Augusto Pinochet: crimen y castigo

En las últimas semanas de octubre, un importante acontecimiento ocupó los principales espacios en los medios de comunicación internacionales: la detención por las autoridades británicas del general Augusto Pinochet, a petición del juez español Baltazar Garzón, bajo el cargo de haber cometido crímenes contra la humanidad. Por más que haya quienes aleguen su inocencia, existen suficientes razones para someter a Pinochet a un proceso judicial: él, en última instancia, fue el responsable de desapariciones forzadas, torturas y asesinatos de miles de ciudadanos chilenos. Su dictadura fue sangrienta; las libertades fundamentales de los chilenos fueron abolidas por la brutalidad militar; el oscurantismo y el temor se apoderaron de la vida pública y privada, impidiendo la más elemental disidencia o crítica a un régimen que se asentaba en el poder autocrático de un hombre --Pinochet-- para quien todo debía regirse por su voluntad. Incluso fue su voluntad la que se impuso --ya en el marco de la transición democrática-- cuando decidió nombrarse senador vitalicio. Esta decisión fue la culminación de su poderío sobre la sociedad chilena; con ella quiso demostrar a todos --críticos y simpatizantes-- que el único poder absoluto en Chile, desde 1973 hasta la fecha, era él.

Proclamar la inocencia de Pinochet o negar su responsabilidad directa en tales hechos es mostrar una ceguera no justificable bajo ningún punto de vista. Hay, sin embargo, ideas más absurdas en torno al "caso Pinochet". Por un lado, están las opiniones de quienes no dudan en afirmar que en Chile, durante la dictadura, no pasó nada, ni desapariciones ni asesinatos ni torturas, y que las acusaciones contra Pinochet obedecen a una conjura internacional, motivada quién sabe por cuáles razones. Por otro lado, están los que aceptan sin remilgos que Pinochet dirigió una violenta represión en Chile, pero lo justifican sin titubear, puesto que se trató de una lucha por la defensa de la "civilización cristiana y occidental", amenazada por el "cáncer comunista". Ante una amenaza de esa naturaleza --dicen estos apologistas del dictador--, se requería una mano firme, que no temblara a la hora de decidir entre la vida de los "enemigos" o la seguridad del "mundo libre".

Pinochet, amparado en una doctrina de la seguridad nacional de la que él mismo fue portavoz, no dudó ni un segundo en mandar exterminar a cuanto comunista confeso, sospechoso, pariente, amigo y vecino de comunista estuviera a su alcance, tanto dentro como fuera de Chile. Por último, están los que reconocen que a Pinochet se le pasó la mano con eso del "enemigo interno"; sin embargo, creen que, ante el "milagro chileno", lo mejor es olvidarse del terror (¿necesario?) que le sirvió de trasfondo. Si Chile goza de una prosperidad económica envidiable --nos dicen-- es por el empeño puesto por Pinochet para sacar adelante la economía del país, y esto es lo que se le tiene que reconocer... Lo demás estuvo mal pero, ¿acaso no valió la pena?

Ante los anteriores desatinos, se tiene que dejar asentado que las acusaciones contra el dictador no obedecen a una conjura internacional, sino a una recta interpretación y aplicación de las normas del derecho internacional. Como señalan Diego López Garrido y Mercedes García Arán:

 

"la persecución sin fronteras del terrorismo, el genocidio o la tortura está recogida en tratados internacionales, que afirman el compromiso y la obligación de intervenir de cualquier Estado. Estamos hablando básicamente de: los Estatutos y la sentencia del Tribunal de Núremberg sobre la represión internacional de los crímenes contra la humanidad, del Convenio contra el Genocidio de 1948, de los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, que establecen el principio de la justicia universal, del Convenio sobre la Tortura de 1984 y del Pacto de Nueva York de 1966, que garantiza a las víctimas el derecho a la justicia".

 

 

Los que sostienen que los crímenes de Pinochet fueron para "salvar" a Chile de la "amenaza comunista" olvidan o no saben que Salvador Allende --presunto "enemigo" de la democracia chilena-- llegó al poder por la vía democrática por excelencia: las elecciones. No se tomó por asalto el poder del Estado ni estuvo amparado en grupo guerrillero alguno cuando accedió a la presidencia. Fue electo por la mayor parte del pueblo chileno para gobernarle durante un período constitucionalmente establecido. Ni más ni menos que eso. La elección de Allende fue un eslabón más en la trayectoria de una de las naciones más democráticas de América Latina. Augusto Pinochet --nombrado jefe de las fuerzas armadas por el propio Allende-- dio al traste con la institucionalidad democrática que Chile había logrado consolidar hasta entonces. Con Pinochet, pues, la democracia chilena no sólo se vio amenazada, sino socavada en sus mismos fundamentos.

¿Y el milagro económico chileno no justifica o hace aparecer como un mal menor los delitos de Pinochet? Sólo un cinismo descarado puede permitirse dar una respuesta positiva a esta pregunta. Dejando de lado la discusión acerca de en qué medida el modelo económico chileno es exitoso o no, es claro que desde ningún punto de vista --ni ético ni económico-- se pueden justificar asesinatos, torturas y desapariciones en nombre de modelo económico alguno. Ningún modelo económico puede justificar el sacrifico de vidas humanas, tanto si el éxito o la implementación del mismo lo exigen --como fue el caso de las deportaciones y muertes masivas que supuso el modelo implementado por Stalin en la primera época de la revolución bolchevique-- como si ellas fuesen un "acompañante" del modelo económico --como fue el caso de la represión desatada por los aparatos de terror al mando de Pinochet.

Este último punto es clave, puesto que los crímenes sucedidos durante el régimen de Pinochet, más que una exigencia del modelo económico implementado, obedecieron a doctrinas ideológicas y políticas que enceguecieron a sus defensores, hasta el punto de llegar a considerar enemigos mortales a quienes las cuestionaran o no mostraran un absoluto acuerdo con ellas. Se trató de una perversión ideológica y política que asumió como estandarte el lema: "si no estás conmigo, estás en contra mía". Una vez convertido quien pensaba distinto en "enemigo", su exterminio parecía necesario y legítimo. Los asesinatos, torturas y desapariciones en el Chile regentado por Pinochet no fueron exigidas ni remotamente por el modelo económico; pudieron y debieron haber sido evitadas; no lo fueron por el embrutecimiento mental que se apoderó de Pinochet y sus aparatos de represión. Es absurda la idea de la violencia contra los civiles como costo necesario del éxito económico chileno; éste último pudo haberse conseguido sin aquélla, puesto que las motivaciones que la alentaron no fueron económicas, sino ideológicas y políticas. Con Pinochet, pues, las cosas están claras:

 

"[su conducta] encaja en el concepto de crimen contra la humanidad recogido en el Estatuto de Núremberg. El compromiso internacional de persecución no se basa en la extraordinaria gravedad de los hechos; los múltiples atentados contra la vida, la libertad o los derechos humanos no permitirían por sí solos la intervención internacional si los consideráramos aisladamente. Adquieren esa dimensión de crimen contra la humanidad cuando se cometen desde un Estado que utiliza sus instrumentos de poder para dar órdenes de eliminar sistemáticamente ciudadanos, lo que ni el mismo Pinochet niega, puesto que ha utilizado el argumento de que los subordinados actuaban en obediencia debida al cumplirlas. Y todo ello pervirtiendo abiertamente sus propias leyes internas, porque ninguna ley chilena autorizaba la tortura, el asesinato o la desaparición de ciudadanos".

 

 

La cuentas que debe rendir Pinochet ante la justicia internacional tienen un fundamento preciso: haber utilizado los instrumentos del Estado para eliminar (asesinar y desaparecer) sistemáticamente a ciudadanos de su país. No se le pretende enjuiciar por dictador, anticomunista o militar; ni siquiera por la gravedad de los hechos criminales en los que tuvo participación decisiva. La justicia internacional se hace cargo de esos crímenes porque fueron cometidos desde el Estado. Cualquiera que hubiese usado los instrumentos estatales para torturar, asesinar o desaparecer a ciudadanos de su nación o de otra, correría igual suerte que Pinochet.

¿Y Fidel Castro? Pues, de Castro es público que se ha enquistado en el poder del Estado cubano, lo cual ha dado pie a un régimen político excluyente, con escasas libertades políticas e intolerancia gubernamental hacia las posturas discordantes con el aparato de propaganda oficial. Hay fuertes indicios de que en Cuba impera un orden político cuasi totalitario, el cual tiene como eje central --como todo modelo totalitario-- a un Jefe: el comandante Fidel Castro. Lamentablemente, el derecho internacional no ha diseñado mecanismos para enjuiciar al los regímenes políticos en cuanto tales ni a sus líderes. Si así fuera, a Castro seguramente lo encarcelarían por haber diseñado (y haber dirigido) un modelo sociopolítico contrario a las libertades políticas básicas. Con la evidencia existente actualmente, difícilmente se le podría acusar de haber ordenado asesinatos colectivos, torturas y desapariciones de ciudadanos cubanos. Ciertamente, conculcar las libertades fundamentales de los ciudadanos de determinado país es grave y condenable --y algún día el derecho internacional amparará a los individuos hasta ese nivel--, pero hoy por hoy lo que penaliza el derecho internacional son los asesinatos, torturas y asesinatos cometidos desde el Estado; no condena --aunque si debería hacerlo-- ni el encarcelamiento, los malos tratos o la intolerancia ideológica. Por esto es que Castro no ha sido apresado y Pinochet sí. Por idénticas razones, Stalin, si viviera, no podría evadir ser llevado a los tribunales internacionales: fue responsable de miles de asesinatos de ciudadanos rusos y polacos, para lo cual se valió de los instrumentos del Estado.

Volviendo al caso de Pinochet, el dictador no sólo arrasó con las libertades fundamentales de los chilenos, instauró un régimen sangriento y socavó los cimientos de una de las democracias más consolidadas en América Latina, sino que, además, se burló de la institucionalidad que, surgida una vez que él se cansó de ser el amo y señor de Chile, luchaba denodadamente por rehacer lo que el dictador había destruido: el respeto a la legalidad, la recuperación de la confianza ciudadana y la restauración de los valores democráticos arrasados por la dictadura. Pinochet fue un abierto enemigo de la democracia; no solamente estuvo en desacuerdo con sus reglas y valores, sino que los violentó flagrantemente. Cínicamente, no dudó autonombrarse senador vitalicio, pervirtiendo una de los funciones más consustanciales de la democracia: la función senatorial. Un enemigo mortal de la democracia convertido en senador: ésta es una de las paradojas más risibles y a la vez dramáticas de la transición democrática chilena.

Los adalides de la democracia en Chile tuvieron que aceptar, por miedo o conveniencia política, el desaire de Pinochet. El dictador terminó, como siempre, por salirse con la suya. Sin embargo, ante la comunidad internacional, revestido de las atribuciones que fuere, Pinochet continuaba --y continúa-- siendo un asesino, cuyas cuentas con la justicia internacional seguían --y siguen-- pendientes. Son estas cuentas las que ahora, al amparo del derecho internacional, se le quieren cobrar a iniciativa de la justicia española. Al igual que los asesinos nazis, quienes no han dejado de ser perseguidos y enjuiciados, criminales como Pinochet no pueden evadir correr igual suerte. Estos especímenes, con sus actividades de terrorismo, tortura y asesinatos colectivos, violentaron derechos humanos fundamentales, cuya garantía y protección corren por cuenta no sólo de las sociedades nacionales, sino de la comunidad internacional. En el caso concreto de Pinochet, apelar a su investidura de senador vitalicio para declararlo inmune es una aberración, pues sus crímenes son imprescriptibles.

Todavía no está claro hasta dónde va a llegar el proceso judicial contra Pinochet. Aunque el derecho internacional ampara la iniciativa del juez Garzón, para que ésta pueda culminar con éxito se necesita del respaldo del presidente español José María Aznar, quien seguramente tomará en cuenta, antes de decidirse sobre el tema, las implicaciones políticas de una decisión orientada a procesar a Pinochet. Como quiera que sea, un paso importante se ha dado: el otrora dictador intocable, cuyos designios se impusieron sobre la vida de miles de chilenos, está detenido por las autoridades británicas a la espera de ser llevado a los tribunales. Si evade la justicia internacional no será por estar limpio de culpa --internacionalmente es reconocido como un criminal--, sino por intereses políticos ajenos al imperio del derecho y la justicia. Con todo, como señalan López Garrido y García Arán, "para evitar el juicio de Pinochet no valen ni inmunidad diplomática, ni blindajes senatoriales, ni intereses políticos... El caso Pinochet no es de la política, sino de la justicia y el derecho El juicio a Pinochet no es un asunto interno chileno; es un asunto de todos nosotros, los ciudadanos del mundo".

Por otro lado, el "caso Pinochet" es aleccionador para la experiencia salvadoreña. Nuestro país, sin llegar a tener en las últimas cuatro décadas una figura como la de Pinochet, sí ha tenido sus dictadorzuelos, sus aprendices de dictador. ¿Quiénes son estos? Son, dicho sin más, los mandos superiores del aparato militar que en la década de los años setenta llevaron adelante la represión contra el movimiento popular organizado y que en la década de los años ochenta dirigieron la guerra contra el FMLN. Estos (ex) dictadorzuelos cargan sobre sus espaldas la responsabilidad de desapariciones forzadas, torturas y asesinatos, para cuya ejecución se inspiraron no sólo en muchas de las ideas anticomunistas proclamadas por Pinochet, sino también en prácticas propias del aparato represivo --los carabineros-- al servicio del dictador. Los criminales de guerra salvadoreños utilizaron los aparatos del Estado para asesinar, torturar y desaparecer a ciudadanos del país, la mayoría de ellos indefensos.

En El Salvador, los responsables de crímenes de lesa humanidad no han rendido cuentas ante la justicia nacional o internacional por las atrocidades cometidas. Incluso se corre el riesgo, sin que sus crímenes sean penalizados, de que sus nombres y actividades pasadas se olviden. Los criminales de guerra salvadoreños se amparan en la tesis de la difamación para defenderse de quienes los señalan con nombre y apellido; en virtud de esa artimaña, los acusadores terminan convirtiéndose en acusados. Asimismo, nuestros criminales de guerra no se convierten en "diputados vitalicios" o cargos de trascendencia semejante, sino que asumen roles más modestos, aunque no por eso de menor valor civil: analistas políticos, comentaristas de radio, burócratas universitarios, dirigentes deportivos... Así, de enemigos mortales de la democracia que eran antaño, ahora se presentan como sus principales mentores. Y, lo peor, les sobran aduladores, bastantes de ellos antiguos perseguidos políticos. No valorar la "reconversión" democrática de los antiguos enemigos a muerte de la democracia parece ser de mal gusto; parece no ir a tono con los tiempos de la paz y la reconciliación tan queridos, ante todo y por sobre todo, por los coroneles y generales retirados a la vida civil.

La tesis del "perdón y el olvido" --llegan a decir los aduladores más recalcitrantes-- sólo puede ser puesta en entredicho por los que quieren venganza o por los que no quieren que las heridas abiertas por el pasado conflicto no se cierren por completo. Estos aduladores se resisten a aceptar que no se trata de una mera venganza o de empañarse malévolamente en remover las suturas de unas heridas no curadas, sino del imperio del derecho y la justicia. Si hubo individuos en nuestro país que cometieron crímenes salvajes amparados en el Estado, la justicia nacional e internacional no pueden eximirlos de responsabilidad penal; y la exigencia de justicia (y que la vigilancia de la misma se haga efectiva) no es sólo asunto de los directamente afectados o de sus familiares, sino de todos los ciudadanos salvadoreños y de los ciudadanos del mundo. Es bueno que quienes descalifican las exigencias de justicia, apelando a que tras la misma se encuentra un deseo mezquino de venganza, mediten sobre este texto de Fernando Savater:

 

"¿Acaso son tribunales y cárceles un venganza de la sociedad contra el delincuente? Naturalmente que sí: pero para evitar el mal mayor que sería la cadena de venganzas de los particulares. El damnificado no sólo quiere la enmienda del ofensor, sino su castigo. De modo que si se condena a muchos años de cárcel a su madre no es sólo para enseñarle mejores modales con la familia, ni siquiera para que no lo vuelva a hacer (puesto que madre no hay más que una), sino para que sufra un escarmiento por su fechoría. Puede que este ánimo vindicativo resulte antipático, pero está vigente desde que Clitemnestra entró con malas intenciones el baño en el que tarareaba despreocupadamente Agamenón recién vuelto a casa".

Los aduladores de los criminales de guerra conversos a la democracia no quieren reconocer que el mejor servicio que éstos pueden prestar a la instauración democrática es reconocer sus crímenes y someterse a la justicia. Es evidente que no lo harán, como no lo hicieron los criminales nazis o Pinochet. ¿Habrá que esperar hasta que la justicia internacional los obligue a rendir cuentas por sus actos criminales?

 

 

Luis Armando González