ECA, enero-febrero, 1997, nº 579-580

 

Editorial

 

Reflexiones sobre la reconciliación nacional

  

La importancia de la reconciliación nacional es recordada con cierta frecuencia. Algunos opinan que es un logro conseguido; otros, más cautelosos, señalan que es una meta por alcanzar. En cualquier caso, nadie en su sano juicio niega su importancia; e incluso se podría llegar a afirmar que se añora un El Salvador reconciliado, es decir, un país donde se pueda hablar del pasado sin despertar rencores ni suspicacias, donde predominen la confianza, la tolerancia y la solidaridad y donde lo prioritario sea el bienestar de la población. Pese a ello, se hace poco por esta reconciliación.

 

El quinto aniversario de los acuerdos de paz evidenció tanto su falta como su necesidad. En este aniversario, las partes ya no pudieron coincidir en una misma conmemoración. Cada una organizó la suya propia, incluida una eucaristía de acción de gracias. Cada parte dio gracias al mismo Dios por separado por hacer posible el final de la guerra civil. Marginada del proceso de negociación y transición, la población permaneció indiferente a ambas conmemoraciones. Ni siquiera las manifestaciones artísticas, en sí mismas buenas, lograron dar vida a una fecha que parece estar muerta.

 

Todo esto indica que algo anda mal en El Salvador de postguerra. La reconciliación nacional sigue siendo una aspiración, pero también una necesidad. ¿Qué la impide entonces? O mejor aún, ¿qué habría que hacer para reconciliar el país? Las siguientes reflexiones intentan iluminar posibles respuestas a esta apremiante pregunta.

 

1. La reconciliación es necesaria porque algo importante se encuentra separado. En efecto, la sociedad salvadoreña no sólo se encuentra dividida, sino también enfrentada consigo misma.

 

La guerra enfrentó militarmente y desgarró a una sociedad salvadoreña ya dividida por diferencias económicas, políticas y sociales. La guerra terminó oficialmente hace cinco años, pero la confrontación persiste. Esta persistencia es lo que hace necesaria su superación por medio de una reconciliación, cuyo objetivo último es la conformación de una realidad social sobre la cual construir la identidad, la solidaridad y la cultura salvadoreñas. De esta pretensión se deriva el carácter nacional de la reconciliación.

 

La confrontación sacudió las raíces más profundas de la experiencia humana salvadoreña y, por lo tanto, sus fundamentos sociales y culturales. La destrucción de la infraestructura que el gobierno tanto echa en cara al FMLN en la actualidad, con todo y representar un valor monetario elevado, es sólo una de las herencias de la guerra y, probablemente, no es la peor. Las raíces de la experiencia humana salvadoreña que ya estaban bastante maltrechas antes de la guerra, fueron debilitadas todavía más en los doce años de conflicto armado. Es así como uno de los objetivos más importantes de la reconciliación es la constitución de esta experiencia, la cual debiera estar en la base de la organización social.

La identidad, la solidaridad y la cultura salvadoreñas debieran estar fundamentadas en la experiencia compartida de una guerra inhumana y cruel y en la necesidad de construir una sociedad cada vez más humana y compasiva. Nada de esto puede hacerse sin contar con el pasado, porque ni la identidad ni la cultura flotan en el aire, sino que están conformadas por realidades históricas y materiales. El pasado no puede ser ignorado, sino que debe ser recuperado, pero desde el futuro al cual aspiramos social y nacionalmente. La comprensión del sinsentido de la guerra para dirimir los conflictos sociales y del encuentro y la negociación como metodología para hallar una solución viable debieran ser elementos claves de lo que podríamos llamar una nueva experiencia de salvadoreñidad. A esto hay que agregar otro desafío, la construcción de una convivencia fraterna y solidaria, elemento indispensable en cualquier reconciliación auténtica.

 

Es necesario insistir en la reconciliación como fundamento de la identidad y de la cultura salvadoreñas ante el debilitamiento de las estructuras básicas que las definían hasta hace muy poco. Las instituciones tradicionalmente responsables de la socialización de los individuos -la familia, la escuela y la Iglesia- experimentan serias dificultades para seguir desempeñando esta función. Junto con la pérdida de la utopía, de los ideales y del sentido, se han perdido también la capacidad para transmitir valores y pautas culturales. Por consiguiente, el rescate de los valores y de las pautas culturales no es posible sin la recuperación simultánea de esa utopía, de los ideales y del sentido. Con todo, ni los valores ni los patrones culturales podrán ser los mismas de antes, pues la realidad salvadoreña actual, afectada por transformaciones internas y externas, es sustancialmente diferente. No se puede regresar al pasado, sólo avanzar hacia el futuro. En este sentido, la reconciliación, tal como aquí la entendemos, adquiere gran relevancia, pues podría ayudar a devolver aquello que se ha perdido.

 

Los cambios traídos por la universalización del mercado vuelven más ardua la reconciliación nacional, puesto que aquéllos tienden a presentarse como un alibi para no emprender la segunda y porque el país experimenta transformaciones rápidas, cuyos efectos no puede prever o controlar. Una de estas transformaciones es la fragmentación de la sociedad en grupos aglutinados alrededor de visiones y valores particulares. Es claro que ni la nación ni el Estado pueden conservarse en su forma tradicional, pero eso no significa, por el otro lado, que haya que prescindir de ellos. Una de las grandes interrogantes que enfrenta El Salvador es cómo construir una identidad nacional compatible con la apertura al mundo exterior y con el respeto a los otros. La integración exitosa en una unidad mayor sólo será posible a partir de una identidad cultural sólida y segura, para lo cual, por otra parte, la reconciliación se vuelve imprescindible. Para ello es necesario superar el miedo, la inseguridad y la no valoración de lo propio.

 

El apremio que puedan poner los cambios inducidos desde afuera y las urgencias nacionales para enfrentarlos así como aquellas otras urgencias surgidas de la realidad salvadoreña misma no deben utilizarse para soslayar la necesidad de trabajar por la reconciliación del país, porque sin ella, su integración en el complejo e intenso mundo de las relaciones internacionales muy probablemente no alcanzará el éxito deseable. Dicho con otras palabras, cualquiera que sea la perspectiva adoptada, la reconciliación se presenta como un requisito inevitable. No es únicamente una simple imposición de los acuerdos que pusieron fin al conflicto armado, sino que es sobre todo una exigencia de la viabilidad de El Salvador como país. Establecida la importancia y la necesidad de la reconciliación, analicemos ahora sus posibilidades en las reflexiones siguientes.

2. La verdad de la guerra civil compartida nacionalmente puede ser embarazosa, sobre todo para algunos sectores, pero es el único camino para llegar a la reconciliación. El olvido ha demostrado su ineficacia como instrumento reconciliador.

La conclusión de la guerra da paso a una nueva fase en la historia salvadoreña, pero eso no significa, de ninguna manera, que el pasado pueda relegarse al olvido, como si nunca hubiese existido. La tendencia predominante empujó a dar la vuelta a la página de la guerra, en un intento vano por olvidar no sólo el sufrimiento, sino también la responsabilidad en la violencia. El intento por olvidar fue sellado judicialmente con una precipitada e injusta ley de amnistía, seguida por el silencio oficial y la desinformación, todo lo cual imposibilitó la investigación de los crímenes más horrendos de este período de la historia salvadoreña. El FMLN se opuso, pero sin fuerza y sobre todo sin convencimiento. Dos de las cinco organizaciones que lo conformaban pidieron suprimir los nombres de los responsables de los crímenes en el informe de la Comisión de la verdad, cayendo así en la tentación del olvido. La división subsiguiente debilitó aún más la posición del FMLN.

 

Ninguno de los dos protagonistas principales de la guerra y de la transición ni la sociedad en su conjunto estaban preparados para confrontar la verdad que dejaron entrever los informes de la Comisión de la verdad y del Grupo conjunto. En esto hay responsabilidades individuales, pero también las hay institucionales y sociales. Pese a ello, no era inevitable, porque si los centros educativos, las universidades, las iglesias y los medios de comunicación social hubiesen entendido la transcendencia de la verdad y hubiesen ayudado a preparar a la sociedad a aceptarla y a reclamarla como una exigencia de la justicia, la transición de postguerra se hubiese visto enriquecida por la reconciliación del país.

 

Los crímenes y las aberraciones son tan horrendos que la conciencia colectiva se resistió y se sigue resistiendo en la actualidad a reconocerlos y a asumir la responsabilidad que le corresponde. En estas circunstancias, el olvido se presentó como una salida cómoda. Fue así como se engavetaron los informes con sus denuncias y señalamientos concretos, se confundieron investigaciones que no arrojaron ningún resultado positivo y con ello, las víctimas fueron oficialmente olvidadas. Se calculó que se podía continuar como si nada grave hubiese ocurrido en los años recién pasados.

 

La paz edificada sobre la falsedad y la apariencia, aunque puede permitir un respiro ante las tensiones sociales originadas en la guerra y en el tiempo inmediatamente posterior, no ofrece un fundamento sólido para construir la convivencia solidaria y pacífica que la reconciliación exige. El olvido oficial ha resultado más nefasto de lo que se pudo haber esperado, puesto que no favoreció la reconciliación que se pretendía y, en esa medida, socavó la transición de postguerra.

 

La pérdida de seres queridos durante el conflicto armado todavía es llorada con profunda tristeza, en particular la de aquellos cuya tumba aún no ha sido identificada y a quienes no se ha podido dar una sepultura humana y cristiana. Todavía se recuerda y se llora en privado y, frecuentemente, con vergüenza. Si bien se han creado espacios populares para reconocer la dignidad de las víctimas, como los aniversarios de Mons. Romero y de los mártires de la UCA, éstos no gozan de una aceptación general. Ambas conmemoraciones combinan la pérdida irreparable de la muerte con la alegría de la entrega a la causa de la justicia. Dicho en otros términos, El Salvador necesita conmemorar a todas las víctimas de la guerra civil, un conflicto fratricida, en el cual la mayoría de los caídos eran pobres. Hacerlo significaría reconocer la irracionalidad y la crueldad de la guerra civil así como también la injusticia de las decenas de miles de asesinatos cometidos a sangre fría. No parece haber otro camino para devolver a las víctimas su dignidad y la memoria a las cuales tienen derecho. El Salvador sigue estando en deuda con ellas.

 

Algunas de las peores lacras de la guerra civil no han podido ser superadas. Los escuadrones de la muerte, con una motivación muy variada (política, económica, de limpieza social y personal), siguen operando con bastante libertad. La falta de investigación policial y judicial entorpece la administración de justicia y favorece la impunidad escandalosamente. La obsolescencia de la legislación, la venalidad de los jueces y la corrupción de los funcionarios públicos imposibilita administrar justicia. La ineficiencia, pero sobre todo la corrupción del Estado, que no respeta la frontera entre los público y lo privado, en una época de transformaciones rápidas y de graves problemas sociales -como la recesión económica, la elevada tasa de desempleo, el encarecimiento del costo de la vida y su preocupante deterioro-, evidencian que las causas principales que empujaron el país a la guerra civil no sólo no han sido superadas, sino que además están impidiendo la institucionalización democrática.

 

Indudablemente, uno de los grandes logros de los acuerdos de paz fue la apertura de espacios políticos y sociales; pero la intolerancia se cierne sobre ellos amenazadoramente. Asimismo, la opinión popular cada vez encuentra más obstáculos para hacerse oír. No existe disposición para escuchar la crítica ciudadana ni para pedir cuentas a los funcionarios públicos sobre su desempeño, lo cual es perfectamente legítimo e incluso es exigido por la ley. El temor a perder el control del poder lleva al partido de gobierno a ejercerlo de manera cada vez más centralizada y autoritaria. Todo esto para decir que la democratización prometida no aparece aún con claridad y no puede ser de otra manera, porque la concentración y la centralización de la riqueza nacional trabajan en sentido contrario.

 

En estas circunstancias, es sumamente importante recordar con objetividad las causas de la guerra civil, las aberraciones cometidas en ella y su incapacidad para solucionar los graves problemas nacionales. No se trata únicamente de recordar violencias y crueldades, sino también de analizar los hechos que llevaron a ellas. Desde esta perspectiva, la objetividad, entendida como apego riguroso a los datos con que se cuenta sobre una realidad bastante documentada, es muy importante. No se trata de buscar equilibrios inexistentes en las violaciones al derecho ni de intentar equiparar la violencia de una parte con la de la otra. Eso significaría caer de nuevo en argumentos artificiosos que no contribuyen a la búsqueda de la verdad sobre la cual se debe fundar la reconciliación.

 

La realidad es muy otra y así debe ser reconocida. Tampoco se trata, en primera instancia, de echar en cara a una u otra parte los crímenes cometidos durante la guerra civil, sino de establecer y reconocer honestamente los propios. Para ello no sólo se necesita objetividad, sino también mucha humildad. Lo que se busca es compartir nacionalmente la experiencia de la verdad propia y la del país entero. Una verdad terrible y traumática, porque evidencia una capacidad casi ilimitada para la inhumanidad y la irracionalidad, pero verdad al fin y al cabo. Esa es la verdad del país.

 

La verdad de la guerra civil compartida nacionalmente debiera provocar vergüenza y arrepentimiento por los crímenes propios y ajenos. Sentirse abrumado por la culpabilidad es saludable e incluso necesario para dar el siguiente paso: cambiar de actitud frente al antiguo enemigo y frente a las injusticias de la realidad salvadoreña. La reconciliación pasa inexorablemente por este cambio individual -o si se quiere, en términos cristianos, por la conversión-, que debe traducirse en prácticas reconciliadoras y reconciliantes. Entonces, las heridas podrán comenzar a sanar y la salud general del cuerpo social mejorará notablemente.

 

3. Sin verdad y sin justicia, la vanalización de la reconciliación es inevitable.

 

La impunidad ante las violaciones de los derechos humanos dio origen a un fuerte deseo de justicia, tan firmemente arraigado como la compasión por las víctimas. Las ofensas recibidas hacen de la justicia un deber ineludible para la sociedad y el Estado salvadoreños, lo contrario significa ser cómplice de la injusticia ya infligida a las innumerables víctimas de la violencia. La verdad sin justicia lleva al cinismo y a la hipocresía, coadyuvando así a la elaboración de una nueva mentira. Por el contrario, la racionalidad de una justicia que defiende con especial interés a las víctimas repara, parcialmente, la irracionalidad de los victimarios.

 

La justicia es debida porque se causaron daños irreparables, sabiendo que se violaba la ley humana y divina, que prohíbe matar. No debe olvidarse tampoco que los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles. Por lo tanto, también por este capítulo, el Estado salvadoreño también se encuentra en deuda con la sociedad. Le debe una justicia que la ley de amnistía no puede obviar. En este sentido, la reconciliación no puede utilizarse como pretexto para no administrar una justicia que es debida tanto por la legislación nacional e internacional como por la fe cristiana. Quienes abogan por el olvido como medio para la reconciliación, en realidad, están pidiendo agregar injuria a la injusticia ya cometida a las víctimas. Por este camino no se llega ni a la justicia ni a la reconciliación, sino al encubrimiento, cuyas consecuencias resultan contrarias a aquello que formalmente se quiere conseguir.

 

La verdad y la justicia no están reñidas con el perdón, porque éste surge de aquéllas. Conocida la verdad y administrada la justicia, se puede y se debe pedir y otorgar perdón. Este no se puede dar ni recibir en abstracto, desconociendo por qué se pide ni por qué se recibe. Existe aquí una manipulación interesada de la esencia del perdón y en particular del perdón cristiano. Se apela a éste como un deber abstracto, prescindiendo de las concreciones que le otorgan contenido y sentido.

 

Indudablemente, el proceso es difícil, tanto para los individuos como para la sociedad, sobre todo cuando existe tanta resistencia a reconocer la verdad. Asimismo, el proceso presenta algunos riesgos. Puede desatar dinámicas que, en lugar de acercar a víctimas y agresores, los enfrente de nuevo, exponiendo heridas aún no restañadas suficientemente. Tampoco hay que descartar el surgimiento de reclamos violentos. No obstante éstos y otros peligros, no queda otra alternativa para reconciliar El Salvador. Hasta ahora, se pensó que lo mejor era ahorrar al país esta experiencia y los riesgos que entraña, pero las consecuencias negativas del olvido están a la vista de todos. El argumento aducido para escamotear la verdad y la justicia de que el país podría desestabilizarse peligrosamente ya no es válido. Los males que se siguen del olvido actual son mayores que aquellos que puedan derivar del recuerdo y del reconocimiento.

 

4. El esfuerzo por encontrar la verdad, administrar justicia y otorgar y recibir perdón puede constituirse en una experiencia colectiva para dar continuidad al pasado y sentar las bases de una sociedad en paz consigo misma.

 

Este triple esfuerzo puede constituirse en un punto de partida para unificar la nación alrededor de su pasado reciente, pero no para permanecer estacanda en él, sino para superarlo, asumiéndolo de una vez por todas. Una vez asumido positivamente, el pasado comienza a cobrar distancia, perdiendo su fuerte carga emotiva. Indudablemente, la reconciliación implica una buena dosis de olvido, pero al igual que el perdón, en un segundo momento, cuando los pasos previos han sido dados y se puede tomar perspectiva desde la aceptación y la reconciliación personal y social.

 

La sociedad salvadoreña debe ser sanada o si se quiere exorcizada de los "demonios" del pasado que la acosan periódicamente, distrayendo unas energías que debiera concentrar intensamente en la superación de apremiantes problemas económicos, sociales y culturales que la retienen en el subdesarrollo. Dicho con otras palabras, la sociedad salvadoreña debe liberarse de su pasado para así enfrentar los desafíos del futuro, los cuales se le presentan con una velocidad vertiginosa.

 

El reconocimiento y la asumpción de los errores, las ilegalidades y las violencias del pasado podrían convertise en un impedimento eficaz para no volver a colocar a El Salvador en una situación donde la confrontación armada se presenta como la única alternativa. Una alternativa que, al fin de cuentas, no resuelve los problemas planteados y, tal como se puede comprobar cada vez con más frecuencia, acaba en una mesa de negociación y en unos acuerdos. Si se intentara encontrar una salida viable a los problemas graves por medio del diálogo y la negociación, se evitarían el conflicto y sus consecuencias negativas, se contaría con más y mejores recursos para aplicarse a su solución y el tiempo sería utilizado de una manera mucho más constructiva.

 

Adicionalmente, este modo de proceder ayudaría a establecer los límites de lo permisible y lo debido, no sólo legalmente, sino también social y políticamente. Cuando esta frontera se traspasa impunemente, el país se desliza peligrosamente hacia el reino del más fuerte y las consecuencias son impredecibles y por lo mismo debieran ser evitadas a toda costa. Dicho positivamente, esta experiencia podría abrir posibilidades para una convivencia ordenada conforme a derecho, y lo que es más importante, para el reencuentro y la humanización de la sociedad salvadoreña.

Parte importante de este esfuerzo es la recuperación de una continuidad histórica interrumpida. El olvido oficial del pasado ha producido un corte radical en la continuidad histórica de la nación, el cual se manifiesta en una crisis de identidad y en la pérdida del sentido. Aquí no se trata únicamente de las violaciones de los derechos humanos y de los crímenes de la guerra, sino sobre todo de los ideales y de la utopía de los contendientes, los cuales parecen haberse esfumado con la ruptura. Al desconocer las razones o los porqués y los cómos de la guerra civil, también se pierde la identidad individual y grupal. Mal que bien, la guerra ofrecía una serie de referencias fundamentales que permitían definir un determinado orden y responder a las preguntas planteadas. El conflicto era el punto de referencia obligado para ubicarse en la sociedad y adoptar posición ante el acontecer nacional. Ahora bien, al desaparecer el punto de partida de la transición de postguerra, su sentido y sus objetivos, claramente establecidos en los acuerdos de paz, también se han esfumado del horizonte de la nación.

La ruptura de este esquema conceptual se evidencia en la dificultad para diseñar un plan nacional de mediano y largo plazo. Con la pérdida de los objetivos simultáneamente desapareció la promesa social y política de un futuro mejor. Los vacíos que estas pérdidas han dejado llevan a privilegiar las decisiones de corto plazo. La mundialización del mercado y la llamada modernización del Estado, aunque ofrecen un nuevo tipo de referencias y, consecuentemente, prometen un orden también nuevo, no están interesadas en la continuidad histórica, al contrario, promueven la fragmentación y el aislamiento.

 

La reconciliación se presenta, entonces, como un medio ideal no sólo para restablecer la continuidad interrumpida, sino para recuperar junto con ella el ideal y la utopía de la sociedad equitativa y justa. Esta recuperación es la que podría fraguar la identidad y la cultura nacionales, cuya ausencia tanto se echa de menos.

 

5. El fallo de los acuerdos de paz en cuando a sentar las bases de la democratización del país, obstaculiza también el trabajo por un El Salvador más equitativo y libre de opresiones y temores.

 

Los acuerdos de paz dejaron muchas cosas buenas en El Salvador, sobre todo en el ámbito político, pero no lograron romper la estructura tradicional del poder. Esta no sólo no fue tocada por las transformaciones políticas experimentadas por el país, sino que incluso salió fortalecida. La democratización que los acuerdos proponían era contraria a esa estructura que, por eso mismo, maniobró exitosamente para evitar su transformación, léase democratización. Las transformaciones fueron calculadamente introducidas, muchas de ellas más como resultado de la presión, sobre todo internacional, que nacidas de una vocación genuinamente democrática.

 

Para las fuerzas que sustentan esa estructura de poder antidemocrático, la reconciliación de El Salvador es contraproducente e indeseable. Es contraproducente porque afectaría directamente sus intereses inmediatos. En este sentido, la mundialización cae como anillo al dedo, porque encubre y distrae. Es indeseable porque sacaría a luz las vinculaciones de algunos de sus representantes más conocidos con la guerra de contrainsurgencia y, en particular, con los escuadrones de la muerte. En este sentido, es contradictorio que al frente de la modernización del Estado se encuentren individuos vinculados a las prácticas contrainsurgentes más aberrantes. Así, pues, un sector poderoso de la sociedad salvadoreña es ajeno e incluso contrario a la reconciliación.

 

Las injusticias cometidas, los traumas sociales e individuales que dejó la guerra civil y el sufrimiento que todo ello causa en miles de salvadoreños y salvadoreñas no lo considera asunto suyo. En el mejor de los casos, es un dolor lejano y extraño, que tal vez le provoca lástima. Sin duda, esto es duro, pero no por eso es menos real. El grado de deshumanización en el cual se encuentra sumido El Salvador es tal que los vínculos de la solidaridad más elemental, sobre los cuales debieran asentarse la identidad y la cultura nacionales, son muy débiles. Este sector se siente más identificado emotivamente con los símbolos abstractos que representan a El Salvador que con su población.

 

Aquí lo que se quiere sustentar es que si el gran horizonte de la democracia hacia el cual pretendían avanzar los acuerdos fue trastocado, reduciendo su alcance considerablemente, al obviar las transformaciones del poder tradicional, la reconciliación también puede ser dejada de lado con las misma facilidad. A ello contribuyen activamente quienes insisten en que ésta es esencialmente individual y privada. Pero una reconciliación auténtica es clave para poder avanzar en la construcción de una sociedad, por un lado, más equitativa y, por el otro, libre de opresiones y temores.

 

La equidad no se puede alcanzar sin redistribuir mejor la riqueza nacional, lo cual implica afectar la estructura del poder social en un punto clave. Y es que la reconciliación no es posible sin una mínima equidad económica y social, pero sobre esto volveremos más adelante. Es evidente, entonces, que las dinámicas excluyentes que predominan en la economía y la sociedad obstaculizan eficazmente los intentos de reconciliación, puesto que por su intrínseco carácter disociador separan aún más lo que de por sí ya está separado y yuxtapuesto.

 

Las opresiones y los temores que agobian a la sociedad salvadoreña no se pueden superar individualmente. Las primeras son más evidentes y están estrechamente vinculadas a las desigualdades de orden económico y social. En cambio, los temores que aflijen a muchos salvadoreños por lo general son pasados por alto, sin darles la importancia que merecen. Estos temores influencian las conductas individuales y colectivas y se manifiestan tanto en trastornos psicológicos como somáticos. La violencia que caracteriza a la sociedad actual está determinada, en buena medida, por estos trastornos que, además, quedan fuera del alcance de un tratamiento clínico individual. De ahí que la intervención de la sociedad sea determinante para reencontrar la normalidad. Instituciones como las iglesias, los centros educativos, las organizaciones no gubernamentales o incluso los mismos medios de comunicación social podrían prestar un gran servicio, ayudando a la sociedad a liberarse de los temores que la acosan.

 

6. La explotación propagandística de la violencia de la guerra con fines electorales muestra no sólo que el pasado no se ha olvidado, sino que aún vivimos inmersos en él.

 

El pasado no está olvidado tal como afirma el discurso oficial, sino que es explotado con fines políticos partidistas. En efecto, no es la primera vez que la propaganda electoral de ARENA recuerda que su principal adversario político tiene un pasado insurgente. En la asamblea legislativa, los diputados de la derecha, faltos de argumento, también acuden con frecuencia a este tópico para atacar al FMLN. En estos casos, el lenguaje y la imagen se vuelven particularmente violentos, alimentando odios y rencores, por un lado, y, por el otro, explotando lo peor del pasado en su afán por desacreditar al adversario político más importante. Solamente la reconciliación basada en la verdad evitaría esta clase de utilización de un pasado del cual la derecha, y en particular ARENA, son tanto o más responsables que el FMLN.

 

El recurso al pasado tan socorrido por ARENA acusa a su adversario político de hechos supuestamente superados en el proceso de negociación y en la transición de postguerra. De acuerdo a su lógica, es un pasado jurídicamente amnistiado y socialmente olvidado. En lo que estas acusaciones tienen de verdad, son injustas, porque niegan las transformaciones experimentadas por el FMLN al abandonar la vía armada e integrarse en el sistema político como un partido más. Acusaciones como las de ARENA sólo tendrían razón de ser si el FMLN continuara promoviendo, defendiendo o practicando la insurgencia y el terrorismo. El descubrimiento de alijos de armas no prueba que el partido más fuerte de la oposición persista en prácticas del pasado en la actualidad. Aunque a veces da la impresión de que ARENA desearía que así fuera, para poder descalificarlo y expulsarlo de la escena política.

 

Paradójicamente, las repetidas acusaciones de ARENA niegan uno de los logros más importantes de los acuerdos de paz, la desmilitarización y la democratización del país. Lo primero no sería cierto si el FMLN continuara alzado en armas y lo segundo tampoco sería verdad si persistiera en conseguir sus fines por medio de una victoria militar. La desmilitarización es un hecho indiscutible; la democratización, si bien es incompleta, ha permitido la integración de la ex guerrilla en la vida nacional a través de los partidos políticos.

 

Además de injustas, estas acusaciones no son objetivas, porque si de lo que se trata es de condenar el terrorismo, los dirigentes de ARENA aparecen implicados en la organización y el financimiento de los escuadrones de la muerte, tal como lo documentan los diversos informes sobre este tema. Desde esta perspectiva, ARENA es bastante más responsable que el FMLN y, por eso mismo, existen más razones para reprocharle y condenar sus actividades terroristas.

 

Entonces, ¿por qué traer a cuento el terrorismo del pasado? Se pueden avanzar dos razones. La primera es la necesidad electoral. ARENA busca distraer la atención de un electorado abiertamente molesto por el desempleo, el encarecimiento y el deterioro de la vida, y por la corrupción, atribuyendo lo que es responsabilidad suya a presuntos actos terroristas del FMLN, cometidos durante la guerra. Cinco años después de finalizada ésta, el FMLN seguiría siendo responsable de la postración de El Salvador. De esta manera, ARENA piensa escabullir la responsabilidad de una política y de una permisividad extrema, promovidas y toleradas por su gobierno, y al mismo tiempo colocar a la defensiva al FMLN el cual, en lugar de presentar sus propuestas, tiene que esforzarse por convencer a los electores temerosos de su vocación democrática y de su capacidad para gobernar.

 

Simultáneamente, la propaganda electoral de ARENA intenta recuperar la critica cantidad de votos que perdida en los últimos meses por las razones antes mencionadas. El mensaje para estos electores que abandonan al partido de gobierno sostiene que el FMLN implica el caos y la ingobernabilidad. La fuerza de este argumento está en recordar la violencia de la guerra. De esta manera, alimenta el miedo al pasado y advierte que, con el FMLN, su regreso es una realidad. Calcula que, ante un peligro de tales proporciones, sus electores, pese a las críticas, optarán por su antiguo partido.

 

Por todo lo anterior, la propaganda electoral de ARENA refuerza el temor existente en una población que todavía vive presa de los traumas causados por una guerra civil larga y cruel. Las imágenes y el lenguaje son amenazantes, y están orientados a amedrentar aún más al electorado. Es cierto que esta no sería la primera vez que los votantes acuden a las urnas atemorizados, tal como se puede comprobar en las encuestas de opinión pública, pero esto mismo exige reconciliar para superar de una vez por todas ese pasado y sus posibles manipulaciones. El temor es un instrumento eficaz para prevenir la organización y la participación efectiva de la sociedad. En una sociedad liberada de su pasado, esas manifestaciones no tendrían cabida.

 

La segunda razón es estructural. ARENA es un partido del pasado y, en consecuencia, vive en y del pasado. Nació a comienzos de la guerra civil con el propósito exclusivo de destruir al comunismo internacional, su enemigo acérrimo. Su carácter confrontativo y su ideología visceralmente anticomunista le permitieron desarrollarse y comenzar a ganar elecciones en momentos de gran inseguridad e incertidumbre. Sin embargo, la finalización de la guerra civil y la caída del este europeo, lo dejaron sin enemigo y sin ideología. Incapaz de reformular esta última y de encontrar una razón de ser más seria, se aferra a las ideas del pasado y se obsesiona con un comunismo inexistente.

 

El neoliberalismo podría reemplazar al anticomunismo de la contrainsurgencia, pero sus costos sociales son difíciles de manejar políticamente. Aparte de que para ARENA, la confrontación y el anticomunismo poseen una atracción irresistible. Esto se explica porque la identidad y la unidad del partido provienen de ambos y porque el ideario político de su dirigencia es tan estrecho que no podría mantenerse sin ellos.

 

Así, pues, el pasado acosa el presente porque algunas de las estructuras que lo configuraron no han sido abolidas o transformadas suficientemente y porque sectores poderosos de la sociedad viven de él y en él, no obstante sostener, por otro lado, que es necesario olvidarlo y que, de hecho, ya estaría olvidado. Recurrir al pasado para esgrimirlo como arma política o como mecanismo de exclusión social es contrario a la reconciliación, que también se suele dar como cosa hecha. En una sociedad reconciliada sería mucho más difícil semejante manipulación del pasado.

 

7. Las víctimas de la guerra y la generosidad de su entrega deben ser reconocidas públicamente. Ello ayudaría a impedir otra guerra y a evitar nuevas víctimas.

 

Ninguno de los intentos para construir un monumento que honrase a las víctimas de la guerra civil ha tenido éxito. El llamado Cristo de la paz, erigido en una de las entradas principales a la capital, se ha convertido en escenario para el acto oficial con que se conmemora la firma de los acuerdos de paz y para artistas nacionales sin mejor alternativa, y lo que es más importante, el país no se identifica con él. Los otros monumentos están a nivel de proyecto y no despiertan mayor interés.

 

Ni siquiera se ha podido mantener el 16 de enero como fecha nacional para conmemorar a las víctimas y a la paz. Tampoco se piensa en reparar los daños ocasionados -una de las recomendaciones de la Comisión de la verdad. Es cierto que semejante reparación requiriría de una cantidad ingente de dinero, pero podrían encontrarse formas de reparación más sociales que individuales. Lo grave es que no existe interés o deseo por reconocer tal daño y por repararlo, al menos civilmente. No olvidemos que la incapacidad del Estado para salvaguardar la seguridad de sus propios ciudadanos y su complicidad con los asesinos resultó en una elevada cantidad de víctimas.

 

El olvido oficial incluye a las víctimas. Miles de éstas han quedado abandonadas en la campiña salvadoreña, el paradero de miles de desaparecidos es desconocido y, lo que es más importante, su dignidad como personas y como salvadoreñas no es reconocida. El desconocimiento de la tumba o del paradero de estas decenas de miles de salvadoreños y salvadoreñas agrega al dolor de la pérdida, el de la imposibilidad de darles una sepultura cristiana -cosa muy importante en una sociedad donde el culto a los muertos tiene un peso específico enorme. Dado que es materialmente imposible identificar el paradero de todas las víctimas, es fundamental erigir un monumento realmente nacional que recoja su memoria y a su vez sirva como expiación nacional. Reunir en un sólo símbolo la memoria de todas las víctimas sería un gesto reconciliador de gran transcendencia, que no sólo recogería el pasado, sino que, además, apuntaría hacia el futuro al recordar al país la destrucción y el sufrimiento causados por una guerra fratricida.

 

Las víctimas están olvidadas no sólo por falta de interés o indiferencia, sino también por una especie de aversión hacia ellas. Recordarlas y honrarlas implica reconocer que fueron coherentes con sus ideales o su causa, en una guerra entre hermanos y hermanas. Dieron su vida o ésta les fue arrebatada por otros hermanos y otras hermanas. Para los sobrevivientes sería un recuerdo constante de un compromiso vivido hasta sus últimas consecuencias. Las víctimas permitieron que les arrebataran la vida para que quienes les sobrevivieran continuaran trabajando por la concretización del país con el cual soñaron. Asimismo, sería una señal perenne para los responsables mediatos e inmediatos de la guerra, para quienes dieron las órdenes de secuestrar, torturar y matar, para quienes financiaron las ejecuciones y para los verdugos. Finalmente, sería un recordatorio constante de que, en muchos casos, las víctimas cayeron en lugar de quienes las sobrevivieron.

 

Los cambios de la postguerra, en particular el deseo casi irresistible para ser aceptado en los círculos de poder, ha llevado a algunos a abandonar los ideales y los principios éticos por los cuales se comprometieron con los cambios radicales, hasta el extremo de adoptar la vía militar para forzarlos. Ese deseo o la aceptación misma hace que ya no se aprecie debidamente el sacrificio de las víctimas ni la justeza de su causa, ambas cosas compartidas hasta hace poco. Algunos incluso se avergüenzan de ello.

 

Obviamente, El Salvador de postguerra es muy diferente al país que entró en guerra civil en 1980, y, por lo tanto, los reajustes y reacomodos resultan inevitables. Pero los problemas nacionales no sólo siguen siendo los mismos, sino que se han agravado, por consiguiente, los ideales y la utopía que antes impulsaron a buscar solucionarlos por la vía militar ahora debieran empujar con igual o mayor fuerza a luchar por superarlos democráticamente. Ya es hora de que incluso ARENA reemplace su anticomunismo visceral por una visión de país cuyo interés primordial sea el bienestar de sus habitantes.

 

Honrar a las víctimas es sumamente importante para la reconciliación de El Salvador, porque significaría reconocer la generosidad de quienes entregaron su vida por una causa que creyeron justa y merecedora del sacrificio absoluto, porque denunciaría la deshumanización y la injusticia de la guerra civil -una guerra que debió y pudo evitarse si la sociedad hubiese sido más equitativa, tolerante y solidaria-, porque enseñaría la importancia de agotar todos los recursos disponibles para resolver los conflictos sociales antes de adoptar posiciones militares, porque comprometería a los sobrevivientes a no cejar en la construcción de una sociedad donde las necesidades básicas de las mayorías populares estuviesen satisfechas.

 

A partir de aquí, la búsqueda de soluciones concretas y su puesta en práctica debieran ser llevadas a cabo por las fuerzas sociales como un todo y debieran estar guiadas por una sola preocupación: hacer viable El Salvador. Si esto llegara a ser posible, sería uno de los logros más transcendentales de la reconciliación nacional.

 

8. La gran reconciliación que El Salvador reclama es el cierre progresivo, pero constante, de la inmensa brecha que separa a ricos y pobres.

 

Los acuerdos de paz pusieron fin a la separación que la guerra produjo en la sociedad salvadoreña, pero dejaron abierta una brecha, la cual se ha ido ampliando peligrosamente, aquella que separa a la gran mayoría de los pobres de la pequeña minoría de los ricos. Esta brecha incluso se ha ido tragando a una buena parte de la clase media que con tanto esfuerzo surgió en los sesenta, polarizando cada vez más la sociedad. No es necesario repetir las estadísticas para constatar este hecho que ahonda una división económico social, que amenaza la estabilidad del país.

 

Tampoco hay que dejarse sorprender por el discurso oficial, en cuyo acervo se encuentran con frecuencia el ofrecimiento de oportunidades para todos, el desarrollo social sostenible, el incremento del empleo, etc., pero que, en la práctica, no se concretiza. En realidad, las políticas se orientan en sentido contrario, es decir, concentran y centralizan aún más la riqueza y, por lo tanto, no sólo mantienen la brecha abierta, sino que la amplían.

 

Cerrar esta brecha implica reordenar la economía nacional de tal manera que pueda garantizar el bienestar y la plenitud humana de la mayoría de los salvadoreños y salvadoreñas, lo cual contradice el criterio actual de competir reñidamente para conseguir la máxima ganancia en el plazo más corto posible, fomentando así un individualismo tan extremo que incluso niega la colaboración entre los mismos empresarios. Este afán de riqueza rápida despierta unas ambiciones tales que la corrupción se vuelve una alternativa apreciada.

Para superar esta división es necesario cambiar de actitud, considerándose como parte integrante de un todo social y no sólo como una porción del mismo, aquella a la cual le tocó la mejor suerte o que resultó más hábil para acumular unos beneficios que debieran ser compartidos más equitativamente con la totalidad de la cual cada uno es parte. El desarrollo y el bienestar de la totalidad debieran ser la preocupación primera en oposición al enriquecimiento individual. Las mayorías no son sectores de los cuales se pueda prescindir o descartar, tal como se hace con las piezas inservibles de una máquina.

 

El ser realmente salvadoreño consiste en colocar en el horizonte de todas las decisiones y actividades el bienestar de esas mayorías desposeídas y postergadas. A la luz de este criterio debieran sopesarse las ventajas y desventajas de las políticas públicas y de las prácticas privadas. No debiera permitirse actuar en contra del bien público por la sencilla razón de que ello afecta negativamente a la mayoría de los ciudadanos con quienes compartimos el territorio, sus recursos y las oportunidades. Es, pues, indispensable, moderar drásticamente la ambición y la competencia.

 

De esta manera podríamos disponernos a encontrar lo mejor de El Salvador: su población. Se trata de un encuentro porque los antecedentes de la guerra civil y la guerra misma hicieron que el sentido más profundo y real de nación se perdiera hace mucho tiempo. En los cinco años de postguerra no ha sido posible encontrar ese sentido de pertenencia solidaria a una realidad mayor. Los símbolos patrios que despiertan emociones fuertes no son más que abstracciones, cuya importancia se deriva de la realidad a la que hacen referencia, al pueblo salvadoreño en su totalidad. Un pueblo que en la actualidad se debate en la pobreza.

 

9. El desafío para construir una nueva cultura consiste en ofrecer alternativas incluyentes, tolerantes y pacíficas.

 

La competencia tal como es practicada en la actualidad impone la urgencia como criterio central de la actividad económica, social y política. Las presiones para competir y ganar impiden reflexionar sobre un proyecto de nación. La falta de visión no permite considerar más que lo inmediato. De esta forma, la ausencia de perspectiva esclaviza de la urgencia y de lo inmediato. Se planifica no para defender un proyecto, sino para evitar la exclusión. La competencia es ardua, pero en el afán por llegar primero u obtener más se pierde de vista la finalidad última. Solamente interesa ganar o triunfar, aunque sin saber exactamente para qué, excepto para expandir un capital ya de por sí de proporciones considerables.

 

En estas circunstancias, ¿quién garantiza el bienestar general?, ¿quién puede tomar decisiones de largo plazo?, ¿quién asume una visión de nación que vaya más allá de los intereses individuales o sectoriales?, ¿quién se atreve a contener el afán por acumular en beneficio de la totalidad? Dependiendo de las respuestas que se den a estas cuestiones cruciales se podrá construir una nueva identidad nacional o lo poco que queda de la actual continuará debilitándose.

 

Sin utopía, la construcción de la identidad nacional es más compleja y difícil. Cuando no hay utopía, las metas no se discuten, los objetivos se desconocen y no se pueden pedir cuentas por los fracasos y las omisiones. Tampoco se asumen reponsabilidades personales e institucionales. Por lo tanto, para construir la identidad hay que recuperar inexorablemente la utopía de nación. Recordemos que al principio, la idea de responsabilidad estuvo estrechamente asociada a la de nación.

 

Cabe advertir, sin embargo, que este empeño tiene que luchar contra la tentación de volver a las visiones rígidas y fijas, que caracterizan la identidad del pasado. Aparentemente, esas visiones proporcionan seguridad y certezas ante un mundo en cambio y volátil, pero regresar a ellas es promover el inmovilismo social, imposibilitando la modernización auténtica de El Salvador, tal como sucede a quienes permanecen presos de los fantasmas de un pasado irreal.

 

El desafío que El Salvador tiene planteado puede definirse como la construcción de una cultura, cuyas características fundamentales sean la inclusión versus la exclusión, la tolerancia versus la intolerancia y la paz versus la violencia. Para ello es necesario comprender que compartimos una historia, una tradición y un destino comunes. La convivencia solidaria, tolerante y pacífica debe ser alternativa real versus las tendencias disolventes y destructoras de la lógica del mercado.

 

10. Desde la perspectiva cristiana, la reconciliación no es únicamente un asunto personal, sino también social. Solamente entendida en estos términos ofrece una oportunidad para convertir al pueblo salvadoreño en pueblo de Dios.

 

El perdón cristiano que reconcilia a los enemigos, exigido por el evangelio de Jesús, no puede reducirse al ámbito privado y personal, ni éste debe utilizarse como pretexto para escamotear su dimensión necesariamente social. Al contrario, la exigencia evangélica de perdonar a los enemigos y de rezar por ellos debiera llevar a fórmulas de reconciliación social. Un perdón que olvide a las víctimas no sería tal ni podría pretender ser cristiano, sino que sería más bien connivencia con los criminales. El perdón cristiano no llama al desconocimiento, sino a hacerse cargo del pecado, pues sólo desde este reconocimiento la muerte del justo se convierte en fuente de salvación para el verdugo.

 

El cristianismo no puede olvidar que las víctimas son personas, cuya dignidad fue pisoteada, cuyos ideales fueron destrozados irracional y brutalmente, cuyo futuro les fue arrebatado y cuyos derechos fundamentales no fueron defendidos ni protegidos por aquellos que estaban obligados a ello, legal y éticamente. Entonces, las víctimas son quienes tienen que otorgar el perdón a sus verdugos, pero éstos deben pedir el perdón, reconociendo primero su crimen y mostrando arrepentimiento y vegüenza por sus pecados. Este es el esquema cristiano de la reconciliación. Sin olvidar tampoco que esta tradición tiene profundamente arraigado el concepto de reparación material por el daño causado. De aquí la razón de ser de la penitencia con todas sus implicaciones materiales. Por lo tanto, los elementos básicos que constituyen la reconciliación cristiana no pueden ser obviados.

 

El perdón no puede convertirse en una coartada para evitar la justicia. El problema, incluso legal, no es perdonar, sino que los verdugos se dejen perdonar. El poder y el orgullo son obstáculos que les impiden abrirse al perdón de la víctimas y, por ende, a la salvación. De ahí la necesidad de recordar aquellos pecados que, por su naturaleza, son públicos y de llamar a la conversión también públicamente. La Iglesia es la primera que está obligada, por vocación, a cumplir con esta misión, en cuanto seguidora de Jesús. Lo normal es que este encargo le acarree persecusiones por la pertinacia de los pecadores y del pecado mismo, pero ya fue advertida de ello, para que no esperara un destino distinto al de su Señor.

 

La unidad es una aspiración bíblica muy sentida. No se trata de una unidad impuesta desde arriba, ni tampoco de una mera uniformidad, sino de una unidad buscada y construida entre todos y alrededor de la voluntad de Dios, que quiere un pueblo donde priven el derecho, la justicia y la humildad. La dimensión social y política es tan bíblica como la personal. Dios se constituye un pueblo, lo libera de la esclavitud, lo defiende de sus enemigos, lo protege de sus propios egoísmos y lo castiga severamente por sus pecados, le reclama su infidelidad y su dureza de corazón, lo perdona y lo bendice como su heredad más preciosa.

 

Jesús predica un reino en la línea profética del Antiguo Testamento. Pide la conversión del corazón para entrar en dicho reino, pero simultáneamente sostiene que no se puede amar a Dios sin amar al prójimo, sin compartir lo que se tiene con los más necesitados. Jesús anuncia la buena noticia del reinado de Dios para hacer de la humanidad un pueblo de Dios. No se puede llamar a Dios padre con verdad sin reconocer a los demás como hermanos y hermanas y sin el perdón recíproco.

 

Para ello hay que trabajar por la reconciliación y esforzarse por convivir reconciliadamente. El país que lleva el nombre de El Salvador está también llamado a convertirse en pueblo de Dios, viviendo de acuerdo a su voluntad, en la unidad derivada del derecho, la justicia y la paz.

 

San Salvador, 26 de febrero de 1997.