Editorial

 

 

La perversión de la institucionalidad:

el caso de la Asamblea Legislativa

 

 

La elección de la Asamblea Legislativa actual, en marzo de 1997, despertó expectativas inusitadas. En ese entonces se pensó que el mayor peso cuantitativo de la oposición abría posibilidades para consolidar la democracia en El Salvador. La correlación de fuerzas en su interior --ningún partido tiene la mayoría por sí mismo-- fue interpretada como deseo expreso de un electorado que se había negado a otorgar la hegemonía legislativa a un determinado partido y, en este sentido, como un rechazo evidente a la polarización entre ARENA y el FMLN. Al no contar con la mayoría, ambos partidos estarían obligados a negociar entre ellos y con los partidos Demócrata Cristiano y de Conciliación Nacional. De esta manera, la experiencia de debate y negociación se prolongaría en la Asamblea Legislativa, convirtiéndose en un ejercicio institucional de democracia.

 

Estas expectativas, quizás demasiado optimistas, no sólo no se han concretizado un año después, sino que las actuaciones de la Asamblea Legislativa son recibidas con una crítica intensa y un rechazo cada vez más extendido. Esto se suma al poco aprecio que la opinión pública hace de la labor legislativa desde hace algún tiempo. De esta manera, en lugar de ser una fuerza que contribuye a consolidar la democratización, la Asamblea Legislativa ejerce su poder irrepestando la legalidad establecida, con lo cual se aproxima a la dictadura parlamentaria. Si bien se trata de una dictadura civil, es, al fin y al cabo, una dictadura, con hondas repercuciones en la sociedad y el Estado salvadoreños. Al irrespetar la legalidad establecida de forma sistemática, la Asamblea Legislativa se ha convertido en una de las instituciones estatales que más violenta el principio de la seguridad jurídica. Es necesario, pues, dar la voz de alerta y advertir sobre las consecuencias que semejante manera de proceder podría tener en la vida política nacional.

 

 

1. La perversión de la función legislativa

 

La ruptura de la hegemonía que ARENA ejerció en la Asamblea Legislativa hasta mayo de 1997 quedó confirmada pocas semanas después, cuando la oposición consiguió la derogación de la polémica ley para privatizar las telecomunicaciones. Aparentemente, el FMLN podría intervenir ahora de forma decisiva en los asuntos legislativos, correspondiendo a los partidos pequeños inclinar la balanza hacia las propuestas más favorables para el país. Pero este futuro legislativo tan promisorio no se cumplió.

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... en lugar de ser una fuerza que contribuye a consolidar la democratización, la Asamblea Legislativa ejerce su poder irrepestando la legalidad establecida, con lo cual se aproxima a la dictadura parlamentaria.

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El FMLN, determinado a convertirse en un poder político capaz de incidir en la realidad nacional, consiguió interpelar al presidente del Banco Central de Reserva sobre dos sonados fraudes financieros, que conmovieron al país. La interpelación era la gran oportunidad para demostrar su nueva cuota de poder, orientada a defender el bienestar de la población, a desgastar a ARENA y su gobierno y a establecer un nuevo orden legal más equitativo. Al final, la interpelación se redujo a recriminaciones mutuas de los partidos políticos, las cuales no contribuyeron a esclarecer la responsabilidad de los fraudes financieros.

 

Quedó claro entonces que la nueva correlación de fuerzas en la Asamblea Legislativa no se traduciría en el cambio esperado que marcaría la diferencia en la forma de gobernar. Indudablemente, la cuota de poder legislativo de la oposición es mayor, pero no suficiente como para incidir en sus decisiones más trascendentales. A partir de la malograda interpelación, el FMLN perdió el rumbo en la Asamblea Legislativa, desgastándose en disputas interpartidarias y batallas legislativas poco relacionadas con sus objetivos iniciales. Así, pues, la nueva correlación de fuerzas en la legislatura actual no garantiza, por sí misma, que el FMLN controle su agenda, en buena medida, porque no ha sabido utilizar acertadamente la cuota de poder ganada en las urnas, en marzo de 1997.

 

En el otro extremo de la polarización, ARENA no parece tener más objetivo que impedir que el FMLN obtenga triunfos legislativos que puedan traducirse en ventaja política. Para ello cuenta con el concurso de sus aliados --los partidos Demócrata Cristiano y de Conciliación Nacional. Las ventajas políticas que ARENA pueda sacar de esta postura son muy discutibles porque, como uno de los dos partidos más grandes, tiene la responsabilidad de contribuir positivamente a la formulación de la política nacional. De hecho, sin su concurso es prácticamente imposible llegar a una decisión legislativa.

 

La asamblea de postguerra legisla ignorando el contenido y las consecuencias de las leyes, lo cual la fuerza a revisar sus actos poco después, introduciendo modificaciones en aspectos sustantivos. Este es el caso de las leyes para privatizar, las cuales han tenido que ser sometidas a revisiones posteriores, porque los derechos de los usuarios de los servicios antes públicos y ahora privados no quedaron suficientemente garantizados, así como tampoco se establecieron con la claridad necesaria las condiciones de operación de los nuevos propietarios ni las facultades supervisoras del Estado. Algo similar está sucediendo con los códigos penal y procesal penal. Al discutir la Ley de Educación Superior, los diputados fueron muy estrictos, aprobando una ley de corte intervencionista que atenta contra la autonomía universitaria, pero cuando se enfrentaron a las protestas de estudiantes afectados, dieron marcha atrás y emitieron un decreto complementario que abrió la puerta de manera indefinida sobre los planes de estudio. Con frecuencia la ley es modificada para acomodarla de manera antojadiza a coyunturas o intereses políticos o de otra índole, tales son los casos de las leyes sobre el impuesto de las bebidas alcohólicas, de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y de emergencia contra la delincuencia.

 

Al legislar, la mayoría de los diputados no se preocupan por que la nueva ley se apegue al derecho internacional y constitucional, los cuales simplemente son ignorados o distorsionados de manera abierta. Se excusan de su responsabilidad legislativa, no sin un cierto dejo de desprecio inocultable, señalando que a la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia le corresponde establecer la constitucionalidad de sus leyes; pero con ello no sólo violan el mandato constitucional (Artículo 235) que los obliga a cumplir y hacer cumplir la ley, sino que entorpecen el trabajo de la última instancia constitucional al dar pie a que sea saturada con amparos. En la legislación reciente es común encontrar un artículo que deroga todo lo dispuesto con anterioridad sobre la materia en cuestión, pero sin precisar las leyes y reglamentos incluidos en dicha derogatoria, lo cual posteriormente genera dificultades serias de interpretación, puesto que no es claro qué está vigente y qué ha sido derogado.

 

De la misma manera, eligen o destituyen funcionarios en abierta contradicción con lo establecido por el texto constitucional, como en los casos del Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos y del presidente de la Corte de Cuentas actuales, quienes fueron elegidos sin satisfacer los requisitos establecidos, y de un magistrado demócrata cristiano del Tribunal Supremo Electoral, defenestrado de manera arbitraria. En el primer caso, votaron a favor de un candidato cuyos antecedentes no fueron investigados, de tal manera que se sorprendieron ante la reacción adversa de la opinión pública; pero prefirieron mantener su decisión antes que reconocer su error. En el segundo, eligieron como presidente de un ente autónomo a un ex funcionario sobre cuya honestidad y honorabilidad existen dudas fundadas. Y en el tercero, se tomaron atribuciones que no les corresponden, pasando por alto, en una interpretación antojadiza, que no tiene más facultades que aquellas que la Constitución les señala de forma expresa.

 

Las investigaciones de la Asamblea Legislativa, incluyendo la interpelación a los funcionarios públicos, no arrojan resultados relevantes, por un lado, debido a la falta de capacidad y, por el otro, por carecer de voluntad política. Aunque la primera carencia pudiera ser superada, contratando especialistas en las materias discutidas o investigadas, para la segunda no hay sustitución posible. De esta manera, la facultad que la Constitución atribuye a la Asamblea Legislativa para supervisar la función pública queda prácticamente eliminada.

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ARENA no parece tener más objetivo que impedir que el FMLN obtenga triunfos legislativos que puedan traducirse en ventaja política.

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El debate legislativo no sólo es superficial y vulgar, sino que no está motivado por el deseo de buscar la verdad ni por garantizar el bienestar de la población. Es sorprendente la seguridad y facilidad con las cuales los diputados hablan de los más diversos asuntos, sin caer en la cuenta de los dislates que dicen, pensando tal vez que la opinón pública acepta sin crítica todo lo que le quieren decir. Así, las discusiones legislativas se caracterizan por su retórica inútil, prolongando innecesariamente los debates durante muchas horas. Sin duda, esto está relacionado con el bajo nivel educativo de la mayoría de los diputados, lo cual, desde otra perspectiva, implica para el Estado y, en definitiva, para el contribuyente, un gasto improductivo, además de elevado, en un presupuesto ya bastante presionado por las exigencias del gasto social, la reactivación de la economía y el pago de la deuda. Y es que no se puede pasar por alto el desorden que reina en la actividad legislativa, manifiesto en la impuntualidad e inasistencia de los diputados a las comisiones y sesiones plenarias, y en las libertades que se toman en el uso de la palabra, con su tiempo y con los bienes del Estado.

 

Es normal y aceptable que las diferentes fracciones legislativas pacten entre ellas, pero de esto a que los partidos políticos se repartan los cargos públicos como piezas de un preciado botín de guerra hay un abismo, porque ello lleva a colocar al frente de las instituciones estatales al candidato presentado por el partido político beneficiado con el reparto y no a la persona más idónea. Esta práctica inveterada de los partidos políticos salvadoreños explica cómo llegaron a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y la Corte de Cuentas personas no idóneas.

 

Asismimo, es inaceptable que los votos de los diputados sean comprados y vendidos por dinero o favores particulares. La alianza de ARENA con partidos como el Demócrata Cristiano y el de Conciliación Nacional está fundamentada en la entrega de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, la Procuraduría General de la República, la Corte de Cuentas y la Fiscalía General de la República, el Instituto Salvadoreño del Seguro Social, aparte de embajadas, otros entes autónomos de menor importancia y regalías de toda clase, de las cuales el partido en el gobierno dispone a discreción, precisamente, por la ausencia de controles efectivos. En los corrillos de la Asamblea Legislativa, algunos diputados comentan con libertad y cinismo el precio de sus votos, según el interés que ARENA tenga en una determinada decisión.

 

La Constitución establece que el diputado debe actuar en conciencia en el seno de la Asamblea Legislativa. Sin embargo, llega a ella por medio de un partido político. Ningún ciudadano puede aspirar a una curul sin figurar en la lista de algún partido. En la Asamblea Legislativa, por lo tanto, los diputados votan de acuerdo con la consigna recibida de la dirección de dicho partido. Es muy raro que un diputado no atienda la orden emanada de arriba. El caso de un diputado del FMLN que se abstuvo de votar por el Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos actual es algo extraordinario. Como la decisión es tomada fuera del ámbito legislativo, la discusión en su seno se vuelve irrelevante. Los diputados asisten a la Asamblea Legislativa para expresar una voluntad política que no es suya --al menos no de manera directa--, sino de aquél por el cual ocupa la curul.

 

Desde esta perspectiva, es consistente que el elector vote por un partido político y no por los candidatos a diputados, en particular; pero, entonces, se contradice la Constitución, porque el diputado no actúa en conciencia ni es elegido para que lo haga. Esto no es todo, el diputado puede abandonar el partido que lo llevó a la Asamblea Legislativa, pasándose a otra fracción o declarándose independiente, lo cual vuelve cuestionable su permanencia en su curul, puesto que no fue elegido bajo ninguna de estas dos condiciones. Para ser consecuente con la práctica establecida, el diputado descontento que abandone el partido político que lo incluyó en su lista de candidatos, también debiera dejar su curul. Pero en este caso, la libertad de conciencia opera a favor del diputado, permitiéndole permanecer en su escaño. La lógica no es el fuerte de la política salvadoreña.

 

En estas circunstancias, no es exagerado afirmar que la práctica de la legislatura actual ha puesto de manifiesto la perversión de la función legislativa. Ahora bien, no sería objetivo achacar exclusivamente tal perversión a la Asamblea Legislativa actual, porque a esta situación se ha llegado por un proceso de degeneración que se remonta varias décadas atrás. Sin embargo, la legislatura actual, de la cual se esperaban prácticas nuevas, más democráticas y justas, en lugar de esforzarse por responder a estas expectativas legítimas de la sociedad, más bien ha colaborado en la consolidación del pasado legislativo autoritario que se quiere superar. Sus actuaciones no contribuyen a empujar la transición ni honran la representación ciudadana que alega detentar. No es, pues, ninguna exageración hablar de perversión legislativa.

 

 

2. La institucionalidad amenazada

 

La ruptura de la hegemonía de ARENA en la Asamblea Legislativa es importante y positiva, en principio, para esta última, porque abrió la posibilidad para forzar a los diputados y a los partidos políticos a discutir seria y abiertamente la problemática nacional y a negociar cuando hubiese desacuerdo. Era una oportunidad para transformar un proceso de decisión legislativo autoritario, en otro más democrático y participativo. Para ARENA también representaba una oportunidad única, porque se hubiera visto obligado a abrirse a nuevas prácticas democratizadoras. Si todo esto hubiera sido posible, la institucionalidad democrática de la Asamblea Legislativa e incluso de los mismos partidos políticos hubiera salido fortalecida.

 

En vez de ello, ARENA reforzó sus vínculos con sus aliados incondicionales de la democracia cristiana y del Partido de Conciliación Nacional, reteniendo así su hegemonía y logrando neutralizar los intentos del FMLN para influir en las decisiones legislativas. ARENA temió las consecuencias políticas que una apertura democratizadora hubiera desencadenado, a partir de la nueva correlación de fuerzas en la Asamblea Legislativa. Ni siquiera disimula su preferencia por "las ventajas" del autoritarismo sobre "los inconvenientes" de la democracia. En su afán por mantener su hegemonía, ARENA y sus aliados --interesados estos últimos en conservar una cuota de poder-- están pervirtiendo la función legislativa sin ningún escrúpulo, poniendo en peligro la institucionalidad del Estado salvadoreño.

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El poco respeto que la Asamblea Legislativa guarda hacia el derecho internacional y la Constitución también amenaza la institucionalidad del Estado salvadoreño.

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El FMLN, por otro lado, se dejó llevar por su optimismo, calculando que el cambio cuantitativo en las curules convertiría a la Asamblea Legislativa, casi de manera mecánica, en una realidad completamente diferente. Muchos pensaron, de manera equivocada, que los 27 escaños del FMLN eran suficientes para romper con la hegemonía secular de ARENA y librar a la Asamblea Legislativa de sus vicios más escandalosos. Este análisis falló al atribuir a ARENA todos los males del Organo Legislativo y al FMLN el papel de restaurador de la dignidad e institucionalidad legislativa. Más de un año después de la elección de la legislatura actual, los hechos son incuestionables. Ni ARENA era el causante único de la perversión de la función legislativa, ni mucho menos el FMLN tiene el potencial necesario para superarla.

 

Tal como se dijo antes, los diputados, por sí mismos, no obstante lo establecido por la Constitución, tienen poca libertad para opinar e independencia para decidir, limitando así el poder de la Asamblea Legislativa para cumplir las funciones asignadas. En el pleno legislativo no se esclarece la problemática nacional, sino que se establecen posiciones tomadas con anterioridad, en otros ámbitos, donde reside el poder real. En las comisiones legislativas se discute con más amplitud, sobre todo cuando son invitados funcionarios y expertos; pero es una discusión que carece de relevancia para la decisión final. Las posiciones que los diputados defienden y votan son establecidas en los círculos de poder, ajenos al ámbito legislativo, y, en cuyas discusiones, los diputados, como tales, no participan. Por eso es tan importante la cantidad de diputados de la cual cada partido dispone y no su preparación intelectual, ni su habilidad política, ni su capacidad negociadora o comunicativa.

 

En este punto, la diferencia entre el pasado y el presente se ha acortado. Antes, la Asamblea Legislativa otorgaba formalidad legal a las decisiones de un poder ejecutivo militar; ahora hace algo similar, puesto que formaliza las posturas adoptadas por quienes detentan el verdadero poder. Antes sólo consideraba una voluntad; ahora, en cambio, considera varias; pero por lo general, al menos en los asuntos más trascendentales, al final, sólo cuenta una, la que tiene los votos suficientes para imponerse sobre las demás. Dicho con otras palabras, el seno de la Asamblea Legislativa es un espacio para establecer posturas ya tomadas, en otros ámbitos, y no un espacio para el debate político abierto o la búsqueda de la razón colectiva. En este sentido, su naturaleza democrática es muy cuestionable.

 

Esta realidad legislativa no debiera extrañar dado el poco compromiso que la Asamblea Legislativa, en su conjunto, y un grupo bastante representativo de diputados, en particular, tiene respecto a la sociedad. De hecho, ésta es la Asamblea Legislativa menos representativa de las últimas décadas, puesto que apenas fue elegida por el 35 por ciento de la población en edad de votar. Los partidos grandes y ARENA de una manera especial no están interesados en votaciones masivas. Todavía siguen pensando que el abstencionismo opera a su favor. Así, ganan elecciones, pero pierden legitimidad. Correspondientemente, la sociedad no se considera representada por los diputados y, por lo tanto, no espera mucho de ellos y valora poco su función. Acude a ellos cuando los necesita, pero no colabora con ellos. Tampoco protesta con fuerza ante sus actuaciones y el mal uso que hacen de su dinero. El círculo se cierra con la desvinculación de la Asamblea Legislativa de una sociedad aparentemente apática e indiferente. La existencia de este círculo vicioso es una amenaza grave para la institucionalidad.

 

El ejercicio del poder legislativo de forma autoritaria es otra amenaza, que también contribuye a explicar la perversión de la función legislativa. ARENA y su gobierno han mostrado muy poca disponibilidad para discutir sus posturas de forma abierta y, en consecuencia, su estrategia consiste en fortalecer sus vínculos con aquellos partidos que le permiten imponerlas. En la legislatura actual ha llegado al extremo de ni siquiera preocuparse por presentar propuestas, adoptando una actitud más bien pasiva y aparentemente desinteresada, seguro de que cuenta con los votos necesarios para imponer su decisión, en el momento oportuno.

 

Por el otro lado, el FMLN no tiene la capacidad necesaria para convertirse en el restaurador de la Asamblea Legislativa, rol que los más entusiastas le atribuyeron inicialmente. Su participación no se caracteriza por la originalidad ni la creatividad. De hecho, el FMLN no ha podido contrarrestar el autoritarismo de ARENA, sino que también ha desaprovechado coyunturas importantes para asumir un papel más protagónico, marcando con claridad la diferencia en el quehacer legislativo. Sus forcejeos constantes con ARENA y sus aliados lo han distraído de los asuntos realmente importantes. El FMLN enfrenta dificultades serias para captar y enfrentar los problemas nacionales, perdiéndose con facilidad en batallas irrelevantes.

 

Los partidos pequeños tampoco han estado a la altura de las expectativas surgidas a comienzos de la legislatura actual, cuando se pensó que podrían contrarrestar la polarización evidente entre los otros dos partidos grandes. El Partido de Conciliación Nacional con once curules era el que más posibilidades tenía, pero acabó en el regazo de ARENA. La recepción jubilosa que brindó a una fracción disidente de ARENA en su dirección llevó a pensar, momentáneamente, que el partido tomaría distancia y ejercería su poder en oposición al oficialismo. Aunque sus primeras actuaciones parecieron confirmar esta impresión, pronto se alineó con ARENA. El Partido Demócrata Cristiano, parte integrante del proyecto de ARENA y destrozado por divisiones crónicas, no es ninguna alternativa para la oposición. Los otros partidos son demasiado pequeños para representar una alternativa a aquél.

 

El poco respeto que la Asamblea Legislativa guarda hacia el derecho internacional y la Constitución también amenaza la institucionalidad del Estado salvadoreño. La situación es especialmente grave porque no hay poder humano con la fuerza necesaria para obligar a los diputados y a los partidos políticos a atenerse al derecho establecido, aunque una posibilidad, todavía muy remota, es el voto de un electorado informado y consciente del riesgo de elegir a esta clase de representantes. Ciertamente, a la Corte Suprema de Justicia le corresponde velar por el cumplimiento riguroso de la ley, pero no tiene más fuerza que la de su imperio, lo cual ha mostrado ser insuficiente para forzar a los diputados a actuar apegados a ella. Por otro lado, no hay que olvidar que la violación de los procedimientos establecidos implica, en sí misma, la ruptura del Estado de Derecho.

 

En un desafío abierto al orden jurídico establecido, la Asamblea Legislativa pretende someter a un juicio político a la Corte Suprema de Justicia. Es indudable que la legalidad de algunas decisiones de los magistrados es cuestionable, pues éstos no siempre actúan apegados a derecho y honrando la justicia; pero esto no justifica que la Asamblea Legislativa usurpe las funciones de la Corte Suprema de Justicia ni que modifique la legislación a partir de casos aislados. En la medida en que la Asamblea Legislativa prescinda de la ley y usurpe las funciones del Organo Judicial, se constituye en dictadora, mientras lanza al país por el despeñadero del caos jurídico. En teoría, ambos órganos debieran esforzarse por actuar apegados a derecho y salvaguardando la justicia y, dado el pasado reciente, debieran respetar de manera escrupulosa la ley. Esta prevé los procedimientos a seguir en caso de violación y si éstos fuesen deficientes, debieran ser corregidos, pero siempre de acuerdo con la norma establecida.

 

En cualquier caso, para llegar a convertirse en un contrapeso real ante los otros dos poderes estatales y en un punto de referencia de la opinión pública, la Corte Suprema de Justicia debiera actuar con menos timidez y mayor decisión, haciendo valer el peso jurídico de sus argumentos, los cuales también debieran ser explicados con detalle a la ciudadanía, informándola y contribuyendo de esta manera a la configuración de la conciencia colectiva.

 

Hasta ahora, el Organo Ejecutivo no sólo ha observado complacido el desgaste político e institucional producido por la confrontación entre los otros dos órganos del Estado, sino que también ha contribuido a ella, intentando descalificar al Organo Judicial y dando alas a la Asamblea Legislativa, pensando que con ello obtiene ventajas políticas como desviar la atención pública de sí mismo, proporcionándose un respiro ante las presiones que experimenta a causa del deterioro de la situación económica y la seguridad ciudadana; castigar a la Corte Suprema de Justicia por su excesiva independencia y al mismo tiempo erigirse ante la opinión pública en promotor de una independencia de poderes en la cual, en la práctica, no cree. Pero estas ventajas son más aparentes que reales, porque --a excepción de alguna ventaja política a corto plazo para el oficialismo-- nada bueno puede sacar el país de una confrontación como la actual, la cual también acabará repercutiendo de forma negativa sobre ARENA a mediano plazo. Confrontaciones de esta naturaleza no sólo no permiten construir una institucionalidad democrática, sino que tampoco contribuyen a hacer avanzar la modernización que El Salvador necesita para su desarrollo sostenible y para hacer atractiva su apertura al mundo. No se trata sólo de promover y defender la independencia de poderes, sino también de contribuir a su consolidación y equilibrio.

 

Si la institucionalidad democrática no se llegase a consolidar, al final, el poder que los partidos políticos quieren conservar, o aumentar, a cualquier costo y por lo cual no están contribuyendo a ella, se deteriorará de tal manera que cada vez habrá menos poder que ejercer. La desesperación y la frustración suelen ser buen caldo de cultivo para la búsqueda de alternativas al margen de la legalidad. Esto se observa ya en el área de la seguridad ciudadana, donde una alarmante mayoría aboga por medidas abiertamente contrarias a la legalidad --como tomarse la justicia por propia mano, aprobar la existencia de escuadrones de "limpieza social", aceptar la organización y armamentización de grupos de vecinos y, en términos generales, añorar un régimen de corte autoritario y represivo.

 

Este todavía no es el caso de la Asamblea Legislativa, pero las crecientes muestras de repudio y las protestas airadas que sus últimas decisiones han suscitado en un amplio sector de la opinión pública no debieran pasar desapercibidas. Sin embargo, la mayor parte de los diputados están convencidos de que hoy existe más institucionalidad que en el pasado reciente. Fundamentan esta valoración en los aspectos formales y técnicos, dejando de lado la calidad y eficacia de su trabajo. Así, una de las características que más señalan es el pluralismo de la Asamblea Legislativa, entendiendo por tal, la presencia del FMLN y poco más. En realidad, se trata de una visión muy limitada de la institucionalidad legislativa.

 

 

3. Temores e interrogantes para el futuro

 

El poder no puede ni debe ser ejercido de una manera absoluta, sino que siempre debe estar sujeto a la norma, así como también debe ser contrarrestado y supervisado por otras instancias y dar cuenta exacta de su ejercicio. La institucionalización del poder significa que estas funciones son desempeñadas de forma regular y eficiente. Pero para que esto sea posible, quienes lo detentan deben estar convencidos de sus limitaciones, impuestas por el derecho internacional y nacional, deben atender --y también temer-- a los controles internos y externos, y respetar de manera escrupulosa la voluntad y opinión de quienes los han llevado a él.

 

La actitud con la que se asume y ejerce el poder es fundamental, porque, en la práctica, en un régimen democrático, una vez concluida la elección popular, no existe una fuerza externa que pueda obligar a los políticos y funcionarios a actuar apegados a derecho y respetando la justicia, a no ser la fuerza de las armas, lo cual lleva a la dictadura militar con todas sus secuelas. Ni siquiera el aislamiento diplomático y el embargo económico tienen fuerza para doblegar la voluntad de quienes desafían el orden nacional e internacional establecido, puesto que la imposición de esta clase de medidas no suele ser acatada universalmente. En última instancia, el carácter que pueda adquirir el ejercicio del poder depende de la mentalidad democrática o autoritaria de las fuerzas políticas que lo detentan.

 

Es evidente que su ejercicio requiere de normas y controles que lo orienten, limiten y sancionen, si es el caso, y de instituciones que garanticen la vigencia de estos criterios. En aquellas instancias donde el poder se concentra más, como las cúpulas de los órganos estatales, la norma debe ser más rigurosa y el control más estricto, dado que aquél tiende, por su propia naturaleza, a prescindir de ambos y esta tendencia es más fuerte ahí donde hay más concentración. Pero, por lo general, sucede lo contrario, porque es donde más discrecionalidad encuentran sus detentadores y, por consiguiente, donde los controles son más flojos o no se ejercen por temor. Por eso mismo, la Asamblea Legislativa no debiera votar algo sobre cuya legalidad duda y si lo hace, los responsables de vigilar por la constitucionalidad debieran reaccionar con firmeza. En el ámbito del poder ejecutivo es incomprensible, por ejemplo, que el Organo de Inteligencia del Estado actúe sin más control que el que pueda ejercer el Presidente de la República, de quien depende. Otro tanto se puede decir de las cuestionadas "partidas secretas" de algunos presupuestos públicos o de la independencia prácticamente completa con la cual la Fuerza Armada gestiona y administra su presupuesto anual.

 

En países como El Salvador, que se esfuerzan por construir una legalidad e institucionalidad democráticas, el control del poder es más agudo, porque, además de tener que luchar contra sus inclinaciones innatas a la arbitrariedad y la corrupción, deben liberarse de una clase política y de unos funcionarios públicos acostumbrados a ejercerlo sin consideración mayor a la norma, los controles, la rendición de cuentas y, en suma, a la institucionalidad estatal. Cuando los que detentan el poder real no se apegan a la ley, no sólo promueven el desorden jurídico, sino que al mismo tiempo socaban los fundamentos de las instituciones existentes y pierden la solvencia moral necesaria para hacer que los demás lo hagan. Todo aquel que pueda intentará actuar al margen de la ley, burlando sus controles. No se puede reclamar la legalidad cuando los primeros responsables de resguardarla y promoverla prescinden de ella sin ningún reparo.

 

La inseguridad jurídica no atenta sólo contra la propiedad, tal como parecen creerlo algunos, sino que también y con anterioridad, atenta contra la fuente misma del derecho y la norma. El caos jurídico incide negativamente en la vida de la nación en su conjunto, pero se ensaña en aquellos sectores, grupos o personas más vulnerables. Por lo tanto, la amenaza que pueda representar para la propiedad es sólo una de tantas y no la más importante, al menos desde la perspectiva ética. La inseguridad jurídica en la que El Salvador se encuentra no es una mera herencia de la guerra, sino un resabio del poder oligárquico de la segunda mitad del siglo XX. En este sentido, la guerra civil puede interpretarse como una consecuencia de su desenfreno.

 

A estas alturas de la experiencia nacional, cabe preguntarse, entonces, si la clase política salvadoreña actual --y los funcionarios públicos-- tiene la disposición y capacidad mínimas indispensables para transformar su actitud ante la cosa pública de una manera tan radical como para aceptar la norma, el control, la rendición de cuentas y así garantizar la construcción de la institucionalidad para ejercer el poder democráticamente. Si la respuesta es negativa, la siguiente cuestión es hasta dónde llegará la clase política esta vez y cuánto aguantará la nación, antes de un estallido social violento.

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El poder no puede ni debe ser ejercido de una manera absoluta, sino que siempre debe estar sujeto a la norma, así como también debe ser contrarrestado y supervisado por otras instancias y dar cuenta exacta de su ejercicio.

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Una alternativa es esperar el surgimiento de una nueva generación de políticos, lo cual puede significar un lapso de diez o veinte años. Pero esto supone que la juventud se interese en una praxis política educada en las corrientes modernas del pensamiento, sensible a las necesidades de las grandes mayorías y con un sentido moral muy fino. Ahora bien, żdónde y cómo podrá formarse esta nueva generación de políticos y funcionarios y cómo evitar que reproduzca la práctica de sus mayores? Sin embargo, mientras dura la espera, el caos social amenazará de manera constante el bienestar de la población y las posibilidades para el desarrollo sostenible de El Salvador. En la medida en que éste mantenga el rumbo actual, desperdiciando oportunidades y recursos, la reforma estructural necesaria será más difícil --e incluso pude llegar a volverse imposible.

 

Antes que esto suceda, los militares pueden plantearse la posibilidad de intervenir de nuevo en la dirección política de El Salvador, dada la incapacidad manifiesta de la clase política y la concretización de las amenazas. Pero éste no es el único intento de solución por la fuerza. Alguna de las nuevas generaciones también pueden volver a considerar la lucha armada como medio idóneo para establecer una sociedad más equitativa y solidaria. Así, a mediano plazo, la historia pareciera estar acumulando las condiciones para repetirse, aunque nunca sería lo mismo. La devastación y la inhumanidad de un nuevo conflicto serían mucho mayores y sus logros potenciales serían mucho más limitados.

 

Antes de llegar a este extremo, la sociedad podría hacer sentir su peso, acogiéndose al derecho de insurrección, garantizado por el Artículo 87 de la Constitución, cuando ésta ha sido violada de forma sistemática y abierta. El objetivo no sería tanto derrogar el orden jurídico vigente, sino obligar a la clase política y a los funcionarios a atenerse al mismo. Un amplio movimiento de desobediencia civil podría marcar la diferencia entre las viejas prácticas autoritarias y arbitrarias de la política nacional y otras de nuevo tipo, más democráticas y apegadas al derecho.

 

El Banco Mundial, con mucho mayor sentido de la realidad que la clase política salvadoreña, reconoció --paradójicamente, en la conferencia que a mediados de este año organizó en San Salvador-- la necesidad del cambio estructural. Ante una institucionalidad percibida como ampliamente incongruente, con una centralización excesiva del poder, que adolece de un legalismo exagerado y comunicación inadecuada, escasa de gerentes y de una supervisión inevitable, propone otra que se caracterice por su transparencia, eficiencia y confiabilidad, por prestar servicios con una cobertura y calidad mínimas y por emitir leyes claras, conocidas por todos, aplicables a todos, equitativas, coherentes y creíbles. A los analistas del Banco Mundial no se les escapa que un cambio de esta envergadura implica la redistribución de un poder que, en la actualidad, se concentra en cúpulas, grupos y sectores.

 

La dimensión institucional estaba ausente de los primeros planteamientos de este organismo. Obsesionado como estaba por la disciplina fiscal, la liberalización del comercio y la inversión, la desregulación de los mercados domésticos y la privatización de las empresas públicas, se olvidó de este aspecto crucial para la vida de las naciones. Aparejado con el reconocimiento de este inexplicable olvido viene el de su fracaso parcial, pero no por eso menos importante, de su política económica. En efecto, se consiguió la estabilidad macroeconómica y el desmantelamiento del modelo proteccionista, pero la pobreza y la desigualdad no experimentan reducciones significativas, tal como se esperaba.

 

Más aún, la declinación de la pobreza observada en algunos índices como los salvadoreños se debe más a la disminución de la inflación y a un crecimiento modesto que a las consecuencias distributivas de la liberalización del comercio y las finanzas. La pobreza muestra una tasa inaceptablemente elevada para los promotores internacionales de las reformas neoliberales. Y, como si esto fuera poco, la inseguridad económica de las clases populares y medias, vinculada a la inseguridad del empleo y la volatilidad del ingreso, tienden a aumentar.

 

Ya sea, pues, por vocación democrática genuina, o por interés exclusivamente económico, o por mero deseo de sobrevivencia social, la construcción de la institucionalidad del país es inevitable. La Asamblea Legislativa no es un caso extraordinario ni único. Una análisis de los otros dos órganos del Estado salvadoreño, sin duda, mostraría una situación similar. La crisis de institucionalidad tiene carácter nacional. Pero lo más preocupante es que en lugar de avanzar para superarla, pareciera que El Salvador retrocede, al mismo tiempo que las prácticas del pasado reaparecen para quedarse. En este sentido es muy sintomático cómo el sistema político no tolera una Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos independiente y no ha descansado hasta reducirla a la inanidad.

 

Al desafío económico planteado por la política neoliberal y al de la seguridad ciudadana, puesta en cuestión por la delincuencia y el crimen organizado, hay que agregar la crisis de institucionalidad, provocada en gran medida por la clase política. El Salvador todavía está a tiempo para revertir estas tendencias atentatorias contra la convivencia nacional.

 

San Salvador, 31 de agosto de 1998.