PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL EL SALVADOR, C.A.

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    El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.

    Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

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Año 23
número 1035
febrero 6, 2003
ISSN 0259-9864
 
 
 
 

ÍNDICE



Editorial: Democratización y reforma económica en Centroamérica

Política: Los candidatos "independientes"

Economía: La falsa solidaridad económica

Sociedad: Agenda social pendiente

Regional: Guatemala: el discreto encanto de la "descertificación"

Derechos Humanos: Terrorismo doméstico

 
 
Editorial


Democratización y reforma económica en Centroamérica

 

A partir de la década de los años ochenta y noventa sucedieron en Centroamérica una serie de cambios políticos y económicos de gran envergadura. En materia política, aunque con ritmos distintos en cada país, se fueron dando procesos de transición democrática, mediante los cuales no sólo se abrieron los espacios para la competencia política —cuya expresión más llamativa son los continuados eventos electorales—, sino que también se crearon un conjunto de instituciones destinadas a ser el soporte de los ordenamientos democráticos que se deseaba construir.

La transición democrática en Centroamérica ha tenido dos características bien propias: por un lado, se comenzó a generar en el marco de agudos conflictos militares en El Salvador, Guatemala y Nicaragua, así como de una militarización creciente de la región en su conjunto, propiciada por el involucramiento de Estados Unidos en el conflicto centroamericano; y, por otro lado, su avance y profundización dependía del fin de las hostilidades en cada país y de la desmilitarización del área, lo cual suponía un replanteamiento de la política exterior norteamericana hacia la región.

De aquí que la transición centroamericana no se completara, si no hasta que los conflictos militares fueron resueltos por acuerdos políticos internos —Acuerdos de Paz en El Salvador y Guatemala—, por acuerdos regionales —Contadora y Esquipulas— y hasta que Estados Unidos cedió a las presiones locales e internacionales a favor de una solución negociada a la crisis centroamericana. La democratización en Centroamérica es, pues, inseparable de los procesos de negociación encaminados a lograr la paz en la región. Esto, a diferencia de lo acontecido en América del Sur, donde el proceso de transición a la democracia, iniciado en la primera mitad de los años ochenta, consistió, fundamentalmente, en la reconstitución de las instituciones políticas —partidos, parlamentos y sistemas legales—, violentadas por los regímenes militares y no en la superación de una situación de guerra abierta, como sucedió en Centroamérica.

En materia económica, las décadas de los años ochenta y noventa fueron escenario de profundos cambios en las estructuras productivas centroamericanas. Mientras sus países se debatían en agudas crisis políticas, así como en el modo de resolverlas, los sectores agrícola e industrial estaban siendo desplazados, como ejes de acumulación, por el sector comercial y financiero; es decir, se estaba asistiendo a una "terciarización" de la economía, lo cual no era ajeno a los cambios que se estaban operando en la economía mundial durante esos años y que desembocarían en el capitalismo globalizado de las últimas dos décadas del siglo XX. Pocos se percataron de las drásticas transformaciones que se estaban operando en la economía mundial; sólo unos cuantos cayeron en la cuenta del impacto de esos cambios en el carácter de las economías de la región. En su mayoría, las élites políticas e intelectuales estaban ocupadas en cómo terminar con la guerra, el terrorismo y la intervención norteamericana.

En la medida que el conflicto fue disminuyendo en intensidad —esto es, en la medida que se acercaba su solución por la vía negociada— los problemas económicos ocuparon su lugar en la agenda de los actores políticos y empresariales que, como resultado de las negociaciones de pacificación, lograron el acceso a puestos de primera importancia en la conducción de los Estados centroamericanos: los actores políticos y empresariales de derecha. En virtud de este hecho, la pacificación, a la vez que abrió las puertas a la posibilidad de democratizar los sistemas políticos, en la misma medida abrió las puertas a una gestión estatal que estaba llamada a convertirse en sostén de determinados grupos empresariales, para los cuales la democracia no era más que un aspecto de la seguridad que ansiaban para expandir sus negocios. Para los grupos empresariales que despuntaban como los más importantes a inicios de la década de los años noventa, el orden democrático que se comenzaba a construir debía ser “su” orden democrático; es decir, debía ser, antes que otra cosa, un orden que les permitiera aumentar sus riquezas, en paz y tranquilidad, sin perturbaciones de ninguna naturaleza.

Los límites de la democracia, en este sentido, estaban definidos por los intereses de los grupos empresariales que, con sentido de oportunidad y habilidad, lograron articular esos intereses con los de quienes, desde puestos clave en el aparato del Estado, condujeron las negociaciones con la oposición armada hasta la finalización de los conflictos militares. La pacificación en Centroamérica dio lugar, entonces, a dos caminos contradictorios, el uno hacia la política y el otro hacia la economía: el primero, apuntaba hacia la democratización política, con sus exigencias de inclusión social; el otro, hacia el predominio de una lógica empresarial voraz y excluyente. Por paradojas de la historia, la primera tuvo, entre sus principales gestores, a actores sociopolíticos identificados casi plenamente con la segunda, a la que —a lo largo de la década de los noventa— buscaron favorecer por todos los medios desde las esferas estatales.

Los actores empresariales y sus representantes en el aparato político se hicieron cargo del impacto de los cambios de la economía globalizada en Centroamérica, pero no lo hicieron desde la óptica de los sectores económicos tradicionales o desde la mayor parte de la población, sino desde los emergentes sectores financiero y comercial, de cuyas demandas hicieron eco: la retirada del Estado del ámbito económico —lo cual pasaba por su "modernización" y "reforma"—, la privatización de los activos estatales con mayor potencial económico y el apoyo estatal para la inserción de los respectivos países en el bloque comerciales encabezado por Estados Unidos.

En suma, la democratización en Centroamérica se ha visto acompañada, paralelamente, de una serie de procesos de reforma económica —ajuste estructural, estabilización, privatización y medidas de apertura comercial—, así como de redefinición de las funciones del Estado —concretada en su reforma y modernización— que han hecho eco de las demandas de los grandes sectores empresariales, particularmente de los grupos de poder vinculados al comercio y a las finanzas.

Desde los años noventa, la economía puso límites infranqueables al avance de la democracia, poniendo de manifiesto que una economía excluyente y marginadora es la mayor traba para la democratización de las sociedades centroamericanas. Este es el dilema en el que está atrapada Centroamérica en el momento actual. La gran pregunta es cómo articular economía de mercado y democracia, de forma que la primera sea un sostén de la segunda y no su espada de Damocles. La respuesta a esa pregunta no es para nada fácil, porque la economía de mercado, dejada a su propia dinámica, no augura más que deterioro en la naturaleza y en la vida de todos aquellos que no tienen nada que ofrecerle, mientras que la democracia, si no cuenta con los soportes institucionales adecuados, no puede ser viable en el largo plazo.

G

 

Política


Los candidatos "independientes"
 

Desprestigiados y faltos de credibilidad son, quizás, los dos términos más usados para calificar el estado de la relación entre los partidos y el electorado en El Salvador. Algunos consideran, incluso, que se han roto para siempre los vínculos de la representación política. Los partidos —se dice— no representan a nadie más que a sus propios dirigentes. Éstos son acusados de aprovechar sus puestos para promover sus intereses personales, los de sus círculos de amigos o de sectores no representativos de la mayoría de la población. Se reprocha la excesiva verticalidad en el proceso de toma de decisiones en el seno de los partidos. Además, los políticos son considerados como los principales saboteadores de los proyectos de renovación del sistema político. Se han negado a desmontar el candado jurídico que impide la participación de "ciudadanos independientes" en la competencia política.

G

 

Economía


La falsa solidaridad económica

 

La actual coyuntura económica se ha convertido en un momento importante en la evolución de las políticas neoliberales implementadas por el partido en el poder, ARENA. De hecho, la situación vigente permite analizar críticamente el conjunto de sus políticas económicas aplicadas. Una evaluación rigurosa de las reformas neoliberales, hecha a través del análisis de variables sociales y económicas desde los años noventa hasta la fecha, permite visualizar con claridad que las políticas públicas se han concentrado en una dinámica de focalizar y priorizar la inserción externa (apertura de la economía a través de los Tratados de Libre Comercio (TLC), disminución progresiva de barreras arancelarias y no arancelarias, fomento de la inversión extranjera como maquilas, dependencia a las remesas, etc.), en lugar de orientarse a estrategias nacionales de desarrollo sostenible, planificadas con visión de futuro y generadas en consenso con la sociedad civil. Todo ello deja de lado la solidaridad con las generaciones presentes y futuras.

G

 

Sociedad


Agenda social pendiente

 

Las correrías de la política y los políticos en la actual coyuntura electoral han acaparado la atención de las fuerzas sociales salvadoreñas, desplazando a un segundo plano los temas trazados en la agenda social. La crisis de la salud es el caso más evidente. A estas alturas, obedeciendo a intereses oscuros, la problemática emanada del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) se ha teñido de un cariz electoral hasta perder su dimensión estrictamente social. Otros sectores sociales —educación, vivienda e infraestructura— han tenido igual suerte en estos tiempos electorales.

G

 

Regional


Guatemala: el discreto encanto de la "descertificación"

 

Los Estados Unidos han amenazado al gobierno guatemalteco con "descertificar" a la nación centroamericana, debido a que no se ha erradicado el problema de la corrupción en el Estado. ¿Qué significa "descertificar"? Con ese neologismo, lo que se quiere decir es que los EEUU quitará la "certificación" que coloca a Guatemala en la lista de gobiernos eficientes en el combate a la corrupción y el narcotráfico.

G

 

Derechos Humanos


Terrorismo doméstico

 

Dentro de la creciente espiral de violencia que mantiene en crisis a nuestro país, la que día a día afecta a las mujeres ocupa uno de los lugares más destacados, por no decir el primero de ellos. Como si no tuviéramos bastante con el reciente y tan publicitado combate a las “maras”, con los cada vez más frecuentes disturbios carcelarios, con la conflictividad crónica en barrios y colonias, con los efectos de la delincuencia en personas y bienes; como si todo eso no fuera suficiente, la escandalosa cifra de mujeres fallecidas o con lesiones graves por maltrato aparece de nuevo —en medio de tan oscuro escenario— lanzándonos un serio llamado de alerta, que de ninguna forma puede definirse como “temprana”. En momentos como el actual, donde en el mundo entero ya suenan fuerte los “tambores de guerra”, tanto la responsabilidad por muertes absurdas como el daño físico y moral en las personas no son patrimonio exclusivo de Estados “todopoderosos”, grupos extremistas o bandas delincuenciales; también lo son de los “terroristas domésticos” en el sentido más literal de la expresión. Si ante a las peores formas de violencia —sean éstas estatales o fanáticas— expresamos nuestro rechazo, de igual forma deberíamos pronunciarnos en defensa de todas aquellas mujeres maltratadas y sus familias destrozadas que, por tantas sinrazones, ocultan la despiadada bestialidad de “sus hombres”.

Hace unos días, un medio escrito publicó datos sobre mujeres víctimas de la violencia dentro de sus hogares en El Salvador. La valiosa información provenía de un estudio realizado por el Centro de Estudios de la Mujer (CEMUJER), después de un profesional esfuerzo de recopilación y análisis. Las cifras son estremecedoras: “La violencia masculina en el seno familiar cobró la vida de 238 mujeres el año pasado”. Por si eso no fuera poco, CEMUJER señala que “en el curso de las primeras semanas de este año se registran ocho nuevas víctimas”. Todas ellas murieron de forma brutal tras haber sido atacadas —a golpes o con armas blancas de distinto tipo, armas de fuego y hasta piedras— por esposos, ex esposos, novios, ex novios, compañeros de vida y ex compañeros de vida.

Sin embargo, pese a la ultrajante imagen revelada por las estadísticas, sólo se está hablando del número de mujeres fallecidas o de aquellas pocas que se atrevieron a denunciar el sufrimiento padecido durante un largo historial y doloroso de agresiones. En el silencio, muy lejos de nuestro conocimiento, quedan todas las mujeres que —presas por las amenazas e inmovilizadas por el terror a las represalias— permanecen aguantando golpizas, gritos y torturas psicológicas que constituyen, en realidad, un verdadero infierno en vida.


También al IDHUCA llegan las víctimas de esas innumerables tragedias cotidianas y anónimas; son mujeres que nos cuentan sus terribles experiencias de sufrimiento inimaginable, desamparo desolador e irracional incomprensión hasta de sus familiares. “Algo malo habrá hecho”… “Ella lo provocó”… “No diga nada, mamita; lo puede enojar más”… “Ya va a cambiar; sólo téngale paciencia”… Esas son algunas de las reacciones que, lamentablemente, siguen siendo comunes en nuestra sociedad a estas alturas de la historia: en pleno siglo XXI.

Para muestra, un botón. María —la identidad de la víctima es ficticia, por seguridad de ella— es una joven que pese a sus escasos dieciocho años de edad ya fue víctima de la violencia que sufre a diario una enrome cantidad de mujeres salvadoreñas. Hace unos meses llegó a nuestro Instituto, queriendo saber qué podía hacer para superar la situación que se encontraba padeciendo. Nos contó entonces que era madre soltera como producto del abuso sexual al que se le había sometido, desde hacía más o menos cuatro años, por parte de un tío cercano. Este individuo de 35 años de edad, abogado que labora en un Juzgado de Paz cercano al lugar donde vive, parece que también ha estado abusando de las demás mujeres dentro de su grupo familiar.

María, en sus desesperados intentos por defenderse del constante ultraje al que se veía sometida, le dijo al sujeto que lo denunciaría en la Policía Nacional Civil (PNC). Éste —consciente de su situación de poder y de la indefensión de su víctima— la siguió presionando y chantajeando, recordándole que a él “nada le podían hacer nada, pues trabajaba con la justicia y conocía las leyes”. Por esa razón, María —en su creciente desesperación— pensó actuar para poner fin al tormento: lo denunciaría en el tribunal competente de su localidad. Pero estaba indecisa ya que, aún siendo consciente de que debía acusar al criminal, existía una “barrera”: la de su familia. Pese a estar integrada en su mayoría por mujeres, pensó que no contaría con el apoyo de ésta; por el contrario, creía que saldría en defensa del delincuente para justificarlo por ser “el hombre de la casa” que les brindaba “protección”. Tal fue el nivel de presión que, en algún momento, María llegó a pensar que quizás era ella la culpable de todo lo que estaba ocurriendo.

Pero hace unos días se decidió y lo denunció. Gracias a su coraje, se inició la investigación en el Juzgado de Familia donde, además de confirmarse lo denunciado por María, se detectó que el agresor también había abusado de sus propias hijas. Sin embargo, pese a los avances en el caso, María no pudo soportar la pesada carga personal y trató de quitarse la vida. Por fortuna, no pasó del intento y ya está fuera de peligro. Pero eso no nos libera de la necesaria reflexión general al respecto.

La institucionalización de la violencia, en especial la que se ejerce contra las mujeres, es un hecho que a diario constatamos en nuestro país. Por encima de los ríos de tinta que gastan algunos editorialistas ante los innumerables casos de este tipo, no se invierte en serio para crear una amplia conciencia social de condena contra el cobarde que pega, maltrata, amenaza o mata a “sus seres más queridos”. Aún permanece en lo más profundo de nuestra sociedad ese machismo irracional de aquellos que se niegan a aceptar la plena igualdad de la mujer y, lo que para ellos es peor, su independencia económica. Bajo la burla o la broma, se siguen aceptando los estereotipos del maltratador y —no obstante la cruel realidad que se genera— es muy poco lo que se hace para erradicar esa situación.

¿Cuál es la respuesta para hacer frente a semejante realidad? Este maltrato no tiene un patrón específico sobre el cual se pueda actuar directamente; es algo muy complejo que no entiende de edades —afecta a mujeres de 16 a 54 años— o clases sociales. El consumo de drogas, el alcoholismo y la tenencia de armas son algunas de las circunstancias que acompañan a estos hechos, pero no son la causa principal de la violencia descontrolada que se descarga sobre personas cercanas.

Una de las vías para derrotar este flagelo tiene que ver con la difusión de valores y mecanismos para hacerlos realidad; hablamos tanto del respeto, la tolerancia y la paz, como de la solución amistosa y dialogada de los conflictos, la rehabilitación de los agresores y el funcionamiento de las instituciones. De eso algo se ha dicho y hecho en el país, quizás hasta demasiado, después de la guerra. Sin embargo, los hechos continúan y parecen abundar. ¿Por qué? ¿Qué está pasando dentro de los hogares salvadoreños? La respuesta es una y muy clara: dentro de muchos de éstos no existe paz, pese a la creación de instituciones públicas y servicios sociales para dar atención a esta problemáticas, por que no basta con la difusión y el conocimiento teórico de valores y mecanismos para cambiar un estado de cosas tan terrible. Si continúan los malos ejemplos desde el poder y las instituciones no funcionan como es debido, por más campañas oficiales que se impulsen, va a costar mucho o quizás será imposible que la población se apropie de los valores más elevados y los practique; mientras tanto, seguirá siendo posible que la violencia permanezca como la forma más rápida y menos complicada para “resolver problemas”.

A ese tipo de conclusiones llegan los estudios sobre género realizados por instituciones internacionales, como el titulado: “Violencia contra la mujer en relación de pareja: América Latina y el Caribe. Una propuesta para medir su magnitud y evolución”. Este trabajo, realizado por la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe (CEPAL), hace otras valoraciones que bien pueden aplicarse a nuestro país. Veamos lo que dice en una de sus partes:

Un análisis general de la legislación sobre violencia en los países (Chiarotti, 1999), muestra que la misma no refleja en todos los casos la claridad de objetivos de la Convención de Belém do Pará. La intención de esta última —de prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres— queda diluida en algunas leyes que sancionan la violencia intrafamiliar, sin mencionar la violencia de género ni proponerse erradicar las causas que la originan. En algunos casos, los jueces han prestado más atención a los niños y niñas que sufrieron violencia, que a las mujeres adultas en relación de pareja. Entre los problemas detectados en la aplicación de las leyes, se ha visto que no hay suficientes ni adecuados mecanismos de seguimiento que permitan verificar el cumplimiento de las sanciones.

En América Latina y el Caribe hasta hace pocos años, prevaleció en la corriente principal de las políticas públicas —tanto en los ámbitos legislativo y judicial como ejecutivo, así como entre amplios sectores de la sociedad— la idea de que las relaciones en el ámbito privado no debían ser objeto de preocupación estatal. Por lo tanto, la preocupación por medir la violencia que ocurre en ese contexto fue inexistente.

En el caso salvadoreño, tras haber ratificado la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer – conocida como Convención de Belem do Para– se aprobó la Ley contra la Violencia lntrafamiliar y así se ocultó, de entrada, a las mujeres víctimas. Asimismo, pese a contar con herramientas legales para hacer frente a esta pandemia, su puesta en práctica no ha sido fácil. Por citar algunas situaciones: en la mayoría de las ocasiones, la PNC siempre llega a recoger a la víctima y no a protegerla de su agresor; o pese a que se inician los casos en los tribunales de Familia, terminan siendo archivados por falta de pruebas. La práctica diaria revela cómo las y los jueces de Familia olvidan que la presunción de inocencia no está reñida con el deber de protección a la víctima. En numerosos casos, las agresiones han continuado pese a la condena judicial. En este ámbito, pues, resulta necesaria una aplicación menos formalista del Derecho que busque garantizar la integridad de la mujer agredida.

Acá, el gobierno ha reconocido que los derechos y las libertades de las mujeres y las niñas son parte de los derechos humanos universales no sujetos a tradiciones históricas o culturales, cuyo carácter universal no se cuestiona. No obstante, falta mucho para que ese reconocimiento se vuelva respeto en la realidad concreta; eso vuelve más difícil la construcción de una sociedad pacífica a la que todas y todos deberíamos aspirar. Es fundamental y urgente, entonces, exigir y practicar el respeto de los derechos humanos; así, pues, debemos evitar y combatir las violaciones de los mismos que se realizan a diario ante nuestros ojos, en nuestros hogares. Estamos, en definitiva, ante una responsabilidad que es común; pero que, sobre todo, es una obligación de los poderes públicos. Y es que sin derechos de las mujeres, no hay derechos humanos.

G

 


 


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