Instituto de Derechos Humanos de la UCA

Palabras del Director del Idhuca sobre la tesis de Herman Duarte que versó sobre el cultivo político de la ignorancia realizado desde el poder.

13/01/2021

Por José M. Tojeira, S.J.
Director Idhuca


La manipulación de la realidad humana, económica, social o política tiene una larga tradición. Especialmente en épocas en las que el individualismo o el autoritarismo se imponen, convertir en derechos los intereses individuales o de los poderes, sea políticos o de facto, tiende a convertir la ley del más fuerte en criterio de verdad. Un poeta del siglo XVI, perseguido por la inquisición, lo expresaba claramente cuando decía que en su caso veía “desnuda la verdad, muy proveída, de armas y valedores la mentira”. Las posibilidades de manipulación de la verdad aumentan, además, cuando cualquier tipo de desastre pone miedo en nuestros corazones. Porque el miedo, y lo hemos visto ahora en tiempo de pandemia, vuelve a poner el pensamiento mágico con mayor intensidad en el tablero del debate y la conversación social. Podríamos decir que cuando por las razones que sean crece la tensión social, crece también exponencialmente la facilidad para construir falsas verdades, apoyar y fomentar directamente la ignorancia, tocar sensibilidades y sentimientos heridos, y elaborar a partir de ahí un lenguaje culpabilizador de todo aquel que no comulgue con los intereses del poder.

En el caso de la pandemia de covid-19 que ha golpeado severamente el mundo en que vivimos, y por supuesto también nuestro país, la tentación en democracias frágiles es aprovechar la situación para aumentar el poder de los gobiernos, en vez de fomentar la indispensable participación en la búsqueda de soluciones, el desarrollo y mejoramiento de la institucionalidad, y la colaboración solidaria de la población. Cuando se cae en esa tentación autoritaria, los primeros en sufrir son los pobres y sus ya previamente golpeados derechos humanos. En nuestro país, El Salvador, tenemos una larga tradición de autoritarismo, tanto cultural como estatal y gubernamental. Con grandes costos se ha ido parcialmente superando en algunos momentos. Los acuerdos de paz fueron un hito en este proceso, que generó nuevas instituciones dedicadas desde el propio estado a la defensa de los DDHH, defensa de la mujer, de la niñez o de la transparencia. Pero en la política partidaria del día a día, ha quedado otra tradición: la búsqueda de poder, aun imponiéndose sobre la búsqueda de verdad.

El actual gobierno, experto en manejo de redes, en aprovechamiento de resentimientos frente a un mundo político de discursos vacíos y de escasos resultados en el terreno del desarrollo, y sin ningún escrúpulo para mentir y construir falsas esperanzas, no fue una excepción en la utilización autoritaria de la pandemia. Durante todo el año pasado el gobierno impulsó sentimientos de venganza contra sus opositores, confundiéndolos con sentimientos de justicia. Impulsó el castigo como ideal correctivo de los problemas sociales, e impuso la idea de que infligir dolor a quien, real o supuestamente, nos hace daño o amenaza nuestra seguridad, mejora nuestra situación. Dos casos quiero comentar como ejemplos, más allá de agresiones verbales, insultos y mentiras del día a día.

Los centros de contención, donde se internaba obligatoriamente a quien regresaba al país o salía de su vivienda sin justificación, a juicio de la policía, se presentaron como una solución para el contagio y como un mecanismo indispensable para que la gente cumpliera las restricciones a la movilidad, derivadas de las exigencias de salud pública. Se les ingresaba 30 o más días, con frecuencia en lugares no habilitados adecuadamente, con problemas de hacinamiento, mala alimentación y problemas de higiene. Por estos centros de contención pasaron más de 10.000 personas, especialmente jóvenes. La realidad era que en esos centros se estaban dando contagios de enfermedades, que algunas personas murieron y que no había justificación legal para lo que se estaba haciendo. De hecho, esas reclusiones en los centros de contención se convirtieron en verdaderos delitos de privación de libertad cometidos desde el Estado. Cuando a través de la Sala de lo Constitucional se logró eliminar ese sistema absurdo y violatorio de DDHH, la respuesta gubernamental fue la de acusar a los jueces y a las instituciones de DDHH de querer la muerte de miles de salvadoreños. Sin lugar a dudas el propio gobierno se había dado cuenta de lo caro, improcedente, ineficaz, peligroso para la salud e impopular en que se había convertido el sistema de los centros de contención. Pero la mentira continuaba siendo más importante que la verdad: Los centros de contención se hicieron por el bien del pueblo salvadoreño y salvaron vidas, siguió repitiendo el gobierno.

Otro ejemplo todavía más sangrante, por lo eficaz que resulta la mentira cuando anida en sentimientos de venganza, y por la indiferencia que rodea el sufrimiento de los más débiles, es el del maltrato y castigos a un buen número de presos. En Abril del año pasado hubo un repunte violento de homicidios. El gobierno lo atribuyó a un intento de presión de las maras y castigó a 16.000 privados de libertad a aislamiento total, ausencia de luz solar, supresión de acceso a tiendas en las que se podía comprar algo dentro de la cárcel que supliera la deficiente alimentación. No importaba que los estándares y normas internacionales prohibieran los castigos generales en las prisiones, o que se mezclara en las mismas cárceles a quienes estaban condenados por delitos y a quienes estaban en detención preventiva y gozaban por tanto de presunción de inocencia. Aunque se interpuso un “habeas corpus” en favor de los presos y la Sala de lo Constitucional lo aceptó, nunca hubo, al menos hasta el presente, ninguna resolución en favor de los privados de libertad. Se dieron protestas internacionales contra las imágenes denigrantes de los privados de libertad, que el gobierno exhibió en ese momento, claramente opuestas a los convenios contra la tortura. Pero en una enorme proporción, ni la cultura popular ni la opinión de las élites reaccionó adecuadamente ante una flagrante violación de los derechos de los privados de libertad.

En estos tiempos de pandemia, después de una primer etapa, ha habido más preocupación por la violación sistemática del Estado de Derecho en su formalidad legal, que del dolor de los pobres y los débiles. Sin darse cuenta las élites, de que es precisamente el desinterés tradicional del Estado salvadoreño por la mayoría ciudadana, compuesta por población pobre y vulnerable, el que provoca la creencia en las promesas populistas y las mentiras del fabricante de sueños, aunque sea en realidad un manipulador autoritario. Cuando en debates y análisis social se habla de la época de la posverdad aplicada a la política, se nos está advirtiendo de que crear imágenes, sueños e ilusiones enraizados en los sentimientos frustrados de la población, tiene un efecto electoral más inmediato que buscar el bien común desde la política y desde la verdad de los datos. Cada vez muchos ciudadanos terminamos pensando que a los políticos les gusta más el pleito y el altercado que la verdad. Al fin y al cabo, el grito y las palabras altisonantes terminan por crear una imagen más impactante. Y eso da votos.

Ya desde hace siglos los filósofos insistían en que no es lo mismo la opinión que la verdad basada en el conocimiento y la ciencia. Pero ahora en política no se discuten ni verdades ni opiniones. Debatir sobre la mentira, muchas veces amontonando una sobre otra, es lo que priva en la política. Quienes debaten sobre la absurda afirmación presidencial de que los acuerdos de paz fueron una farsa, olvidan con frecuencia el irrespeto posterior a algunos aspectos de los acuerdos. El gobernante de turno puede negarse a ser coherente con los Derechos Humanos y no abrir los archivos militares del tiempo de nuestra guerra. La oposición, que poco antes tenía una postura semejante, critica ahora la cerrazón gubernamental. Pero cuando dos magistrados de la Sala de lo Penal de El Salvador, rayando la delincuencia, dan una sentencia claramente injusta, despectiva para con las víctimas y en contradicción con la doctrina y las obligaciones constitucionales y convencionales del país, tanto el gobierno como la oposición guardan un obsequioso silencio. El gobierno podía insistir, durante los meses duros de la pandemia, en que recibir a los salvadoreños varados en el exterior era peligroso para la salud pública. Pero al mismo tiempo recibía en silencio a los deportados de Estados Unidos. El tema real no era la verdad ni la protección de la salud, sino la apariencia, la mentira y la sumisión a un poder mayor.

Tenemos una Constitución de la república inspirada en los Derechos Humanos. Las palabras del artículo primero de la Constitución señalan los fines del Estado. Se insiste en el objetivo que éste debe promover: proteger a la persona humana impulsando y defendiendo sus derechos. La justicia, la seguridad jurídica, el bien común, la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social son las palabras y conceptos que allí aparecen. Las deficiencias son notorias en todos esos aspectos desde 1983, fecha de la promulgación de esta ley primaria de nuestra convivencia. Podemos preguntar por qué los salvadoreños hemos soportado las severas contradicciones con lo que se nos afirma como constitucionalmente necesario, o por qué hemos caminado tan lentamente hacia las metas especificadas en la Constitución. Y solo podemos contestar de dos maneras: Una: Los gobiernos y los poderes establecidos tienen formas violentas de silenciar las preguntas, y ejercen esa fuerza represiva de la verdad. Y dos, cuando la violencia descubre su propia estupidez y brutalidad inhumana, sin abandonar del todo ciertas formas más sofisticadas de violencia, queda siempre el recurso de la mentira, la creación virtual de personajes carismáticos, sueños y esperanzas vanas, y la promoción propagandística de los mismos.

¿Estamos como país condenados al fracaso ante la capacidad creciente de manipulación de la verdad? Unas palabras de Hannah Arendt nos señalan el camino de la resistencia en la verdad: “La verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder, son incapaces de descubrir o inventar un sustituto para ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla". En nuestra historia se han destruido, incluso asesinado, a un buen número de personas que buscaban hacer verdad en nuestra realidad. Mientras los mentirosos y los acaparadores de la propaganda y de las primeras páginas van disolviéndose como “coágulos de sombra oliendo a olvido”, en palabras del poeta César Vallejo, aquellos que dieron la vida por la verdad de los pobres, por la defensa de los Derechos Humanos y la dignidad de la persona, permanecen con una enorme vitalidad, aun después de muertos. Con razón dice el Papa Francisco que, si en algún momento, hay que volver a empezar, debe ser siempre desde los últimos. Gracias Herman, por ayudarnos a encontrar un poco más de luz en esta oscurecida sociedad nuestra, tan manipuladora de imágenes e ilusiones.