y las calumnias.

    Una vez delimitado el campo, pasemos a valorar el nivel de respeto o irrespeto que ofrece nuestro país a la libertad de expresión. No vamos a descubrir otra vez la penicilina si condenamos —como ya lo hicimos— los “disturbios” del recién pasado 1° de mayo. Pero sí nos preocupa que entre los “empujones y el acoso” de uno y el “genio acalorado” del otro, el enfoque fundamental del análisis se pierda de vista. Que los medios de comunicación son la forma más utilizada por algunos sectores de nuestra sociedad para expresar sus opiniones, eso es de sobra conocido; pero de ahí a que unos empresarios poderosos dictaminen si existe o no libertad de expresión en nuestro país, dista bastante de lo plasmado en los documentos antes citados. Entre otras cosas, porque las agresiones contra camarógrafos y reporteros nacionales —a los que no se vio representados en la formal declaración de condena— no son las primeras y puede que no sean, dadas las condiciones de nuestro país, las últimas.

    El abundante manejo político que se le ha dado a este caso en noticieros y diarios, no es más que la clara evidencia del “arranque de motores” con vistas a las elecciones que se realizaran en los próximos dos años. Sin disminuir los crasos errores que ha cometido, siendo todavía el FMLN la mayor fuerza política opositora, resulta evidente que sus adversarios necesitan “ensuciar” la imagen y “desgastar” a sus líderes en la confrontación mediática. Y para ello, en cuanto existe la ocasión, siempre encuentran la gustosa cooperación de los grandes empresarios de prensa, radio y televisión. En el marco de esa propaganda previa a las elecciones, es que se realizaron recientes cambios en el aparato partidario “arenero”. Por eso, la reacción ante lo ocurrido el 1° de mayo ha sido diametralmente opuesta a otras actitudes frente a hechos previos similares o peores contra esta importante libertad. Baste recordar, sólo como muestra, los sucesos del 13 de marzo durante el affaire “Arévalo”; entonces, los protagonistas fueron “los muchachos de Sandoval” y el escenario, la Asamblea Legislativa,

    Los “altos ejecutivos de la noticia” dejaron hacer y dejaron pasar, esperando el momento oportuno para apropiárselo. Es lógico, entonces, que la Sociedad Internacional de Prensa (SIP) —al pronunciarse sobre nuestro país— se haya referido sólo a uno de los diez principios de la “Declaración de Chapultepec” —no el acuerdo que puso fin a la guerra en El Salvador— firmada en marzo de 1994, al final de una conferencia hemisférica sobre la libertad de prensa. Así, en el citado campo pagado sólo se citó el cuarto principio, referido a la intimidación y la “destrucción material de los medios de comunicación, la violencia de cualquier tipo y la impunidad de los agresores”, ya que “coartan severamente la libertad de expresión y de prensa”.

    De acuerdo; pero parece que sus colegas salvadoreños “olvidaron” —todos cometemos fallos— informarles de otros hechos graves y, por ello, no mencionaron el séptimo principio que condena la “concesión o supresión de publicidad estatal”, como premio o castigo a medios o periodistas; o el noveno, que determina la credibilidad de la prensa cuando “está ligada al compromiso con la verdad, a la búsqueda de la precisión, imparcialidad y equidad”. Quizás estas omisiones se debieron a la “falta de espacio” en el campo pagado que publicaron. Pero no hay que pecar de ingenuos. Si realmente fueran equilibrados y justos, “los principales medios de comunicación de El Salvador” —como los mismos se bautizaron— debieron haber presionado para que aparecieran en el comunicado de la SIP otros principios de la “Declaración de Chapultepec” y se condenara con igual fuerza, al mencionar los ataques de los “últimos meses”, al gobierno de Francisco Flores por incumplirlos.

    Un buen ejemplo de eso último es el de la reducción drástica de publicidad oficial en el Canal 12 de Televisión —que casi obliga a su cierre— a raíz de las informaciones que cuestionaron la labor gubernamental, en los días posteriores a los terremotos. Recordemos que Flores, incluso, atacó a dicha emisora acusándola de “desprestigiar al país”. ¿Por qué los “grandes medios salvadoreños” no hicieron lo posible para que este atentado apareciera en la mencionada “Declaración”?

    El problema está ahí y los responsables son aquellos que en nombre de la libertad de prensa quieren imponer la “dictadura de la empresa”. La impunidad ha tomado forma de gangrena en el país y ha alcanzado también al “cuarto poder”, demostrando que no bastan simples “disculpas públicas” —como las del Director de la Policía y las del Viceministro de Transporte— para que podamos presumir de “vivir en democracia”. Es necesario, entre otras muchas cosas, la plena vigencia y el sincero respeto a la libertad de expresión y de prensa, así como al derecho a la información —garantizados por la Constitución— para que hoy podamos aseverar que lo logrado tras el fin de la guerra no está en peligro.

    Corren malos tiempos para quienes buscan la verdad y públicamente exigen justicia, pero pueden venir peores si se hacen realidad los deseos “nostálgicos” de quienes sueñan con impedir que la gente “proteste mediante el procedimiento de bloquear calles o impedir el paso de las personas”. ¿Son estas palabras de alguien que sí le permiten tratar de articular algunas ideas en la prensa nacional, la aceptación pública de lo que se quiere para el país? Él no tiene que salir a la calle a protestar porque el sistema imperante le sigue permitiendo hacer lo que quiere. Pero, ¿qué con esa población excluida de todo o casi todo en esta nuestra sociedad?
 
 
 

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