PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL — EL SALVADOR, C.A.

Año 21
Número 911
Julio 19, 2000
ISSN 0259-9864
 
 
 

ÍNDICE


Editorial El Salvador: cuatro ejes problemáticos
Política La participación ciudadana
Economía Situación del sector cafetalero
Sociedad Ciudad y conflicto
Comentario Un “consejo” para la seguridad pública
Derechos Humanos El terror de la impunidad
Noticias
 
 
 

EDITORIAL


EL SALVADOR: CUATRO EJES PROBLEMÁTICOS

    La situación actual de El Salvador es sumamente preocupante. Pareciera que el país marcha a la deriva, sin rumbo y dirección, presa del caos, el crimen y la violencia social generalizada. Se trata de una situación que va más allá de la ingobernabilidad, hasta hace poco tema preferido de debate en diversos círculos de opinión. Técnicamente, una sociedad se vuelve ingobernable cuando las demandas ciudadanas exceden, por su amplitud y radicalidad, la capacidad estatal para darles respuesta. En ese marco, la violencia suele hacerse presente tanto por parte de los ciudadanos —que plantean abiertamente sus exigencias— como por parte del Estado —al cual los mecanismos legales e institucionales le sirven de poco para contener la irrupción pública de grupos sociales significativos. Este último aspecto, básico para hablar de una situación de ingobernabilidad, está prácticamente ausente en El Salvador en el momento actual: la presencia pública del movimiento social es de bajo perfil y, cuando se ha suscitado, no ha tenido el efecto desestabilizador necesario para desbordar al Estado.

    La tesis de la ingoberbalidad, pues, no parece responder bien a los dinamismos que caracterizan al país en la coyuntura actual. Hay suficientes motivos para pensar que lo que le sucede a El Salvador es más grave que una mera crisis de gobernabilidad: se trata, al menos, de dos fenómenos sociales estrechamente relacionados entre sí: a) una quiebra de los lazos de solidaridad social —lo cual se traduce en un clima de permanente violencia cotidiana—; y b) una crisis de las instituciones fundamentales del país —que les impide garantizar una convivencia social segura y pacífica. Estos dos dinamismos se ven alimentados por cuatro tendencias que, en buena medida, marcan los derroteros de El Salvador en la actualidad. Son estas cuatro tendencias —planteadas en este editorial como ejes problemáticos de la realidad nacional— las que serán abordadas a continuación.

    I. Transición-consolidación democrática. Este eje es clave para entender la complejidad y dificultades del proceso político salvadoreño. Por lo general, es ampliamente aceptado que la transición democrática supone la creación de los mínimos institucionales necesarios para dar el salto del autoritarismo a la democracia. Esos mínimos institucionales no agotan la construcción de un ordenamiento democrático; constituyen solamente el punto de partida para avanzar hacia una siguiente etapa: la consolidación democrática, misma que supone la existencia de un sólido entramado institucional capaz de encauzar demandas sociales amplias, es decir, no exclusivamente políticas. Hay suficientes razones para pensar que en El Salvador los mínimos de la transición no se han establecido con la suficiente solidez. De aquí que el tránsito hacia la consolidación democrática sea sumamente problemático y difícil.

    II. Crisis de la seguridad pública. Este eje guarda una estrecha relación con el anterior. En efecto, el problema de la seguridad pública tiene una dimensión institucional que no se puede ni debe soslayar. Tres instancias están involucradas directamente en el problema: la Policía Nacional Civil (PNC), el Ministerio de Seguridad Pública y el sistema judicial. En tanto estas tres instancias no sean sometidas a un drástico saneamiento institucional y, a la vez, no redefinan sus vínculos institucionales, la crisis de la seguridad pública tenderá a agudizarse. Por supuesto que el problema de la seguridad pública no se agota en su dimensión institucional; hay por lo menos dos aristas adicionales que hacen más compleja la situación: la dimensión psicosocial —es decir, el modo como los ciudadanos viven subjetivamente el problema de la seguridad—, la cual está fuertemente influida por los medios de comunicación; y la dimensión criminal propiamente dicha —es decir, la relacionada con las acciones efectivas del crimen organizado, la delincuencia común y la violencia privada. No está demás decir que, en el momento actual, en la percepción social de la criminalidad se ha sobredimensionado una de sus expresiones —los secuestros—, dejando en segundo término otras que son igualmente graves.

    III. Enclaves culturales autoritarios. Algunos teóricos de la política coinciden en señalar que la democracia tiene mayores dificultades de afianzarse en sociedades donde la cultura autoritaria no ha sido reemplazada por una cultura democrática. En El Salvador hay valores, creencias y estilos de vida autoritarios fuertemente arraigados en la sociedad; los mismos se articulan en una lógica perversa que brevemente se puede formular así: impotencia hacia quienes jerárquicamente tienen más poder (económico, político o físico) y prepotencia hacia quienes jerárquicamente tienen menos poder. En virtud de esta lógica, por un lado, se valora positivamente la fuerza como mecanismo para resolver conflictos; y, por otro, se rechaza al débil, es decir, a quien no tiene poder (o tiene un poder mínimo) que lo respalde. Existen, al menos, tres espacios —enclaves— en los cuales valores, creencias y estilos de vida autoritarios se generan y difunden al conjunto de la sociedad: la esfera estatal, el sistema educativo y la familia.

    IV. Inseguridad laboral. Este punto guarda relación con los efectos de implementación del programa liberal en el país. Por un lado, en el sector público la reforma (reducción) del Estado ha puesto a la orden del día las amenazas de despido (y los despidos efectivos), con la incertidumbre y los temores que ello trae consigo. En el sector privado, la llamada flexibilización de la mano de obra hace que los trabajadores, además de no tener garantizados sus derechos laborales básicos, estén a merced de los empresarios para ser contratados o despedidos. En la coyuntura económica actual del país, ese derecho humano fundamental —el derecho al trabajo— está siendo violentado y todo apunta a que puede ser violentado aun más, si los trabajadores (y la sociedad civil) no presionan al Estado y a los empresarios para cambiar las reglas de juego económico. Asimismo, la inseguridad laboral se ve agravada por un serio problema estructural: la desarticulación de los sectores financiero, agrícola e industrial, misma que está dando lugar a un estancamiento de la economía, con las dificultades que ello supone para una inserción provechosa en los circuitos económicos mundiales.
 
 
 

POLÍTICA


LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA

    El tema de la ciudadanía ha adquirido una presencia llamativa en las discusiones sobre la cosa pública. Todo el mundo se refiere a los ciudadanos, sus derechos y su participación en la sociedad. Por eso, en el país, se habla tanto de participación ciudadana. Se entiende que se deben fortalecer los mecanismos de participación y de influencia de los ciudadanos en las decisiones que toman los políticos desde el poder estatal. Los mismos ciudadanos manifiestan con claridad su deseo de participación. Se organizan foros de discusión y reflexión sobre problemas nacionales, locales y/o mundiales donde el tema del protagonismo ciudadano siempre ha salido a relucir. Y, en este sentido, se denuncia el verticalismo de las instituciones de decisión tanto nacional como mundial que socavan los derechos básicos inalienables —entendidos como derechos sociales, civiles, políticos— de los ciudadanos.

    En este marco, "participación ciudadana" se ha vuelto una palabra de moda. Frente a los secuestros, se pide la colaboración de la ciudadanía con la policía para contener el accionar delincuencial. Para resolver el problema del abstencionismo electoral se cree que una mayor participación ciudadana puede garantizar el control de las decisiones de la clase política y, de paso, asegurar su legitimidad de cara a los electores. Así, la representatividad democrática tendría conexión con la participación directa de los ciudadanos. En definitiva, ante la corrupción e ineficiencia de las instituciones estatales, la única salvación parece ser la participación ciudadana.

    Paradógicamente, este reclamo de participación ciudadana no va acompañado de algún esfuerzo por incluir la opinión de los ciudadanos en las grandes decisiones institucionales. Por ejemplo, no se les toma toma en cuenta a la hora de decidir la privatización de las empresas públicas. Tampoco se les toma en cuenta cuando revelan, a través de las encuestas de opinión pública, su punto de vista sobre la conducción gubernamental del país. En fin, cuando las autoridades piden o denuncian la falta de colaboración de la ciudadanía parecen buscar más el encubrimiento de su incapacidad y falta de voluntad para enfrentar los problemas que aquejan a la sociedad, que un verdadero escrutinio ciudadano de su manejo de los asuntos públicos. Con todo, el concepto de ciudadanía es fundamental para un estado liberal democrático.

    Aunque se pueden señalar grandes insuficiencias de la teoría de T. H. Marshall sobre la ciudadanía, ésta constituye, no obstante, un hito fundamental que permite un primer acercamiento, en el contexto de los estados-nación liberales, a este tópico. Por eso, aun reconociendo las dificultades que se pueden señalar a dicha teoría cuando se quiere hablar de ciudadanía en un contexto globalizado, es necesario reflexionar desde sus postulados básicos para preguntarse por la situación actual del tema de la ciudadanía en El Salvador. Podría ser que las mismas instituciones estatales adolecen de problemas graves que no favorecen el ejercicio pleno de la ciudadanía.

    Marshall es considerado como el padre del liberalismo clásico en lo que toca al tema de la "Ciudadanía". El célebre estudio de Marshall Citizenship and social class (1949) es el tratado clásico de la relación estado-ciudadanía al que han recurrido los diferentes estudiosos de este tema. Ciudadanía, según Marshall es, "plena pertenencia a una comunidad"; pertenencia plena a una comunidad hace referencia a la participación de los individuos. Por medio de la ciudadanía, se garantiza a los individuos derechos iguales, deberes, libertades, responsabilidades y restricciones. En este sentido, ciudadanía es entendida como posesión de derechos.

    “En opinión de Marshall —según Will Kymlicka y Wayne Norma— la ciudadanía consiste esencialmente en asegurar que cada cual sea tratado como un miembro pleno de una sociedad de iguales. La manera de asentar este tipo de pertenencia consiste en otorgar a los individuos un número creciente de derechos de ciudadanía... Para Marshall, la más plena expresión de la ciudadanía requiere un Estado de bienestar liberal-democrático que garantice los derechos de los ciudadanos. Al garantizar a todos los derechos civiles, políticos y sociales, ese Estado asegura que cada integrante de la sociedad se sienta como un miembro pleno, capaz de participar y disfrutar de la vida en común. Allí donde alguno de estos derechos sea limitado, olvidado, habrá gente que será marginada y quedará incapacitada para participar” (Will Kymlicka y Wayne Norma, El retorno del ciudadano en "Ciudadanía, el debate contemporáneo". Revista de estudios sobre el Estado y la sociedad, p.7-8). De esta manera, pertenencia a una sociedad, participación, posesión de derechos y un Estado de bienestar que asegure el goce pleno de la vida en común son los pilares fundamentales del concepto de ciudadanía de Marshall. ¿Pero, qué pasa cuándo no se reúnen estas condiciones?

    En una primera aproximación a la actual crisis institucional que conoce la sociedad salvadoreña, se ve que se está lejos de cumplir estos requisitos fundamentales que posibiliten la participación ciudadana. De hecho, la marginación de la que es objeto la mayor parte de la población, la dura situación económica y la incapacidad del Estado para asegurar tan siquiera la seguridad ciudadana, son obstáculos importantes que dificultan dicha participación, según esta lectura de los planteamientos de Marshall. En la medida en que el Estado debe desempeñar un papel preponderante en garantizar y fomentar el ejercicio de ciudadanía, su eficacia o ineficacia en ese punto servirá para entorpecer o promover dichos derechos.

    Aquí no hay por dónde perderse. Una de las dificultades señaladas para hacer frente a los graves problemas que conoce el país es la incapacidad de las instituciones estatales para cumplir con las exigencias mínimas que les son asignadas por ley. En este contexto, ¿de qué manera se puede hablar de la responsabilidad plena de un Estado para facilitar los derechos sociales, civiles y políticos? Si bien no se puede negar los grandes esfuerzos que ha hecho el país en este sentido, es imperioso subrayar que todavía queda mucho por hacer en aras de fortalecer las instituciones que deben velar por el cumplimiento de los derechos de los salvadoreños

    En este sentido, la pregunta que se debe plantear no es tanto sobre los niveles de participación ciudadana, sino sobre los niveles de eficacia de las instituciones estatales para promover esa participación y el disfrute de la vida en común. Desde este punto de vista, el problema actual de participación ciudadana no puede verse independientemente del contexto de las características peculiares del Estado salvadoreño. Debido a que los entramados institucionales no garantizan los derechos consagrados por la Constitución —los derechos sociales, políticos y civiles— el Estado no puede responder a su obligación de ser garante de la igualdad. Por lo mismo, no garantiza la participación de los ciudadanos ni mucho menos da respuesta a la demandas que éstos plantean a las instituciones públicas.

    Por otro lado, la denuncia de esta incoherencia y falta de cumplimiento del Estado salvadoreño de su rol principal no exige afinidad con el liberalismo. Al contrario, dicho análisis permite una crítica desde dentro al liberalismo enarbolado. Es una obligación del Estado cumplir los postulados teóricos básicos que lo sustentan. Si las instituciones estatales no están en condición de garantizar el goce pleno de la ciudadanía y, por lo tanto, de los derechos que derivan de esta condición, difícilmente se podrá llegar a una concreción en la solución de las demandas sociales.
 
 
 

ECONOMÍA


SITUACIÓN DEL SECTOR CAFETALERO

    Desde su introducción, el cultivo del café ha sido objeto de políticas especiales de parte del gobierno, comenzando con la abolición de las propiedades comunales —hacia 1860— hasta llegar a la actual política de creación de un fondo de 80 millones de dólares para estimular la renovación del parque cafetero y apoyar las maltrechas finanzas de los caficultores.

    Las implicaciones de estas políticas de Estado han sido evidentes, y dentro de las positivas destacan: creación de un nuevo polo de crecimiento económico que vino a sustituir al añil, así como incrementos de la producción, exportaciones e ingresos fiscales. Los efectos negativos pueden resumirse en: concentración de la propiedad de la tierra, destrucción de bosques originales, expropiaciones de tierras comunales, proliferación de los campesinos sin tierra e instauración del empleo agrícola estacional mal remunerado.

    A estas alturas, la mayoría de los efectos positivos de la introducción del café han desaparecido, principalmente debido a la caída de sus precios internacionales ocurrida hace más de una década. El sector cafetalero ya no es un dinamizador del crecimiento económico o de las exportaciones; tampoco genera ingresos fiscales de consideración debido a que se eliminaron los impuestos a su exportación. En cambio, sus efectos negativos se mantienen, con el agravante de que ahora el sector cafetalero genera menos empleo estacional que en el pasado debido a la reducción de las áreas cultivadas y la producción.

    Las causas de esta crisis son básicamente de carácter externo, pues los precios internacionales han pasado de niveles cercanos a los 150 dólares por quintal en 1989 a niveles de entre 80 y 100 dólares por quintal. En ocasiones excepcionales, los precios han llegado a rebasar estos niveles, pero la tendencia general se mantiene dentro del rango señalado o poco más. Consecuentemente, el sector cafetalero se debate en una situación de mora bancaria y de insuficientes ingresos para solventarla, lo cual ha motivado al gobierno de Francisco Flores a crear el fondo para el café ya mencionado antes.

    Curiosamente, este fondo ha generado división entre el sector cafetalero debido a que no todos están de acuerdo sobre la conveniencia de aceptar la "generosa" ayuda ofrecida por el gobierno. En lo fundamental han surgido dos tendencias: una que está totalmente de acuerdo con el fondo y otra que señala que éste sólo vendrá a generar más endeudamiento en el sector, por lo cual propone una reestructuración de su deuda.

    Aunque no se trata de negar que el café continúa siendo un rubro que aporta al Producto Interno Bruto (PIB) agropecuario y general (19.36% y 2.5%, respectivamente); tampoco debe ignorarse el hecho de que asignar recursos escasos a un sector económico con las perspectivas nacionales e internacionales del café es un verdadero despropósito que sólo puede responder a la lógica política, pero difícilmente a la económica.

    Comenzando con el ámbito internacional, resalta el hecho de que las más fuertes esperanzas de que se recuperen los precios internacionales del café se cifran en la ocurrencia de amenazas naturales que mermen la cosecha de Brasil, uno de los mayores productores del mundo; de esa manera, se podría dar una conjunción de reducción de la oferta cafetera mundial y de especulación que eleve temporalmente los precios del café (de hecho esas son las expectativas actuales). Por lo demás, no se vislumbra ningún plan de asignación de cuotas al estilo Organización Internacional del Café que pueda inducir reducciones en la oferta de café e incrementos de precios de forma más permanente.

    Aun cuando se supusiera que los precios volvieran a los niveles de antaño, no se puede ignorar que el contexto nacional en el cual se desarrolla el café muy poco contribuye a los objetivos del desarrollo: las exportaciones de café han perdido importancia dentro del total y tampoco generan ingresos tributarios, la producción del grano se desarrolla bajo un esquema de concentración de tierras y, además, ni siquiera en sus mejores épocas ha sido capaz de generar el empleo e ingreso suficiente como para superar la problemática de la pobreza rural.

    Apenas en 1986, las exportaciones del café llegaron a representar un 73.1% del total, pero para 1999 pasaron a representar 9.8%; los ingresos tributarios generados por el sector pasaron de niveles cercanos al 30% en 1980 a sólo 8% en 1990, como resultado de una reducción del impuesto a las exportaciones de café, que más tarde desaparecería por completo. Por otra parte, datos estadísticos dan cuenta de que, antes de la reforma agraria de los años 80, cerca de un 39% de la superficie sembrada con café y un 44.5% de la producción estaba concentrada en apenas un 1.7% del total de explotaciones.

    La reforma agraria no cambió sensiblemente esta estructura de tenencia porque no afectó las propiedades con extensión de entre 150 y 500 hectáreas, donde se tiene un 60% del total de tierras cultivadas con café. Además, tampoco afectó significativamente a los grandes productores, pues los datos del Programa de Evaluación de la Reforma Agraria daban cuenta que afectó solamente a un 5.5% del total de explotaciones con producción de entre 10,000 y 15,000 quintales oro, a un 8.9% de las que producían entre 15,000 y 30,000 y a un 1.1% de las que producían más de 30,000. El efecto más significativo de la reforma agraria fue el hecho de que un 16.7% de las tierras cultivadas con café pasó a manos de cooperativas creadas de forma ad hoc.

    Finalmente, otro elemento del contexto nacional del café que vale la pena señalar es que, para principios de la década de 1990, se estimaba que el sector cafetalero generaba cerca de un 40% del total de jornales del sector agropecuario. No se conocen datos actuales, sin embargo, de cara a la reducción del área cultivada con café provocada por la creciente urbanización de las fincas cafetaleras, cabría esperar una reducción de los jornales generados por el sector, a lo cual se agregan otros elementos negativos: el carácter estacional del empleo y los bajos niveles salariales imperantes en este sector.

    Para nadie es un secreto que el sector cafetalero genera la mayor parte de jornales únicamente durante los cuatro meses en los que se realiza la recolección del grano; el resto del año los trabajadores agropecuarios deben dedicarse a otras actividades que complementen sus ingresos. Adicionalmente, los salarios imperantes en el sector se encuentran muy por debajo del costo de la canasta básica de alimentos del área rural, lo cual se refleja en el hecho de que más de la mitad del valor agregado va para el excedente de explotación del caficultor y sólo una cuarta parte para la remuneración de los trabajadores.

    De momento, el café continúa ocupando buena parte de las tierras cultivables (234,200 manzanas), generando una pequeña porción del PIB (2.5%) y una importante proporción de los jornales del sector agropecuario. Pero, contrariamente a la visión gubernamental, este no es ya un sector que pueda recuperar su papel estratégico para la inserción del país en la economía mundial. La producción cafetalera tiene un futuro poco prometedor en las condiciones actuales del mercado internacional y, por si fuera poco, ha demostrado a lo largo de los últimos 140 años que no es la solución para superar la problemática de la depauperación rural, siendo por el contrario un elemento que la profundiza. Ello lleva a sugerir que se valore la importancia de adoptar políticas que fomenten la producción de sectores con mayores posibilidades en el mercado internacional y, sobre todo, en los que impere una mejor distribución del valor agregado. Para esto son necesarias soluciones ingeniosas y, al igual que sucedió con la introducción del café, de una firme y decidida intervención del Estado.
 
 
 

SOCIEDAD


CIUDAD Y CONFLICTO

    El perfil de una ciudad y las características de la convivencia entre sus habitantes se define, fundamentalmente, por la existencia, por un lado, de unos derechos y unos deberes y, por otro, de unos mecanismos mínimos para su respeto y cumplimiento. Esto implicaría que todos aquellos comportamientos que abonan a la coexistencia pacífica y respetuosa de los derechos y deberes de los demás ciudadanos deberían ser convenientemente reforzados por la intervención de las instituciones pertinentes. De la misma manera, la ocurrencia de comportamientos que pudieran perturbar ese equilibrio entre personas con intereses y aspiraciones diferentes debería ser sancionada con firmeza. Así, la construcción colectiva de la ciudad tendría que descansar sobre la base de un equilibrio entre unos derechos —cuyo cumplimiento debe ser exigido por los ciudadanos en todo momento— y unos deberes ciudadanos —frente a los cuales las autoridades pudieran determinar cuándo se está violando ese equilibrio.

    La ciudad de San Salvador manifiesta las típicas consecuencias de la ausencia de ese equilibrio. Los límites del accionar ciudadano, jamás regulados por ninguna autoridad competente, se superponen a los derechos y deberes de los múltiples actores que convergen en este espacio. El producto de esta superposición es, lógicamente, una conflictividad casi inherente a la hora de establecer relaciones, por mínimas que sean, con los demás ciudadanos. Y esta conflictividad está definida, precisamente, por ese combate sin árbitro que se libra entre las personas que intentan “usar” su ciudad en beneficio propio y las que tratan de hacer valer su derecho a través de las más variadas fórmulas de resistencia. En este sentido, cualquier intento por intervenir en la vivencia cotidiana de quienes hacen su vida dentro de esta ciudad se verá atravesado por la conflictividad que se produce entre unas acciones bien identificadas y unos deberes y derechos que no poseen referentes mínimos para su definición y respeto.

    La coyuntura actual en San Salvador sirve de escenario para una nueva expresión de este conflicto. El gobierno municipal presidido por Héctor Silva tenía ya varios años de ofrecer a los ciudadanos las bondades que implicaría el rescate del Centro Histórico de San Salvador. La promesa de beneficios inmediatos, tales como la agilización del tráfico de vehículos y del tránsito de personas, fue suficiente como para que el plan encontrara el apoyo necesario cuando fue lanzado a la luz pública. Asimismo, otro tipo de ganancias, como el fortalecimiento del centro como espacio para el re-encuentro con el universo simbólico de una generación moribunda, también despertó expectativas positivas entre varios sectores del municipio y del país. Pero no todos veían de la misma manera el plan de la municipalidad. Los más afectados por el rescate serían los vendedores minoristas que, prácticamente, han asaltado las calles de la capital en la búsqueda de un espacio de supervivencia.

    Empero, hasta hace pocos días, la participación de la municipalidad en el tan anunciado rescate del microcentro se había reducido a algunas acciones excesivamente focalizadas, estimuladas en mayoría por otros proyectos muy particulares, tales como el rescate de algunas plazas públicas. Muy poco se había hecho por trabajar con apego a una visión integral del rescate, en virtud de la cual el compromiso de los actores involucrados estuviera relacionado con la recuperación del espacio público en sí misma, y con ello, con el respeto de los derechos de uso de la ciudad que tienen todos los habitantes del municipio. Pero luego de comprometerse con varias gremiales del transporte público y con personeros del gobierno a impulsar los planes de recuperación del Centro Histórico, la necesidad de reubicar y de ofrecer una alternativa de supervivencia a más de 4,000 vendedores minoristas distribuidos en la zona se hizo más urgente. Además, uno de los proyectos prioritarios del gobierno municipal es, precisamente, hacer del microcentro un lugar apto no sólo para el tránsito, sino también para la residencia. Las piezas encajaron para que la alcaldía se involucrara de una vez por todas en la reubicación de las ventas.

    La oposición a los planes municipales no tardó en aparecer. Algunos de los vendedores que ocupaban las aceras del mercado Sagrado Corazón se pronunciaron en contra de su inevitable desalojo y han emprendido todo tipo de acciones —invitando con ello a la “desobediencia civil”— destinadas a contrarrestar las medidas adoptadas por las autoridades edilicias. Esta postura era de esperar; la gestión municipal de Silva ya había tenido que lidiar con la resistencia de los vendedores a abandonar sus puestos en los días previos a la restauración de la Plaza Morazán. Pero esta es la primera vez que esa resistencia adquiere tintes de violencia. En las calles aledañas al mercado se han alimentado fogatas, se ha estado a punto de agredir a los agentes de la policía metropolitana y se ha amenazado con más violencia frente a la inminencia del desalojo. La situación se agrava al observar que el avance de los desalojos no se corresponde con el de la búsqueda de las alternativas más viables para los afectados.

    Este círculo de confrontación que se ha dibujado alrededor de los planes de reordenamiento del centro no parece estar próximo a romperse. De hecho, los vendedores se están aprovechando de las connotaciones políticas que toda medida de la actual alcaldía tiene para ganarse los favores de la derecha política representada por ARENA. De nuevo, lo que está en juego —o lo que no ha podido lograrse— es la búsqueda de un equilibrio entre los derechos de los vendedores minoristas y sus deberes con respecto al uso adecuado de la ciudad. El desarrollo que está tomando este duelo es producto, entre otras cosas, de décadas de gestiones municipales muy poco comprometidas con el ordenamiento mínimo de San Salvador en función de sus ciudadanos. Un compromiso más serio en este sentido habría acaso logrado una mayor conciencia acerca de la necesidad de hacer esta doble consideración a la hora de resolver tensiones como las que actualmente se están produciendo: una consideración en la que se incluya convenientemente a vendedores y ciudadanos por igual.

    Pero existe un componente que no puede ni debe ser ignorado por quien pretenda enfrentarse con un mínimo de objetividad a la problemática del rescate del centro: el de las actitudes que, en medio de los errores de las autoridades edilicias, han podido anidarse entre los ciudadanos. El rechazo que están expresando los vendedores minoristas del centro está sustentado, en alguna medida, por la ya tradicional forma de resolver los problemas en la ciudad, en particular, y en el país entero, en general. Ahí donde no existen garantías mínimas para velar por el respeto a los derechos y por el cumplimiento de los deberes de las personas, no sólo se genera desencanto social, sino que también cobran fuerza los mecanismos de respuesta que se salen de los marcos legales. Desde esta perspectiva, lo único verdaderamente importante es adecuar la carencia de certezas (legales, institucionales, vitales, etc.) a la consecución de los intereses de cada grupo, sin importar que el camino seguido sea el menos adecuado.

    En definitiva, dedicarse exclusivamente a la exigencia de los propios derechos es una tarea relativamente fácil. Más aún cuando esta tarea ignora el reconocimiento de aquellos deberes mínimos cuyo cumplimiento legitima el respeto que se pretende exigir. En este sentido, lo verdaderamente difícil es asumir una actitud de respeto no sólo hacia el otro, sino también —y en el caso del Centro Histórico este aspecto es de vital importancia— hacia las estructuras mínimas que conforman la ciudad. Esto implica empezar a comprender que las calles no son mercados, que las plazas no son paradas de autobuses y que los mercados no son simples bodegas. Este nivel de reflexión debe calar en todos los afectados por esta recomposición del espacio público que se pretende ensayar en San Salvador, sean vendedores o usuarios. De lo contrario, la capital no logrará superar el estado de desorden y anarquía en el que se desenvuelven sus habitantes.
 
 
 

COMENTARIO


UN “CONSEJO” PARA LA SEGURIDAD PÚBLICA

    Al firmarse los Acuerdos de Paz en 1992, los salvadoreños asumimos, entre otras cosas, que tendríamos una sociedad más estable y, por ende más, segura. Transcurridos los primeros días de alegría por el acontecimiento, se empezaron a sentir los primeros desencantos en lo que a seguridad respecta. La violencia se transformó, se trasladó de un escenario a otro; atrás quedo la lucha armada en las zonas rurales del país, y los eventuales atentados en la capital motivados por la defensa y promoción de un modelo político y económico de sociedad. Ante nuestros ojos, fuimos testigos del surgimiento de nuevas expresiones de violencia entre pandillas juveniles enfrentadas por la defensa de territorios o por sostener una identidad estudiantil. Por otra parte, asaltos a plena luz del día y bandas criminales de secuestradores que comenzaron a cobrar víctimas que quizá en época del conflicto armado no habían sido afectadas.

    Los Acuerdos de Paz —más motivados por superar los escenarios del conflicto armado que por sentar las bases para “una paz firme y duradera”— no dotaron al Estado ni a la sociedad civil de instancias y mecanismos para enfrentar las nuevas expresiones de la violencia social, lo cual agravó el problema, pues encontraron un Estado y una sociedad desprevenidos y sin estrategias de fondo para enfrentar estas nuevas realidades.

    Distintos sectores y grupos de ciudadanos desesperados frente a esta ola de violencia comenzaron a exigir mano dura y algunas veces añoraron a los desaparecidos cuerpos de seguridad; inclusive algunos políticos, aprovechándose de las circunstancias o haciendo gala de su falta de creatividad, sumaron sus voces en la misma dirección, y el gobierno —presionado por diversos sectores— enfiló sus esfuerzos en acelerar la conformación de la Policía Nacional Civil, asumiendo que con ello se resolvería o al menos se disminuiría el problema delictivo. Ante esto, surgía la necesidad de formular una política estatal que respondiera a la nueva realidad, en términos de formulación, dirección y ejecución de una política criminal.

    En 1996, el gobierno —en base a unos estudios realizados por consultores chilenos y argentinos— creó, bajo la administración del ahora desaparecido Ministerio de Justicia, la Dirección General de Política Criminal, cuya función primordial consistiría en realizar estudios de la realidad social que sirvieran de base para construir estrategias de tratamiento del delito, estrategias de prevención de la delincuencia, posibles iniciativas de reforma a algunas leyes y procedimientos policiales (funciones todas ellas no-operativas). Al mismo tiempo, se conformó otra instancia conocida como el Consejo Nacional de Seguridad Pública, la cual estaría presida por el Ministro de Seguridad Pública. Con el pasar del tiempo, por razones aún desconocidas —aunque intuitivamente se las pueda atribuir a la falta de voluntad política— estas instancias fueron quedando relegadas a un segundo plano, mientras las cifras estadísticas delictivas continuaban en ascenso.

    En vísperas de las elecciones presidenciales de 1999, una de las demandas más sentidas para cualquier gobierno que resultase electo era sin duda alguna lo que muchos coincidieron en llamar la Seguridad Ciudadana. El Lic. Francisco Flores prometió, dentro de su oferta electoral de la Nueva Alianza, la “Alianza por la Seguridad” (cuyos pormenores dicho sea de paso no constituyen el objeto de éste artículo) la cual contenía intenciones orientadas a una estrategia para enfrentar el fenómeno delictivo en El Salvador.

    Una vez asumido el poder el 1 de junio de 1999, comenzaron a verse las acciones a tomar donde se planteaba el escenario de una Policía bajo una nueva Dirección, una nueva versión del Consejo Nacional de Seguridad Pública y la fusión del Ministerio de Seguridad Pública con el Ministerio de Justicia. A más de un año de esos cambios, el resultado obtenido ha sido la segmentación del área de seguridad pública, con esfuerzos aislados , donde se observa un Consejo Nacional de Seguridad Pública haciendo prevención primaria de la delincuencia, una Policía Nacional Civil (en proceso de depuración por diversas demandas ciudadanas) realizando su función de combate frontal al delito, un Ministerio de Seguridad Pública sin definir aún su rumbo a más de una año de haberse fusionado con el Ministerio de Justicia, todos ellos haciendo su labor sin contar con una estrategia unificada en la cual se enmarquen sus funciones y se coordinen sus acciones.

    Es importante mencionar que si bien es cierto que no hay que dejarle sólo al Estado la Seguridad publica, sí es necesario que de él surja una política orientada a delinear las líneas de acción para disminuir el fenómeno delictivo y a instituir un ente coordinador de las distintas acciones que se podrían dar y de las que ya se están dando de cara a los diferentes actores que de una u otra forma protagonizan el fenómeno delictivo. Así podríamos dar un “consejo” para el área de seguridad pública en tres sentidos:

1. Formular una estrategia coordinada de prevención del delito (Orientada a los sujetos que ya delinquen)
    Esta estrategia deberá tener dos grandes componentes: el primer gran componente debe orientarse a la defensa ciudadana que va desde anticiparse a los hechos delictivos hasta enfrentarlos con mano dura cuando las circunstancias así lo requieran. Aquí se requerirá por una parte de los entes gubernamentales creados para tal fin —independientemente que sean del gobierno central o local—, como son la Policía Nacional Civil, el Cuerpo de Agentes Metropolitanos y la Fuerza armada (bajo el mando de la PNC), mediante los llamados Grupos de Tarea Conjunta; y se requerirá también, por otra parte, de cuerpos no gubernamentales surgidos en respuesta al fenómeno delictivo, como lo son las distintas compañías de seguridad (hay que tomar en cuenta que la sumatoria de sus miembros es similar al total de agentes con que cuenta la Policía Nacional Civil.

    El segundo gran componente debe orientarse a la rehabilitación de aquellos delincuentes que ya han sido detectados y clasificados como tal que va desde la concienciación hasta la readaptación de quienes se encuentran en calidad de internos en los diferentes centros penales del país. Aquí se requerirá por una parte de los entes gubernamentales creados para tal fin, como son el Instituto Salvadoreño de Protección al Menor y la Dirección General de Centros Penales; y se requerirá también de las diferentes instituciones educativas, así como de aquellas organizaciones no-gubernamentales orientadas a la rehabilitación.

2. Formular una estrategia coordinada de prevención social de la delincuencia (orientada a los sujetos que aun no delinquen)
    Esta estrategia deberá tener dos grandes componentes: el primer gran componente debe orientarse a una acción global de política social cuyos objetivos deben estar cifrados en prevenir futuros delincuentes. Aquí se requerirá de dos instancias gubernamentales, como son el Instituto Salvadoreño de Protección al Menor y el renovado Consejo Nacional De Seguridad Pública, y se requerirá también de la participación de aquellas organizaciones e instituciones no gubernamentales como asociaciones, y fundaciones de utilidad pública orientados a la prevención de la delincuencia juvenil.

    El segundo gran componente debe orientarse a una acción dirigida a casos individuales, consistente en identificar acoso en situación de riesgo, Aquí se requerirá de las instancias gubernamentales, como los centros de educación media, el Instituto Salvadoreño de Protección al Menor y las alcaldías de los diferentes municipios, así como también de asociaciones de asistencia.

3. Formular una estrategia coordinada de asistencia a las víctimas y testigos (orientada a los sujetos que padecen los efectos de la delincuencia y a los que pretenden colaborar en esclarecer los hechos).
    Finalmente, nos encontramos con la necesidad de formular una estrategia para un sector al cual poco se le ha atendido en nuestro medio y es el caso de las víctimas y testigos. La estrategia dirigida a estos sujetos, debe garantizar la asistencia u orientación en la atención médica, psicológica, económica y jurídica que necesitan tanto las víctimas como a los testigos.

    El modelo de seguridad propuesto, pone especial interés en cada uno de los actores del fenómeno delictivo. Consideramos que para cada uno de ellos existe un área de acción de la cual debe desprenderse estrategias, objetivos y políticas institucionales. Para esto se requerirá de instancias gubernamentales, como el Sistema Nacional de Salud, la Procuraduría General de la República, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, la Fiscalía General de la República y los distintos juzgados diseminados en todo el país; también requiere de la participación de organizaciones e instituciones no-gubernamentales, cuya naturaleza es la asistencia a víctimas.

    La formulación, dirección y ejecución de estas estrategias para la seguridad pública requieren de la integración y coordinación de diferentes esfuerzos que hoy están sueltos, requieren de voluntad política para llevarlas a cabo —lo que implica hacer a un lado desconfianzas políticas— y, más concretamente, requieren partir de un diagnóstico social que determine los tipos, magnitudes y factores del fenómeno delictivo, para que de ello se derive una política criminal impulsada por una instancia estatal destinada para coordinar los esfuerzos que otras instancias gubernamentales y algunos sectores no-gubernamentales realizan.

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Colaboración de Joaquín Aguilar, Departamento de Sociología y Ciencias Políticas de la UCA.
 
 
 

DERECHOS HUMANOS


EL TERROR DE LA IMPUNIDAD

    En nuestra América Latina, la impunidad —desde hace rato— llegó para quedarse. Y con ella, el miedo también. La Biblia dice que temor sólo a Dios se le tiene. Lo ilógico es que en El Salvador, como en todo el mundo y sobre todo en las sociedades occidentales, éste es uno de los sentimientos que predomina entre la gente; y ello no tiene que ver, precisamente, con el Todopoderoso. El pavor constante ante toda amenaza contra la integridad física, psicológica y emocional es común. No obstante esta entrada, la reflexión de esta semana no es religiosa. Simplemente, intenta presentar un breve análisis de la realidad que golpea cotidianamente a nuestras sociedades, debido a la violencia que —en la mayoría de los casos— viene acompañada de la impunidad, la cual se encuentra bastante bien instalada en el ambiente.

    Todos y cada uno de nosotros, en algún momento hemos experimentado el sobresalto: cuando vemos una película de suspenso o cuando pequeños nuestros padres nos reprenden, por mencionar algunos casos. Eso es común. Lo anormal es que en un país donde tanto se publicita que existe un Estado de Derecho y se alaba la firma de unos acuerdos de paz como el fin de una época dolorosa y, a la vez, el inicio de una nueva era donde la dignidad de todas las personas sería respetada, cualquier tipo de delito esté a la orden del día sin que las o los culpables —sobre todo quienes se escudan en su poder— sean castigados.

    Es cierto que el conflicto armado terminó en El Salvador, pero ahora tenemos que enfrentarnos a un monstruo para algunos mayor, por ser más difícil de identificar y ubicar tangiblemente, pero que forma parte de nuestro día a día: El estado de indefensión que nos genera e impone, el irrespeto a la ley y la falta de castigo a quienes lo merecen. Se decía y aún se dice que la experiencia más dura que todos y todas vivimos fue la guerra. Nadie niega que las muertes y otras atrocidades realizadas por los ejércitos gubernamental y guerrillero, así como por los "escuadrones de la muerte", fueron fuente de terror. No obstante, antes la gente sabía dónde estaban los territorios conflictivos y trataba de no pasar por ahí. Pero ahora, muchas personas y sectores piensan que la situación es más dura: no se sabe a qué hora, ni en qué lugar, ni quién puede amenazar nuestra integridad.

    El temor de la población no sólo por el alto índice delincuencial, sino también por la atrocidad de algunos crímenes —que no son menos brutales que los de la década de los 80´s— impregnan de horror a las viejas y nuevas generaciones. La inseguridad ciudadana cada día es tal, que en lugar de disminuir la violencia, ésta se reproduce rápidamente, al igual que el proceso de asimilación e interiorización del terror.

    Por esta y otras razones, el papel de las instituciones del Estado, no está muy bien calificado por la opinión pública. Basta con leer, ver los noticieros o presentarse a los juzgados, para darse cuenta como funcionan los mecanismos de justicia en nuestra nación. A diario nos damos cuenta que una persona fue asaltada, atropellada, violada, secuestrada y en el peor de los casos asesinada con todo lujo de barbarie, sin que las autoridades puedan dar con sus victimarios. En el caso de ubicar a los supuestos delincuentes, éstos salen libres por un mal procedimiento, por falta de pruebas, por ser funcionarios o porque “son amigos” de los encargados de velar y garantizar la seguridad de la ciudadanía. El descrédito con que cuenta el gobierno y sus instituciones, no es para menos, teniendo en cuenta el trabajo casi nulo que realizan en pro de la población.

    También es importante abordar el papel que juegan los medios de comunicación social en el fenómeno delincuencial. Los noticieros que deben servir para formar opinión pública, dando a conocer a profundidad todas las caras de la moneda, no siempre cumplen con su labor. Sin embargo, el miedo a la impunidad y a la inseguridad no es culpa exclusiva de la prensa, sino de los que cometen los delitos, las instituciones del Estado que tienen una forma pasiva de afrontar el problema de la delincuencia, las víctimas o testigos que no presionan para que se haga justicia, y los comentarios que hacemos los ciudadanos sobre los casos, los cuales a veces son espeluznantes y no contribuyen en nada a la búsqueda de soluciones.

    Lo más preocupante es que la gente ya no sepa en quién confiar, ni a quién acudir. El clima de incertidumbre es tal, que el pánico se ha apoderado de toda la ciudadanía. Empero, el miedo no puede reducirse al simple hecho de no creer en nadie o temer de los demás. Este sentimiento suscitado por un peligro real o imaginario tiene sus raíces en la descomposición de la sociedad.

    La falta de educación, de acceso a una vivienda digna y a la salud, la pobreza, el desempleo, y el alto costo de la vida, son algunas de las amenazas imperantes que provocan pavor. El temor a los fenómenos naturales: terremotos, derrumbes, y maremotos, son otros que se asimilan y reproducen después de una experiencia previa. Con ésto nuevamente el papel del Estado queda en entredicho, pues no sólo no combaten la delincuencia sino que tampoco dan las garantías mínimas para que la población pueda vivir dignamente.

    Al hablar de los crímenes crueles que suceden a diario —tal es el caso de la niña Katya Miranda violada y asfixiada el cuatro de abril, de los hermanitos Germán y Miguel López Hidalgo mutilados el 26 de junio, y de Wendy Magaly Pineda degollada el 19 de agosto, todos durante 1999—-, éstos dejan en evidencia la pérdida de valores y de sentido común que existe en nuestra y otras sociedades.

    Estos vacíos generan, además de miedo, indignación, deseo de justicia y en el peor de los casos sed de venganza. De todos es conocido que la violencia genera violencia, la violencia engendra miedo, y el miedo —entendido como instinto de supervivencia y de defensa— produce violencia. Con ese juego de palabras podemos ver sencillamente cómo se reproducen los ciclos de inseguridad y arrebato.

    El terror a la impunidad es sentido también por los funcionarios. El  miembro del Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSJ), David Escobar Galindo, expresó que le daba “miedo” detenerse cuando veía un retén de la Policía Nacional Civil (PNC) y prefería que le pusieran una multa, porque no sabía si eran delincuentes los que le hacían la señal de alto. Asimismo, el Fiscal General de la República, Belisario Amadeo Artiga Artiga, manifestó en una entrevista televisiva: “la gente tiene miedo. Por ejemplo al ver un retén, no sabe si son los policías buenos o los policías malos".

    Estas declaraciones deben ser analizadas desde el punto de vista más crítico. Si los funcionarios de un país no se sienten seguros y reconocen que los temores de la población no son infundados —sin hacer casi nada para remediarlos— quién, cómo y cuándo va a garantizar un clima de estabilidad a toda la nación.

    El problema de un gobierno, donde la institución encargada de velar y garantizar la seguridad ciudadana es la que se lleva el primer lugar en violaciones a los derechos humanos, radica entonces en cómo recuperar la confianza y la credibilidad de la gente. Lejos de cumplir con sus funciones, la PNC está desnaturalizada. Los miembros de la corporación se llevan el estelar en los crímenes más horrendos —como la masacre de Pasaquina, en la que un agente asesinó a siete personas. Entonces la pregunta es ¿cómo detener la producción de terror y la impunidad en el país? Si las entidades del Estado que deben de brindar protección e investigar, son las que mayor desconfianza generan, tal es el caso del Organismo de Inteligencia del Estado (OIE) —con su supuesta participación en el espionaje telefónico— y la PNC.

    Según una publicación de la Revista Colombiana “desde la REGION”, correspondiente al mes de junio de 2000, el miedo se puede abordar desde la política, y las crisis económicas.

    En su editorial “el reto de construir confianzas”, se presenta como ejemplo de la condición de vida patética que enfrentan los colombianos, el caso del collar bomba, por el cual el proceso de paz de ese país estuvo a punto de derrumbarse. Esto no es de extrañarse teniendo en cuenta que el miedo desfigura a las sociedades, las que reaccionan ante tanta violencia pidiendo mano dura contra la delincuencia como sentimiento de solidaridad a los afectados de la barbarie.

    Las palabras se quedan cortas porque cuesta creer que seres humanos sean capaces de llegar a tal nivel de crueldad. Nos referimos a los hechos ocurridos en el departamento de Boyacá, el día 16 de mayo, que culminaron con la muerte de la señora Elvia Cortés Gil, a quien, para extorsionarla, se le amarró al cuello un collar con explosivos que, al intentar ser desactivados por agentes de la Policía Nacional, explotó y produjo la muerte a esta señora, a un sub oficial de la Policía que intentaba liberarla, y heridas graves a otros dos.

    Los pormenores del hecho indican a las claras que está diseñando para producir la mayor cantidad de terror posible, hasta el punto de dudar si se trata de un suceso emanado de la mente de un libretista de cine o de seres con intereses mezquinos. A esta altura, todo parece indicar que los autores pertenecen a grupos de delincuentes comunes.

    Sin embargo, más allá del asombro y la indignación, estamos ante un cuadro que revela la aguda situación de desconcierto y desorientación en que se encuentra la sociedad colombiana.

    Además, en su apartado “Territorios del miedo en Santafé de Bogotá, imaginarios ciudadanos”, la revista expresa los comentarios más comunes y que se escuchan a nivel mundial en las ciudades que se ven reprimidas por los flagelos de la delincuencia común y el crimen organizado:

    ‘Esta ciudad es como la selva de ¡Sálvese quien pueda!’, ‘No sólo aquí en el barrio suceden cosas, sino en todos los barrios’, ‘En otras ciudades uno puede llegar de noche, aquí no’, ‘Aquí vivimos con el ceño fruncido, por la inseguridad y la desconfianza’, ‘La inseguridad se percibe hasta en la puerta de la casa’, ‘Hace tres años no volví a misa por el miedo y la inseguridad’, ‘No hay ningún lugar seguro en esta ciudad’, ‘Hay mucha violencia, inseguridad, y robos que hacen del presidente para abajo’, ‘Se vive con miedo por tanto indigente que hay en esta ciudad’, ‘Tú llegas a esta ciudad y cambias de actitud y sales de ella y es como si te quitaran un hierro de encima’, ‘Cuando uno sale a la calle no sabe si va a regresar, la inseguridad es impresionante’.

    Estas citas tomadas de la edición especial sobre el miedo dejan en evidencia que este sentimiento no difiere de un país a otro, sino por el contrario se reproduce con tanta facilidad, teniendo como factor común la impunidad y el mal papel de los gobiernos.

    Lo importante, son las recomendaciones para evitar que el terror a la impunidad se siga propagando. Las recomendaciones son infinitas, pero a continuación presentaremos algunas que consideramos importantes: 1. Las instituciones del Estado deben decir la verdad caiga quien caiga. Investigar, no ocultar datos, y no señalar a nadie sin pruebas que sustenten su acusación para no tener que retractarse después. Sólo así recuperarán la credibilidad y confianza de la población. 2. Poner en práctica las recomendaciones hechas por organismos internacionales, pues de lo contrario nadie más verifica el papel de las instituciones de manera externa. Este punto es importante porque genera veracidad no sólo a nivel nacional, sino internacional. 3. La sociedad civil no debe mantenerse al margen de los sucesos impactantes. Todos debemos de ser fuerzas activas para que la sociedad funcione mejor. 4. El papel de los medios de comunicación no debe ser tan sensacionalista, sino por el contrario mesurado y generador de opinión pública. Deben presentarse todas las posturas y dar información completa.
 
 
 

NOTICIAS


FONDO. La iniciativa de Ley del Fondo de Emergencia para los cafetaleros quedó frustrada en la plenaria del 13.07, ya que la aprobación —que exige 56 votos— no fue apoyada por el FMLN, partido que defiende el carácter individual del Fondo. Según Roberto Inclán, presidente de la Asociación Cafetalera de El Salvador, la gran mayoría de los caficultores espera que la ley sea aprobada; sin embargo, no todos están conformes con las condiciones que el gobierno les plantea, es decir, que el acceso al Fondo sea obligatorio y colectivo. Tal es el caso de los caficultores de Tacuba, en Ahuachapán, quienes consideran que ya tienen demasiadas deudas e intereses por los que preocuparse. Asimismo, Inclán aseguró que un pequeño grupo de productores miembros del gremio de la filial San Salvador insiste en mantener el carácter individual del fondo. "Las demás departamentales de la Asociación estamos claras y conscientes de la necesidad colectiva del Fondo de Emergencia", comentó el presidente de la gremial. Por otra parte, el diputado de ARENA, Orlando Arévalo, aseguró que existe un consenso con el Ejecutivo para que el acceso al crédito no sea obligatorio. Al respecto, David Trejo, del PDC, defendió el carácter colectivo de los créditos. "El 24 por ciento de los productores de café no tienen escrituras registradas y no pueden responder personalmente", puntualizó. El comentario del diputado pecenista Dagoberto Marroquín fue más categórico: "¿cómo le vamos a negar a los cafetaleros 80 o 100 millones, si le acabamos de dar 1,500 millones a CREDISA?" (DL, 13.07.00, p.6; EM, 14.07.00, p.6; 15.07.00, p.4; LPG, 17.07.00, p.10).

TSE. "Se le han hecho tantos remiendos que se ha deformado", afirmó el magistrado del Tribunal Supremo Electoral (TSE), Julio Hernández, al referirse a los cambios efectuados en el actual Código Electoral, resultante de las reformas constitucionales que vinieron luego de la firma de los Acuerdos de Paz en 1992. Se pensó en crear un nuevo Código Electoral ya que el vigente "adolece de una estructura sistemática. Tiene ahí mismo lo que son los procedimientos y recursos electorales", manifestó Sergio Mena, presidente del TSE. Para funcionarios del Tribunal, estas dos materias deberían ser dos leyes; es decir, una parte que contenga los derechos y otra que sea un mecanismo para reclamar los derechos. Por lo tanto, se ha formado tres comisiones para agilizar la redacción y ordenamiento del nuevo Código. La primera comisión es la jurídica, a cargo del magistrado Pablo Antonio Cerna. La segunda es la de modernización, cuya coordinación le corresponde al magistrado Julio Hernández. El tercer equipo de trabajo que se integró es el del voto residencial. Por otro lado, para el diputado de ARENA Gerardo Suvillaga, "el TSE debería tener una parte administrativa dirigida por gerentes, y que los magistrados se dediquen a la parte jurisdiccional. Hay vacíos en el Código que es bueno superar fuera de época de elecciones". Entre tanto, Schafik Hándal, diputado del FMLN, dijo: "creo que sí se necesita un nuevo Código, porque ya no podemos seguir poniendo parches. Una de las reformas debe ser tener una ley de partidos que verifique el financiamiento y la democracia interna partidaria" (LPG, 18.07.00, p.8 y 10 ).

REORDENAMIENTO. Norman Quijano, diputado de ARENA, se reunió con los comerciantes que han sido desalojados en los últimos días por elementos del Cuerpo de Agentes Metropolitanos (CAM). El diputado sugirió a los vendedores que gestionaran una cita con alcalde de San Salvador, Héctor Silva, a través de la comisión de municipalismo del Congreso a fin de que aclare este problema. Los vendedores se quejaron de que, hasta el momento, la comuna capitalina no ha presentado un plan en donde se les garantice a los comerciantes un lugar seguro y acorde al reordenamiento de la capital. Nelson Lazo, de la oficina para la recuperación del centro histórico, dijo que algunos vendedores provocan a los agentes para desprestigiarlos y generar desórdenes. "Intentaron poner champas, en la 6a. Calle Poniente, ante la presencia del CAM", señaló Lazo. Entre tanto, los disturbios continúan a pesar de que algunos desalojados cuentan con un puesto en el mercado Sagrado Corazón, pero se resisten a despejar las calles. En este marco, los comerciantes optaron por tomarse la 7a. Calle Poniente, utilizando como bodegas los puestos al interior del mercado. Al respecto, Carlos Paredes, administrador del mercado Sagrado Corazón, dijo que a los vendedores se les dará un plazo de dos semanas, para que se ubiquen en sus locales. "La práctica de utilizar los locales como bodegas ya no se permitirá. Se los vamos a quitar", dijo Paredes. A pesar de las quejas de los comerciantes, las autoridades municipales han manifestado que continuarán con el reordenamiento, ya que buscan que el centro de San Salvador sea una buena opción para que las personas puedan realizar sus compras al interior del mercado y de forma ordenada, (DL, 14.07.00, p. 5; LPG, 19.07.00, p. 12).
 
 


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