Editorial

 

La privatización:

el fanatismo económico de la modernización

 

La segunda ola de privatización, para la cual se había prometido enmendar los errores de la primera, en particular la falta de transparencia de la operación, cuestiona de nuevo su utilidad para el bien común y sobre todo pone en entredicho el papel del Estado en el desarrollo sostenible. La privatización más escandalosa por su falta de transparencia fue la de la banca. Así como existe certeza moral que la ley fue violada abiertamente para permitir que determinados grupos familiares se apoderasen de la banca, es evidente que ninguna instancia pública estuvo y está dispuesta a investigar esta operación, dando por hecho lo que con toda seguridad es un delito. Las privatizaciones que siguieron se llevaron a cabo en medio de cuestionamientos sobre su legalidad.

 

Nada de esto detuvo al gobierno de ARENA, dispuesto a profundizar el proceso de privatización, convencido de su necesidad para modernizar el Estado. Sin embargo, la presión social lo forzó a prometer enmendar los errores de las primeras privatizaciones y a ofrecer garantías de que las siguientes serían transparentes. Confiado en esta promesa, se dispuso la segunda ola de privatización. Pero la promesa no fue cumplida y de nuevo la privatización es cuestionada como el instrumento idóneo para alcanzar el desarrollo sostenible. El cuestionamiento no se limita al hecho mismo de la privatización, sino que va más allá y cuestiona el papel del Estado en la economía y la sociedad.

 

 

1. Expectativas insatisfechas

 

Después de cierto rechazo, sobre todo de la oposición política y los trabajadores del sector público, la privatización fue aceptada como una imposición, justificada como exigencia inevitable de un desarrollo sostenible, junto con la apertura comercial y la estabilidad macroeconómica. Las tres integran un todo con una supuesta racionalidad económica evidente, según los directores de la política económica gubernamental. La privatización prometía reducir el tamaño del Estado, disminuir el déficit fiscal, prestar mejores servicios y proveer al Estado de unos recursos inmediatos, los cuales serían utilizados para cancelar la deuda de corto plazo e invertir en la infraestructura o el gasto social.

 

Los beneficios de la privatización, evidentes para el planteamiento neoliberal salvadoreño, son, por el contrario, muy dudosos para un pensamiento crítico que no se conforma con las apariencias. La racionalidad sobre la cual se apoya la privatización en El Salvador es débil. Pese a los avances del proceso, el tamaño del Estado sigue siendo fundamentalmente el mismo. Ni siquiera el despido de varios miles de trabajadores de un plumazo pudo disminuir sus dimensiones. El déficit fiscal tampoco ha disminuido; al contrario, la modernización del sistema judicial, la descentralización del poder y el gasto social, más bien tienden a elevarlo de forma peligrosa año con año. Para mantener el equilibrio, la hacienda pública se ve cada vez en apuros mayores. Este año, incluso, el presupuesto enviado a la asamblea legislativa era deficitario. A medida que el Estado vende sus activos, cierra una fuente de ingresos que, en el pasado reciente, tal como se ha demostrado, era significativa. La banca privatizada es, sin duda, más eficiente ahora, pero la orientación de sus créditos y sus elevadas tasas de interés no han estimulado la producción nacional ni han fortalecido las áreas más débiles de la economía. Las otras dos privatizaciones importantes -–la de las pensiones y la distribución de energía eléctrica-- son demasiado recientes como para poder valorar sus resultados. Hasta ahora, El Salvador se ha beneficiado poco del producto de la venta de sus activos; al menos no se puede afirmar que haya contribuido a disminuir el monto de la deuda o a mejorar la infraestructura o aumentar el gasto social de forma significativa.

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pese a la privatización, los indicadores sociales de El Salvador se encuentran entre los peores de América Latina y su ingreso per cápita también está entre los de los países más pobres del continente.

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Así, pues, el aporte específico que la privatización ha proporcionado hasta ahora al desarrollo sostenible de El Salvador es muy discutible. Las promesas de empleo y mejor nivel de vida tampoco se han cumplido ni podrán cumplirse si la dimensión social no es integrada de manera orgánica. Además, la cuestión de si la privatización es compatible con el desarrollo social está abierta. Lo que sí es evidente es que ésta, por sí misma, no mejorará el nivel de vida de la mayoría de la población. Ciertamente, la banca no ha contribuido mayor cosa; más bien se ha aprovechado y con creces de la necesidad de las decenas de miles de salvadoreños que se han visto forzados a emigrar al norte, en busca de un futuro mejor. Las distribuidoras de energía eléctrica privatizadas, aun antes de ofrecer un servicio sustancialmente mejor, subieron sus tarifas y agregaron el impuesto al valor agregado sobre el consumo de este bien estratégico.

 

El gobierno de Calderón quedó atrapado entre su promesa de no subir el precio de la energía eléctrica, por un lado, y las condiciones legales en las cuales la operación fue vendida a la empresa privada, por el otro lado. El impacto negativo que esta alza tendría en la ya maltrecha economía doméstica fue frenado momentáneamente con subsidios estatales, lo cual no es lo mejor de cara a los nuevos propietarios. El gobierno de Calderón confía en que, a corto plazo, el precio de la distribución de la energía eléctrica disminuirá y el servicio mejorará.

 

Las expectativas del gobierno no tienen otro fundamento que el mercado. Según sus cálculos, éste hará que los precios disminuyan a corto plazo. Pero las expectativas gubernamentales no son sólidas. El mercado no es un medio que promueva la equidad, sino la ganancia máxima y, en este empeño, siempre deja unos pocos ganadores y muchos perdedores. Al igual que en otros países, lo más probable es que las empresas distribuidoras de energía eléctrica se pongan de acuerdo entre ellas para subir y bajar los precios ligeramente, dando la impresión de competencia libre. De esta forma, como buenas socias en un mismo engaño, ocultarán el reparto del pastel. Por el lado de la producción de la energía eléctrica tampoco hay garantías de que el precio al consumidor vaya a bajar. La ineficiencia hace que el costo de su producción sea elevado para el gobierno, según lo reconoce él mismo. La única empresa privada que también genera y vende energía eléctrica al gobierno no lo hará por debajo de lo que a éste le cuesta producirla. La competencia en este campo es imposible por la existencia de un acuerdo de exclusividad de diez años.

 

Una valoración similar se puede hacer de la banca privatizada, que ha desconocido las necesidades más urgentes de El Salvador, atendiendo de forma casi exclusiva sólo las suyas propias. Aunque es prematuro para constatar si, efectivamente, las telecomunicaciones privatizadas ofrecerán mejor servicio por menor precio, la experiencia de otros países demuestra que aquél mejora bastante, pero éste más bien tiende a subir. Aparte de que las empresas se reparten el mercado entre ellas, volviendo la competencia una ilusión.

 

El Estado salvadoreño no poseía muchas propiedades de las cuales pudiera disponer, pero en la venta de las pocas que tenía se constata que las razones con las cuales intenta justificar su privatización no se sostienen. En este punto, el juicio del Banco Mundial -–uno de los patrocinadores de la política económica actual-- no puede ser pasado por alto cuando señala que, pese a la privatización, los indicadores sociales de El Salvador se encuentran entre los peores de América Latina y su ingreso per cápita también está entre los de los países más pobres del continente. El Producto Interno Bruto sigue siendo inferior al que había antes de la guerra, la expansión económica descansa en las remesas de los emigrantes y las exportaciones, aunque en crecimiento, son todavía considerablemente más bajas que a principios de la década de los setenta. En definitiva, las expectativas del gobierno de Calderón respecto a la privatización no sólo han demostrado ser ilusorias, sino que, además, éste no pudo cumplir con su promesa de transparencia puesto que ocultó información de manera deliberada.

 

 

2. La absolutización del mercado

Cabe preguntarse, entonces, qué sentido tiene continuar privatizando las últimas propiedades estatales. La respuesta es aparentemente sencilla, facilitar el avance del capital, ofreciéndole una oportunidad para revalorizarse. Este proceso ha convertido el mercado en el instrumento ideal para enfrentar todas las realidades humanas, incluidas las relaciones personales. En la cultura neoliberal predominante, éstas son objeto de un cuidadoso análisis en términos de costos y beneficios, como si se tratara de una transacción empresarial, relegando al olvido la gratuidad y lo lúdico.

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El neoliberalismo salvadoreño, sin embargo, se empeña en impulsar el avance del mercado a costa de los bienes públicos.

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Por más que insistan los defensores del neoliberalismo, mezclando argumentos válidos con sofismas para defender intereses económicos concretos, algunos de los cuales, de hecho, no pasan por el mercado, éste no es el principio ordenador de todas las actividades económicas. En efecto, muchas transacciones importantes no pasan por él, sino que son reguladas por otros principios. Este es el caso de la producción y disfrute de los bienes públicos, es decir, aquellos cuyo uso no es exclusivo, sino que éstos pueden ser consumidos o usados simultáneamente por muchos. Bienes públicos son, por mecionar sólo algunos, la limpieza del aire y del agua, el sistema jurídico, la administración municipal, la defensa nacional y la seguridad ciudadana. Algunas veces hay que pagar algo por estos servicios sociales, pero nunca el costo de su producción real. Los ciudadanos, al menos los contribuyentes efectivos, pagan por estos bienes públicos; pero no lo hacen de manera individual, es decir, a partir de la cantidad y calidad de lo que consumen, tal como sucede en el caso de los bienes privados.

 

La producción y el consumo de los bienes sociales no dependen del mercado. Su producción es decidida centralmente por las autoridades o instituciones competentes, lo cual se aproxima más a la planificación centralizada que al mercado. Sin embargo, no hay que olvidar que en un sistema democrático, los usuarios de estos bienes ejercen cierto control al poder votar en contra de las autoridades que deciden sobre su naturaleza, calidad y cantidad, si no están de acuerdo con sus decisiones. La experiencia demuestra, por lo tanto, que el mercado no lo es todo. Areas importantes de la actividad económica, que inciden en el nivel y la calidad de vida de la población, no pasan por el mercado, sino que están configuradas por otros principios de organización -–aparte de la desprestigiada planificación central.

 

El neoliberalismo salvadoreño, sin embargo, se empeña en impulsar el avance del mercado a costa de los bienes públicos. Ni siquiera se detiene a diferenciar entre los bienes públicos estratégicos y los que no lo son. A diferencia de los gobiernos con un horizonte más amplio, los cuales se resisten a privatizar bienes que consideran estratégicos -–como el cobre chileno o el petróleo mexicano--, el salvadoreño considera que, en la práctica, todos son privatizables. Esto es lo que, precisamente, permite hablar con propiedad de la absolutización del mercado.

 

La seguridad ciudadana es uno de los muchos ejemplos que se podrían citar para ilustrar el avance del mercado en El Salvador. El servicio que el Ministerio de Seguridad presta en la actualidad es deficiente a causa del incremento de la delincuencia y, más en general, de la generalización de la violencia. Se da, pues, un defecto de oferta y un exceso de demanda, que empresas de seguridad suplen de buena gana, haciendo de la seguridad, al menos en parte, un bien privado que se compra y vende en el mercado y del cual sólo el comprador puede disfrutar. En el pasado reciente y por la misma razón, algunos sectores del capital vinculados al ejército organizaron grupos armados para que los defendieran de aquellos, según ellos, que amenazaban su seguridad y prosperidad. Los escuadrones de la muerte, uno de los aspectos más tenebrosos y crueles de la guerra, respondieron a una privatización de la seguridad nacional. Por supuesto, entre las agencias de seguridad y los escuadrones de la muerte hay una diferencia fundamental, aquéllas están sometidas a la legalidad vigente, mientras que éstos actúan al margen de ella. Una privatización similar se ha ido dando en todos aquellos ámbitos donde un servicio público esencial falla. La ausencia o deficiencia en el servicio abre el camino al mercado, que lo convierte en un bien privado -–el correo, la educación, la salud, etc.

 

Uno de los argumentos más socorridos de quienes promueven la expansión ilimitada del mercado es que éste garantiza la equidad que tanto se ha buscado por otros medios. Pero esto significa atribuir al mercado una función que, dada su naturaleza, no le corresponde. El mercado no sólo no está preparado para distribuir la riqueza que genera, sino que es la función que le es más extraña. Su lado fuerte es la asignación y la distribución su lado más débil. El mercado puede producir más cantidad, pero no reparte mejor, en términos de igualdad y equidad. Peor aún, ni siquiera desempeña bien la asignación, donde reside su fortaleza. De hecho, asigna recursos a actividades antisociales o cuyo costo social es elevado como, por ejemplo, la producción, el transporte y la comercialización de drogas o la polución ambiental. Esto no es nada nuevo. Los clásicos Smith, Ricardo y Mill lo observaron hace mucho tiempo. En el momento del reparto, la mano invisible desaparece completamente, siendo reemplazada por factores de poder social, basados en la fuerza, el privilegio y la desigualdad económica. En realidad, unos valores muy poco liberales.

 

¿Cómo compaginar, entonces, el ideal neoliberal de un mercado prácticamente libre de toda restricción o control con una distribuición equitativa de la riqueza que produce para superar la pobreza? Si lo que se busca en realidad es la equidad, el mercado debe ser sometido a correcciones y compensaciones por parte de la sociedad. Su ausencia explica las diferencias chocantes entre las clases y los grupos sociales. La actual acumulación y concentración de la riqueza es resultado del funcionamiento bastante libre del mercado.

 

Quizás esto se observa con mayor claridad en el ámbito internacional, donde con frecuencia El Salvador es víctima de esa libertad casi total. En efecto, de vez en cuando, El Salvador protesta -–aunque no muy alto ni con mucha frecuencia por temor a molestar a los grandes y también por convencimiento ciego en los beneficios de la apertura comercial irrestricta-- por la desventaja de los términos del intercambio internacional y reclama trato preferencial, es decir, una corrección o compensación para beneficiarse de una distribución mejor de la riqueza. Las desigualdades que caracterizan el orden internacional actual son una demostración palpable y alarmante de lo poco equitativo que es el mercado. Si su distribución desordenada no es corregida de alguna forma por la comunidad internacional -–en teoría, ése sería el objetivo de la Organización Mundial del Comercio--, el mundo seguirá desunido e inestable. Dejado a sí mismo y operando tal como lo hace, cada vez con menos regulaciones y trabas, el mercado causa desastres como la brecha cada vez más amplia entre ricos y pobres y el deterioro alarmante del medio ambiente. Si en el ámbito internacional se reclaman y arbitran -–no tanto como se debiera-- correcciones y compensaciones, ¿por qué no puede hacerse otro tanto en el ámbito nacional?

 

La absolutización del mercado es sumamente peligrosa, no sólo porque ninguna realidad humana es absoluta, sino porque estimula la expoliación del medio ambiente y los recursos naturales, la concentración escandalosa de la riqueza a costa del empobrecimiento de la mayor parte de la población y la deshumanización de la sociedad. Mientras las dos primeras consecuencias son bastante conocidas, la deshumanización que acarrean suele pasar desapercibida. La sociedad y sus relaciones se han convertido en un inmenso mercado, al cual los individuos concurren con sus preferencias para transar. La mercantilización de las relaciones humanas hace de las personas objetos que también se transan y cuyo valor es traducido a términos monetarios, más o menos elevados, dependiendo de la ganancia o rentabilidad que puedan generar. Al convertirse en objetos, las personas se compran o venden, se usan o descartan, según cuidadosos cálculos de costo beneficio.

 

Por este camino se ha llegado a la idolatrización del mercado, el cual, como todos los ídolos, exige sacrificios para existir. A cambio de sus falsas promesas de riqueza y prosperidad, sus adoradores sacrifican lo humano -–incluidas las personas. El mercado comienza devorando a las mayorías populares, pero poco después también acaba con quienes le rinden culto. El mercado absolutizado no es un instrumento de vida, sino de muerte y, por lo tanto, es la negación de la persona, centro de la actividad económica, según declaración de los mismos neoliberales.

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La absolutización del mercado es sumamente peligrosa, no sólo porque ninguna realidad humana es absoluta, sino porque estimula la expoliación del medio ambiente y los recursos naturales, la concentración escandalosa de la riqueza a costa del empobrecimiento de la mayor parte de la población y la deshumanización de la sociedad.

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A este extremo sólo se puede llegar por una especie de fanatismo económico, que no siempre se apoya en la teoría económica aceptada y tampoco es respaldado por la experiencia, sino que se fundamenta en prejuicios e intereses muy particulares y en situaciones muy concretas, que se universalizan de manera indebida. Arrastrado por este fanatismo, el gobierno de Calderón enfatiza unos cuantos aspectos de la propuesta neoliberal -–estabilidad macroeconómica, apertura comercial y privatización, pensando que ello sería suficiente para impulsar el desarrollo nacional. Tomó de aquí y allá elementos dispersos y fuera de contexto y los yuxtapuso, sin lograr articularlos, creyendo que podría replicar los éxitos que, en otro contexto, tales elementos tuvieron. Al final de su mandato, el resultado es inequívoco. En El Salvador, al igual que en otros países latinoamericanos, aquello que es considerado moderno dirige la modernización de la sociedad, cuando debiera ser al revés: la sociedad es la que debe modernizarse en función de sus intereses y aspiraciones. El llamado proceso de modernización salvadoreño desarrollado hasta ahora obedece más a ideas dispersas preconcebidas, que a una política bien pensada y estructurada.

 

 

3. El replanteamiento del Estado

 

La privatización no es un fin en sí misma, sino que debe ponerse al servicio de una modernización económica y social, inscrita en un proyecto de desarrollo nacional sostenible, del cual el Estado tiene necesariamente que hacerse cargo. Esto implica, en primer lugar, tomar como punto de partida las condiciones sociales y económicas del país, muy distintas de las chilenas o argentinas. Los técnicos gubernamentales pecan de simplismo al intentar replicar los resultados obtenidos por Chile o Argentina, sin tomar en cuenta las diferencias sociales y culturales.

 

El proceso de modernización debe ser articulado y dirigido por el Estado. Pero para ello es preciso superar dos posiciones extremas. La primera propone reducir el Estado de forma drástica, alegando sus deficiencias más graves que, según el último informe del Banco Mundial, serían hipertrofia y centralización, eficiencia baja, gestión financiera de recursos humanos débil, administración pública poco profesional, prestación de servicios inadecuada e infraestructura y equipos obsoletos. La respuesta a estos problemas, de acuerdo con esta posición, estaría en la reducción del tamaño y del alcance del Estado. Sin embargo, esta pretensión no es realista por razones de orden histórico y social. El problema fundamental no es el tamaño del Estado, sino la calidad de los servicios que presta o debiera prestar para impulsar el desarrollo sostenible y combatir la pobreza. Para conseguirlo se impone una reforma estructural del Estado mismo y son indispensables una inteligencia y voluntad políticas poco comunes.

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El mercado absolutizado no es un instrumento de vida, sino de muerte y, por lo tanto, es la negación de la persona, centro de la actividad económica, según declaración de los mismos neoliberales.

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En el otro extremo se aboga por un Estado interventor, pero esta alternativa tampoco es viable porque a aquél no le corresponde ni tiene capacidad para resolver la amplia gama de problemas sociales planteados. Económicamente, el Estado interventor tiene efectos negativos graves en el aparato productivo; socialmente, adormece a la población, socavando su creatividad y, políticamente, es contrario a la democratización, porque su populismo y demagogia fomentan el corporativismo y el chantaje político -–el gobierno exige lealtad de sus clientes a cambio de favores y éstos reclaman favores a cambio de lealtad.

 

La articulación de elementos modernizadores como la privatización en un proyecto de esta envergadura sólo es posible si se reconocen las limitaciones y fortalezas del Estado y del mercado. Visto objetivamente, el mercado es un medio necesario para asignar los recursos y estimular la productividad. No se puede, pues, prescindir de él. Pero como además tales funciones hay que asegurar la equidad, es necesario contar con el Estado. El equilibrio entre el mercado y el Estado es posible y necesario para modernizar sin descuidar la equidad. La brecha que separa en la actualidad a los ricos de los pobres no comenzará a cerrarse mientras la privatización sea considerada como un fin en sí misma, pero tampoco un Estado interventor podrá acortarla, lo cual obliga a replantearse el papel del Estado y su relación con el mercado. Se trata de dos fuerzas necesarias, pero que no pueden quedar abandonadas a sí mismas porque entonces generan injusticias intolerables.

 

El Estado no puede renunciar a prestar servicios públicos adecuados y eficientes sin traicionar su naturaleza -–tal como lo advierten los constitucionalistas-- y sin poner en peligro la sobrevivencia de la mayor parte de la población. Aparte que los bienes públicos son los que vuelven más tolerable la existencia de las desigualdades económicas y sociales.

 

Más aún, el Estado es clave en cualquier intento serio para reducir la extensión de la pobreza y promover el desarrollo sostenible. Los modelos que los neoliberales salvadoreños tanto admiran y desearían imitar son posibles por la intervención estatal, la cual fue determinante para romper con las prácticas anteriores así como para impulsar las nuevas y para controlar que las fuerzas del mercado no desviasen el proceso de las metas propuestas. Pero éstos sólo tienen ojos para mirar el resultado final, ignorando el proceso. Se olvidan que en la base de los modelos neoliberales exitosos se encuentran reformas agrarias y tributarias drásticas, eliminación de monopolios y oligopolios, la institucionalización de la función pública y el combate sin cuartel contra la corrupción.

 

Los mecanismos a disposición del Estado para corregir las desigualdades generadas por el mercado -–el sistema fiscal, la seguridad social y la producción de bienes públicos-- tienen capacidad para disminuir las diferencias entre las clases y los grupos sociales, por medio de la redistribución de la riqueza. Y, al contrario, cuando esta red es recortada –-tal como ha hecho el neoliberalismo--, las diferencias existentes se agrandan. A ello se agrega que, con frecuencia, el Estado se pone al servicio de los intereses de los más ricos. Si se quiere impedir que los costos y beneficios privados no medren a costa de los sociales y al mismo tiempo restringir la producción de bienes nocivos para el medio ambiente ecológico y humano, no queda otra alternativa que regular muchos mercados.

 

Los argumentos a favor de la libertad del mercado no debieran representar ningún reparo, porque por lo general se emplean para impedir la intervención del Estado en actividades antisociales o cuyo beneficio social es menor que sus alternativas. Muchas veces, apelar a las virtualidades del mercado es una coartada empleada por algunos para pedir que los dejen hacer aquello que les conviene, al margen del mismo mercado. Utilizan la ideología del mercado para defender el libertinaje, el abuso y los privilegios en cuestiones económicas.

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La brecha que separa en la actualidad a los ricos de los pobres no comenzará a cerrarse mientras la privatización sea considerada como un fin en sí misma, pero tampoco un Estado interventor podrá acortarla, lo cual obliga a replantearse el papel del Estado y su relación con el mercado.

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Desde la perspectiva de la modernización y del desarrollo, el Estado debe contribuir al fortalecimiento del mercado, aunque sin subordinarlo. Debe vigilar su expansión y desenvolvimiento, sin obstaculizar su dinámica interna en cuanto a la asignación de recursos y la optimización de rendimientos; pero no debe esperar que redistribuya la riqueza equitativamente. Esta función corresponde al Estado. La distribución es un hecho político, pero debiera incluir otros criterios como la eficiencia y oportunidad.

 

En principio, la producción de bienes privados no es atribución del Estado cuando existen empresas privadas capacitadas y deseosas de producirlos. Puede incluso que la empresa pública sea tan o más eficiente que la privada. Aquí el verdadero problema es que los recursos del sector público son limitados y, en consecuencia, éste debe dar preferencia a la producción de bienes públicos. Las fórmulas mixtas, de las cuales hay abundantes ejemplos exitosos, son una buena alternativa. Los otros argumentos que se esgrimen contra esta eventualidad son simples prejuicios. Ahora bien, la responsabilidad del Estado para con la sociedad es tal que si no hubiera empresas privadas que pudieran o quisieran producir ciertos bienes privados que, por su naturaleza, son de interés social, aquél puede, legítimamente, entrar en el espacio no ocupado por el sector privado para producir dichos bienes privados, pero de interés social.

 

Tampoco se puede obviar la responsabilidad estatal en cuanto a poner fin a las prácticas empresariales de viejo cuño contrarias al mercado. El sector privado salvadoreño todavía no está preparado para insertarse exitosamente en la economía mundial neoliberal, de la cual, por otro lado, espera la prosperidad general. Uno de los apologistas más respetados del neoliberalismo se encargó de recordárselo, provocando las reacciones airadas de grandes empresarios, quienes se sintieron ofendidos. Según Michael Porter, el sector privado salvadoreño está aferrado a formas "viejas y viciadas de hacer dinero", promueve el crecimiento a base de maquila -–cuando "sólo países que tienen poco que ofrecer atraen inversiones con vacaciones fiscales"--, busca los privilegios estatales para transar, está acostumbrado a acaparar mercados cerrados, se queja cuando se legisla o se adoptan medidas regulatorias -–"todo se va en quejarse... Se reúnen, se quejan y luego se toman unos tragos sin mejorar el ambiente de negocios con propuestas concretas"--, y el mercado y el sistema financiero adolecen de "debilidad crónica". Le faltó mencionar las prácticas corruptas, el abuso del consumidor, la imposición y compra de voluntades y la conducta caprichosa.

 

El desarrollo nacional exige también cambios estructurales en el sector privado. Si éste no lo ve por sí mismo o no quiere verlo porque no conviene a sus intereses, el Estado, en nombre del bien común, debe presionarlo para que abandone esas prácticas y él mismo debiera dar el primer paso, negándose a seguir tolerando e incluso favoreciendo el privilegio, el libertinaje y el abuso. Las deficiencias del Estado y su fracaso para garantizar el desarrollo o erradicar la pobreza de las mayorías populares no significan que el sector privado posea la capacidad o los recursos para reemplazarlo en casi todas sus atribuciones. El sector privado difícilmente puede producir o garantizar bienes públicos, porque su lógica no está determinada por el servicio público, sino por la ganancia. Sin embargo, ya es tiempo de impulsar un tipo de empresario más acorde con el desarrollo humano. El empresario enemigo de la sociedad, que sólo busca enriquecerse a expensas de los demás, debe ser sustituido por el empresario que arriesga y se compromete en empresas que generan empleo y bienestar social.

 

La Comisión Nacional de Desarrollo se percata que la privatización pasa por el replanteamiento del papel del Estado al recordar que la Constitución salvadoreña es explícita al definir sus responsabilidades en cuanto a la prestación de los servicios públicos y al proponer, en consecuencia, aclarar dichas obligaciones, procurando que el transfondo ideológico que expresa intereses económicos y políticos salga a la luz. "Mientras las fuerzas políticas no aborden el fondo del problema, las posibilidades del desarrollo estarán limitadas, la polarización y la confrontación política seguirá incubándose, las proyecciones de inversionistas privados nacionales y extranjeros continuarán siendo inciertas y la ansiedad de los sectores más desprotegidos seguirá creciendo" (p. 17, 22).

 

Si el fanatismo económico pudiera dejarse de lado, sería posible replantear la modernización de El Salvador desde su propia realidad social, desde la experiencia de otros países y desde un horizonte que integre los diversos elementos en un proyecto consistente, que tenga como meta el bienestar de las mayorías populares.

 

San Salvador, 30 de marzo de 1998.