ECA, No.588, octubre de 1997

 

Editorial

 

La cultura de la violencia

 

Nadie pone en duda que en El Salvador ocurren demasiados hechos violentos. El desacuerdo surge al determinar la magnitud y la explicación de tales hechos y, por lo tanto, cómo hacerles frente. Ninguna de estas cuestiones carece de importancia, porque de la respuesta que se dé a cada una de ellas depende que los índices de la violencia retrocedan a niveles considerados normales. Es cierto que la violencia ha sido una característica importante de El Salvador durante muchas décadas, a lo largo de las cuales ha adquirido modalidades diferentes, pero nada de eso exime el esfuerzo para romper con su ciclo fatal de una vez por todas. En efecto, a comienzos del siglo, la violencia fue predominantemente social, después se volvió política, militar y, en la actualidad, es delictiva.

 

La violencia que se observa en El Salvador de postguerra está en continuidad con las modalidades anteriores, pero su dinámica no depende sólo del pasado, sino que presenta aspectos nuevos en consonancia con las realidades actuales. Existe, por consiguiente, un ciclo violento sin solución de continuidad, sobre el cual hoy tenemos mayor conciencia, debido a que no existen otros conflictos –políticos o militares- que enturbien la mirada. Esta mayor conciencia debiera impulsar a la sociedad salvadoreña a esforzarse para romper de forma definitiva con este ciclo violento que tantos estragos ha causado y causa en El Salvador.

 

Esta edición monográfica sobre la violencia recoge los resultados de una investigación llevada a cabo por el Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA, bajo el patrocinio del Banco Interamericano de Desarrollo. El propósito principal del estudio era medir su magnitud, tanto en pérdidas humanas como en costos económicos, y aproximarse a sus causas explicativas. Cuanto mejor se comprenda el fenómeno, más fácil será encontrar alternativas posibles de solución. Como una contribución a este estudio, aunque sin formar parte de él, el editorial reflexiona sobre sus hallazgos más relevantes.

 

 

1. Los datos de la violencia

 

Para la opinión pública salvadoreña, violencia significa delincuencia, en parte, porque ésta es su manifestación más evidente, dada la elevada cantidad de asesinatos y lesionados que produce, y, en parte, porque los funcionarios públicos, los políticos y sobre todo los medios de comunicación de masas tienden a identificarlas. De hecho, la sociedad fue sorprendida por la fuerza destructiva de la violencia delictiva al finalizar la guerra. La violencia militar, suprimida a raíz de los acuerdos de paz de 1992, fue reemplazada por esta otra forma de violencia para la cual la sociedad no estaba preparada. En este sentido, se puede afirmar que la expectativa de paz suscitada por el final de la guerra no se cumplió del todo. La seguridad que los acuerdos de paz buscaron crear sigue estando amenazada de una forma constante.

 

Ante este resultado inquietante que destanteó a todos, el gobierno reaccionó intentando endurecer la legislación, acelerando la conformación de la nueva policía y sacando el ejército a la zona rural; los ciudadanos, en cambio, comprobada la incapacidad gubernamental para garantizar su seguridad, buscaron la protección de agencias privadas especializadas, las cuales proliferaron, y se armaron, lo cual expandió el comercio de armas de fuego de una manera considerable.

 

La violencia no es algo desconocido en El Salvador. El último siglo de su historia se caracteriza, justamente, por un nivel de violencia elevado, cuyos antecedentes se encuentran en las luchas campesinas de finales del siglo diecinueve para evitar la privatización de las tierras comunales y ejidales de los pueblos. En ese entonces hubo levantamientos de grupos de campesinos que, furiosos por haber sido despojados de aquello que consideraban propio, cortaron las manos de los jueces que ejecutaron las disposiciones gubernamentales sobre la posesión de la tierra. El año de 1932, conocido como "la matanza", es el primer hito de esa violencia rural que hunde sus raíces en la constitución de la oligarquía cafetalera. Del campo, la violencia pasó a la ciudad en la década de los cuarenta y, desde entonces, las estructuras sociales del país se volvieron violentas en extremo. La reacción violenta a la violencia primera, ejercida por la oligarquía cafetalera, fue respondida con mayor violencia. Las protestas y los levantamientos populares siempre han sido reprimidos dura y cruelmente.

 

Antes de la guerra de 1980, el índice de homicidios ya era alto y así se mantuvo hasta mediados de la década. Si bien no se conocen los registros de los últimos cinco años de la década de los ochenta, es claro que los homicidios aumentaron entre 1990 y 1994, en particular a partir de 1992. Aunque su magnitud no puede ser establecida con exactitud, porque los registros son incompletos y poco rigurosos, la evidencia disponible muestra que la tasa de homicidios se elevó aún más en estos primeros años de la década actual.

 

La Organización Panamericana de la Salud, por ejemplo, registró una tasa de mortalidad ajustada por causas externas en los hombres de 282 por cien mil, en 1990. Los homicidios representan el 43 por ciento de todas las causas externas de muerte en ese año. Si durante la guerra, la muerte era causada predominantemente por armas de fuego y artefactos explosivos; en la postguerra, además de las primeras, las armas blancas y los golpes múltiples son la causa principal de homicidio.

 

En 1994 se observa un descenso leve en la cantidad de homicidios; sin embargo, la tasa sigue siendo muy elevada para los niveles considerados "normales" en este campo. Es así como el total de homicidios pasó de 164.5 a 139 por cada cien mil habitantes, entre 1994 y 1996. Lo mismo se nota en los homicidios intencionales, los cuales descendieron de 138.2 a 117.4 por cien mil, en los mismos años. La tasa de homicidios es más alta en la zona rural que en San Salvador –un dato interesante porque los medios de comunicación social, al concentrarse en la zona metropolitana, proyectan lo contrario. En efecto, en la zona rural, donde reside el 31 por ciento de la población salvadoreña, ocurre el 76 por ciento de homicidios; mientras que en la zona urbana, donde reside el 69 por ciento sucede el 24 por ciento de homicidios.

 

El alto nivel de incidencia de los hechos violentos es constatado por otros datos. Las lesiones causadas por violencia intencional se estiman en 78,726, en 1996, es decir, 1,360 por cada cien mil habitantes. Uno de cada cinco adultos habría sido asaltado en un año, en la zona metropolitana de San Salvador, lo cual equivale a 152,723 personas asaltadas. El 30 por ciento habría presenciado un asalto a mano armada y el 21 por ciento habría sido amenazado para pedirle dinero o algún objeto valioso.

 

El impacto de la violencia puede medirse no sólo en términos de vidas humanas, lesiones y asaltos, sino también estimando su valor monetario. Este estimado es uno de los aspectos más reveladores de la investigación que presentamos en esta edición monográfica de ECA y, en ese sentido, quizás sea más convincente para quienes tienden a desestimar la dimensión humana del fenómeno. Lamentablemente, con demasiada frecuencia, el costo económico se entiende mejor que las pérdidas o daños humanos causados por la práctica violenta. De todas maneras, el cálculo en términos monetarios lleva, al final, al ámbito humano, porque el elevadísimo gasto ocasionado por los hechos violentos o asociados a ellos limita de manera drástica las posibilidades para un desarrollo sostenible, es decir, para la vida humana organizada.

 

Los costos se clasifican en directos e indirectos. Entre los primeros están los de salud –personales, institucionales y de rehabilitación- y seguridad –preventivos, legales y particulares. En los costos indirectos se contabilizan el impacto en la producción y el ingreso, las pérdidas para la economía y otras pérdidas materiales. Los estimados siguientes son válidos para 1995 y 1996.

 

El gasto personal en salud relacionado con la violencia asciende a unos 27 millones de dólares anuales, calculados a partir de los 78,726 lesionados, quienes gastarían, en promedio, 343 dólares en recuperación. Por el otro lado, las instituciones públicas gastan unos 20.3 millones de dólares anuales, estimados a partir de los 259 dólares que el Ministerio de Salud asigna en promedio por paciente a los hospitales y asumiendo la existencia de 78,726 lesionados. De hecho, el Ministerio de Salud asegura que gasta 18.9 millones de dólares anuales en pacientes que han sido víctimas de hechos violentos y solicitan servicios de emergencia. Esta cantidad representa el 21 por ciento del presupuesto de los hospitales y el 12 por ciento del presupuesto del Ministerio de Salud. Al costo de los servicios hospitalarios hay que agregar otros 640 mil dólares anuales en rehabilitación.

 

El costo de la seguridad privada para prevenir la violencia asciende a unos 7.2 millones de dólares anuales. En los hogares, las familias gastan unos 29.6 millones de dólares anuales en su seguridad. En cambio, la seguridad pública (incluida la formación de nuevos agentes) representa más de 170 millones de dólares anuales; mientras que el funcionamiento del sistema judicial, incluido el sistema carcelario, cuesta 107 millones de dólares. Sin embargo, no todos estos costos son ocasionados directamente por actos violentos o asociados a ellos. Por otro lado, los costos legales ascienden a 280.9 millones de dólares anuales –equivalentes al 4.9 del producto interno bruto.

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El costo total ocasionado por la violencia asciende a un poco más de 777 millones de dólares anuales.

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En los costos indirectos encontramos que las muertes violentas representan unos 178 mil años de vida saludable perdidos y más de 483.1 millones de dólares en ingresos no percibidos anualmente. Los gastos legales del Estado asociados a la violencia ascienden a 284.3 millones de dólares anuales –equivalentes al 16.8 por ciento del presupuesto nacional de 1995 y al 67.5 por ciento de la inversión pública. A esto habría que agregar el impacto en la inversión privada sobre el cual no hay datos. Ahora bien, si se suman los costos personales directos y los preventivos se obtiene la suma de 11.9 millones de dólares anuales, los cuales recaen sobre la empresa privada y de modo particular sobre sus posibilidades para invertir. Los gastos por atención y recuperación de las víctimas de la violencia son asumidos por el presupuesto familiar, en detrimento del consumo y del ahorro.

Las pérdidas materiales ocasionadas por la delincuencia ascienden a unos 76.6 millones de dólares anuales. Por robo de vehículos y gastos asociados se pierden unos 400 mil dólares y por delitos contra el patrimonio, otros 230.2 millones de dólares anuales.

 

El gran total asciende a un poco más de 777 millones de dólares anuales, equivalentes al 13 por ciento del producto interno bruto de 1995. Esta enorme cantidad de dinero estaría mejor empleada si pudiera invertirse en actividades productivas, pero para eso habría que disminuir de manera drástica el nivel de la violencia. Desde esta perspectiva, este gasto tan elevado, generado por la violencia, es un freno para el desarrollo sostenible de El Salvador. Por otro lado, no debe olvidarse que el control mismo de la violencia es condición indispensable para atraer la inversión extranjera, en la que tantas esperanzas ponen el gobierno y la empresa privada.

 

 

2. La cultura de la violencia

 

La magnitud de la violencia en la década que termina es alarmante. Sin desconocer que El Salvador era ya un país muy violento antes del estallido de la guerra y lo fue durante ella, es evidente que después de ésta todavía lo es más. En este sentido, la violencia actual hunde sus raíces en un conflicto social que se remonta a la fundación misma de la república, que luego evolucionó hasta convertirse en un enfrentamiento armado. Lo paradójico es que al concluir éste, algunas formas de violencia no sólo no hayan desaparecido, sino que incluso hayan aumentado. No podía ser de otra manera, porque la violencia es estructural, es decir, es algo que está más allá de su manifestación bélica. Para erradicarla es necesario transformar esas estructuras violentas, que no han sido tocadas por la transición de postguerra.

 

Contrario a lo que parecía, la transición no pudo impedir que las formas más primitivas de la violencia estructural emergieran con una brutalidad desconocida. A ello contribuye la guerra pasada, al haber permitido la circulación libre de toda clase de armas de fuego, al haber debilitado una institucionalidad estatal ya de por sí bastante frágil y al haber desgarrado el tejido social. La guerra, dada su naturaleza, creó normas y valores sociales que legitimaron y privilegiaron el uso de la violencia en las relaciones sociales, exacerbando y universalizando la cultura de la violencia en la que ahora vivimos inmersos. Pero esta cultura no es una simple herencia de la guerra, sino que es actualizada por los comportamientos sociales e individuales cotidianos. Así, la violencia ha llegado a ser aceptada como forma posible e incluso requerida de comportamiento, convirtiéndose en una cultura, cuya mentalidad y valores privilegian la acción violenta.

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Uno de cada cinco adultos habría sido asaltado en un año, en la zona metropolitana de San Salvador, lo cual equivale a 152,723 personas asaltadas.

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El poder de quien posee un arma de fuego, corriente en una época de guerra, ha sido retomado por los civiles, quienes han aprendido las ventajas del uso de la fuerza para perseguir sus fines. En consecuencia, portar armas de fuego se ha vuelto algo normal, pues proporciona seguridad y, si fuera necesario, sirve para atacar o defenderse. No debiera causar extrañeza, entonces, que los jóvenes acudan a los centros educativos armados, ya que los adultos hacen lo mismo cotidianamente. Las organizaciones armadas ilegales para conseguir fines particulares o asesinar a los indeseables son una realidad que opera de manera solapada y cuya manifestación más brutal son las masacres periódicas, la mayoría de las cuales ocurre en el área rural. En este contexto y como parte de la misma cultura están aquellos que exigen la pena de muerte como medida eficaz para acabar con la violencia, es decir, buscan eliminar la muerte matando. No es extraño tampoco que estos mismos añoren soluciones autoritarias y verticalistas para una sociedad que perciben sumida en el caos.

 

Si por cultura entendemos el cultivo de la realidad, cultivamos la muerte y, por lo tanto, cosechamos más muerte. Es una cultura tan universalizada que la muerte violenta se vuelve algo normal e inevitable, con lo cual se aprende a convivir, tal como la sociedad aprendió a hacerlo con la guerra durante más de una década. Aceptar este planteamiento equivale a pactar con la muerte. De hecho, casi el 60 por ciento de los encuestados en el área metropolitana de San Salvador, como parte del estudio ACTIVA, afirma el derecho a matar para defender a la familia. Cerca del 40 por ciento mataría a quien violó a su hija y otro porcentaje igual no lo haría, pero lo aprobaría. El 21.6 por ciento aprobaría que se diera muerte a quien asusta a la comunidad y el 47.4 por ciento lo comprendería. Reacciones parecidas se encontraron en el caso de la limpieza social: el 15.4 por ciento aprobaría matar a los indeseables y otro 46.6 por ciento lo comprendería (Instituto Universitario de Opinión Pública, Boletín de Prensa, Año XII, No 5).

 

En el ámbito de las relaciones familiares, las riñas y peleas actualizan la conducta violenta y con ello contribuyen a cultivar la violencia. Según el estudio citado, más del 4 por ciento admite haber golpeado a otra persona en un año; un porcentaje mayor (el 7 por ciento) reconoce haber amenazado con lastimar y el 23.5 por ciento acepta haber insultado, al menos una vez, en un año. La mitad de los adultos admite haber sido insultado por el compañero o la compañera al menos una vez en un año, un poco más del 6 por ciento recibió una bofetada de su pareja y cerca del 3 por ciento reconoce haber sido golpeada con objetos peligrosos.

 

La mayoría de las víctimas en este ámbito son mujeres, ocho de cada cien aseguran haber sido golpeadas o abofeteadas por su compañero de vida al menos una vez, en el último año. Esto significa que 19,404 mujeres habrían sido maltratadas por su pareja en el área metropolitana de San Salvador. Pero las víctimas más comunes son los niños, la mayoría de los cuales es castigada con golpes. Un poco más del 30 por ciento castigó físicamente a los niños en el último mes, en el área metropolitana de San Salvador. Podemos asumir que en el área rural, donde el nivel educativo es bastante menor, la incidencia de esta conducta violenta cotidiana es aún mayor.

 

Una buena cantidad de agresores no responde al perfil del criminal clásico sino que, por lo general, son ciudadanos comunes y corrientes, menores de treinta años –la mitad de los que atentan contra el patrimonio son menores de edad-, sólo han estudiado hasta sexto grado y son obreros y campesinos. Sus víctimas también pertenecen al mismo grupo social. Por consiguiente, estos actos violentos no pueden atribuirse a la delincuencia común, sino a la cultura de violencia que pervade las relaciones sociales.

 

 

3. La redención de la violencia

 

La violencia es un fenómeno complejo, tanto en sus manifestaciones como en las razones que dan cuenta de él. La transición de postguerra con sus carencias y limitaciones ha contribuido a generar las circunstancias que alimentan la persistencia de la cultura de la violencia, pero a ello hay que agregar el individualismo neoliberal, las conductas sociopáticas, la débil institucionalidad estatal, la circulación no controlada de armas, el abuso del alcohol y las drogas, y la pobreza. Ninguna de estas razones da cuenta del fenómeno de la violencia por sí sola, sino que todas ellas contribuyen a conformarlo, unas más que otras, por supuesto. El fenómeno tiene entidad suficiente para considerarlo en sí mismo, tanto que la Organización Panamericana de la Salud define la violencia como una epidemia, puesto que es una de las causas principales de muerte en El Salvador.

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La guerra, dada su naturaleza, creó normas y valores sociales que legitimaron y privilegiaron el uso de la violencia en las relaciones sociales, exacerbando y universalizando la cultura de la violencia en la que ahora vivimos inmersos.

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Varias generaciones de salvadoreños crecieron y se formaron en una sociedad militarizada y en conflicto consigo misma. Aprendieron a hacer y sufrir violencia. Muchos fueron educados para la guerra y la violencia, y en esa medida, la sociedad pacífica les es ajena. No se podía esperar, pues, que esta población reconstituyera sus relaciones sociales en el nuevo contexto de la transición de un día para otro. Debía aprender formas nuevas de convivencia y trabajo para las cuales no estaba preparada y para lo cual no recibió apoyo. Desde esta perspectiva, la reinserción falló al reducirse a desarmar al ejército guerrillero y a entregar tierra a los desmovilizados de ambos ejércitos, olvidando la integración en una vida social y productiva, desconocida para la mayor parte de la población más joven.

 

La disolución intempestiva del orden militar impuesto por la guerra y la ausencia de una andadura que condujera hacia la constitución de una sociedad en paz consigo misma dejaron inermes a muchos. Entonces, bastantes optaron por organizar su vida al margen de la ley, para lo cual contaban con la violencia aprendida en la guerra. Es así como los secuestros por dinero y las masacres se ejecutan como operativos militares. En otro ámbito, las pandillas -comúnmente conocidas como "maras"- recurren a tácticas militares aprendidas durante el conflicto armado o transmitidas por antiguos combatientes.

 

La sociedad salvadoreña no estaba preparada para integrar a las generaciones que crecieron bajo la égida de la guerra. Pero no hay que cargar las tintas sobre ésta. Aunque la cultura de la violencia es una de las peores herencias del conflicto armado, ni su origen ni su consolidación se pueden atribuir a él enteramente, porque viene de muy atrás y porque la transición, más por inexperiencia que por otra cosa, descuidó la reinserción y la reconciliación. Con todo, la exacerbación de la violencia se pudo haber evitado. Los acuerdos de paz no previeron la magnitud del desafío que plantearía la ola de violencia de postguerra. Su interés primordial se concentró en la desmilitarización y en garantizar el establecimiento de los fundamentos de una sociedad democrática. No podía ser de otra manera, dadas las prioridades y las posibilidades de aquel momento. En ese entonces, no había otras experiencias de transición similares de las cuales aprender. Sólo un análisis que hubiera ido más allá de las urgencias de la guerra hubiera podido enfatizar el carácter estructural de la violencia y aun así, poco más podría haberse hecho en aquel momento.

 

La exaltación ilimitada de las libertades individuales –otra de las razones que determina el fenómeno de la violencia- al mismo tiempo que desvaloriza la convivencia social, trivializando la vida humana, valora sobremanera el recurso a la violencia para satisfacer necesidades reales o ficticias. La competitividad neoliberal que pervade las relaciones sociales lleva implícita una violencia que debe ser controlada para que no se desborde. El mejor indicador de esa trivialización de la vida humana es el elevado número de homicidios y la crueldad con la cual algunos de ellos se ejecutan. La exacerbación de las libertades individuales contribuye a la disolución de los controles familiares, comunitarios, sociales, estatales, religiosos y asociativos y con ello genera un clima favorable para el surgimiento de conductas sociopáticas.

 

Nunca se insistirá lo suficiente en la importancia de una institución estatal sólida, en particular la policía y el sistema judicial. El reemplazo de la antigua policía por la nueva generó un vacío de autoridad tanto objetivo como subjetivo, sobre todo en las zonas rurales. Para algunos, la falta de autoridad policial significó la apertura de un espacio para vivir impunemente del acto delictivo; mientras que para otros significó el desamparo. La seguridad pública en un país con demasiadas condiciones para la violencia fue instaurada de una manera muy lenta, ambigua e inexperta. Faltaron los recursos necesarios en el momento preciso, pero también la visión política y la eficiencia policial indispensables para contrarrestar las tendencias violentas desatadas.

 

La debilidad del sistema judicial también debe mucho a su pasado de venalidad y corrupción. Antes de la guerra, garantizaba la impunidad de los militares y la oligarquía; durante ésta se puso al servicio de la contrainsurgencia y la guerra de baja intensidad. Además, al igual que otras instituciones estatales, no estuvo presente en zonas enteras del país. Por lo tanto, en la actualidad, arrastra una carga tan pesada como paralizante. Uno de los elementos más eficaces contra la cultura de la violencia es la investigación y la administración de justicia. La superación de ese pasado judicial es demasiado lenta y penosa, en buena medida, porque existe resistencia al cambio; pero al mismo tiempo es urgente, puesto que los hechos violentos ya lo han desbordado.

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Aunque la cultura de la violencia es una de las peores herencias del conflicto armado, ni su origen ni su consolidación se pueden atribuir a él enteramente, porque viene de muy atrás y porque la transición, más por inexperiencia que por otra cosa, descuidó la reinserción y la reconciliación.

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Aparte de esto, la reforma del sistema judicial presenta dificultades intrínsecas. Antes, el control de la criminalidad era hasta cierto punto más eficiente, porque se reprimía sin mayor consideración y porque no se respetaba el debido proceso. En la actualidad, el respeto al debido proceso y a las leyes parecen favorecer al delincuente, quien queda en libertad con relativa facilidad. En realidad, el delincuente se libra de la cárcel por falta de pruebas y fallas procesales –para no hablar de la venalidad y la ignorancia de los jueces, que todavía siguen dándose. Con todo, a largo plazo, es mucho más importante el respeto riguroso a la legalidad establecida. Violar el debido proceso para combatir el crimen eficazmente es abrir la puerta a toda clase de abusos, arbitrariedades y violencias. En este sentido, el sistema judicial tiene que combinar la institucionalización del debido proceso con la eficiencia.

 

La falta de credibilidad en el sistema judicial y el temor a las represalias hacen que la mayor parte de las víctimas de la violencia no denuncie el hecho ante las autoridades competentes –sólo una de cada cuatro lo hace. En efecto, el sistema carece todavía de los elementos indispensables para operar, por ejemplo, un programa para proteger a los testigos, pero más allá de esto está la percepción correcta de su perversión, lo cual desanima la colaboración. No obstante los repetidos llamados a la población para pedirle que participe activamente en la investigación policial y judicial, una falta de credibilidad casi instintiva la mantiene indiferente a tales invitaciones. No sería exagerado afirmar, entonces, que en la práctica, el Estado se encuentra solo en la lucha contra el crimen, pues la población no parece estar dispuesta a colaborar mientras no compruebe la objetividad y la eficiencia de la investigación.

 

Las proliferación de las armas de guerra no sólo es una herencia indeseada del conflicto, sino que también se explica a partir del interés de los ciudadanos por armarse. El estudio ACTIVA encontró que alrededor del 15 por ciento de los ciudadanos residentes en el área metropolitana de San Salvador piensa que poseer o portar armas de fuego brinda mayor seguridad. Al 20 por ciento le gustaría poseer una de esas armas para defenderse. Es evidente que ninguno de los dos ejércitos controlaba sus propias armas, pues éstas fueron distribuidas liberalmente no sólo entre los combatientes, sino también entre la población que apoyaba a uno u otro bando. Según algunos estimados, al concluir el conflicto, unas 350 mil armas de fuego habrían quedado en manos de la población. En estas condiciones, recoger el armamento, tal como lo establecían los acuerdos de paz, era poco menos que imposible.

 

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La falta de credibilidad en el sistema judicial y el temor a las represalias hacen que la mayor parte de las víctimas de la violencia no denuncie el hecho ante las autoridades competentes.

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Nadie sabe a ciencia cierta la cantidad de armas en poder de los civiles en la actualidad, pero el estudio citado antes indica que el 7 por ciento de los encuestados del área metropolitana reconoce poseer armas de fuego, lo cual significaría que 52,770 personas estarían armadas. Según el registro de tales armas, habría una por 44 habitantes. Es normal, entonces, que casi la mitad de los homicidios sean cometidos con armas de fuego. Así como se insiste en la organización de la sociedad civil, también debiera advertirse que es una sociedad armada contra sí misma. Sus enemigos mortales se encuentran entre los mismos conciudadanos. De ahí que la sociedad salvadoreña sea víctima de una violencia difusa y desordenada, en comparación con la de la guerra, pero no por eso menos letal y destructiva. Este panorama tan inhumano se completa al agregar el alcohol y las drogas, bajo cuyos efectos se comete una cantidad relevante de homicidios (cerca del 30 por ciento).

 

El desempleo, el deterioro de las condiciones de vida, la falta de oportunidades y, en una palabra, la pobreza que tradicionalmente se vinculan a la violencia, también contribuyen a ésta, pero no son tan determinantes como se suele asegurar. La cultura salvadoreña de la violencia está constituida por una serie de factores quizás mucho más influyentes que la pobreza misma. Al asociar la pobreza con la violencia se puede llegar a pensar, erronéamente, que son concomitantes y, por lo tanto, mientras la primera no sea superada no quedaría otra alternativa que reprimir con severidad.

 

Ahora bien, es evidente que la fase actual de la civilización capitalista genera violencia. En este sentido, cabe señalar que el fenómeno no es algo exclusivo de El Salvador, ni siquiera de los países del sur, sino que es igualmente compartido por casi todas las sociedades del planeta, con la única excepción de la japonesa que ha podido disminuir el nivel de la violencia con intensos programas educativos. El incremento del nivel de violencia forma parte intrínseca de la globalización capitalista actual.

 

La tranformación de la cultura de la violencia en otra de paz implica un esfuerzo social de gran envergadura, en el cual las responsabilidades deben ser compartidas entre el gobierno y la sociedad. La cultura de paz sólo puede construirse haciendo contra la cultura de la violencia. Para ello hay razones de orden humano, ético y cristiano; pero si éstas no fuesen suficientes, el estudio que sigue demuestra que también hay razones de orden económico de mucho peso. El primer paso para caminar en la dirección correcta es reconocer la existencia de la violencia y sus alcances. Para ello es necesario un amplio esfuerzo concientizador que evidencie las conductas con las cuales todos contribuimos a cultivar la violencia. Simultáneamente, habría que atacarla desde diversos ángulos, siendo los más importantes el familiar, el educativo, el religioso, el preventivo y, sólo en último término, el coercitivo; aunque no cabe duda que, dada la virulencia del mal, puede que haga falta hacer un uso mayor de la coerción del que fuera deseable. Una cosa es clara, esta última, en sí misma, no ofrece ninguna solución. Tampoco la exaltación de una cultura de paz que no parta de la cultura de la violencia que busca reemplazar. La paz sólo se alcanza haciendo contra la violencia.

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El desempleo, el deterioro de las condiciones de vida, la falta de oportunidades y, en una palabra, la pobreza que tradicionalmente se vinculan a la violencia, también contribuyen a ésta, pero no son tan determinantes como se suele asegurar.

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Con todo, el camino más eficaz contra la violencia es el de la redención. La violencia puede ser redimida, asumiéndola desde dentro con todas sus consecuencias negativas. Esto supone, parafraseando a Ignacio Ellacuría, no sólo hacerse cargo del fenómeno, sino cargar con él para encargarse de él, arriesgando que su peso caiga sobre aquellos que se atrevan a asumir semejante tarea. Esto es lo que sucedió con el mismo Ignacio Ellacuría y sus compañeros mártires y con otros muchos, quienes también dieron generosamente su vida, intentando redimir la violencia. Las medidas externas pueden resultar sin duda muy útiles para construir una cultura de paz, pero es todavía más eficaz intentar redimir las estructuras violentas que la impiden, porque el esfuerzo y la entrega se hacen desde las estructuras mismas. En definitiva, la salvación sólo puede provenir desde las profundidades de la realidad social misma. Para transformar la cultura de la violencia hay que cultivar la vida desde el seno mismo de la muerte, bajando a los infiernos de la deshumanización.

 

San Salvador, 5 de noviembre de 1997.