Autoritarismo y terremoto

(Fragmentos)

Luis Alvarenga

 

 

Las élites salvadoreñas han manejado el discurso de la modernización para legitimar una serie de cambios operados en las estructuras socioeconómicas del país. De hecho, estas élites han sobresalido por su dinamismo en comparación a los demás grupos dominantes en Centroamérica. Después de la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, los distintos gobiernos de ARENA han dado cuerpo a su proyecto de modernización: la privatización de algunos sectores del aparato estatal —telecomunicaciones y electricidad—, fue uno de los primeros pasos. Las élites gobernantes legitimaron la privatización enmarcándola dentro de un conjunto de reformas destinadas —según ellos— a hacer más eficiente al Estado. El empuje transformador incluyó también a su instrumento político: subieron a la dirección del partido ARENA caras nuevas, no tan relacionadas con el pasado que ha marcado a la agrupación oficialista. La cúpula empresarial ha mostrado ser emprendedora. Colocó en el mercado salvadoreño los más interesantes adelantos en las telecomunicaciones y ha atraído la inversión de consorcios transnacionales. El sector bancario ha tenido también lo suyo: Bancos como el Cuscatlán —cuyo socio fundador es el ex Presidente Alfredo Cristiani— se han posicionado entre los más poderosos en el ámbito latinoamericano. Los éxitos en el ámbito macroeconómico se sucedían uno a uno. Para fin de siglo, todo hacía ver que el discurso de la modernización era algo más que palabras.

Todo eso cambió en enero de 2001: Un terremoto de gran magnitud resquebrajó la fachada de modernidad e hizo ver cuál es el verdadero país en el que también habitan esas élites. La dinámica de intercambio comercial puede haberse modernizado —en favor de unos cuantos—, pero El Salvador está lejos de haber ingresado a la modernidad en términos sociales y políticos. La modernización ha sido un autobús en el que sólo los que pueden pagar boletos de primera clase pueden viajar. Los otros salvadoreños y salvadoreñas viven en un país que los felices pasajeros del autobús no pueden ni quieren ver, embriagados por el vértigo de su propia ilusión modernizadora. Esos otros pagan la peor parte del boleto de viaje: viven las expresiones de una cultura autoritaria, que sostiene la alucinación de modernidad de las élites.

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