PROCESO — INFORMATIVO SEMANAL EL SALVADOR, C.A.

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    El informativo semanal Proceso sintetiza y selecciona los principales hechos que semanalmente se producen en El Salvador. Asimismo, recoge aquellos hechos de carácter internacional que resultan más significativos para nuestra realidad. El objetivo de Proceso es describir las coyunturas del país y apuntar posibles direcciones para su interpretación.

    Su producción y publicación está a cargo del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador. Por favor, asegúrese de mencionar Proceso al utilizar porciones de esta publicación en sus trabajos.

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Año 23
número 1008
julio 17, 2002
ISSN 0259-9864
 
 
 
 

ÍNDICE



Editorial: El problema de la violencia estudiantil

Política: Los empresarios le toman el pulso a la política

Economía: Los determinantes de la inversión en El Salvador

Sociedad: Violencia juvenil en las escuelas

Regional: Signos preocupantes en Costa Rica

Derechos Humanos: Pánico a la verdad y a la justicia

 
 
Editorial


El problema de la violencia estudiantil

 

Durante las últimas semanas, diversas instancias de la sociedad salvadoreña —medios de comunicación, Ministerio de Educación, Policía Nacional Civil, padres de familia— han lanzado un grito de alarma ante los hechos de violencia en los que aparecen involucrados —como víctimas y victimarios— alumnos de diferentes centros educativos públicos y privados. A las riñas callejeras —que se han vuelto algo cotidiano en diferentes zonas del gran San Salvador— se han sumado las muertes violentas, sin que sean del todo claras las motivaciones o la identidad de los asesinos. Sin duda, son los asesinatos los que han forzado a las autoridades a hacerse cargo de un problema que no es tan nuevo como muchos, poco dados a revisar la historia, suelen creer.


El problema de la violencia estudiantil, es cierto, se agudizó —en lo que respecta a la extensión y la gravedad de sus efectos— después de firmada la paz. En este sentido, este tipo de actos violentos siguió la dinámica de otras formas de violencia que también se agudizaron en la postguerra; es decir, la violencia protagonizada por estudiantes no puede ser aislada de los otros tipos de violencia que sacuden al país en la actualidad. No obstante, la violencia estudiantil no puede ser asimilada a otras formas de violencia —específicamente, a la delincuencial o a la de las maras—, por más que en ella se hagan presentes aspectos propios de estas últimas. Entonces, lo primero es tratar de entender en su especificidad el problema de la violencia estudiantil, sin asimilarlo a —o confundirlo con— otras formas de violencia. En segundo lugar, hay que enfocarlo con una visión histórica más amplia, puesto que, de lo contrario, su aparente novedad puede hacer perder de vista sus condicionantes más profundos. En este punto, aunque no hay una información sistemática, se tiene suficiente evidencia que respalda la tesis, según la cual, la violencia estudiantil no es algo absolutamente novedoso y, mucho menos, una herencia directa de la pasada guerra civil. Verla como una herencia de la guerra es una salida fácil, pero insostenible, si se miran las cosas con más detalle: antes de la guerra, no sólo se daban regularmente brotes de violencia entre los estudiantes —los juegos deportivos estudiantiles eran el espacio propicio para ello—, sino que mucha de la rebeldía de los jóvenes se canalizó hacia organizaciones de izquierda que no se caracterizaban precisamente por su pacificismo.

 
El conflicto armado —en el que se vieron involucrados no pocos jóvenes, tanto en las filas del FMLN, como en las del ejército— opacó otras formas de violencia juvenil, o bien, hizo que las mismas se diluyeran y expresaran a través del mismo. Pero ellas —siguiendo un hilo de continuidad con el pasado— se mantuvieron presentes; una vez terminada la guerra —y cuando las motivaciones políticas se esfumaron—, reaparecieron con la energía de siempre, en un país que cuenta en su haber con mayores recursos de muerte. Reconocer esto no significa justificar la violencia estudiantil actual; nada más es un llamado de atención a quienes creen en las soluciones rápidas y de corto plazo a problemas complejos y de larga data.


La violencia estudiantil tiene que ser tratada con sutileza, tino e inteligencia; de poco sirven las salidas precipitadas, que obedecen más a las exigencias de la publicidad que a los desafíos sociales que enfrenta el país. Esa violencia es parte de un problema mucho más amplio: el de los jóvenes. Pero este, a su vez, no puede ser desligado de otro que lo abarca: el problema de los adultos. ¿Cuáles son las normas de convivencia y los valores que los adultos salvadoreños ofrecen a sus jóvenes? ¿Cuál es la sociedad que estos han legado —o, más bien, están legando— a aquéllos? No se trata, obviamente, ni de una sociedad justa y equitativa, ni se trata tampoco de unos valores y normas que fomenten la tolerancia, el respeto a la dignidad de los demás o la solidaridad. Antes bien se trata de valores y normas totalmente opuestos a los apuntados: la competencia voraz, el abuso sobre los más débiles, el fanatismo y el “sálvese quien pueda”.


En otras palabras, en El Salvador, antes que el problema de los jóvenes, se tiene el problema de los adultos, y mal hacen éstos en pretender verlo como algo ajeno a ellos. Ante todo, los adultos —políticos, empresarios, profesores, padres de familia— no han sabido organizar una sociedad en la que las nuevas generaciones no sólo se sientan acogidas, sino que también tengan opciones para una vida digna. En segundo lugar, son los adultos quienes propagan valores y normas contrarias a la convivencia pacífica y al respeto a los otros. En tercer lugar, son ellos los que promueven la doble moral, que tanto daño ha hecho a la convivencia social en el país: condenan y profieren improperios contra todo aquello que consideran “malo”, pero no dudan en asumirlo cuando creen que nadie los ve. Esa doble moral los lleva a pretender ser el “modelo” a seguir por los jóvenes, olvidando que éstos ni son ciegos ni tontos. En cuarto lugar, son los adultos los que no respetan el derecho de los jóvenes a ser tales, con los riegos y peligros que ello supone. Absurdamente, pretenden que éstos se ahorren la experiencia de equivocarse y, con ello, de hacerse mayores de edad. El expediente preferido de los adultos es evitar que los jóvenes repitan sus errores de juventud; lo que sucede es que los errores no los cometieron siendo jóvenes, sino siendo adultos. Y, lo peor de todo, es que muchos de los que quieren “proteger” a los jóvenes, ni supieron protegerse a sí mismos, ni han sabido cuidar del país que los vio nacer. Y, en quinto lugar, son los adultos los que han mezclado todo en el problema de la juventud: han mezclado rebeldía juvenil con delincuencia, tatuajes con maras, sexualidad con inmoralidad y música con perversión, todo ello con un halo de moralidad (o de moralina) que divide las cosas en buenas y malas —asociando lo bueno a un estilo de vida que sólo pocos humanos pueden cumplir: absoluta rectitud moral, control total de las pasiones, disciplina y ascetismo angelicales, y limpieza y pulcritud en el vestir—.


En suma, los adultos de ahora han olvidado que ellos fueron jóvenes, que los padres de muchos de ellos no tuvieron el tino para entenderlos —sobre todo, cuando tenían inquietudes políticas— y que eso los frustró. ¿Por qué tiene que ser distinta la situación de sus hijos? Definitivamente, no se puede pedir a los jóvenes que no lo sean; tampoco se puede impedir que piensen y decidan por sí mismos. En la misma línea, no se les puede exigir que se comporten según el patrón ideal de ciudadano —respetuoso de las leyes, solidario, tolerante, dedicado a los estudios, dispuesto a servir a los suyos—, cuando sus padres y profesores, así como las autoridades civiles y religiosas, representan muchas veces todo lo opuesto y cuando la sociedad en la que viven es poco acogedora para la mayoría de ellos.

G

 

Política


Los empresarios le toman el pulso a la política

 

Uno de los argumentos que esgrimía John Maynard Keynes, para descartar el postulado clásico según el cual en los momentos de crisis de la economía el equilibrio se restablecería de manera automática por medio de despidos y de ajustes en los salarios, sostiene que los sindicatos son suficientemente poderosos, como para evitar que se rebajen los sueldos de los trabajadores. A partir de este momento, Keynes preconizaba la intervención del Estado para impulsar la demanda en los momentos de crisis económica. Sesenta y seis años después de la publicación de la Teoría general, los empresarios salvadoreños inician una carrera para contradecir la postura keynesiana. No sólo impulsan un eufemismo llamado flexibilidad laboral para reducir los salarios de los trabajadores, sino que también abanderan una serie de medidas económicas, que no necesariamente cuentan con el beneplácito de la mayoría de salvadoreños. En este sentido, el Encuentro Nacional de la Empresa Privada (ENADE 2002) quiere tomarle el pulso a la política.

G

 

Economía


Los determinantes de la inversión en El Salvador

 

En la teoría económica se propone la hipótesis según la cual la inversión está relacionada de forma inversamente proporcional a las tasas de interés: los bajos niveles de estas últimas se corresponden con altos niveles de inversión y viceversa. Algunas versiones más refinadas de este planteamiento señalan que la inversión también puede depender de otros aspectos, como las decisiones de inversión y de ahorro bruto de los capitalistas, así como las variaciones en las ganancias y del acervo de capital por unidad de tiempo.

G

 

Sociedad


Violencia juvenil en las escuelas

 

En menos de un mes, cinco estudiantes de educación media —tres en Ahuachapán y dos en San Salvador— han sido asesinados por causas no del todo esclarecidas. Diversos sectores de la sociedad salvadoreña han reaccionado horrorizados ante la barbarie escénica ilustrada por los medios informativos: jóvenes estudiantes hiriendo de muerte a otros jóvenes. Los homicidios han venido a sumarse al cotidiano ambiente de guerra sembrado en el paisaje urbano capitalino por estudiantes de instituciones rivales.

G

 

Regional


Signos preocupantes en Costa Rica

 

Costa Rica ha sido un caso ejemplar en Centroamérica, sobre todo por su decisión, tomada en el pasado, de disolver sus fuerzas armadas y por la fortaleza de sus instituciones democráticas, cuyo propósito es garantizar el predominio del poder civil. No en balde la nación centroamericana ha sido conocida como “la Suiza” del Istmo. Costa Rica se ha distinguido por un alto nivel cultural, en comparación con los otros países de la región. Durante la época de las guerras civiles de la década de los ochenta, fue el único país sin enfrentamientos bélicos en su territorio. Más bien, gobernantes suyos, como Óscar Arias, dieron su contribución para buscar la paz regional.

G

 

Derechos Humanos


Pánico a la verdad y a la justicia

 

La percepción que en el exterior tiene mucha gente de nuestro país es, sin duda, muy distinta a lo que ocurre en la práctica; quizás, incluso, no sean pocas las personas que dentro de El Salvador vean también con buenos ojos la situación actual. No vamos a entrar en polémicas estériles sobre algo que, estando acá, con información objetiva y cierta capacidad para la observación crítica de las cosas, no pasa el rigor del análisis serio; de ese análisis que va más allá de la propaganda pública y privada. Y no nos vamos a enredar en discusiones a ese nivel porque, como hemos sostenido en otras ocasiones, tarde o temprano la verdad de las cosas termina por imponerse. Conste que en estos casos —cuando se trata de realidades sociales como la nuestra, cargadas de injusticias que se van acumulando y que afectan a la mayoría de la población— casi siempre esa verdad acaba imponiéndose por la fuerza de una angustia popular que se rebela con violencia, ante la resistencia más violenta de aquellos pocos que ya tienen todo en abundancia y, pese a ello, quieren tener más.


No pretendemos regatearle nada de valioso al fin de la guerra, ocurrido hace más de diez años, ni tampoco a la suspensión de las prácticas oficiales —generalizadas y sistemáticas— de graves violaciones a los derechos humanos por razones políticas. Que se haya superado esa situación caótica es importante; pero igual importancia tiene el asegurar que tal estado de cosas no se vuelva a repetir. Y para avanzar en esto último, existen dos herramientas importantes: verdad y justicia. Pero las dos no son bien vistas por ciertos sectores; por eso, tanto la mentira como la impunidad continúan presentes en nuestra realidad, conspirando peligrosamente contra el futuro.


Entre quienes se empeñan en hablar maravillas acerca de la situación actual dentro de El Salvador, se encuentran las personas que pertenecen a esa minoría privilegiada dueña del mismo. Estando en sus zapatos, no se puede esperar menos, pues todo en el país les favorece. Pero también se encuentran las y los funcionarios de “alto nivel” —a su servicio dentro de la administración pública—, quienes tampoco viven las aflicciones de la generalidad y sostienen que las cosas van bien, que no hay por qué afligirse, que vamos hacia un luminoso porvenir y que cualquier opinión contraria no tiene razón de ser, ni fundamento. En el segundo de estos dos círculos, quien más destaca es Francisco Flores, presidente de la República desde el 1º de junio de 1999.


Llegó al cargo con una imagen distinta a la de todos sus antecesores. Se la construyeron a partir de su juventud, conjugada con cierto aire de misticismo personal y su fugaz paso por la Asamblea Legislativa, durante el cual trató de destacar, sobre todo, por mantener una tendencia concertadora. Luego de ocupar la primera magistratura y después de una prolongada ausencia pública, que le hizo objeto de duras críticas, ciertas circunstancias se fueron dando para favorecer su imagen. Veamos.


En primer lugar, consideremos que, desde el inicio de su mandato, se encontró rodeado por colegas de la región centroamericana que —en su mayoría— han resultado muy poco presentables. A ello, se debe sumar la coyuntura de los terremotos del 2001. De sus escombros salió aceptablemente librado pues, por un lado, antes de que ocurrieran ya había cambiado piezas claves en su aparato de comunicaciones, lo que le facilitó superar en parte ese distanciamiento con la gente que caracterizó su primer año de gobierno. De haber seguido como antes, le hubiera podido pasar lo que al ex presidente Miguel De La Madrid, en México, durante el terremoto de octubre de 1985; fue entonces cuando, para algunos, comenzó el derrumbe del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Combinado con lo anterior, el manejo de la ayuda exterior para la catástrofe le permitió publicitar obras “realizadas”, que hasta hace poco todavía continuaba inaugurando.


Otro elemento a considerar en ese manejo de imagen, es el de su relación con la actual administración estadounidense. Sobre ella aparece —entre otras cosas— posando como el presidente latinoamericano capaz de “enfrentarse sin temor” a Fidel Castro, el que “dolariza” al país y tiene “éxito”, el que aplica las medidas más extremas de la cruzada para combatir el terrorismo internacional, el que “participa” en las reuniones de las grandes potencias mundiales, el que aplaude un golpe de Estado en Venezuela y el que encabeza en el área —a su manera— la negociación de un tratado de libre comercio con los Estados Unidos.


Por último, no cabe duda que la imagen de Flores ha sido favorecida por la oposición política. Tanto aquella, constituida por los partidos de viejo y nuevo cuño, que se alían con Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), según sus conveniencias particulares, como la mayor —expresada en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)—, que no ha sido capaz de convertirse ante los ojos de la gente en alternativa seria de gobierno, frente al proyecto de la derecha.


Pero más allá de la figura que le han fabricado a Flores, se encuentra un personaje distinto que en la práctica —por mencionar algo—, con su administración, favorece la ampliación de la injusta brecha entre los sectores que más tienen y los que menos tienen, que en un momento dado decide que no va a dialogar con el FMLN y que critica abiertamente la actuación de funcionarios judiciales en determinados casos que aún están siendo ventilados en los tribunales.
Sobre esto último, la controversia alcanzó su nivel más alto durante la presente semana. Por un lado, las y los juzgadores del país se pronunciaron ante el mandatario en los siguientes términos: “Respetuosamente, pedimos a los altos funcionarios, como el presidente y el vicepresidente de la República, abstenerse de comentarios en cualquier sentido, cuando las investigaciones de hechos delictivos estén en marcha”. La respuesta de Flores a este reclamo, no pudo ser más desafortunada. “No creo —reaccionó diciendo con sus aires de sobrada prepotencia— que una opinión mía va a cambiar la opinión de los salvadoreños. Hay un escrutinio público sobre el cual todos tenemos que aprender a vivir”.


La esencia de la polémica al respecto tiene que ver con lo que planteamos al principio de estas líneas: con las dos herramientas idóneas para impedir que se repitan en El Salvador situaciones tan duras y difíciles como las que vivimos hace unos años. Tienen que ver, pues, con la verdad y la justicia. Ambas favorecerían a toda la sociedad, en la medida que imperen dentro de ella para garantizar el respeto a “las reglas del juego”; es decir, al Estado democrático y social de Derecho.


Para que eso sea una realidad, se debe reconocer que andamos mal en aspectos tan fundamentales como distribución del ingreso, alimentación, vivienda, salud, educación, seguridad ocupacional y medio ambiente, por citar sólo algunos. Pero reconocer eso, significa aceptar una verdad dura: que el “modelo” económico de ARENA es exitoso para los sectores minoritarios más privilegiados, pero constituye un fracaso desde la perspectiva de la gran mayoría de la gente. Y hacer justicia en ese marco, obliga a tocar lo “intocable”.


De ahí que, visionarios como son, cuando se trata de sus intereses, esos sectores pudientes y sus empleados de alto nivel en la administración pública —más allá de sus recurrentes mentiras sobre el país— estén trabajando fuerte para “reconvertir” a su favor la institucionalidad del Estado, incluso la creada y la recreada con los acuerdos de paz. Por citar un ejemplo: la Policía Nacional Civil —cada vez más PN y menos civil— se impone sobre una Fiscalía General de la República, “habladora y bien vestida”, pero sumamente dócil y maleable ante los designios de la primera, que maneja a su antojo la investigación del delito y hasta se da el lujo de exigir e imponer reformas legislativas para obtener más poder. Lo anterior origina choques con ciertos funcionarios judiciales valientes e independientes, que se oponen a ser cómplices de investigaciones fraudulentas o deficientes. Y es entonces cuando se utiliza la “bonita” imagen presidencial para “pontificar”, criticando a las y los juzgadores mientras alaba a sus subordinados por ley, en la Policía, y de facto, en el Ministerio Público.


¿Hacia dónde apunta esa distorsión de la cosa pública? Pues hacia lo que tarde o temprano, de continuar así, vendrá también a otros países de la región latinoamericana. Previendo la protesta social, se está construyendo el escenario adecuado para acusar a cualquiera —comunistas, ecologistas, defensores de derechos humanos, movimientos contra la globalización…— cuando surjan los reclamos de la gente desesperada por su situación. Y también están preparando las herramientas para impulsar de nuevo, de ser necesarias, las prácticas oficiales de violación a los derechos individuales mediante el control social y otras acciones represivas, ya sea de forma selectiva o indiscriminada.


Si esto último llega a ocurrir, en la lógica del poder, habrá que estar en condiciones de evitar los señalamientos nacionales e internacionales. Ahí es donde tiene sentido el desmantelamiento de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, iniciado en julio de 1998. A estas alturas, no obstante algunos esfuerzos realizados por recuperarla, resulta bastante utópico aspirar a que nuestra sociedad cuente —en el corto y el mediano plazo— con una institución fuerte, profesional y valiente.
Eso en el plano interno; en el externo, la estrategia apunta a no aceptar la jurisdicción de la recién nacida Corte Penal Internacional (CPI). Y ese rechazo revela —sin problemas— la falsa imagen de Flores como estadista de talante regional, así como la de su administración, como la más moderna, democrática y visionaria de América Latina. ¿Qué presuntuosa explicación podrá ofrecer el señor Flores a esto? ¿Nos saldrá con que “el funcionamiento de la CPI entra en conflicto con la Constitución”? Nada más alejado de la verdad; si no, revísese la resolución de la Corte de Constitucionalidad guatemalteca al respecto. ¿O será sincero y confesará que la posición de su gobierno es tal, porque así lo ha decidido su “amigo” en la Casa Blanca, quien quiere que sólo se haga justicia a la medida de Washington?


Pese a sus intentos por mostrarse ante el mundo con un rostro distinto, el gobierno salvadoreño ni siquiera firmó el Estatuto de Roma antes del nacimiento de la Corte Penal Internacional y en la actualidad se niega a dar el paso para aceptar su jurisdicción. No es de extrañar tal posición. Más bien, resulta coherente con la de un gobierno al servicio de un grupo de poder que le tiene pánico a la verdad; tanto a la verdad del pasado como a la del presente, porque una y otra ponen en peligro los privilegios que disfrutan como resultado de un sistema excluyente y generador de víctimas en demasía, tanto por la muerte a pausas, como por la muerte violenta.
Por eso, en el marco de esa oleada universal que busca hacer de este mundo una casa común, en la que todas y todos vivamos libres de angustias y en plena dignidad, le recordamos al presidente Flores las palabras del profeta Amós. Lo hacemos, conscientes de que por ellas no va a cambiar el rumbo de su gobierno, ni sus actitudes ante quienes demandan el fin de la exclusión y la impunidad en El Salvador. Pero no importa, igual lo hacemos: “¡Váyanse lejos con el barullo de sus cantos, que ya no quiero escuchar la música de sus arpas! ¡Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua y que la honradez crezca como un torrente inagotable!”

G

 


 


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