Año 18

número 782

noviembre 12

1997

ISSN 0259-9864

Editorial La UCA tras las huellas de los mártires

Las ideas sobre la sexualidad en Ignacio Martín-Baró

Factores condicionantes de la crisis social en El Salvador

La necesidad del diagnóstico, la necesidad de la reorientación de la acción

La dimensión estética en la realidad salvadoreña

Universidad para el cambio social

Opinión Pública Martín-Baró y el compromiso contra la violencia

Derechos Humanos Un Segundo pleno de anécdotas y herencias



La UCA tras las huellas de los mártires

Este 16 de noviembre se conmemora el VIII Aniversario del asesinato de los jesuitas de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas", acaecido en la madrugada del 16 de noviembre de 1989. Como en anteriores años, la comunidad universitaria ha participado en los preparativos y en la realización de los distintos actos programados para honrar y recordar a quienes contribuyeron a forjar, con su talento y trabajo cotidiano, la identidad de la UCA. Desde 1989, la segunda semana de noviembre constituye un alto en el camino de las actividades diarias de la universidad; un momento para el recuerdo agradecido y la reflexión necesaria acerca de dónde estamos tras aquella madrugada de irracionalidad y acerca de cuál es la ruta que seguiremos en el futuro. Es decir, es un tiempo de balances. ¿Balances de qué? Pues bien: de los logros y las equivocaciones; de lo que se ha hecho y de lo que se quiere hacer; de los planes formulados y las metas alcanzadas. Todos en la UCA deberíamos aprovechar el clima de meditación que se crea con las celebraciones de noviembre y abocarnos a nuestro propio balance, como universitarios y como ciudadanos.

¿Qué hemos hecho para hacer producir el capital intelectual y ético que los jesuitas asesinados nos heredaron? ¿Nos hemos esforzado cotidianamente porque la docencia, la proyección social y la investigación alcancen, según nuestras capacidades, su mejor nivel? ¿Cuánto hemos investigado? ¿Cuánto hemos producido en artículos y publicaciones? ¿Cuántas horas clases de calidad hemos servido? ¿Cuánto hemos agilizado o dificultado los trámites administrativos? ¿En qué medida hemos potenciado o entorpecido el trabajo de -o con- otras unidades?... La lista de interrogantes puede extenderse hasta abarcar aspectos de detalle que, aunque parezcan irrelevantes, hacen que las actividades diarias de la UCA marchen a cabalidad o se vean parturbadas. Pero lo importante es que todo ello apunta al trabajo cotidiano de cada uno de los miembros de la comunidad universitaria, trabajo que debería ser bien llevado -realizado con la mejor disposición, eficiencia y calidad-a lo largo del año; es decir, día a día, semana a semana, mes a mes. Este sería el mejor homenaje que los trabajadores de la UCA podríamos brindar a los jesuitas asesinados; un homenaje que estaría a la altura de lo que ellos hicieron cuando estuvieron vivos y de lo que ellos esperarían ahora que no están con nosotros.

Una pregunta que todos nos hacemos, sobre todo en esta fecha, es la siguiente: ¿qué nos dirían ahora el P. Ellacuría y quienes murieron con él? Difícil saberlo en detalle y para cada una de las cosas que involucra esa pregunta. Pero lo que sí es seguro es que pedirían a todos los que trabajamos en la UCA excelencia y rigor académico, honestidad intelectual y compromiso universitario con los cambios socio­económicos y políticos que el país reclama en la actualidad. Ellos harían eso y más; también lo harían con el talento y la disciplina que los caracterizó. Nosotros, sin pretender imitarlos o repetir lo que creemos que ellos dirían o harían, tenemos que tratar de ser buenos académicos, honestos intelectualmente y universitarios comprometidos con los cambios que El Salvador requiere en estos precisos momentos de su historia. Ello no es fácil, pues requiere esfuerzo personal, entrega y hasta una cierta renuncia a estilos de vida y prácticas propios de quienes no han optado por una vida universitaria.

No es poco frecuente escuchar la frase "la UCA ha cambiado desde que se murieron los jesuitas". Y, en la mayoría de casos, esa frase entraña un dejo de añoranza y de un cierto reclamo por lo que es la UCA en la actualidad. Efectivamente, la institución ha cambiado; también ha cambiado El Salvador y también lo ha hecho el entorno mundial. De aquí que la constatación de que la universidad ha cambiado no es en sí misma reveladora de nada, más que de la dinámica incesante de las instituciones y de las personas. Sin embargo, cuando se dice que la UCA ha cambiado se quiere decir que la UCA no sólo ya no es la de antes -cuando los jesuitas asesinados vivían-, sino que se ha perdido mucho de lo valioso de aquel entonces. Incluso no falta quien haya insinuado que entre lo que se ha perdido está el compromiso universitario con el cambio social.

Esto último es en verdad grave, puesto que apunta directamente a la identidad que la UCA se forjó desde mediados de los años 70. En aquel momento el país se encaminaba por la pendiente de la polarización socio­política, misma que llegó a sus extremos más intolerables durante los doce años de guerra civil. La opción universitaria por el cambio social fue la que dio a la UCA toda su fuerza y prestigio ante la opinión pública nacional e internacional. Pero esa opción no fue entendida ni aceptada por todos los actores socio­políticos del país, especialmente por los que abanderaban las posturas más extremas. Para unos -los que terminaron por ordenar el asesinato de los jesuitas-, el compromiso con el cambio social era sinónimo de subversión y comunismo, por lo que la UCA se colocaba en el bando de los enemigos a exterminar físicamente. Para los otros, que aquel compromiso fuera universitario era insuficiente, pues tal como estaba el país no había más alternativa que la lucha armada. Para estos, pues, la UCA era una institución que a lo sumo podía ser una aliada, pero no un amiga en la cual confiar incondicionalmente, ya que pesaban bastante en ella sus intereses "pequeño burgueses".

En los momentos en los que el país se polarizó hasta niveles extremos, la UCA logró mantener, en una tensión difícil y sometida a las presiones más diversas, su compromiso universitario con el cambio social. Logró ser una excelente universidad y logró ser conciencia crítica de la realidad nacional. No fue un bastión de la lucha armada revolucionaria porque sus armas jamás dejaron de ser las de la razón. Sabía que el cambio social en aquel momento se decantaba por una disputa violenta por el acceso al poder político, pero también sabía que, pese a los avatares y conflictos del momento, no podía perder su especificidad universitaria. Ignacio Ellacuría y sus compañeros asesinados usaron sus mejores talentos y capacidades para resguardar la especificidad del quehacer universitario; trataron de potenciarlo sin descanso en lo que éste tiene de más propio: investigación, docencia y proyección social. Si de fidelidad a los mártires se trata, la misma debe caminar, desde las tareas concretas de cada quien, hacia el fortalecimiento cotidiano de las tres áreas constitutivas de la UCA.

En la actualidad, el compromiso universitario por el cambio social tiene que ser reactualizado. Aunque no todo lo radicalmente que muchos quisieran, el país ha cambiado. Ciertamente, persisten viejos problemas estructurales, como la exclusión socio­económica de la mayor parte de la población, a los que se han añadido nuevos retos, como el deterioro ecológico y la violencia social. Pero también estamos ante un importante proceso de liberalización del sistema político por el que tanto se luchó en décadas pasadas. En virtud de esto último, las polarizaciones ideológicas y políticas extremas han perdido espacio, mientras que la moderación y los acuerdos han ganado legitimidad. La UCA no puede desentenderse de una ni de otra cosa; no puede dejar de preocuparse por los graves problemas estructurales aún vigentes en El Salvador, pero no puede obviar lo alcanzado tras la firma de los Acuerdos de Paz, por minúsculo que parezca. Ambas realidades deben ser objeto de interés, ambas tienen que ser iluminadas por sus académicos e intelectuales; pero deben serlo universitariamente, es decir, con rigor científico y racionalidad crítica. Y ello porque la diatriba, el panfleto, el dogmatismo y la ceguera analítica no sólo son lo más alejado del espíritu científico de la universidad, sino que, además, no le hacen ningún bien al país.

Pedir a la UCA un compromiso universitario con el cambio social a la manera de los años 70 y 80 no tiene sentido. Los cambios sucedidos en el país a partir de 1992 requieren que aquél se reactualice, a sabiendas de que esa puesta al día del compromiso universitario no contará con los talentos y capacidades de quienes le dieron vida y lo pusieron en marcha durante casi dos décadas. Poner al día el compromiso universitario con el cambio social quiere decir alimentar, en el nuevo escenario nacional y mundial, esos dos polos que han nutrido la identidad de la UCA durante las últimas tres décadas: comprometerse con el cambio social -cambio que en la actualidad pasa por una democratización social y política del país-, pero universitariamente -lo cual en el momento actual significa elaboración de propuestas económicas, sociales y políticas afincadas en sólidas investigaciones.

Desde 1989, la UCA ha intentado moverse, quizás la mayor parte de veces tanteando, equivocando los pasos y volviendo a rectificar, por ese camino. Aunque hayan pesado más las equivocaciones que los aciertos, la experiencia adquirida ha sido invaluable para todos aquellos que de un día para otro tuvieron que cargar sobre sus espaldas con el peso de la universidad. A ocho años de la muerte de sus principales miembros de dirección, la UCA sigue dando que hablar en el país, sigue aportando ideas y sigue provocando resquemores en quienes consideran que la razón debe someterse al poder. Para muchos continúa siendo centro de subversión; para otros continúa siendo insuficientemente revolucionaria. No quieren entender que la UCA no es -ni lo fue en el pasado- una cosa ni otra. Quiso ser y quiere ser ahora una universidad distinta.



Las ideas sobre la sexualidad en Ignacio Martín­Baró

El fin de la guerra abrió, entre muchas otras, la posibilidad de poner de manifiesto determinadas problemáticas que permanecieron ocultas cuando tuvo primacía el conflicto armado. Durante la década de los 80, la guerra acaparó la preocupación de la opinión pública y centralizó los esfuerzos por entender los dinamismos sociales. De ese modo, tanto en el discurso oficial como en el discurso revolucionario, la sociedad se entendía únicamente en términos de izquierda o derecha, de guerrilla o ejército, de lucha de clases o erradicación del comunismo. Como es sabido, la polarización produjo la adhesión de los individuos o de los grupos sociales al bando más cercano a sus convicciones políticas o a su conveniencia inmediata. Los intereses particulares de cada grupo o individuo se difuminaron en función de la lucha por una "causa mayor" -bien fuera esta la modificación de las estructuras dominantes o el exterminio de las ideas comunistas.

Así pues, los temas relacionados con la familia y con la situación de la mujer son ejemplos de esas problemáticas que en la década pasada fueron relegadas a un segundo plano y que hoy en día cobran especial relevancia. A lo largo de estos seis años, transcurridos desde la firma de los Acuerdos de Paz, han salido a la luz hechos muy significativos con respecto a la estructuración de la familia y a los distintos tipos de relaciones que sus miembros establecen entre sí. Las dimensiones que la violencia intrafamiliar ha alcanzado, la creciente demanda de una paternidad responsable, los numerosos casos de agresión física y sexual contra menores y adultos -tanto al interior de la familia como fuera de ella-, son algunos de los fenómenos que han motivado la atención de la opinión pública en general y de ciertos grupos de mujeres en particular. Es probable que el hecho de que esos fenómenos aparezcan ahora como "nuevos" se deba a la cobertura desmesurada que los medios de comunicación empezaron a hacer de ellos una vez finalizada la guerra. Esto da cabida a pensar que sucesos como las relaciones incestuosas o la violencia intrafamaliar vienen dándose desde mucho tiempo antes del surgimiento del conflicto armado.

Muchas son las razones que explican el que los temas referentes a la situación de la mujer y a la configuración de la familia estén siendo abordados tardíamente en El Salvador. Una de ellas es, como se mencionó anteriormente, la importancia de la guerra, durante la cual sólo se dio cabida al discurso político­ideológico; otra tiene que ver con las consecuencias mismas que para la familia trajo el conflicto armado -consecuencias que sólo pueden ser analizadas a posteriori; y, las dos últimas, más relacionadas a los patrones culturales, son: la fuerte convicción de que los problemas familiares son estrictamente de carácter privado, por un lado, y la escasez de trabajo investigativo y de espacios para analizarlo y difundirlo, por otro.

Es aquí en donde debe ubicarse el aporte de Martín­Baró a la sociedad salvadoreña. Como todos saben, el Padre Nacho dedicó la mayor parte de su vida a estudiar la realidad centro y latinoamericana desde la psicología social. En El Salvador realizó numerosas investigaciones sobre temas diversos, siendo la familia uno de los focos centrales de su interés académico. Las relaciones familiares, los estereotipos en torno a la familia, el machismo, la imagen de la mujer, la paternidad, fueron objeto de análisis en la obra de Martín­Baró. Tal vez no sería muy desatinado asegurar que Martín­Baró fue el primer teórico que abordó el tema de la familia en este país; el primero que, desde sus categorías psicoso­ciales, empezó a develar las estructuras que subyacen en los modos de organización familiar y a dar cuenta de los condicionamentos sociales a los que esas estructuras responden. En Martín­Baró encontramos las primeras reflexiones académicas y rigurosas que cuestionan los roles que la sociedad salvadoreña ha asignado a hombres y a mujeres. Reflexiones que, a pesar del peligro que en ese momento implicaban, surgieron en el seno de la guerra. Sólo ese hecho, el de haber sido pionero en ciencia social en un país que ha encontrado tan violenta resistencia a los cambios, es en sí mismo admirable y digno de respeto.

Pero el haber sido el primero en impulsar los estudios psicosociales en El Salvador no explica el influjo que las ideas de Martín­Baró continúan teniendo en la actualidad. No es un simple principio de autoridad o de reverencia lo que hace a la obra de Martín­Baró una referencia obligada a la hora de hacer análisis con respecto a la familia o a la mujer. Si las investigaciones actuales sobre estos temas remiten a Martín­Baró se debe, sin duda, a que muchas de sus ideas siguen teniendo vigencia. Ahora bien, para determinar qué es lo que de su obra permanece en nuestros días en relación a las concepciones sobre la familia y sobre los roles asignados a ambos géneros, será útil remitirse al concepto de sexualidad.

Martín­Baró no hablaba aún de Teoría de Género y sus reflexiones no giraron propiamente en torno a la consecución de una relación equitativa entre hombres y mujeres. Sin embargo, en mucha medida su trabajo investigativo sentó las bases para el desarrollo de una teoría de género desde El Salvador. Esto puede afirmarse en tanto se advierte en la obra de Martín­Baró la distinción entre sexualidad y genitalidad. La genitalidad hace referencia al aspecto biológico del ser humano; los órganos genitales del macho y la hembra -tanto en humanos como en animales- son complementarios y están "dispuestos para su unión a fin de generar nuevos miembros de la especie". Contrariamente, "la sexualidad constituye la complementariedad psicológica en orden de la plenitud humana... Ser hombre o ser mujer no es una realidad simplemente fisiológica: es una dialéctica interpersonal, de carácter específicamente humano y, por tanto, cultural" (Martín­Baró, 1968 ).

Esta distinción constituye la piedra angular de la teoría de género. Muchos de los estereotipos en torno a los roles del hombre y de la mujer se han afincado en la idea de que existe una correspondencia directa entre la función biológica y la función social de cada sujeto. Tal idea presupone que los papeles que el hombre, en tanto que hombre, y la mujer, en tanto que mujer, han de desempeñar, familiar y socialmente, han sido asignados por la naturaleza o establecidos así por Dios. Así, la perspectiva histórica queda anulada y se cierran las posibilidades de cuestionar los patrones de conducta que rigen la cotidianidad. No es si no cuando se sitúa al comportamiento de hombres y mujeres en un contexto social determinado, cuando se puede distinguir entre sexo y género. Mientras el sexo es la distinción biológica, genital entre "hembras" y "machos", el género es la distinción social entre hombres y mujeres. Hombres y mujeres cuyas conductas han heredado de sus padres y madres, en el seno de sus familias.

Pero si el ser hombre o ser mujer se aprende y si la familia es el primer campo de socialización de un sujeto, hay que decir que la familia es portadora de las regulaciones que la sociedad le exige. Los patrones de comportamiento que los padres heredan a sus hijos no salieron de la nada ni fueron generados espontáneamente por ellos. La familia es una institución social y como tal responde a específicos sociales. Así pues, en ella se reproducirán las exigencias de una sociedad cuya ideología con respecto a la familia determinará la transmisión de valores que configurarán la sexualidad de sus miembros. Es decir, el modo en el que estos asuman su feminidad y su masculinidad.

Por supuesto, el desarrollo del tema de la sexualidad en Martín­Baró no se agota aquí. Sin embargo, puede afirmarse que es el énfasis en la condición social, histórica y, por consiguiente relativa y cambiante, de la sexualidad humana uno de los aspectos de la obra de Martín­Baró más influyentes y con más vigencia en los estudios recientes sobre la familia y el género. Martín­Baró no desarrolló una teoría de género y no alcanzó a presenciar el surgimiento de los movimientos feministas en El Salvador. Sin embargo, era un feminista, si por ello se entiende la búsqueda de las relaciones más equitativas y humanas al interior de la familia. Es por eso que aun ahora su trabajo teórico continúa iluminando los estudios sobre los complejos problemas que competen a la mujer y a la familia.



Factores condicionantes de la crisis social en El Salvador

Una de los mayores preocupaciones de Ignacio Ellacuría consistió en evidenciar la existencia de condicionamientos estructurales para el conflicto social, no sólo salvadoreño, sino también centroamericano. Este planteamiento se oponía a otro que ubicaba las raíces del conflicto político­militar centroamericano en el conflicto este­oeste; por lo mismo, según este mismo planteamiento, para solucionar el conflicto bastaba una solución de tipo militar.

Aunque, afortunadamente, el conflicto armado en El Salvador se solucionó no por la vía militar, sino a través del diálogo, lo cierto es que aun persisten los mismos condicio­nantes estructurales que, en su momento, fueron señalados por Ellacuría como los "factores endógenos" del conflicto. Aun persiste un importante conflicto social en El Salvador reflejado, ya no en guerra civil, sino en aspectos como altos índices de violencia común, conflictos por el uso de los recursos y el espacio, contraposición de intereses políticos y ausencia de un proyecto de nación fundado en el consenso.

En las siguientes líneas se busca presentar, en términos generales, los planteamientos de Ignacio Ellacuría en torno a las causas de la crisis social en El Salvador, con el objetivo fundamental de llamar la atención sobre la vigencia que aun mantienen esos planteamientos, con todo y la finalización de la guerra civil.

En el artículo de Ignacio Ellacuría, "Factores endógenos del conflicto centroamericano : crisis económica y desequilibrios sociales", se mencionaban dos elementos que explicaban la crisis del modelo de desarrollo implementado en El Salvador: el tipo de crecimiento económico, su distribución y la presencia de elevados niveles de pobreza. Así, según Ellacuría, "si examinamos, por ejemplo, el caso de El Salvador, en el período 1968­1978 y desglosamos el P.T.B. en distintos sectores económicos, nos encontramos con que gran parte del índice de crecimiento hay que atribuirlo al sector financiero y público, y mucho menos al sector estrictamente productivo, especialmente agropecuario, en el cual el crecimiento se va relantizando y no responde de ninguna manera al crecimiento poblacional y menos a los requerimientos de las necesidades básicas de la mayor parte de la población".

Sobre la distribución del ingreso y pobreza, apunta que "en El Salvador, el 20 por ciento más rico ha visto subir sus ingresos del 38.1% en 1965­1967 al 66.4%o en 1974, único caso en la región (centroamericana) donde esto ha ocurrido, pues en todos los demás, el sector que ha subido en proporción de los ingresos ha sido el 30 por ciento más bajo y sobre la mediana. Tenemos así que, además de existir una enorme población en extrema pobreza, que va aumentando cuantitativamente cada año, esta población, especialmente en El Salvador y Guatemala, ve abrirse más y más la brecha con los sectores ricos y los sectores medios". Además, "si asumimos que, en 1970, los salarios mínimos eran insuficientes y los tomamos como punto de partida con índice 100, los trabajadores agropecuarios han bajado en su poder adquisitivo real de 82.9, en 1980, a 57.9, en 1984... Si las condiciones eran tan adversas para la mayor parte de la población cuando el PIB iba en aumento y cuando el número de los afectados por la pobreza era cuantitativa y relativamente menor, desde 1980 las cosas van a peor."

La situación planteada para las décadas de 1960 a 1980 mueve a pensar que, en la actualidad, persiste la misma problemática estructural que dio origen al conflicto armado de la década de los 80. En primer lugar, llama la atención cómo, desde entonces, se vislumbraban ya los efectos del crecimiento económico centrado en el sector terciario pues, al igual que en décadas pasadas, durante los años 90 el sector financiero ha sido uno de los sectores económicos más dinámicos, aunque ya no acompañado por el sector público, sino por el sector comercio. Como contrapartida, el sector agropecuario crece a menores tasas y ha perdido importancia en el total del PIB. En efecto, la participación del sector agropecuario en el PIB se ha venido contrayendo notablemente, pasando de representar un 16.5% del mismo en 1992 a representar sólo un 13.4% en 1996. En cambio, el sector financiero y el comercio pasaron de 2.3 a 3.2% y de 19.4 a 20.2%, respectivamente, en el mismo período.

No existen datos disponibles sobre la evolución de la distribución del ingreso por sectores poblacionales, pero algunos datos referidos a los primeros años de la década de 1990 muestran que se ha producido una dinámica similar a la observada previamente por Ellacuría. Entre 1991 y 1992, los datos oficiales mostraban que el 10% de la población con menores ingresos había visto decrecer su participación en el total del ingreso, mientras que el 10% con mayores ingresos la habría incrementado. Es decir, que la brecha de ingresos entre los sectores más pobres y más ricos se habría ampliado.

El comportamiento de la pobreza, por otra parte, parece haber observado una tendencia hacia la reducción, después de que la tendencia pasada fue hacia el incremento. Según datos oficiales, la pobreza habría disminuido durante los últimos años, al grado que entre 1992 y 1995 pasó de un 57.5% a un 47.5% de la población, respectivamente. En clara contradicción con esta dinámica, al examinar el comportamiento de los salarios mínimos reales, resulta claro que estos han perdido poder adquisitivo, al grado que entre 1990 y 1996 los mismos han caído en aproximadamente 5%. Obviamente, menor poder adquisitivo de los salarios también se traduce en menor satisfacción de las necesidades básicas y mayor pobreza. La reducción de la pobreza no obedece a una mayor capacidad del modelo económico, sino a la inclusión de las remesas familiares provenientes del exterior en su cálculo.

Las señales de graves contradicciones estructurales aun permanecen, a despecho de los importantes avances en materia de pacificación y democratización política. Las raíces económicas de la pobreza y la conflictividad social continúan latentes. Según Ignacio Ellacuría la insatisfacción de las necesidades básicas de la mayoría de la población es, en realidad, resultado de un modelo económico insertado en el orden económico internacional que no disminuye la pobreza, sino más bien la profundiza, mientras que es "una mínima franja de la población [la que] se ha aprovechado de manera absolutamente desigual de la distribución del ingreso y de la propiedad".

Las actuales políticas de liberalización económica no dan esperanzas de que en el corto y mediano plazo esta situación se vaya a modificar. La privatización del sistema financiero y de las empresas estatales ha beneficiado mayormente a esta "mínima franja" de población que tradicionalmente ha detentado el poder económico. Asimismo, la aparente reducción de la pobreza no se debe a un efectivo mejoramiento de los salarios mínimos reales, sino más bien a una manipulación en el cálculo de los índices de pobreza. Con todo, no se puede soslayar el hecho de que la democratización política lograda hasta ahora sí resulta potencialmente beneficiosa para las mayorías, en la medida que, a partir de ella podrían surgir iniciativas viables de democratización económica o, cuando menos, de redefinición del papel del Estado en la promoción del desarrollo social que mitiguen los "factores endógenos del conflicto".



La necesidad del diagnóstico, la necesidad de la reorientación de la acción

La Universidad no es un concepto unívoco, ni es una realidad idéntica ni en la historia ni en la geografía. No hay una Universidad para siempre y para todo lugar.

Ignacio Ellacuría, 1972

En un país en el cual la memoria histórica es un objeto recluido en el desván de la vida pública, muchos se preguntan cuál es la utilidad de conmemorar, año con año, el martirio, aparentemente ya tan lejano, de los jesuitas de la UCA. Sólo en un país en el que las fechas y los acontecimientos históricos trascendentales se desdibujan con la rapidez que da la insensatez, es necesario explicar el por qué recordar hechos dolorosos se vuelve una necesidad para medir el alcance de lo logrado y la novedad del presente de cara al pasado.

La conmemoración anual de la muerte de los jesuitas no puede ni debe ser contemplada como un acto que obedece a la añoranza sensiblera de aquello que se perdió irremediablemente -por muy dolorosa que pueda ser la ausencia de la inteligencia y la calidad humana de un Montes o un Ellacuría-, debe ser vista más bien como un espacio en el que se debe sopesar lo poco o mucho que ha cambiado la realidad de El Salvador desde aquel entonces y la lejanía o cercanía de la labor universitaria con respecto a ella. En este sentido, la conmemoración de los mártires dista de estar completa si no se realiza, a la par de un diagnóstico científico y crítico de la realidad, un análisis de nuestro talante de "universidad distinta", teorizado y llevado a la práctica, principalmente, por Ellacuría.

¿Somos una universidad distinta?

Por principios y por convicción muchos estamos tentados a responder afirmativamente a la pregunta. El quehacer cotidiano de la universidad ha estado enfocado -pese a los errores y desviaciones que es necesario reconocer-, desde la muerte de Ellacuría, a darle continuidad y vigencia práctica al ideal de universidad con el cual éste se comprometió hasta las últimas consecuencias; ideal que arrancó, desde el primer momento, de un análisis sereno y lúcido de las características y de las necesidades de la realidad; necesidades a las cuales la universidad, por poseer una intrínseca dimensión política, debía de responder desde su especificidad. En su momento, Ellacuría definió esta especificidad universitaria a partir de cinco ejes fundamentales: el horizonte de la actividad universitaria, el campo de esta actividad, la modalidad de la actuación, el talante y el objetivo inmediato de ésta.

El horizonte o criterio de orientación de la actividad universitaria lo halló Ellacuría en las mayorías oprimidas, pues, ante la constatación analítica de encontrarse en una realidad de "injusticia establecida" y "violencia institucional", y en una sociedad dividida en la que una minoría anteponía sus intereses a los de la mayoría, una "universidad de inspiración cristiana" no podía albergar dudas sobre el partido que debía de tomar. Sin embargo, esta consideración sobre la parcela de la realidad desde la que debía de orientarse la acción universitaria, tal como el mismo Ellacuría lo afirmó, "no puede ser estática ni mecánica; tiene que ser dinámica e histórica, esto es, que atienda al momento presente, pero en cuanto este momento presente prepara un futuro u otro".

Siendo este el horizonte de la actividad universitaria, el ámbito propio de ella es la cultura en su esencial sentido práxico; es decir, en cuanto "cultivo de la realidad, como acción cultivadora y transformadora de la realidad". Así pues, se trata de una cultura operativa que "exige una análisis estricto de la realidad nacional en cada momento de su proceso" para no caer en un "puro hacer" que en su inconsciencia pase por alto las necesidades del momento histórico y del "pueblo" a quien se debe. De esta manera, la cultura comprende tres momentos ineludibles: el conocimiento científico del presente, la anticipación del futuro y, finalmente, la planeación de los caminos y de los medios necesarios para llegar a él.

En lo que respecta al tercer eje, el modo de actuación específicamente universitario es la "palabra eficaz", entendida como comunicación "recibida y comprendida de la cultura reelaborada en la Universidad". Palabra que expresa su eficacia en la medida en que es "poderosa", en la medida en que expresa racionalidad y cientificidad, en la medida en que da soluciones acertadas y plausibles a los problemas más acuciantes del momento. De lo contrario, de no llegar a ser historia en su vinculación acertada y consciente con la estructura de la realidad, la palabra eficaz, el modo de actuación específico de la universidad, corre el riesgo de ser mera expresión coyuntural ("flor de un día"), por muy gratificante y relevante que les parezca a los que la realizan. Evidentemente, este método de actuación define el talante propio de la universidad: la beligerancia. En un contexto pleno de irracionalidad, una universidad cultivadora crítica de la razón es definitivamente beligerante. Pero beligerante en sentido estrictamente universitario: que a partir de un conocimiento crítico, científico y exhaustivo de las realidades que conforman el presente, sepa erigir una palabra eficaz. Por ello, la beligerancia , el talante universitario, es insuficiente si se ocupa solamente de la confrontación con lo establecido y no se cuida de conocer a profundidad las dimensiones y notas que lo componen. Si la beligerancia se preocupa excesivamente por la coyuntura, en desmedro del conocimiento crítico y propositivo de las estructuras, la universidad deja de ser distinta, deja de ser fiel a su papel político fundamental.

Finalmente, y como ya se ha de haber colegido con lo dicho hasta aquí, el objetivo en el cual toma realidad el horizonte y la finalidad de la acción universitaria es la transformación estructural de la realidad, el cambio social. Tal como afirmó Ellacuría, "no hay otra posibilidad de alcanzar una dimensión como es la de la realidad nacional, que la de ir en busca de sus estructuras; de lo contrario , la realidad nacional perseguida a través de sus partes o de sus individuos es evidentemente inalcanzable, y aunque fuera alcanzable, resultaría inoperable".

Habiendo llegado a este punto, hay que preguntarse ¿continuamos siendo una universidad distinta? Obviamente, la pregunta no puede responderse desde el celo con que se ha pretendido conservar el legado universitario de Ellacuría, sino desde la falta o presencia de una tarea de análisis de la realidad que dé vida al ideal de distinción universitaria en el momento histórico presente. No podemos responder que la universidad es distinta porque tiene una opción preferencial por los pobres, mientras no se haya realizado una reevaluación de la situación de éstos en el escenario mundial y nacional actual, significativamente diferente de la observada y analizada por Ellacuría; mientras nuestro cultivo de la realidad no se eleve por encima de la incertidumbre y confusión que caracteriza a los nuevos tiempos; mientras en nuestra palabra exista una marcada tendencia a enfocarse en los actos y actores de la trama salvadoreña y no en el conjunto de la obra; mientras nuestra beligerancia abandona su objetivo de transformación estructural en pos de la urgencia de lo meramente coyuntural.

El aniversario de los mártires, la conmemoración del asesinato de Ellacuría, es, pues, el momento propicio para detenernos en nuestra labor y recapacitar sobre la universidad que somos y pretendemos ser. Sólo en la medida en que se realice la justa vinculación dinámica entre la estructura de la realidad nacional -no la de Ellacuría, sino la nuestra- y el papel y los modos de acción específicos de una universidad distinta se podrá afirmar que nuestro homenaje a los mártires es todo lo merecido y acertado que les corresponde.



La dimensión estética en la realidad salvadoreña

Como se tuvo la oportunidad de señalar en otra ocasión, la reflexión estética atrajo la atención de Ignacio Ellacuría en distintas etapas de su carrera intelectual, si bien es cierto que los escritos dedicados al tema son marginales en proporción a su extenso corpus. A pesar de ello, encontramos algunas ideas que conservan la capacidad de invitar a la reflexión y, sobre todo, de lanzar un reto para pensar una dimensión hasta la fecha apenas explorada de nuestra realidad nacional.

En alguna ocasión pronunciaba Ignacio Ellacuría el siguiente reclamo: "estamos tan atrapados por la materialidad de la existencia cotidiana y por la unilateralidad de la dimensión político­militar, por la urgencia de la acción efectiva, que se va reduciendo nuestro ser y se va deshumanizando la condición nacional como forma particularizada de la condición humana". Ocho años después de su muerte y cinco años luego de la firma de los Acuerdos de Paz, la dimensión militar ha perdido lógicamente el protagonismo que tuvo en la década anterior, pero permanece un sesgo unilateral que, mutatis mutandi, cabría denominar "político­económico".

Sin pretender descalificar la urgente necesidad de dar cuenta de esta dimensión determinante de lo real, tampoco está de más protestar por el relativo abandono en que la actividad intelectual de nuestro país mantiene a la dimensión estético­cultural de nuestra realidad. Y a la hora de emitir esta protesta no es aceptable como contra-argumento aducir la relativa marginalidad que el cultivo de la literatura y las bellas artes registra en nuestro país, porque la dimensión estético­cultural, si bien abarca estas prácticas, no debe reducirse a ellas. Por ser la dimensión estética una dimensión fundamental de la realidad humana, existe un espectro de productividad estética mucho más amplio del terreno tradicionalmente adjudicado a las artes.

Ellacuría no formula esta idea en sus escritos, pero la intuye al dedicar algunos de sus trabajos a explicar obras cinematográficas, y no sólo obras cinematográficas que pertenecen al "cine de arte", como es el caso de Viridiana de Luis Buñuel, sino producciones destinadas al gran público, al espectador popular como es el caso de Marcelino, pan y vino de Ladislao Vajda. Si lo estético nos remite a los sentidos, las emociones y los sentimientos y a su encauzamiento por la vía de objetivaciones culturales, la dimensión estética está presente tanto en las manifestaciones prestigiosas del "gran arte" y la "gran literatura" como en manifestaciones menos prestigiosas como la música popular y el folklore, pero también en expresiones tradicionalmente demonizadas por los estudiosos de la cultura como la televisión y la publicidad.

Los seres humanos habitamos el mundo primariamente con el cuerpo y a través de los sentidos. Por tanto, disponemos de una serie de constructos y formas de expresión que nos permiten sintonizar nuestro cuerpo al mundo que habitamos. Por ello, dar cuenta de la productividad estética no es una tarea superflua o de interés marginal. No debemos olvidar que cuestiones centrales en la vida de nuestro país se dirimen en este terreno. Para mencionar una, está la cuestión de las identidades y las identificaciones. Y dentro de éstas hay que mencionar no sólo las identidades nacionales, sino también las políticas y las sociales. Puesto que nuestra experiencia de la realidad social es parcial y fragmentaria, sólo podemos experimentar la totalidad de nuestro ser y de nuestro mundo estéticamente, a través de constructos que impresionen nuestros sentidos y nos devuelvan la plenitud que la cotidianidad nos arranca. Así, estéticamente nos sentimos partes de una entidad que llamamos nación salvadoreña y, dentro de esta, nos ubicamos en un grupo particular. Fenómenos de tal impacto social como el fútbol y las maras pueden abordarse fructíferamente en su dimensión estética.

Así pues, el reto de una actividad crítica sobre la realidad estética de nuestro país pasa indispensablemente por ampliar nuestra concepción de actividad estética para tratar de contener su diversidad y variedad. Toda la gama de expresiones estéticas, las más ennoblecidas y las menos, sean tanto una radiografía de nuestras distintas maneras de habitar nuestro mundo, a la vez que puedan contener una serie de posibilidades de habitarlo de distinta manera.

Ahora bien, conviene aquí introducir una idea original de Ignacio Ellacuría. Su noción de "razón poética". A contracorriente respecto de la tradición de pensamiento estético de cuño romántico que conceptúa su objeto de reflexión como el otro de la razón, Ellacuría sostiene, luego de ampliar el concepto mismo de razón, que hay una "verdad poética" que busca "[t]ocar fondo", pero no sólo de una forma porque "[a]l fondo se puede ir de muchas formas y una de ellas, no la menos eficaz, es la razón poética". Esta razón poética "no es sólo un ejercicio de razón teórica­interpretativa y contemplativa, sino también un ejercicio de razón práctica orientada a la transformación que es el ideal de todo uso de razón".

Consecuente con lo anterior, no basta sólo con ampliar nuestra concepción de lo estético para incluir otras formas de producción cultural tradicionalmente excluidas, sino también es necesario incorporar la compleja y espinosa cuestión de la "verdad estética", la cual nos remite, de una u otra forma, al no menos complejo y espinoso problema del "valor estético".

La crítica cultural post­moderna (pensemos en los Cultural Studies en el mundo anglosajón o en Nestor García Canclini en el mundo hispanoparlante) ha insistido mucho en la desdiferenciación real entre los ámbitos tradicionales de lo culto (alta cultura), lo masivo (industria de la cultura) y lo popular (folklórico) instituidos por la modernidad. Sin necesidad de profundizar en la veracidad de esta afirmación, es necesario conceder que esta jerarquización de las prácticas estéticas responde más a la lógica de la economía del prestigio social que al valor intrínseco de las prácticas y productos culturales. Pero esta constatación no descalifica necesariamente el problema del "valor estético", como han querido concluir muchos.

Sin caer en la tentación del "todo vale" y "todo es lo mismo", se vuelve aquí imperativo reintroducir la cuestión del "valor estético" de la mano de la "verdad estética", pero también restar énfasis a la jerarquía tradicionalmente existente entre lo culto, lo masivo y lo popular­folklórico. Así, en los tres ámbitos habría un potencial emancipador que correspondería a la razón poética de Ellacuría, es decir, captación estética de la dimensión profunda de la realidad y posibilidad de transformación de esta iluminación en perspectiva de acción transformadora. Asimismo, habría también un potencial enajenante que coharta las posibilidades de realidad buscando escapes narcisistas, sean estos solipsistas o tribalistas.

Así cabría afirmar, contrario a lo sostenido por la crítica cultural de la Escuela de Frankfurt, que ni la "verdad estética" es dominio exclusivo del ámbito culto, ni la "mistificación" del dominio de lo masivo. Tampoco lo opuesto es verdad, como suelen afirmarlo el populismo desfachatado de muchos de los relativistas culturales anglosajones. Tanta verdad estética hay en una obra artística culta que logra captar en unión orgánica de forma y contenido los resortes más sutiles de la realidad, como en el fresco hálito liberador de muchos músicos populares. Igual falsedad hay en el descaro en cómo se manipula la legítima pasión del público por el fútbol para perpetuar una imagen acrítica e infantil de "lo nacional", como en los cenáculos "cultos" donde la búsqueda desesperada -y, en la mayor parte de los casos, infructuosa- de la distinción social se antepone al genuino ejercicio de libertad en la invención o recepción de nuevos lenguajes expresivos.

La razón poética trae consigo la cuestión de la "verdad estética", una verdad que obedece a una lógica propia de la práctica estética, y que no requiere ser traída de contrabando desde los territorios de la práctiva teorética. Una actividad reflexiva, es decir crítica, sobre la realidad cultural del país no puede prescindir de esta herramienta. Sólo así podremos asumir el reto de lo real que nos legara Ignacio Ellacuría.
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Colaboración de Ricardo Roque Baldovinos, Departamento de Letras. Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas"



Universidad para el cambio social

En el legado de Ignacio Ellacuría sobresale su concepción de la universidad. Con esto no hay que pensar solamente en su reflexión teórica sobre la universidad, sino también en la manera en la que Ellacuría supo llevar esas reflexiones a la práctica. En todo esto hay una enorme originalidad. Ellacuría no sólo puso de relieve la responsabilidad social y política de la docencia universitaria, y de las producciones intelectuales que se generan en la universidad. Además de esto, Ellacuría supo llamar la atención sobre el hecho de que la universidad misma es una institución social entre otras, y como tal forma parte del entramado de estructuras que integran una sociedad. Y esto significa, entonces, que la responsabilidad social de una universidad no se limita a la responsabilidad de su trabajo intelectual. La universidad es una fuerza social entre otras fuerzas sociales. Como tal, la universidad desempeña inevitablemente una papel social y político. Responsabilidad de la universidad será que ese papel sirva al mantenimiento del orden establecido o se ponga al servicio de un cambio social en favor de las mayorías.

Estas ideas se concretaron en la práctica histórica de la UCA, que se convirtió, durante el rectorado de Ellacuría, en una verdadera "universidad para el cambio social". Y esto significaba, concretamente, que toda la actividad de la universidad, incluyendo su docencia, su investigación, su forma de gobierno, sus publicaciones, y sus declaraciones públicas, se pusieron al servicio de aquellas transformaciones sociales y políticas que El Salvador necesitaba. Esto no sólo significó un apoyo a todas las iniciativas que buscaban introducir mayor justicia social en el país, sino también un apoyo a las negociaciones de paz que habían de poner fin a la guerra civil. Esta última tarea, muy desagradable para los profesionales de la muerte, terminó por costarle la vida a Ellacuría y a sus compañeros.

¿Cómo concretar en nuestro tiempo el proyecto de Ellacuría de una universidad para el cambio social? Ciertamente, esa concreción no puede consistir en una imitación mimética. En primer lugar, es obvio que ciertas tareas, esenciales en el pasado, ya han desaparecido de la agenda. Es el caso claro de la contribución de la universidad a las negociaciones de paz. Queda, sin duda, la lucha por una sociedad más justa. Ahora bien, ¿cómo puede luchar en la actualidad una universidad para cambiar la sociedad? Obviamente, haciendo muchas de las cosas que hacía en el pasado, tales como la denuncia de las injusticias flagrantes, de las violaciones a los derechos humanos, de la mala gestión política, etc. Pero hay una diferencia importante con el pasado. En el pasado había organizaciones políticas de diversa índole (desde la democracia cristiana hasta el FMLN) que tenían proyectos concretos de cambio social. La universidad podía ejercer su compromiso con el cambio social apoyando críticamente estos proyectos. Hoy en día no sucede lo mismo. Hay una crisis en la capacidad de esas organizaciones para proponer proyectos viables de cambio social. La caída de los socialismos del Este europeo ha puesto en tela de juicio muchas de las concepciones tradicionales sobre el cambio social.

¿Qué haría Ellacuría en una coyuntura semejante? Sin duda, no dejaría de estar presente en la vida pública, apoyando, denunciando y proponiendo. Esta sigue siendo una tarea esencial de una universidad que ha descubierto su responsabilidad como fuerza social en un mundo en cambio. Ahora bien, la necesidad de proponer con fundamento en un momento en que hay una escasez de proyectos alternativos de cambio social, posiblemente le hubiera llevado a Ellacuría a la búsqueda de alternativas concretas por las cuales pudiera impulsarse el cambio social. Y esta búsqueda tiene en la actualidad un alto componente teórico. Se trata de pensar modelos alternativos a la "civilización del capital", modelos que sean viables, que no estén de antemano condenados a caer en la inhumanidad del socialismo soviético, y que puedan orientar desde ahora las luchas de aquellas organizaciones sociales y políticas que desean un cambio social en favor de los más pobres. Esta búsqueda le compete especialmente a una institución como la universidad. Una "universidad para el cambio social" tiene que ser, a la altura de nuestros tiempos, una universidad que busca científicamente y propone con rigor verdaderas alternativas al sistema socio­económico dominante.

No estamos en absoluto carentes de estas alternativas. Por un lado, están los viejos planteamientos "socialdemócratas", en los que han buscado refugio muchos de los antiguos revolucionarios. Obviamente, la socialdemocracia puede conseguir, en ciertas situaciones históricas, algunos cambios sociales significativos. Pero es obvio que la socialdemocracia, sobre todo si se entiende en términos nacionales, no puede aportar una alternativa seria a la civilización mundial del capital. Hay, sin embargo, otros planteamientos posibles. El más sólido, desde un punto de vista teórico, es el de los llamados "socialismos de mercado". Tal vez la argumentación más convincente a su favor es la que ha desarrollado David Schweickart, cuyo libro acaba de ser traducido al español (Más allá del capitalismo, Sal Terrae, Santander, 1997). Estos modelos no pretenden abolir el mercado, como sucedía en el sistema soviético, sino solamente la propiedad privada de los medios de producción y el control privado de la inversión. La empresa democrática y autogestionada (en diferentes formas) se convierte entonces en la pieza central de una alternativa al capitalismo en su conjunto. Se trata de propuestas construidas en los países industrializados, y es todavía difícil hacer un juicio sobre su viabilidad práctica, especialmente en el caso del llamado "Tercer Mundo". Pero no cabe duda de que estos modelos constituyen, hasta el momento, lo más importante que se ha logrado en el campo de las propuestas alternativas a la civilización del capital.

¿Qué significa esto para una universidad que se entiende a sí misma como "universidad para el cambio social"? Sin duda, una importante responsabilidad consiste en estudiar la viabilidad práctica de tales modelos, pensando hasta qué punto pueden inspirar proyectos concretos de cambio social en América Latina. Aquí hay, indudablemente, un ingente campo de trabajo para sociólogos, economistas, filósofos sociales, etc. Pero, por otra parte, estos modelos le imponen a la universidad una seria reflexión sobre su propia misión y estructura interna. Pensemos solamente en dos puntos. En primer lugar, los nuevos proyectos de cambio social no ponen su eje en el Estado. Obviamente, estos proyectos no tendrían ninguna viabilidad si el gobierno no representara a una amplia mayoría interesada en el cambio social, y si el Estado no tuviera la suficiente fuerza para llevarlos a cabo. Pero no son proyectos estatistas, al estilo soviético. Las empresas conservan su autonomía. Y los cambios pueden comenzar en las empresas, con cierta autonomía respecto al ámbito político. Esto significa entonces que una "universidad para el cambio social" no tiene como principal foco de interés la política nacional, sino otros aspectos de la realidad social, tanto nacional como regional y mundial, que hoy cobran una importancia creciente respecto al pasado. En segundo lugar, una "universidad para el cambio social" tiene que mostrar en sí misma la viabilidad de lo que predica. Si en otro tiempo la urgencia de lo político y la presencia de la guerra imponían estructuras verticales de gobierno, la necesidad actual de presentar alternativas factibles de cambio social le imponen a la universidad una reflexión sobre la estructura interna más adecuada para impulsar ese cambio.



Martín­Baró y el compromiso contra la violencia

Para los estudiantes universitarios de la segunda mitad de los ochenta, una de las expresiones más célebres de Ignacio Martín­Baró, como profesor de la cátedra de Psicología Social en la carrera de psicología de la UCA, era algo así como lo siguiente: "a mí que no me vengan con cuentos con eso de condenar la violencia venga de donde venga, ese tipo de declaraciones de funcionarios y de políticos no hace sino mostrar un elevado nivel de ideologización y esconder una realidad que es muy diferente". Posteriormente complementaba siguiendo su libro Acción e Ideología: "no es lo mismo el acto de violencia necesario para imponer las cadenas a los esclavos, que el acto de violencia de éstos para liberarse de tales cadenas".

De esta forma, muy provocativa, Ignacio Martín­Baró solía abordar el problema de la violencia en su desempeño como psicólogo social. El dedicó buena parte de su actividad investigativa e intelectual para conocer y enfrentar el problema de la violencia que envenenaba las relaciones sociales en El Salvador. Irónicamente, la violencia acabó con su vida, pero no con su legado para hacer frente a aquélla.

Ocho años después de su muerte, la violencia sigue siendo un problema básico de la sociedad salvadoreña; las cifras insisten en mostrar que en la actualidad existen tantos muertos por causas violentas como los que habían en los peores años de la guerra y la represión política. Sin embargo, la violencia que sigue produciendo tanta muerte y dolor entre los salvadoreños ya no parece ser la misma que la del pasado. Los ciudadanos de este país centroamericano ya no se matan por sus ideas políticas, como tampoco lo hacen por el poder -al menos no formalmente-­; ahora lo hacen por otras cosas. Esto significa que los salvadoreños siguen siendo un pueblo martirizado.

Para algunas personas, esta nueva modalidad de violencia -difusa y generalizada-­ confunde y echa por tierra los planteamientos sobre la misma que en los ochenta realizara el Padre Nacho; en esto justifican la falta de acciones del presente. Algunos piensan que tales planteamientos ya no tienen validez porque ya no existe guerra ni violencia política. Esto es así porque sólo alcanzan a percibir un simple planteamiento político en las propuestas científicas de Ignacio Martín­Baró. Nada puede estar más lejos de la realidad y/o ser más injusto respecto al legado de Martín­Baró.

El Padre Nacho fue un hombre coherente y consecuente en sus ideas, en su trabajo y en su vida como religioso. Y como tal luchó para construir una sociedad humanizadora, según la cual "el bienestar de unos no se asiente en el malestar de los más"; esto implicaba no sólo un compromiso de orden profesional con su trabajo y con su vida religiosa, sino sobre todo un compromiso ético para lograr la humanización de la realidad y la justicia para con las mayorías populares. Esto pasaba -sin duda- por atender el problema de la violencia.

Este compromiso que signaba su trabajo cotidiano y que, específicamente orientaba su interés por estudiar, comprender y enfrentar el problema de la violencia sigue siendo muy válido en estos días; sobre todo cuando las estadísticas muestran que la violencia afecta preferentemente a los más desaventajados y excluidos socialmente; cuando los estudios revelan que El Salvador aún está lejos de ser un país de oportunidades parejas para todos y cuando, en la práctica, el gobierno se empeña en segregar a quienes constituyen las mayorías de este país.

El pensamiento y el legado teórico -y práctico desde su vida misma-­ del Padre Nacho sigue tanto o más vigente como hace quince años cuando escribió su texto para la cátedra de psicología social. En clase, el Padre Nacho solía decir que la violencia y la muerte que imperaba en esos años -de la guerra-­ no era "nada en comparación con lo que habría de suceder cuando termine el conflicto armado". Su predicción ha resultado cierta y es muy valedera en estos días. Pero más que buscar vigencia al trabajo a Ignacio Martín­Baró sólo por sus declaraciones como catedrático, hay que reafirmar que la vigencia de su obra se extiende en toda ella y va desde su énfasis -expuesto a lo largo de toda su obra-­ para que el quehacer de la psicología ­y de la ciencia en general-­ asuma el reto de enfrentar los problemas esenciales de las mayorías desposeídas del país, hasta los retos específicos de la psicología social para atender el problema de la violencia.

Más concretamente, el legado de Ignacio Martín­Baró en el abordaje psicosocial de la violencia también marca un derrotero iluminador que ahora parece estar más vigente que nunca y que puede ser un punto de partida para aproximarse a la atención del problema en la actualidad. En varios artículos escritos entre 1984 y 1989, el Padre Nacho esencialmente insistía en la necesidad de restablecer el tejido social en las interacciones de los salvadoreños; en la urgencia de encontrar las relaciones sociales que "devuelvan la totalidad de su sentido a cada comportamiento" como una forma de enfrentar el problema de la violencia. Esto lo hacía en momentos en los cuales la mayoría de la gente pensaba que el problema de la violencia era esencialmente político y no psicosocial. El Padre Nacho no negaba el carácter político del fratricidio, pero señalaba su raigambre psicosocial y como tal -decía- no habría de bastar el fin de la guerra para despejar el problema. Al final, el tiempo le ha dado la razón y ha mostrado la necesidad de "construir unos vínculos colectivos a través de los cuales se afirma la humanidad personal".

Al proponerlo de esa forma, Ignacio Martín­Baró reiteraba que esa reconstitución de las redes sociales pasaba por la desideologización, esto es, por despojar a los comportamientos humanos de aquéllos elementos que justificaban intereses particulares y minoritarios, para dar lugar a una verdadera satisfacción de las necesidades humanas. En tal sentido, a la luz del legado de Ignacio Martín­Baró, la erradicación de la cultura de la violencia pasa por la "desnormalización" de las relaciones sociales deshumanizantes que, en el fondo, provocan el desprecio por la vida humana y privilegian la ley del más fuerte como criterio de comportamiento social. En otras palabras, enfrentar la violencia implica desarmar el andamiaje ideológico creado por una cultura que posibilita y requiere del uso de la agresión para resolver la vida cotidiana. Esta propuesta sigue siendo actual, no sólo por su aplicabilidad sino que también por su ausencia.

Esto es algo que aún falta por hacer: la guerra ha terminado, pero la paz no parece concretarse porque aún existe mucha gente no ha aprehendido a convivir pacíficamente, en parte, porque el contexto nunca les ha enseñado a hacerlo. Este es quizás el mayor reto y es el que con menos conciencia se ha asumido hasta ahora.

Así, el legado de Ignacio Martín­Baró va más allá de un planteamiento teórico para enfrentar el problema de la violencia. Se fundamenta en un estilo de vida en el que la lucha por construir una sociedad mejor pasa por el compromiso intelectual tanto como por el compromiso humano. Esa entrega lo convirtió en mártir.

En una sociedad, más preocupada por el comercio y por la administración mezquina de los pocos bienes que existen, más preocupada por la competencia económica que alimenta las agresiones sociales, el ejemplo del compromiso consistente del Padre Nacho por una sociedad solidaria sigue vigente como una forma de hacer frente al imperio de la violencia y de la muerte, y para seguir manteniendo viva la esperanza por una sociedad más justa y humana.



Un Segundo pleno de anécdotas y herencias

"El padre Montes dio un gran aporte a los derechos humanos desde sus homilías; desde esa confrontación que él hacía del evangelio con la realidad que se estaba viviendo. Con esto nos fue formando un criterio de derechos humanos, cuando él llamaba injusticias a los asesinatos colectivos que ocurrían y cuando establecía que eso era contrario al evangelio".

Las anteriores reflexiones provienen de una de joven que conoció a Segundo en la parroquia "Cristo Resucitado". Constituyen sólo una parte del importante e innegable legado del mártir y nos hablan su vigencia actual. Ese testimonio -uno de los muchos que pueden brindar las personas que alguna vez tuvieron el privilegio de estar cerca del fundador del Socorro Jurídico Cristiano proviene de alguien que aprendió de él como pastor y militante de la causa por la dignidad humana. Así, ahora, esa joven trabaja a tiempo completo en este campo.

Ella y muchas personas más pudieron darse cuenta que tras el semblante serio del padre, se escondía un ser humano capaz de ayudar a quienes más lo necesitaran hasta el grado de dar su vida por ellos. No es posible hablar de él, sin hacer referencia al trabajo que desarrolló en las comunidades donde enseñó a las personas a defender sus derechos, denunciando las injusticias.

"El ayudó no solamente como intelectual, como persona de poder en una estructura determinada, sino también con su testimonio de vida. Para nosotras era una persona a quien admirábamos y queríamos mucho, porque lo veíamos a él cerca, luchando por la gente que lo necesitaba y enseñando a la gente de sus comunidades a luchar por ellos. Los niños, los adultos, jóvenes y ancianos lo queríamos. Y él, dentro de su seriedad, era una persona muy agradable y muy animado con la gente".

Palabras, éstas, de otra de las personas que compartieron con él alegrías y sinsabores viviendo tiempos de guerra y dolor, de flagrantes violaciones a los derechos humanos, de mentira e impunidad; palabras de las fieles que fortalecieron su compromiso cristiano por la vida y la justicia, al encontrar en el padre Montes un ejemplo a seguir en la lucha por superar esas situaciones negativas y avanzar en la construcción de una verdadera paz para todas y todos los salvadoreños.

En sus escritos, el sacerdote -investigador y académico, eterno preocupado por el respeto a los derechos y las libertades fundamentales- lanzaba fuertes críticas a la gestión gubernamental, acusando a sus promotores y ejecutores de ser los principales responsables de las violadores a la dignidad de las personas en el país. Así se expresaba Segundo: "... las estructuras vigentes en el país y el sistema mismo no permiten condiciones de vida mínimamente irrenunciables hoy para las mayorías del país, lo que las convierte en violatorias de los derechos humanos, sociales y culturales para gran parte de la población. El Estado, por su parte, signatario y garante de las obligaciones jurídicas, contraídas por la legislación interna y por los convenios internacionales, no ha puesto los medios requeridos para su cumplimiento" (Montes, S., Los derechos económicos, sociales y culturales en El Salvador, 1988).

No obstante la represión oficial y más bien por su sostenimiento intolerable, el padre Montes continuó denunciando la dura realidad en la que se encontraba sumida la mayor parte de la población, sin dar un paso atrás en su opción por defender a los más desprotegidos. Así lo recuerda el padre Rodolfo Cardenal: "Disfrutaba relatándoles -a los fieles de su parroquia- sus visitas a las repoblaciones, a los campamentos de Honduras, sus viajes a Estados Unidos o al oriente del país; les contaba, por ejemplo, cómo había tenido que decir misa bajo las balas en Perquín. Evangelizó con el ejemplo de otros más pobres...". (Ser jesuita hoy en El Salvador, ECA, 1989).

Otro aporte de Montes en esta materia fueron sus valiosas investigaciones en torno al problema de las migraciones de las y los salvadoreños hacia el resto de países centroamericanos, México y Estados Unidos. El padre fue uno de los pocos investigadores que realizó trabajos serios para conocer de cerca este problema. Sus estudios recogían datos acerca de la cantidad y características de las familias que emigraban.

De esa forma, exponía las posibles causas y consecuencias de las migraciones y las daba a conocer a la comunidad científica y política internacional a fin de que, comprendiéndolas, pudiese emprenderse la elaboración de los programas que resolvieran de manera integral el problema, guardando en todo momento el respeto debido a los derechos humanos de los migrantes, en su mayor parte víctimas de un conflicto en el que no tomaban partido. Conseguir ayuda para estas personas era una de las aspiraciones de su trabajo de investigación y divulgación de la problemática de las migraciones. Sin embargo, sus estudios sobre el tema señalaban de manera especial la necesidad de atender las razones que convertían a El Salvador en un país netamente expulsor.

Entre las principales causas que él atribuía a este fenómeno están: la persistencia de la crisis económica, el fracaso de los modelos económicos y políticos, los conflictos político­sociales y los enfrentamientos armados en distintas partes de la región.

María Julia hernández, directora de la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado dice lo siguiente: "Él fue el primero en descubrir que los aportes de los refugiados hacia El Salvador, en relación a los refugiados de Estados Unidos, era lo que estaba sosteniendo nuestra economía nacional, además de las grandes investigaciones que hizo de los refugiados que estaban en Honduras y en otros países. En ese sentido, él fue hombre sumamente grandioso y humanitario".

En el marco de la guerra y a raíz de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, que estaban afectando a la mayoría en nuestro país, el padre Segundo Montes fundó, en 1985, el Instituto de Derechos Humanos de la UCA, que sería conocido de entonces a la fecha como IDHUCA.

Pese a que durante el conflicto armado eran constantes las amenazas contra los organismos de derechos humanos, bajo su conducción el Instituto se planteó la necesidad de desarrollar una labor de investigación seria en la materia, a la par que debería llevar a cabo -de la manera más eficaz posible- un trabajo práctico que estuviese destinado a identificar las violaciones concretas a los derechos humanos, manteniéndose al lado de las víctimas y acompañándolas profesionalmente en su lucha por conseguir justicia. Desde su origen, el IDHUCA privilegió a aquellas personas que -por falta de recursos económicos- siempre han tenido menos posibilidades de que sus derechos sean respetados y han sufrido más atropellos a su dignidad.

Aparte de su entrega a las comunidades y a su trabajo de investigación, el principal legado que nos dejó el padre fue el habernos proporcionado las herramientas necesarias para que las personas se organizaran y aprendieran a luchar por sus derechos, sin importar las consecuencias que eso les pudiera acarrear. Tal vez esa obra y esa actitud fue su más grande manifestación de la buena nueva: que la vida de todas las personas puede llegar a ser plena y satisfactoria, si se lucha para alcanzarlo.

Precisamente para impedir que continuara evangelizando con su ejemplo de vida, fue que el 16 de noviembre de 1989 los militares ingresaron a las instalaciones de la Universidad Centroamericana (UCA) y lo asesinaron. Con él fueron llevados al martirio otros cinco de sus compañeros jesuitas y dos de sus colaboradoras. Además de cometer el horrendo hecho, sus obnubilados asesinos trataron vanamente de destruir su trabajo intelectual, quemando y destruyendo algunos de sus libros. Torpe afán de quienes, no sólo desconocían la magnitud del crimen contra la Patria que decían defender, sino que ignoraban que figuras como Segundo Montes se engrandecen al ofrendar su vida para que el pueblo la tenga en abundancia.

Los que ordenaron el sacrificio de los Mártires de la UCA, intentaron ocultar su grave responsabilidad, falseando las pistas, escondiendo o destruyendo pruebas, intimidando a los testigos, señalando falsamente como culpables a inocentes. No obstante, todo el país conocía ya dónde se había tomado la decisión. Tiempo después militares de alto rango de la Fuerza Armada fueron llevados a juicio y condenados por el crimen. Sin embargo, saldrían libres más tarde, amparados en una amnistía decretada por el gobierno del partido ARENA.

Habla María Julia: "Teníamos los primeros indicios que había inspeccionado el juez y los demás investigadores. Tenía todo en mis manos pero todavía no encontraba cómo habían sucedido los hechos. Tenía la certeza de que había sido el ejército, pero cómo había actuado era lo que todavía no tenía claro. Revisando las fotografías forenses me di cuenta de repente, pasando la fotografía del padre Montes, de la trayectoria de las balas que impactaron en su cabeza: una bala le había entrado por la parte derecha e hizo que su cerebro saliera hacia la parte izquierda.... Fue el padre Montes quien me dio la clave para armar los hechos con los elementos que tenía y el resultado fue tan certero que en las demás investigaciones que se dieron en el proceso judicial resultó ser cierto lo que nosotros sacamos en nuestro primer informe..."

Las personas que ordenaron estos asesinatos creyeron que una vez muertos los sacerdotes, acabarían con sus ideales. Los asesinos intelectuales tenían miedo de sus palabras porque sabían que hablaban con la verdad. De no ser así, ¿cómo se explica su interés por cegar sus vidas e intentar destruir su trabajo? No obstante, se equivocaron al pensar que alcanzaron su propósito, porque con la muerte se abrió la brecha que culminaría con la firma de los acuerdos de paz. La semilla que sembraron en cada uno de las y los que los conocieron sigue dando frutos, porque la gente los recuerda con mucho cariño y respeto. Prueba de ello son los testimonios que se exponen en este artículo.

A ocho años de la muerte de estas y estos mártires no se busca venganza, sino rescatar su legado y transmitirlo a las nuevas generaciones. Si bien es cierto que aún persisten las graves violaciones a los derechos humanos que, debido a las políticas económicas y sociales, la mayoría de la gente en el país no tiene acceso a condiciones mínimas de bienestar, el deber de los que trabajan en la defensa de la vida, la justicia y los derechos humanos es continuar la tarea que emprendió Segundo Montes, por hacer valer los derechos fundamentales de los más desprotegidos. Sabias, oportunas siempre, recordamos en esta ocasión sus palabras: "No es tiempo todavía de cantar victoria... pero tampoco es tiempo aún para la desesperanza".