PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL EL SALVADOR, C.A.

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    El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.

    Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

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Año 23
número 1024
noviembre 13, 2002
ISSN 0259-9864
 
 
 
 

ÍNDICE



Editorial: La herencia de los mártires

Comentario: La fachada democrática de los medios

Comentario: Algunos aportes de Ellacuría para la solución de conflictos

Comentario: Pensamiento y compromiso

Comentario: Algunos planteamientos de Ellacuría sobre Centroamérica

Derechos Humanos: Segundo, Memo y Liquito

 
 
Editorial


La herencia de los mártires

 

Este 16 de noviembre se conmemora el XIII aniversario del asesinato de los jesuitas de la UCA, de Elba y Celina Maricet Ramos. Para la comunidad universitaria significa —o debería significar— un alto en el camino, un momento para reflexionar tanto sobre la herencia intelectual y ética que nos legaron Ellacuría y sus compañeros martirizados, así como sobre el modo en que nos hemos hecho cargo —hemos cargado— con esa herencia. Ellos, con el ejemplo de su vida y con la tragedia de su muerte, nos heredaron un capital cultural y simbólico que, si no se hace producir, corre el riesgo de ser dilapidado. ¿Qué significa hacer producir el capital simbólico dejado como herencia por los mártires de la UCA a la comunidad universitaria y, más allá de ella, a la sociedad salvadoreña? ¿Cómo es que se puede dilapidar esa herencia?


Por de pronto, centrémonos en la primera interrogante: qué significa hacer producir el capital cultural y simbólico dejado como herencia por Ellacuría y sus compañeros. Pues bien, esa herencia sólo puede ser productiva si se conoce integralmente y a fondo, lo cual supone dedicar los esfuerzos necesarios para asimilar y dominar sus contenidos intelectuales fundamentales.


No cabe duda que en la UCA hay quienes conocen bien el pensamiento de los mártires; pero también es cierto que la universidad, desde aquellos días oscuros de noviembre de 1989 hasta la fecha, ha enriquecido su personal con gente joven, para la cual la única forma que hay de conocer cómo eran y qué pensaban los jesuitas asesinados es mediante la lectura de sus libros y artículos o mediante las enseñanzas que puedan recibir de sus “mayores” en el centro de estudios. Fuera de la UCA, muy pocos conocen de verdad el pensamiento de los mártires jesuitas. Varios de los autonombrados discípulos de Ellacuría, de Montes y de Martín-Baró ni dominan los contenidos de la obra de sus maestros, ni se comportan según los valores éticos que ellos se esforzaron, al parecer sin resultado alguno, por inculcarles. Quienes sinceramente, dentro y fuera de la UCA, quieran honrar a los jesuitas asesinados, deben apropiarse intelectualmente de su obra.


Sin este ejercicio de apropiación del legado de los jesuitas asesinados, lo que se impondrá es su conocimiento parcial o, en el peor de los casos, su desconocimiento total. Aquí, pues, hay mucho trabajo por hacer en el sentido de promover, tanto entre quienes se van incorporando a la comunidad universitaria, como fuera del recinto universitario, el estudio sistemático de la obra de Ignacio Ellacuría, Segundo Montes e Ignacio Martín-Baró, los tres jesuitas que más aportaron conceptual y teóricamente en las décadas de los años 70 y 80.


En segundo lugar, el legado de los jesuitas asesinados debe ser asumido —para que genere nuevos dividendos intelectuales—, de modo crítico, es decir, sin dogmatismos estériles y repeticiones fáciles de lugares comunes. Nada sería más ajeno al espíritu intelectual de Ellacuría, Montes y Martín-Baró que sus ideas fueran tomadas como verdades inamovibles y que sus discípulos se ahorraran el esfuerzo de pensar por su propia cuenta, aunque eso supusiera distanciarse de sus planteamientos. En la misma línea, nada sería más ajeno a ellos que se hablara en su nombre sin conocer bien lo que dijeron y, lo que es peor, que se pretendiera justificar ambiciones bajas y pragmatismos sin convicción, so pretexto de fidelidad al realismo que los caracterizó.


Los tres, cada uno en su campo académico específico, tuvieron grandes maestros a los que respetaron y de los que aprendieron cosas fundamentales. Ninguno de ellos evadió el esfuerzo de elaborar visiones teóricas propias, a partir del distanciamiento crítico con muchos de los supuestos y formulaciones de sus mejores maestros. Los tres evitaron ser presa fácil del dogmatismo y del anquilosamiento mental; sabían –y así lo enseñaron— que la actitud crítica es la mejor defensa contra las asechanzas de la pereza mental, la ligereza en los juicios y la ceguera ante lo nuevo de la realidad. Cada uno de ellos, con su particular estilo, defendió con convicción y valentía sus posturas intelectuales y éticas, sin doblegarse ante los ofrecimientos de bienestar o las amenazas. Fueron realistas, pero no complacientes con el poder, enseñanza fundamental que ha sido olvidada por muchos que tuvieron el privilegio de tenerlos como maestros.


En suma, para hacer producir el capital cultural y simbólico dejado por los mártires de la UCA a la misma universidad y a la sociedad salvadoreña, se imponen, cuando menos, dos tareas fundamentales: conocer bien su herencia intelectual y hacerse cargo de ella sin dogmatismo, esto es, con el mejor ánimo crítico. De no asumir estas dos tareas, se corre el riesgo de dilapidar (o de malgastar) una herencia intelectual única y quizás irrepetible en la historia de El Salvador. ¿Cómo es que se puede dilapidar una herencia tan preciada?
Lo dicho más arriba nos da una pista para responder a esa pregunta: por desconocimiento parcial o total de los contenidos y el significado del capital cultural y simbólico recibido. En efecto, si en El Salvador –y en la comunidad universitaria— no se conocen bien las formulaciones y planteamientos teóricos de los mártires, esas formulaciones y planteamientos dejarán de ser algo vivo y se convertirán en letra muerta. Para quienes están en el poder y fueron interpelados por la palabra de Ellacuría y sus compañeros, eso es lo mejor que puede suceder. Su muerte sería coronada con el silencio y el olvido.


Del desconocimiento al olvido existe sólo un paso, que puede ser dado en cualquier momento. Es contra el peligro del olvido que debemos precavernos, porque sería grave que la sociedad salvadoreña se quedara huérfana de referentes éticos e intelectuales de hondo calado. ¿Cómo mantener vivo el legado de Ellacuría y sus compañeros? Estudiando sistemáticamente y a fondo su pensamiento; discutiendo críticamente sus aportes; haciéndolos dialogar con otros autores contemporáneos; examinando sus potencialidades y sus límites teóricos y metodológicos; y haciendo de su compromiso un modelo propio de conducta.


Noviembre es un mes importante para la UCA, desde aquella trágica madrugada del 16 de noviembre de 1989. El recuerdo de los jesuitas asesinados, de Elba y Celina Maricet invita a reflexionar sobre su presencia ahora. Esta presencia puede ser leída como una herencia intelectual y ética, aunque más radicalmente es una herencia en humanidad, honestidad y decencia. Como universitarios y salvadoreños, no podemos desatendernos de ella, pues esto podría traducirse en la pérdida de unos referentes imprescindibles para entender la vocación de la UCA y su compromiso con la verdad y el bienestar de los sectores más desfavorecidos de El Salvador.

G

 

Comentario


La fachada democrática de los medios
 

Ignacio Ellacuría, cuyo martirio y el de sus compañeros celebramos en estos días, elaboró un acucioso análisis sobre el estado de la democracia en el país, que puede aplicarse con bastante justeza a lo que sucede en torno al manejo y funcionamiento de los más importantes medios de comunicación. Se podría decir con el desaparecido rector de la UCA que “en El Salvador hay apariencias reales de democracia, pero no una democracia real y que todas las apariencias democráticas son mantenidas en tanto en cuanto no pongan en peligro otras estructuras más reales”. Las estructuras reales de poder pasan hoy por la defensa de los intereses del pequeño clan de grandes empresarios y de su deseo por seguir esquilando hasta los huesos a los salvadoreños. Los medios son la caja de resonancia de estos intereses, ahora revestidos de un discurso democrático.


Estos medios de comunicación de derecha se ufanan de ser los baluartes de la democracia. Sin embargo, su compromiso democrático sale sobrando cuando el esquema de poder económico y político vigente es amenazado por el protagonismo político de la izquierda o por movilizaciones sociales de envergadura que desafían el orden deseado por quienes se benefician de él. Cuando esto sucede, los medios de derecha se quitan la máscara democrática sin titubear; una vez sin ella, atacan arteramente a sus “enemigos”, manipulan los hechos, desfiguran la realidad, crean imágenes falsas de personas y situaciones. Por supuesto, insisten en que lo hacen para defender la democracia, contra cuyos enemigos todo está permitido. Es, pues, en situaciones de crisis social y política cuando las empresas mediáticas de derecha sacan a relucir su vocación autoritaria; es en estos momentos cuando se quitan la máscara democrática y se quedan con su verdadero rostro autoritario.


El comportamiento mediático, a lo largo de los doce años que nos separan de la firma de la paz, constituye una prueba fehaciente de lo que se ha dicho antes. En los momentos de relativa calma sociopolítica, los medios han moderado su anticomunismo y su oposición al cambio social; en los momentos de crisis, han sacado a relucir con agresividad su talante antiizquierdista y su resistencia a cualquier cambio sustantivo en la forma cómo se gestiona el país y cómo se distribuye su riqueza. Esta ha sido la lógica mediática en la posguerra. En lo absoluto se ha tratado de un compromiso incondicional con la democracia, sino que ha sido —y es— un compromiso parcial, siempre supeditado a una finalidad más importante: la conservación de unos privilegios mal habidos por parte de un grupo de poder económico minoritario y voraz, al que los grandes medios de derecha se hayan vinculados orgánicamente.


En el terreno político, el FMLN ha sido el principal objetivo a atacar de los medios de derecha, aunque las ofensivas en su contra han variado según las exigencias de cada coyuntura y según este partido ha sido percibido con mayor o menor fuerza. La última coyuntura electoral para alcaldes y diputados sacudió la autocomplacencia de los grupos de derecha; desde aquel momento cayeron en la cuenta de que el poder no estaría eternamente en sus manos. En las elecciones presidenciales de 1999 ganó su candidato, pero en las filas de la izquierda comenzó a fraguarse un liderazgo —el de Héctor Silva— con grandes posibilidades de arrebatar a la derecha el control del Ejecutivo.

 
Desde que los medios de derecha fueron conscientes del desafío que representaba Silva, no escatimaron esfuerzos por destruir su imagen. Este último año —preelectoral de principio a fin— los ataques contra el alcalde de San Salvador han sido particularmente virulentos. Hasta la última semana de octubre, Silva y a su gestión fueron sometidos a una campaña sistemática de denigración en la cual los temas más socorridos fueron al robo, el fraude y el engaño, de los que fue acusada, desde la prensa de derecha, la administración municipal de San Salvador. La intención era clara: hacer parecer a Silva como un incompetente y un corrupto.


Como saben bien los maestros de la manipulación mediática, una mentira, para ser creída como verdad por el público, debe ser repetida una y otra vez, sin dar lugar a que se puede dudar de ella. A eso le apostaban los publicistas de derecha: cuando su campaña sucia contra Silva terminara, miles de salvadoreños iban a estar convencidos que era un pésimo administrador, además un mentiroso y un ladrón. Silva era el villano; a contraluz de su “incompetencia” y “manejos sucios”, aparecía —siempre como una creación publicitaria— la figura diáfana de la nueva delfín de ARENA, Evelyn Jacir de Lovo, de la cual no se contaban más que sus virtudes, capacidades y habilidades.


La primera semana de noviembre supuso un paréntesis en los ataques mediáticos contra Silva; su breve acercamiento al presidente Francisco Flores, para intentar resolver —siendo parte de una comisión promovida por el presidente de la República— la crisis en el sistema de salud, le dieron un respiro. Pero fue muy breve, porque una vez que Silva se retiró de la comisión auspiciada por Flores, la prensa de derecha ha vuelto a sus andadas.


Una vez que la ruptura de Silva con el FMLN fue casi un hecho consumado —lo cual supone que abandona la candidatura para reelegirse como alcalde de San Salvador por el partido de izquierda—, los medios de derecha, especialmente la prensa escrita, han dado cabida a “interpretaciones” que hacen ver a Silva como un perdedor, como un fracasado, que, al romper con el FMLN, no tiene más que hacer en la política. Más aún, elaboran su perfil de perdedor desde que se acercó al Flores, para contribuir a resolver la crisis en el sector salud. Según algunas de las mentes más brillantes del periodismo de derecha, Silva buscó mediar en el conflicto en el sector salud porque se dio cuenta que Jacir de Lovo iba en ascenso en las preferencias electorales y él tenía que hacer una jugada espectacular para no quedarse atrás. Su jugada —dicen los analistas de derecha— no salió como esperaba; es decir, de nuevo quedó en desventaja respecto de la ex ministra de educación. La expulsión del FMLN es una tabla de salvación, porque le permite no ser humillado por Jacir de Lovo, ante quien el alcalde siente un miedo irrefrenable.


De sobra está decir que tal lectura de la realidad es francamente superficial. Sin embargo, con ella no se pretende llegar a la verdad de los hechos, sino construir una imagen inservible de una figura política a la que se teme. Obviamente, Silva no está acabado, ni políticamente ni profesionalmente, sólo porque uno o más partidos no lo quieran en sus filas.


Pero acabarlo políticamente ha sido una de las metas más soñadas de la derecha y sus aliados en los medios de comunicación. Eso es lo que trataron de hacer cuando lo acusaron de incompetente y de corrupto con la campaña sucia sobre el relleno sanitario. En estos momentos, para acabarlo, lo quieren hacer pasar ante la opinión pública como un fracasado; este es su caballo de batalla, para lo cual aprovechan el desatino del FMLN de dar la espalda a su figura más cualificada políticamente. Lo quieren acabar porque todavía lo ven como una amenaza para sus intereses y su forma de conducir el país. Los medios de derecha están enseñando, una vez más, su rostro antidemocrático.


Lo que interesa, en fin, a los grandes medios del país es proteger los intereses primarios de la gran empresa. Para conseguir tales objetivos, pueden variar las tácticas y las estrategias. Ellacuría decía, en un tono profético —y para que los salvadoreños no se dejen sorprender—: “la apariencia democrática será mantenida para asegurar esos objetivos primarios del mejor modo posible, pero esos objetivos primarios pueden mantenerse también sin apariencias democráticas e incluso con estructuras antidemocráticas”.

G

 

Comentario


Algunos aportes de Ellacuría para la solución de conflictos

 

Cuando el Padre Ignacio Ellacuría planteaba su interpretación sobre “La cuestión de las masas” en el editorial homónimo, no la hacía pensando en un momento en el cual habían transcurrido ya más de diez años de la finalización del conflicto armado en El Salvador. Empero, sus enfoques tienen todavía una sorprendente aplicabilidad a la realidad contemporánea. Sin ir muy lejos, el editorial mencionado comienza diciendo que “en los últimos meses se ha agudizado la ‘cuestión de las masas’, no como discusión teórica, sino como interpretación política y como práctica social. El aumento de las huelgas y la radicalización de las mismas […] plantean de nuevo la cuestión de las masas y el papel que les corresponde en el momento actual.” (ECA, 465, pp. 402).


En el momento actual, hay conflictos laborales en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS), en la Comisión Ejecutiva Hidroeléctrica del Río Lempa y existe el riesgo de llegar a mayores niveles de conflictividad, tanto por las demandas laborales del sector magisterial y de los empresarios de buses, que tienen su propia agenda reivindicativa. A esto se suma una creciente presencia y actividad de organizaciones sociales y movimientos ciudadanos de resistencia a los procesos de privatización en El Salvador.


No cabe duda que la “cuestión de las masas” sigue vigente y sugiere que, pese a la superación del conflicto armado, persiste la misma problemática social que en su momento dio a los movimientos sociales de protesta el mote de “organizaciones de fachada” del movimiento revolucionario. El momento es propicio para reflexionar sobre las dinámicas sociales que revelan la necesidad de reformas en el modelo económico y social, y de la continuación de un proceso de diálogo-negociación entre las fuerzas sociales que mantienen vigentes puntos de desencuentro.


Después de los acuerdos de paz ha surgido una creciente tendencia a pensar que con el cumplimiento de estos está erradicada la raíz de la conflictividad salvadoreña. Sin negar los aportes de los acuerdos de paz para la democratización y finalización del conflicto armado, debe decirse que desde la firma de los mismos, se han suscitado nuevas dinámicas que han dado lugar a nuevos procesos de polarización social. La muestra más clara son los conflictos generados alrededor del tema de la privatización de servicios esenciales, en particular, de los servicios de salud ofrecidos dentro de la seguridad social.


Este conflicto se ha vuelto emblemático de la efervescencia social prevaleciente en El Salvador, pero también de la manera en que la conflictividad ha ido, poco a poco, trasladándose hacia temas y sectores muy específicos. Ya no se está frente a una huelga convocada por una central obrera o campesina; se está frente a una huelga impulsada por el gremio médico, la cual tiene motivaciones que trascienden lo laboral, y caen en el plano de la participación ciudadana en la formulación de las políticas públicas.


En efecto, ya no se trata de un pliego de demandas que no trastoca las formas de hacer política: se trata de demandas que cuestionan componentes básicos de los planes de gobierno. La adhesión de diferentes grupos sociales a este tipo de movimientos denota que existe un importante sector de la sociedad salvadoreña que no se siente representado, ni por los gobiernos, ni por los partidos de oposición, pero que sí tiene reivindicaciones por las cuales movilizarse.


En este punto vale la pena recordar que los gobiernos de ARENA y, con mayor énfasis, el encabezado por Francisco Flores, han pretendido gobernar de espaldas a la población, asumiendo que el haber resultado electos en una elecciones consideradas “limpias” y aceptables les autoriza para decidir inconsultamente en nombre de la mayoría.


Esta ha venido siendo la tónica de la década de los noventa, pero, poco a poco, y a fuerza de acumulación de impactos negativos, el esquema ha venido generando anticuerpos, y amenaza con reducir la gobernabilidad a niveles peligrosos. Se ha llegado al punto en que el partido de gobierno, aunque cuenta con la correlación de fuerzas necesaria para impulsar sus políticas, se ve imposibilitado a hacerlo por la resistencia ciudadana organizada.


Sin duda, esto debe ser motivo de reflexión para cualquier gobierno, y con más razón de uno que es depositario de un destacado proceso de pacificación. Precisamente, la posibilidad de ejercer el poder en una situación de ausencia de conflictos militares, obedece a que hubo previamente un gobierno que —por pragmatismo o por convicción— accedió a entablar un proceso de diálogo-negociación con los opositores de su proyecto de sociedad. El problema surge al pensar que la necesidad de la concertación social solamente era útil para finalizar la guerra civil, cuando en realidad es una práctica que debe instaurarse en la cotidianeidad y en la construcción de una sociedad más justa y solidaria.


Acá nuevamente sorprende la claridad con que el Padre Ellacuría visualizaba la realidad de El Salvador, pues fue de los primeros en plantear que la única solución viable para el conflicto armado era el del diálogo y la negociación. Así, en otro de sus escritos planteaba que “Han sido y siguen siendo los factores militares los que paradójicamente fuerzan más al diálogo, a un diálogo evidentemente que no sólo termine con la guerra, sino que traiga la paz y el orden socio-económico que necesita el país”. (ECA 432-433, pp. 733).


Ahora son los factores económicos y sociales los que hacen que esta aseveración siga teniendo vigencia, y así lo demuestra el hecho de que después de una espiral de conflictividad social, el presidente Flores haya decidido iniciar un proceso de diálogo con representantes del gremio médico, hoy por hoy, uno de los más activos en la lucha social y en la incidencia política. Esto es, sin dudas, un paso adelante en la solución del conflicto alrededor del proyecto de salud, pero es solamente el inicio de un proceso que no necesariamente conducirá a resultados satisfactorios y definitivos.


Por otra parte, es un proceso que no se restringe a los conflictos y actores relacionados con el sector salud. La concertación trasciende a otros ámbitos de la realidad en que también se requiere de una flexibilización de las políticas gubernamentales. Las problemáticas relacionadas con la proliferación de la violencia y la incertidumbre económica, han sustituido las preocupaciones que anteriormente la población sentía por la profundización del conflicto armado. En esa medida, es importante tener en cuenta que, aun y cuando se solucionara satisfactoriamente la conflictividad en el sector salud, ello no garantizaría que en el futuro no surjan nuevos conflictos alrededor de otros temas contenidos en la agenda del gobierno (como el libre comercio u otros procesos de privatización).


Hasta ahora el gobierno no ha encontrado mayor resistencia para impulsar procesos que afectan negativamente a la mayoría de la población, entre los que se cuentan una reforma tributaria regresiva, privatización de varios servicios básicos e instrumentalización de la política económica a favor de una minoría empresarial. La desorganización de los sectores mayoritarios —de las masas— y la desarticulación y desprecio de espacios de encuentro y negociación, como el Foro de Concertación Económica y Social, explican en buena medida el fenómeno.


En este escenario, la necesidad de concertar surge como un reto que ya parecía superado, pero que continúa tan vigente como hace veinte años. De ello dependen fuertemente las posibilidades de construir una sociedad más justa, de legitimar las actuaciones de los gobiernos y de mantener condiciones mínimas de gobernabilidad.

G

 

Comentario


Pensamiento y compromiso

 

Ignacio Ellacuría, Segundo Montes e Ignacio Martín-Baró fueron, sin duda alguna, quienes más enriquecieron, desde la UCA, el debate nacional de El Salvador en los años 70 y 80. Sólo su asesinato pudo detener tan importante flujo de conocimiento, interpretación y valoración de la realidad social salvadoreña y mundial en esos años. Desde sus diferentes campos —filosofía, psicología social y sociología, respectivamente— aportaron un vasto material pocas veces visto en el país; pero, lo más importante es que su pensamiento se tradujo fielmente en un compromiso con la realidad a la cual se enfrentaron y, en este compromiso, hicieron suya la causa de los más desposeídos de la sociedad.


En estos días, traer a cuenta el pensamiento y compromiso de los mártires no quiere ser un mero ejercicio de remembranza nostálgica; aún más, se trata de explorar y rescatar elementos de análisis todavía válidos para dar cuenta de la realidad actual y encontrar —aunque suene hasta cierto punto osado— posibles vías de solución. No sería una tarea responsable si mecánicamente se trasladaran, tal cual, los parámetros utilizados por Ellacuría y sus compañeros en el análisis de la realidad que les tocó en suerte afrontar. Primero, porque una repetición mecánica de su pensamiento traicionaría lo más íntimo de este: su criticidad; segundo, porque, a pesar de que persisten los mismos problemas estructurales de la década de los 80, la realidad actual —y los desafíos que plantea— es muy otra.


Ahora, a trece años de su martirio, El Salvador asiste a situaciones no menos desafiantes. La firma de la paz ha sido el más preciado logro de los salvadoreños en los últimos años y ha instalado al país en un hito cualitativamente diferente a los tiempos recientes. Se ha abierto, en pocas palabras, un potencial e importante caudal democratizador. Si se prefiere, la transición a la democracia se abrió con un categórico “no” a la guerra. Sin embargo, aún persisten problemas estructurales de larga data como la violencia, la pobreza, el desempleo y la injusticia, este último tan denunciado por Ellacuría y sus compañeros. En el último lustro, las grandes expectativas generadas por los Acuerdos de Paz se han desvanecido paulatinamente. Para nadie es un secreto que, del entusiasmo inicial, el país ha asistido a nuevos tiempos de incertidumbre e inseguridad.


Los conflictos sociales, el descrédito ante la clase política, el estancamiento y deterioro de la economía nacional y el impacto de recurrentes desastres naturales, por mencionar algunos, son problemas que, en estos días, han hecho caer en la cuenta de que, con la firma de la paz, no se transitaría automáticamente a la democratización del país. Es más, como en su tiempo señalaron los mártires, el diálogo, elemento indispensable de las democracias, no parece ser prioridad de quienes llevan las riendas del país.


La crisis del Seguro Social y de todo el sistema de salud salvadoreño, para traer a colación el más urgente problema en la actualidad, ha venido a dividir a la sociedad y a poner de manifiesto la urgencia de establecer un verdadero mecanismo de diálogo. A menos de un mes de iniciada la huelga en el ISSS, ni el gremio de médicos, ni el presidente Flores, han encontrado el rumbo del diálogo y la crisis toma cauces cada vez más inciertos. Ha dividido mas la sociedad porque muchos son los que defienden el proceder de Flores y su gabinete, mientras no pocos —y estos cada vez están más unidos— lo rechazan.


Este problema ha desviado la atención de otros no menos importantes y que, latentes, esperan un día ser retomados en la agenda de los medios informativos y de quienes conducen el destino del país. El galopante desempleo en el campo —sobre todo en las otrora pujantes regiones cafetaleras—; las tensas relaciones de poder entre los componentes del sistema educativo nacional (autoridades, maestros, alumnos y padres de familia); las deficiencias del sistema de justicia; la corrupción en las entidades gubernamentales; en fin, una lista de situaciones que apuntan a un necesario cambio de marcha en la conducción del país aguardan ser retomados seriamente. Un análisis comprometido con la realidad no puede dejar de hacer mención de ello.


En suma, cabría preguntarse, siguiendo la herencia de los mártires, ¿qué dirían éstos de la realidad social en nuestros días?, ¿cómo valorarían las posturas de los diferentes actores sociales? Finalmente, y lo más difícil, ¿qué propuestas de solución darían a los más urgentes problemas nacionales?


En primer lugar, atendiendo a la primera interrogante, denunciarían, con toda seguridad, la injusticia aún imperante en la estructura social salvadoreña. Señalarían que más de la mitad de la población tiene que sortearse la vida en condiciones de pobreza o pobreza extrema y reclamarían una distribución más justa del ingreso y la propiedad. Pondrían, el dedo acusador sobre quienes, pudiendo hacer del país un lugar más justo y equitativo, se cierran ante la realidad y la pretender callar con vanas campañas publicitarias. Denunciarían, sin distingo de confesión ideológica, todo tipo de endiosamiento y dogmatismo. Someterían a crítica el modelo de gestión política, económica, social y medioambiental vigente, señalando sus altas dosis de autoritarismo, exclusión e imposición. En pocas palabras, exigirían, enfáticamente, la necesidad de cambios en la dinámica del país.


Lo anterior conduce a la segunda interrogante. Y es que, en no pocas veces, Ellacuría y sus compañeros fueron tildados de marxistas y comunistas por la más recalcitrante derecha. Sus adversarios los consideraban como ideólogos de las fuerzas insurgentes. Aunque, en el fondo, eran considerados como los “amigos del pueblo” y, por esa razón, encargaron su asesinato, al igual que el de Monseñor Romero.


No obstante, aquéllos fueron críticos con toda forma de explotación y negación de los derechos humanos fundamentales. Sus análisis y sus denuncias iban dirigidos a uno y otro bando. Hoy, seguramente los mártires seguirían tomando partido por la causa de las mayorías y denunciarían a quienes toman, equivocadamente, las decisiones por el país, sean éstos de izquierda o de derecha. Señalarían que, tanto unos como otros, pretenden secuestrar la incipiente democracia, reduciendo las posibilidades de que los salvadoreños alcancen mejores niveles de vida. Criticarían el sesgo autoritario de Flores y su gabinete; exigirían más responsabilidad y compromiso a la empresa privada en el desarrollo del país, sobre todo de los más desfavorecidos; denunciarían el papel servil de los medios de comunicación de derecha y los instarían a no erguirse como obstáculos de la democratización; finalmente, alentarían la participación de la ciudadanía en la definición del rumbo del país.


En tercer lugar, con toda firmeza, elaborarían propuestas de solución surgidas desde sus principios humanos y cristianos. El compromiso con la causa de las mayorías no les haría perder de vista la necesidad de abrir, como primera y urgente necesidad, espacios de diálogo fundados en la consecución del bien común.


En este sentido, siguen resonando los tres contenidos que Ellacuría planteaba, en medio de la guerra, sobre lo que debía versar el diálogo para conquistar una cultura de paz: Terminar con la violencia, no sólo la surgida de la guerra, sino la violencia del diario vivir de los salvadoreños; la democratización que, con la firma de la paz, no ha resultado ser ni automática ni fácil, máxime cuando aún se levantan grandes obstáculos para su consecución; finalmente, la situación de injusticia social, que, con todo y los evidentes logros alcanzados desde los acuerdos de Chapultepec, sigue impidiendo que miles de salvadoreños tengan acceso a servicios sociales (salud, educación, vivienda), empleo, seguridad y mejor calidad de vida.

G

 

Comentario


Algunos planteamientos de Ellacuría sobre Centroamérica

 

El aporte intelectual de Ignacio Ellacuría no se restringió a la búsqueda de soluciones a los problemas de El Salvador. Comprendió que era imposible proponer alternativas nacionales sin plantearse el contexto en el que la realidad salvadoreña se encuentra inserto: Centroamérica. De ahí el aliento centroamericano que quiso imprimirle a la revista de la UCA, el cual se expresa en su mismo nombre: Estudios Centroamericanos. De ahí también que el análisis coyuntural del rector mártir se dirigiera a la situación del istmo, sobre todo en el decenio de 1980, cuando estalla la guerra civil en El Salvador y el área centroamericana se vuelve, en virtud de los diferentes escenarios nacionales, el lugar donde se despliegan algunas de las grandes tensiones históricas de la época.


Quisiéramos tomar algunos textos en los que el autor de Filosofía de la realidad histórica se aboca a lo que está pasando en el área durante la citada década. Estos trabajos muestran cuál era la interpretación que Ellacuría propone a la encrucijada histórica que vivió nuestro istmo, una encrucijada de cuyos vericuetos no hemos terminado de franquear.


El primer texto al que queremos hacer mención fue escrito en 1983 y presentado en el congreso titulado “Iberoamérica. Encuentro en la democracia”, celebrado en Madrid ese mismo año, al cual también asistieron intelectuales de la talla de Gabriel García Márquez, Ernesto Sábato y Juan Rulfo. El texto al que nos referimos se titula La cooperación iberoamericana a la paz en Centroamérica. Una de las principales contribuciones que se pueden apreciar en este texto es el de la dimensión que para el autor tienen los conflictos centroamericanos. Según su lectura, no es suficiente decir que estos conflictos se enmarcan dentro del enfrentamiento entre bloques —sean éstos los del Este y el Oeste, o los del Norte y el Sur—. “La naturaleza de estos conflictos no queda bien descrito con esa cuádruple polarización“, escribe. Habría que tomar en cuenta la peculiaridad de la región: un escenario de una doble desigualdad: el contraste entre su pobreza y la impresionante riqueza de su vecino norteamericano; y la desigualdad interna, entre los cuadros de miseria extrema situados en la vecindad de las mansiones lujosas. Por esto, “la situación centroamericana” sería “un lugar verificante de la historia, un lugar en que la historia dice su verdad más allá de los discursos ideológicos que magnifican el desarrollo y la libertad, sin mirar en el envés de la historia qué son ese desarrollo y esa libertad”.


Obviamente, la realidad mundial ha cambiado, y la bipolaridad Este-Oeste ha desaparecido. Es casi un lugar común decir que la actualidad transcurre en un escenario unipolar. La tensión palpitante de hoy se da en ese proceso de consolidación del poder unipolar, traducido en el acentuado carácter militarista de la potencia hegemónica y en el expansionismo económico expresado en el proyecto del ALCA. En 1983, Ellacuría vio que el conflicto bélico en Centroamérica tenía implicaciones que trascendían lo meramente militar; en la actualidad, podemos decir que hoy sigue estando en juego aquello que enunció en 1983: “Son vidas humanas las que están en juego, son modos de comportamiento cultural, son incluso proyectos históricos nuevos que están germinando en lo que debería ser el subcontinente de la novedad histórica, dadas sus peculiares condiciones. En Centroamérica no sólo está en peligro la paz; está también en peligro el ser o no ser de unos pueblos, el ser o no ser de una cultura, el hacer de un modelo de vida y libertad frente al modelo dominante de muerte y opresión”.


La amenaza a la paz mundial, ciertamente, no pende de los hechos que tienen en lugar en nuestra región: hoy el escenario está en Irak, con la posibilidad de desatar una loca aventura militar de insospechables consecuencias para el mundo. Es más: Centroamérica ha dejado de ser el foco de atención político y mediático en el ámbito mundial, pero sigue siendo una región amenazada por las políticas de la potencia hegemónica. Las políticas de ajuste económico, dictadas por los organismos internacionales, son una seria amenaza a la supervivencia de los seres humanos que habitamos esta región. Es ahí donde sigue pendiente el dilema entre la vida y la muerte que señalaba Ellacuría.


No es eso lo único que falta por resolver. También en la actualidad está en peligro “el ser o no ser de unos pueblos”, esto es, su cultura. Un modelo socioeconómico y político que privilegia al mercado sobre la persona, que instaura el absolutismo de la ganancia por encima de lo que hace que el ser humano tenga todas las cualidades que le hacen ser persona, puede traducirse en la masificación de nuestras sociedades centroamericanas. Masificación, en el sentido de ir sustituyendo las diferentes culturas por un conglomerado uniforme de consumidores.


Cuando Ellacuría escribía las palabras citadas arriba, tanto en El Salvador como en Nicaragua se tenía la esperanza —una esperanza cimentada en lo que los hechos históricos parecían anticipar— de crear un nuevo modelo de vida, lejos de un capitalismo opresor y del agotamiento de la escolástica marxista leninista. Diecinueve años después, el novedoso proyecto sandinista es cosa del pasado: terminó barrido por el asedio estadounidense y por su crisis ética. El proyecto revolucionario salvadoreño jamás dio de sí todo lo que podía dar.


Con todo y el desgaste que sufrieron los proyectos de izquierda, en la Centroamérica, el desafío de formular proyectos de sociedades más justas, que sean viables históricamente, es un desafío necesario.


Hay una cita que queremos comentar de un trabajo que Ellacuría publicó en 1985: Perspectiva política de la situación centroamericana. Esta frase está relacionada con los movimientos revolucionarios centroamericanos de la época, pero puede aportarnos reflexiones de vigencia actual. Ellacuría plantea que la realidad social de nuestros países sobrepasa los presupuestos de la teoría revolucionaria: “La práctica supera así la formulación teórica que quiere ver al proletariado como el sujeto principal de la revolución o quiere ver al partido como la vanguardia imprescindible. La sustitución de la idea de partido por la idea de organización popular está en principio llena de posibilidades, aunque la rutina doctrinaria no haya sacado de esa sustitución todas las posibilidades que llevaba dentro”, apuntaba. En la actualidad, asistimos a un interesante giro en las luchas sociales. Los antiguos partidos de izquierda, las llamadas “vanguardias”, tienden a quedarse a la cola de los movimientos sociales que van articulándose en la lucha contra las medidas de privatización. Hay novedosas formas de protesta, que han dado un viraje desde la acción armada, propia de los ochenta, hasta lo que se conoce como “desobediencia civil”. Los bloqueos de carreteras realizados en distintos países centroamericanos el pasado doce de octubre son ejemplo de lo anterior. Las características peculiares de la movilización ciudadana en contra de la privatización de la salud, cuyas formas de lucha comprenden tanto movilizaciones masivas, como llamados a desconectar los teléfonos y los aparatos eléctricos, nos muestran un tipo de movimiento social donde el protagonista no es la “vanguardia”, sino la creatividad de las personas que integran las organizaciones sociales.


Lo que está perfilándose es la necesidad de crear un nuevo proyecto de sociedad, en el cual el capítulo de las autoproclamaciones ideológicas parece superfluo, mientras que lo medular son los problemas cotidianos, pues estamos en un momento histórico donde dichos problemas son más que simples reivindicaciones sectoriales: son asuntos donde, como dijo Ellacuría, está en juego el ser o el no ser de nuestros pueblos.


Por último, queremos referirnos a otro texto ellacuriano: Factores endógenos del conflicto centroamericano: Crisis económica y desequilibrios sociales, publicado en ECA en octubre de 1986, como parte de un número monográfico titulado Centroamérica como problema. El texto referido fue la intervención del rector mártir en otro foro internacional: la reunión del Instituto para las Relaciones entre Italia y los Países de África, América Latina y Cercano Oriente (IPALMO, por sus siglas en italiano), celebrado en Roma.


En Factores endógenos del conflicto centroamericano, Ellacuría expone datos que evidencian las desigualdades profundas que vivía Centroamérica en ese momento —y que por ahora dista de haber superado—, junto a indicadores que ilustraban el incremento de la pobreza y el de la ayuda militar norteamericana hacia los gobiernos del istmo.


Esta exposición de hechos le sirvió al gran discípulo de Zubiri para proponer algunas hipótesis sobre la crisis centroamericanas. Queremos cerrar este comentario citando algunas. En primer lugar, afirma Ellacuría: “Toda la región centroamericana, aunque en distinto grado, ha vivido ancestralmente y sigue viviendo en una situación económica que no le permite a la mayor parte de la población satisfacer sus demandas básicas. Aquí radica el principio básico de todos los problemas sin cuya solución los conflictos rebrotarán incesantemente”.


Esta afirmación no ha perdido un ápice de verdad, puesto que las mayorías centroamericanas no viven en condiciones de vida dignas. Los índices de desarrollo humano de Centroamérica —ya lo hemos comentado hasta la saciedad— expresan que ese “mínimum vital” del que hablaba Masferrer sigue siendo una quimera. Los discursos triunfalistas del capital, que ensalzan la modernización y la eficiencia empresariales, se alzan sobre la miseria de millones de personas en nuestra región.


Ellacuría no pudo vivir el fin de las guerras internas en Centroamérica. Su asesinato le impidió ver cómo las esperanzas que se tuvieron sobre la paz se marchitaron: la injusticia estructural fue un asunto que las negociaciones entre los gobiernos y los grupos armados —revolucionarios o financiados por la potencia hegemónica— dejaron intacto. Así, la Centroamérica que Ellacuría y sus compañeros jesuitas no viven, dista de haber alcanzado una estabilidad sociopolítica arraigada en el bienestar de las mayorías y el respeto pleno de los derechos humanos. Nuestra región sigue siendo violenta, pero esta violencia ya no persigue fines políticos —aunque sus implicaciones lo sean—, sino que es una violencia, en muchos casos, producto de la desesperación masiva.


En el texto que citamos, Ellacuría plantea que la injusticia estructural en la que vive Centroamérica no puede explicarse aislada del orden económico mundial imperante. Evidentemente, no podemos enfocar este orden del mismo modo que lo hizo el autor. Muchas cosas han cambiado. Sobre todo, porque Centroamérica está desenvolviéndose en un tramado de relaciones internacionales determinado por el fenómeno de la globalización, que el filósofo y teólogo de origen vasco no alcanzó a ver. Lo que sí permanece es la ligazón entre la injusticia estructural y el orden mundial. Estamos ante una globalización que no se traduce en vínculos de cooperación entre las naciones, sino en una profundización de las desigualdades.


Es interesante cómo plantea el rector mártir el papel de la cooperación de otros países hacia Centroamérica. Su apreciación dista de la ingenuidad interesada de quienes, sin más, afirman que estamos dejando el subdesarrollo y que nos estamos insertando con plenas posibilidades en el siglo XXI. Nuestros países pobres, dependientes, no pueden aspirar a vivir aislados del mundo. Dice Ellacuría: “Se requiere una enorme ayuda financiera internacional de quienes dicen estar interesados en la seguridad y en el bienestar de la región y una gran presión internacional para que se respete en todo la voluntad popular por encima de las instancias militaristas, de las imposiciones empresariales y de las dictaduras de partido”.


Finalmente, las soluciones a los problemas raigales de nuestras sociedades requieren una nueva actitud, “pues los simplismos ideológico-emocionales enturbian enormemente la posibilidad misma de un pluralismo político e incluso de una mínima apertura mental a las exigencias de la realidad”.


¿En qué consiste esa apertura mental? Creemos que ese fue uno de los grandes empeños de Ellacuría, en los distintos ámbitos en que desplegó su labor intelectual: en la docencia, en su propuesta filosófica, en el diálogo con las distintas fuerzas sociales. Se basaba en la convicción que le legó su maestro Zubiri: Es necesario hacerse cargo de la realidad, cargar con ella y encargarse de ella. Esta triple asunción de la realidad y su apertura deviene una posición ética: es necesario poner a prueba los juicios ante lo real y no tratar de forzar la realidad para hacerla encajar a las verdades inconmovibles, sean estas las de la ideología, la religión, la política o los intereses.


Tal postura ética se tradujo en el llamado que hizo hacia los bandos enfrentados: no hay que casarse con etiquetas ideológicas (“No puede darse por sentado que la solución capitalista o la solución socialista sea la mejor en su aplicación a la peculiaridad de la zona”), sino comprometerse con la realidad. Este compromiso es más de talante ético, y si reviste un carácter político es en lo que implica esta palabra en su más alta acepción: la persona, el pueblo y la sociedad.


De ahí que Ellacuría y sus compañeros martirizados en 1989 no nos hayan heredado soluciones infalibles siempre y en todo lugar. De los ocho cabe retomar la necesidad de escudriñar críticamente la realidad centroamericana y crear vías inéditas para llegar con ella a su plenitud histórica.

G

 

Derechos Humanos


Segundo, Memo y Liquito

 

Trece años pasaron ya de ocurrida la masacre en la UCA. ¿Quién no conoce a las ocho víctimas de ese terrible acontecimiento, mártires de este nuestro sufrido pueblo junto a miles y miles de personas sacrificadas por la violencia que asoló al país entre 1975 y 1991? ¿Quién no sabe de dónde salió la orden para matar, que se materializó apenas iniciaba aquel fatídico 16 de septiembre de 1989? ¿Y quién desconoce que ahora, después del tiempo transcurrido, en El Salvador continúa la violencia y siguen muriendo personas sin que se le haga justicia? Quizás el país haya cambiado mucho de forma pero, digan lo que digan, de fondo quién sabe. Al menos, desde la perspectiva de los derechos humanos para la inmensa mayoría de la población, no mucho o quizás nada. Y es ahí donde permanece, presente y vigente, la figura de un hombre visionario que entregó su vida por esa causa: Segundo Montes Mozo, fundador del Socorro Jurídico Cristiano en agosto de 1975 y del IDHUCA en agosto de 1985.


Seguro que la cortedad mental del general y sus cómplices, al momento de decidir y ordenar la masacre en la UCA, les indicó que así definirían la guerra a su favor y que —de paso— neutralizarían de una vez por todas a la que siempre consideraron una de las instituciones más “peligrosas” del país que, con su accionar académico comprometido con las causas del pueblo, era uno de los obstáculos más grandes para imponer su voluntad. Esos torpes criminales pensaron que así terminarían de imponer la “paz de los sepulcros”. Pero ni derrotaron en el campo de batalla al FMLN, ni silenciaron a nuestra Universidad; tampoco lograron establecer las bases sólidas para consolidar el proyecto económico de sus patrones. Y, para su “pesar”, la gente hoy ya comenzó de nuevo a descargar en las calles toda la indignación contenida exigiendo respeto a su integridad.


Durante los diez años después de la guerra, a pesar del general y sus cómplices, en El Salvador ha ocurrido y está por ocurriendo lo que Serrat ya cantó: “Disculpe el señor si le interrumpo, pero en el recibidor hay un par de pobres que preguntan por usted. No piden limosna, no… Son pobres que no tienen nada. No entendí muy bien, si nada tienen que vender o nada tienen que perder, pero por lo que parece tiene usted algo que les pertenece. ¿Quiere que les diga que el señor salió?… Disculpe el señor, se nos llenó de pobres el recibidor y no paran de llegar desde la retaguardia, por tierra y por mar… ¿Quiere usted que llame a un guardia y que revise si tienen en regla sus papeles de pobres? Disculpe el señor, pero este asunto va de mal en peor. Vienen a millones y, curiosamente, vienen hacia aquí. Traté de contenerles, pero ya ve, han dado con su paradero. Estos son los pobres de los que le hablé. Le dejo con los caballeros. Que Dios lo inspire o que Dios lo ampare, que esos no se han enterado que Carlos Marx está muerto y enterrado”.


Con esa gente pobre de recursos materiales pero rica en decencia, estuvo Segundo; también por ella murió y, sobre todo, entre ella sigue presente a través de su legado. Parte de éste se encuentra en el IDHUCA, donde los principales esfuerzos están dirigidos al apoyo de las víctimas en su lucha por la justicia. Por eso quisimos en esta ocasión, considerándolo el mejor homenaje a Segundo, publicar otro de los casos actuales de violencia e impunidad que revelan el verdadero rostro del país. No el maquillado con oscuras flores, artificiales y vacías de todo, sino el de verdad. Así entonces, el pasado miércoles 13 de diciembre, Yolanda Carías Novoa presentó, de la Colección “Verdad y Justicia”, el libro que trata sobre el asesinato de dos de sus hijos.


La historia, resumida es la que sigue. A las diez de la mañana del martes 14 de noviembre del 2000, Guillermo Rodríguez Carías —Memo, de veintinueve años de edad— y su hermano Federico Calderón Carías —Lico, de doce— decidieron desayunar en un negocio de comida popular. Se ubicaron en una de las mesas que estaban fuera de la pupusería a tomar unas gaseosas; mientras, dentro, las empleadas preparaban todo. De pronto, del lado derecho de la calle aparecieron cuatro sujetos caminando. Memo, sentado de espaldas hacia ese lado, no los vio llegar. El grupo se dirigió al lugar donde se encontraba él y Lico. Tres de los sujetos rodearon la mesa que ocupaban; el cuarto de los individuos, armado, caminó decidido en dirección del mayor de los hermanos. Lo tomó del brazo izquierdo —para impedir cualquier reacción posible, pues era zurdo— y le disparó a quemarropa cuatro veces.


Quizás Lico, testigo del cruel asesinato de su hermano, reconoció a algún integrante del grupo y por eso le dispararon una sola vez. Como en el caso de Celina Ramos, la adolescente ejecutada junto con su madre y los seis jesuitas en la UCA, la edad no cuenta para los criminales sin entrañas cuando se trata de no dejar testigos. Lico, agonizando, entró al comedor pidiendo ayuda a las empleadas del mismo y logró refugiarse en su interior; ahí se acurrucó y luego se acostó clamando por su madre, para después morir. Su hermano había quedado tendido en la acera. Los asesinos huyeron del lugar.


Entonces comenzó Yolanda, dolida y valiente madre, su titánica lucha por conocer la verdad y llevar ante la justicia a los autores del crimen. De ese día a la fecha, pasaron ya dos años y poco o nada han hecho las instituciones estatales por evitar que ambas muertes queden en la más indignante impunidad. Más aún, las dificultades encontradas por la madre han sido tales que —hasta el momento— ni siquiera se ha logrado judicializar los hechos.


Este caso sería uno más entre los muchos homicidios y otros actos violentos que a diario ocurren en el país, sino fuera por la singularidad de las dos personas fallecidas: un niño de apenas doce años y su hermano mayor, investigador privado y funcionario del Partido que tiene en sus manos —desde hace trece años— la Presidencia de la República y controla en buena medida el Órgano Legislativo. Memo, al morir, era Jefe de Comunicaciones y Transporte del Sector Juventud de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), en la zona occidental del país; pertenecía, pues, al partido político del poder real en El Salvador —el económico— y ocupaba un cargo dentro del mismo sin tener “padrinos” que lo respaldaran, ni un “apellido” que lo empujara.


Desde aquel tremendo martes 14 de noviembre del 2000 inició el “vía crucis” de Yolanda —víctima en un país sin guerra, pero también sin paz— en su afán por conocer la verdad y obtener justicia. Hasta el momento, en su doloroso trayecto ha visto cómo se bloquean las investigaciones policiales y fiscales; cómo permanecen cerradas las numerosas puertas que ha llamado para obtener apoyo porque, probablemente, nunca han estado abiertas para ella ni para otras víctimas; ha sufrido el reproche oficial y el aislamiento, por su voluntad de lucha en defensa de la dignidad de sus seres queridos ejecutados.


De las hipótesis planteadas sobre el caso, dos son las más fuertes y ambas apuntan a la existencia de uno o varios autores intelectuales que contrataron a un grupo de sicarios para eliminar a Memo. Poco o nada han avanzado las pesquisas desde que ocurrió el doble asesinato, pese a la existencia de indicios y posibles líneas de investigación. El panorama estaría peor, de no ser por la persistencia de Yolanda. Acá se plantea una interrogante ¿Esa falta de voluntad oficial para investigar es por fruto negligencia o responde más a una premeditada malicia? Además, se debe agregar que de la actuación fiscal y policial se derivan graves violaciones a derechos fundamentales en materia de acceso a la justicia, en perjuicio de las víctimas sobrevivientes.


Sin duda, estamos ante un caso ejemplarizante y revelador de la realidad nacional. Primero, por el papel de quienes continúan y continuarán exigiendo justicia; su lucha anima a otras víctimas. Segundo, debido al mal manejo de las investigaciones estatales; como se ve, el “talón de Aquiles” en el combate a la impunidad sigue siendo el mal manejo de la escena del crimen. Así ha ocurrido en este caso u otros conocidos y ahí está la clave: si se quiere superar aquélla, hay que garantizar un buen manejo de la escena del crimen; si lo que se busca es fortalecer la impunidad, pues que sigan así las cosas.


Pocos homicidios, de todos los que se cometen diariamente en el país, llegan hasta los tribunales; y son menos, aún, aquellos que finalizan con la condena de las o los culpables materiales o intelectuales. Esto se debe a que la Fiscalía y la Policía ocupan sus mejores medios en delitos que ocurren menos —como el secuestro— y dejan recursos deficientes para la investigación de delitos mucho más grave y frecuentes en el país como el homicidio.


ARENA no ha apoyado a Yolanda en su exigencia para que avancen las investigaciones, con la excusa de “no politizar el caso”. Eso demuestra que la impunidad en el país también alcanza a miembros de ese partido político. Nadie está a salvo, ni el que tiene o está con algún poder, cuando se trata de cubrir a alguien con mayor poder. Como se dijo antes, este caso es uno de los que desmienten la publicidad oficial que intenta presentar un país orgulloso de sus “instituciones”, de su “democracia” y de la “vigencia” de los derechos humanos. Nada más alejado de la realidad, no obstante el fin de la guerra y de las violaciones masivas a los derechos humanos motivadas políticamente. La grave situación de impunidad camina de la mano con la corrupción y la deteriorada calidad de vida que afecta a la mayoría de la población.


En su esfuerzo por conocer la verdad, las víctimas sobrevivientes —como en este caso— quedan sin apoyos morales. Por eso, encontrar estímulos permanentes de ese tipo en tan largo y sinuoso trayecto se vuelve —muchas veces— una empresa titánica; así es más triste y doloroso, aún, subir al “Monte Calvario”. Eso exige, de la sociedad entera, solidaridad verdadera; sobre todo cuando en El Salvador de hoy aparecen los mismos obstáculos de siempre al reclamar verdad y justicia. Hay que cargar con el dolor inicial, pero además con la legítima rabia y el lógico desconsuelo de ir comprobando que cuando se tocan las puertas delanteras de las instituciones del Estado, el Derecho escapa por la trasera. Es el “vía crucis” de tanta gente en el país: a la pérdida de un familiar se suman la oscuridad de la mentira, mediante el bloqueo de las investigaciones, y las críticas por exigir lo que acá sigue siendo el “debe ser”: investigar cualquier delito —sea quien sea la víctima y el victimario— e impartir justicia.


“Es peligroso —dicen los falsos e interesados— porque puede abrir heridas” Pero las heridas, ¿de quién? ¿Quiénes están sufriendo en verdad, día a día, por las heridas que les dejan la pobreza, la violencia y la impunidad? Los que las abrieron, obviamente no. Las heridas permanecen en las víctimas y cada vez se abren otras más. El único camino para curarlas y cicatrizarlas —para “sanar” por fin a la sociedad salvadoreña— pasa siempre por el conocimiento de la verdad y nunca porque nunca se deje de hacer justicia.


“No es tiempo todavía de cantar victoria por la vigencia de los derechos humanos, pero tampoco es tiempo aún para la desesperanza”. Esas palabras de Segundo, hoy más que nunca, están presentes en el IDHUCA y vigentes para El Salvador. ¿Cómo cantar victoria ante lo que está ocurriendo? Pero también, por qué perder la esperanza cuando Yolanda, desde su dolor le dice a Memo y Lico: “Al llevárselos a ustedes me cortaron mis alas. Se llevaron mis sueños, mis esperanzas. Les diría que volé bastante. Sin embargo, he quedado con menos de la mitad, pero esa mitad es la que lucha por esclarecer la verdad. Porque esa mitad no se va de esta tierra ni parará hasta aclarar quién me los quitó. Esa mitad no se rendirá jamás”.

G

 


 


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