Como vueltos a nacer

Diario personal del terremoto

en El Salvador

Ricardo Ribera

1. Treinta y dos segundos de zozobra

"Paren esto un momento, que quiero bajarme". Se me viene esa vieja broma bajo el agua de la ducha al momento de sentir las primeras sacudidas. Este planeta se ha vuelto demasiado peligroso,- lo he dicho otras veces recordando esa frase -, habría que buscar algo menos inseguro que esta esfera achatada flotando en la nada. La incipiente sonrisa se me borra cuando a los segundos viene el primer remezón fuerte. No sé con qué mano me enrollo una toalla, ni con qué mano me aferro al muro. Absurdamente, porque esta pared, al igual que el resto de la casa, se mueve como zarandeada por un gigante. Salto hacia la escalera mientras detrás de mí las libreras se vuelcan, el televisor cae y se derrumba parte del cielo falso. De la planta baja llegan gritos mezclados con el estrépito general: ˇpapi bajá, que está temblando!

Gracias, ya me había dado cuenta, pienso… pero no tiene gracia, esto es más grave que un simple temblor. Y me ha pillado desnudo. Como había soñado en mis pesadillas, viene el terremoto y yo, en cueros. La desnudez aumenta mi sensación de impotencia y de total precariedad, el pudor ancestral unido a todos los terrores primigenios. La mente disparada a mil por hora mientras los pies tratan de atinar en los peldaños, de tres en tres, de cuatro en cuatro tal vez. Por un instante me parece revivir experiencias pasadas, el barco estremecido por la tormenta, repentinamente a merced de furiosas olas, el agua en la cara, el viento y el olor a mar mientras trato de abandonar la cubierta, deslizarme por la mojada escalerilla y no precipitarme fuera donde el océano furibundo me hubiera engullido en un santiamén. Una tremenda ola ha movido toda la estructura, me saca de balance y me golpeo una rodilla con el soporte del pasamanos. Chorreo agua y estoy a punto de deslizarme en la última grada. Toda la casa parece ahora a punto de zozobrar. Cruje su quilla mientras allá en la proa, bajo el dintel de la entrada, mi mujer y mi hijo me gritan algo angustiosamente.

Vuelo a grandes zancadas cruzando la sala en mitad del zafarrancho. En el aire trato de decidir dónde pondré el pie. Todo tipo de objetos están regados por el piso. Fragmentos de cerámica, libros, vidrios y pedazos de cosas alfombran el suelo. Milagrosamente paso entre todo ello sin herirme. Aterrizo entre los míos, en esos pocos centímetros cuadrados bajo el dintel que constituyen nuestro único refugio. Alrededor es el caos, mucho peor que cuando entraron los ladrones y hallamos todo botado y revuelto. No nos atrevemos a cruzar el garaje para ganar la calle. Las tejas amenazan desplomarse; parece más seguro el marco de la puerta. El vehículo está brincando a cada sacudida, como si hubiera entrado en orgasmo. Me recuerda la escena de la pareja haciendo el amor en un viejo automóvil en la panza del Titanic y me entra una risa nerviosa. Ya va a pasar, nos repite tranquilizadora mi mujer. Pero tarda en calmarse. Qué eternos se hacen estos segundos. Dios, ˇqué insignificantes y poca cosa somos en realidad!

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