ECA, enero-febrero, 1997, nº 579-580

 

 

La "lógica tribal" de la clase política salvadoreña

 

El proceso electoral va a toda marcha, imponiendo su ritmo al conjunto de la vida nacional. Otros problemas y otras preocupaciones van cediendo su lugar a la propaganda, a los ofrecimientos de los partidos y a las acusaciones y contraacusaciones. Asimismo, a medida que nos acercamos al 16 de marzo la competencia entre los partidos políticos se vuelve más fuerte y agresiva. Cada uno quiere obtener la mayor cuota de poder posible en los municipios y en el parlamento, lo cual depende de la receptividad que cada proyecto partidario encuentre en el electorado y de cómo se traduzca esa receptividad en votos efectivos. Pareciera que en esta contienda electoral todo está permitido, especialmente la denigración personal y la mentira más descarada.

 

La caza de votos es, pues, el objetivo prioritario de los partidos políticos en la actual coyuntura electoral. Para obtenerlos en un número suficientemente significativo cada institución partidaria se esfuerza -o debería esforzarse- por diseñar una estrategia publicitaria atractiva para la ciudadanía, o para aquel segmento del mercado al que se quiere acceder. Pero la publicidad es sólo una faceta de la competencia electoral; otra, no menos importante, tiene que ver con la fortaleza institucional, que se convierte en una garantía para el propio partido y para los electores.

 

Por lo menos en teoría, una modalidad que los partidos deberían seguir para fortalecerse institucionalmente consiste en la búsqueda e incorporación a sus estructuras organizativas de aquellos cuadros que harán confiable ante la ciudadanía la oferta política que en cada caso se hace y que, al mismo tiempo, posibilitarán su ejecución. De aquí que los cambios y las reestructuraciones a nivel de cuadros de dirección sean una necesidad permanente de los partidos, especialmente en coyunturas electorales, que es justamente cuando tienen que designar a aquellos de sus miembros que, desde el parlamento, los municipios o el ejecutivo, implementarán el programa o las políticas emanadas del partido.

 

Esta exigencia es cumplida por los partidos políticos salvadoreños de una forma sui generis. Para comenzar, el cambio y las reestructuraciones a nivel de dirección son más bien la excepción y no la regla, pues quienes acceden a una cuota de poder partidario llegan a conformar verdaderas oligarquías que no sólo concentran las decisiones, sino que establecen nexos filiales y afectivos muy sólidos entre sí --entre padres e hijos, suegros y yernos, cuñados y concuños, tíos y sobrinos, padrinos y ahijados-- que les permiten tanto protegerse mutuamente como heredarse entre sí los cargos y los privilegios. Una de las manifestaciones más notorias de este proceder la constituye el nombramiento de los hijos de viejos o importantes dirigentes para cargos de elección popular, lo cual ya de suyo supone que cuentan con -o están en camino de hacerse de- una cuota importante de poder al interior de sus partidos. Fue célebre, en este punto, la elección del hijo de José Napoleón Duarte, Alejandro Duarte (el "hijín"), como candidato a la alcaldía de San Salvador en 1989. Ahora, siguiendo el mismo ejemplo, ARENA ha lanzado a Roberto D'Aubuisson hijo como candidato a diputado, recibiendo la herencia de poder que le dejó su padre; mientras tanto, el Partido de Conciliación Nacional eligió como candidato a diputado al hijo de su secretario general, lo cual ya le pone en la ruta de los beneficios y el poder de los que goza actualmente su progenitor.

 

Cualquiera que piense que esta "lógica tribal" del sistema político salvadoreño es nueva se equivoca totalmente, pues la misma hunde sus raíces en los albores de la vida republicana. Sin esforzar mucho la memoria, es fácil recordar cómo era regentada la política hasta poco antes de la llegada de Maximiliano Martínez al poder, en 1931: la dinastía de los Meléndez Quiñónez expresaba los intereses de la familia reinante durante la época, por encima de los intereses de las otras familias de notables que integraban la clase política.

 

Con el ascenso e instauración del militarismo, las redes familiares en la política no desaparecieron de la vida nacional, sino que sirvieron para expresar los intereses de la oposición a los gobiernos militares o bien gozaron de una cuota de poder otorgada por su complicidad con los mismos. Es decir, entre 1931 y 1979, sin ser la depositaria exclusiva del poder, la clase política siguió estando regida por la misma lógica tribal que la caracterizó a principios de siglo. Ciertamente, nuevos apellidos se añadieron a los antiguos: a los apellidos políticos de antaño como Calderón, Meléndez, Quiñónez y Araujo, se añadieron después los Rodríguez Porth, los Duarte, los Cáceres Prendes, los Ungo, los Zamora y los Oquelí Colíndres. En los últimos años, y una vez vuelto el poder nuevamente a manos de la clase política, nuevos apellidos han aparecido en el espacio político con toda la pretensión de perdurar por un buen tiempo: D'Aubuisson, Zepeda y Figueroa.

 

A estas alturas muchos de los apellidos fundacionales de la clase política ya no suenan o sólo son un recuerdo de las influencias y el poder detentados en épocas pasadas. Otros, sin embargo, se han mantenido hasta el presente, poniendo de manifiesto la fecundidad de sus progenitores y la fuerza de las ambiciones políticas heredadas. Esos apellidos de antaño conviven en la actualidad con otros que iniciaron estirpe, por la vía del matrimonio y el compadrazgo, en los años sesenta y con los que han emergido en los ochenta y los noventa.

 

Como quiera que sea, lo cierto es que la clase política salvadoreña ha estado constituida, a lo largo del siglo XX, por clanes familiares que han buscado denodamente la forma de perpetuarse en el ejercicio de la política. Ello ha dado a pie a un sistema político osificado con apariencias de estabilidad. Es decir, la perpetuación de los intereses de los clanes familiares ha bloqueado la renovación de los partidos y del sistema político, dando paso a inercias que, convertidas en tradición, se han transmitido de los cabezas de familia a los hijos mayores, a los sobrinos, nietos y a los nuevos miembros del clan que, cobrando los beneficios de matrimonios o apadrinamientos, se han incorporado al mismo. A lo largo del siglo, nuevos líderes y nuevos partidos han surgido, pero la regla de la perpetuación en el poder y el temor al recambio partidario se han impuesto, dando lugar a una práctica política caracterizada por la demagogia, el arribismo y el predominio de figuras cuyo ciclo político ya ha llegado a su fin. Viejos liderazgos, compadrazgos mal entendidos, tribalismo y obsolescencia en el modo de entender el quehacer político: todo esto está pesando en nuestro sistema político como obstáculos que se imponen a la renovación y al cambio en la conducción de los partidos. Todo ello oculta y proteje los intereses de una clase política que quiere proteger sus privilegios a cualquier precio.

 

Dicho de otro modo, la renovación de los cuadros de dirección partidaria es uno de los temores más antiguos de la clase política salvadoreña. Ese temor explica, por ejemplo, porqué en los últimos veinte años los principales dirigentes políticos no hayan dejado de ser los mismos. Cierto, en esas dos décadas muchos de ellos se han cambiado o han fundado nuevos partidos, pero en su mayoría ya eran cuadros de dirección en sus antiguos partidos y no han dejado de serlo en los nuevos.

 

Baste con citar algunos de los casos más conocidos. Ante todo, veamos algunos de los nombres que brillaron a la sombra de la socialdemocracia y la democracia cristiana tradicionales: Pablo Mauricio Alvergue fue un importante dirigente pedecista y ahora lo es del Partido de Renovación Social Cristiana; Rubén Zamora ya descollaba como una promesa cuando era parte de la juventud demócrata cristiana, antes de fundar el Movimiento Popular Social Cristiano y convertirse en su máximo dirigente, desde el cual se catapultó para ser la principal figura de la Convergencia Democrática, no sin antes haberse hecho de un prestigio innegable en el Frente Democrático Revolucionario, a la sombra del fallecido Guillermo Ungo, quien por su parte regentó los destinos del Movimiento Nacional Revolucionario desde la fundación del partido hasta su muerte, a la que siguió una aguda e insuperable crisis partidaria.

 

En la derecha sucede otro tanto. En el Partido de Conciliación Nacional, Ciro Cruz Zepeda, por ejemplo, se ha perpetuado como secretario general y ha comenzado a preparar a su hijo para la sucesión política. A la sombra de Cruz Zepeda se han quedado los viejos dirigentes pecenistas Rafael Machuca y Dagoberto Marroquín. Asimismo, varios de sus nuevos miembros, provenientes de las filas de ARENA, donde ocuparon en algún momento puestos de dirección, no desean ser cuadros de tercer o cuarto nivel, sino todo lo contrario. En ARENA, Gloria Salguero Gross no es ni de lejos una recién llegada al partido; tampoco lo son Armando Calderón Sol o Alfredo Cristiani. Por su parte, las nuevas figuras políticas del partido -los Figueroa y los Araujo- no sólo se están preparando para ocupar puestos de dirección en las filas areneras, sino para hecerlo durante un buen tiempo. Ligeramente distinto es el caso de Roberto D'Aubuisson hijo quien ha heredado, aunque no directamente de manos de su padre, su derecho a ocupar un lugar importante en el partido.

 

La izquierda ahora desarmada no se queda atrás. Los dirigentes "históricos del FMLN" en su época de ejército insurgente -buena parte de ellos fundadores de los núcleos político-militares en la década de los setenta- continúan rigiendo los destinos del partido en la postguerra: en lo que ahora es el FMLN, Schafik Handal, Leonel González y Roberto Roca tienen la última palabra. Lo mismo cabe decir de los líderes del desaparecido Ejército Revolucionario del Pueblo y la Resistencia Nacional, Joaquín Villalobos y Fermán Cienfuegos, quienes deciden los derroteros del Partido Demócrata (PD). Ambos grupos de dirigentes, aunque distanciados entre sí, se han rodeado de la cohorte de cuadros que los acompañaron en la guerra: los primeros por figuras como Dagoberto Gutiérrez y Facundo Guardado; y los segundos, como no podía ser para menos, por la "legendaria" Ana Guadalupe Martínez y el otrora temible "Comandante Jonás" (Jorge Meléndez), a quienes se suman otros no menos insignes dirigentes de la izquierda ex armada cuya mención alargaría excesivamente este comentario.

 

En los tres bloques ideológico políticos que hemos reseñado están algunos de los nombres de quienes constituyen lo más florido de la clase política salvadoreña en la actualidad. La mayor parte de ellos la han constituido en los últimos veinte años, y de no ser porque la edad y la muerte ponen límites infranqueables a sus pretensiones de eternidad, la mayor parte de ellos -o quizá todos- esperarían seguir siendo parte de la élite política por dos o tres décadas más. En todo caso, habida cuenta de las dificultades que ello presenta, muchos han decidido preparar el terreno para que los hijos y los nietos -o cuando menos los yernos o los cuñados o, en último caso, los amigos de confianza- reciban y prolonguen la herencia familiar.

 

Vaya lógica más nefasta esta que se ha impuesto en nuestro país. Su consecuencia más obvia ha sido la de conducir a la esclerotización del sistema político, con lo cual el cambio y la renovación, la emergencia de nuevas ideas y nuevos liderazgos, encuentran resistencias arraigadas en una tradición que la clase política ha heredado de sus antepasados y que ella misma contribuye a reproducir. Como una ley natural, en el país se acepta como indiscutible que el homo politicus (especialmente en aquellos especímenes que se han hecho de puestos de poder en el sistema político y en los partidos) no sólo tiene que gozar de los privilegios y el poder mientras no se los impida la muerte, sino que tienen que garantizar que los privilegios y el poder se transmitan a su descendencia o, cuando menos, a los parientes cercanos o a los amigos de la familia.

 

Un argumento que podría esgrimirse para refutar lo que hasta aquí hemos apuntado es que la "lógica tribal" no es exclusiva de la clase política salvadoreña, sino que impera en la mayor parte de países latinoamericanos e incluso en un país tan moderno y democrático como Estados Unidos. Se trata, sin duda, de un cuestionamiento que merece la atención debida, puesto que, de ser así, el problema no radicaría en el predominio de redes o clanes familiares en la política, sino en otro cosa, que ciertamente tendría que ser explorada.

 

Con todo, un contraargumento que se puede aducir es que, en lo que se refiere a las clases políticas, en varios países latinoamericanos el carácter tribal es más acentuado que en la clase política salvadoreña, pero también lo es, proporcionalmente, su resistencia al cambio y a la renovación, al igual que son más marcados y perdurables sus vicios y sus errores. Por tanto, la alusión al imperio del "tribalismo" en determinados sistemas políticos latinoamericanos no hace más que reforzar nuestra idea de lo nefasto que ello es para la modernización y el cambio político. Por eso mismo es importante el caso salvadoreño, pues estamos ante un fenómeno de profunda y extensa raigambre social y cultural.

 

Por otra parte, hay que prestar atención al argumento que apela a la existencia de cierta "lógica tribal" en sociedades como la estadounidense para cuestionar la idea de que es debido a esa lógica que en El Salvador el sistema político y los partidos no se renuevan y son resistentes al cambio en sus liderazgos y programas. Qué duda cabe que el clan de los Kennedy es un buen ejemplo de lo importante de los lazos familiares en la vida política de Estados Unidos; otro ejemplo menos llamativo es el de senadores como George McGovern (demócrata) y Jacob Javit (republicano) quienes se desempeñaron con toda naturalidad en el senado durante dos décadas. Por supuesto, a partir de los casos citados y otros que se podrían traer a cuenta, no se puede decir que el sistema político norteamericano sea un sistema político anquilosado y que su clase política sea resistente al cambio y a la renovación.

 

Ciertamente, los clanes familiares tienen, ahora como en el pasado, una enorme importancia en la vida política estadounidense, al igual que la tienen los líderes políticos octogenarios. Pero, a diferencia de los clanes latinoamericanos, aquellos sirven de poco para catapultar y hacer triunfar a los herederos políticos si éstos no demuestran tener los suficientes méritos y la suficiente vocación política. Los encargados de evaluar esos méritos y esa vocación son los medios de comunicación, en cuya mira permanentemente está el desempeño público de los miembros de la clase política, particularmente de aquellos cuyo apellido es ya una tradición. Es decir, la incompetencia y la falta de méritos no quedan ocultos (o son resguardados) por un apellido o el círculo de familiares y amigos, sino que, entre más importantes son aquél o éstos, más se espera de quien emerge en la política, y su incompetencia y falta de méritos se pueden convertir en desprestigio para él y para quienes lo promocionaron.

 

Un descediente de los Kennedy que quiera figurar en la política de su país tendrá medio camino hecho, así como un conjunto de parientes y amigos que le darán los espaldarazos correspondientes. Pero si resulta un mediocre y corto de inteligencia -y no tiene porqué no ser mediocre y corto de inteligencia- seguramente hará caer toda esa vergüenza sobre su familia y amigos, como resultado de lo cual seguramente éstos serán los primeros en presionarlo o forzarlo para que se retire y se dedique a actividades más a su alcance. En América Latina o en El Salvador varios de los políticos que han prolongado los apellidos fuertes del quehacer político no sólo han dado muestras de ser unos asnos, por su corta inteligencia y sus costumbres pseudo aristocráticas, sino que el peso familiar y los amigos se han encargado de protegerlos y de mantenerlos en el ejercicio político más allá de lo que imponen la decencia y la moral públicas.

 

Otra cosa que merece ser destacada es que en el sistema político estadounidense, junto a la predominancia de los clanes, hay espacio para la emergencia de liderazgos que, aunque sean promovidos por los grupos dominantes en el sistema político, renuevan el quehacer político. Nuevas ideas, nuevos programas y nuevas iniciativas encuentran así un escenario que se ha constituido a partir de la aceptación del cambio y la reforma. Estabilidad y reforma, conservadurismo y liberalismo: en la integración de ambas dinámicas está el secreto del quehacer político estaunidense, así como el secreto de su clase política. Tanto son sus hijos Reagan y Bush, como también lo son Carter y Clinton.

 

Como podemos ver, el argumento que apela a la existencia de cierta "lógica tribal" en Estados Unidos es fuerte, pero no del todo convincente. Primero, porque esa lógica no parece dominar al conjunto del sistema político; y segundo, porque parece regir más en determinados clanes familiares bastante cerrados sobre sí mismos. Fuera de esos clanes hay un importante ejercicio político en el que emergen y desaparecen figuras sin dejar mayores rastros familiares. Asimismo, el tribalismo, allí donde existe, no proteje contra la crítica pública ni tiende a tolerar la incapacidad de los miembros jóvenes de la tribu ni hace una resistencia brutal al cambio y la renovación, sino que muchas veces los promueve desde sus propias filas.

 

¿Qué tenemos en El Salvador y, por qué no, en América Latina? Tenemos una "lógica tribal" que oculta y protege la incompetencia y la falta de méritos de los miembros de la clase política; que presenta resistencia a la renovación y al cambio, y que no tolera la lógica de la competencia y de la meritocracia. Es decir, tenemos una clase política osificada cuyos líderes no se cansan de ser ellos mismos y de repetir lo mismo. Nadie más puede figurar y proponer, si antes no se ha sometido a los gurúes de los partidos. Quien se integra a la clase política lo hace para quedarse -él, sus familiares y sus amigos- durante un buen tiempo, valiéndose para ello de las artimañas legales o ilegales que estén a su alcance. Nuestros políticos viven de la política y no para servir como políticos; no les importa ser políticos sin vocación, méritos o capacidad, pues nadie le pide cuentas por ello y nadie espera más de ellos.

 

La coyuntura electoral es un momento propicio para reflexionar profundamente sobre nuestra clase política. Debería preocuparnos que sean las mismas figuras de siempre las que rigen los destinos de los partidos y las que aparecen aspirando a los cargos públicos más importantes. Debería de preocuparnos su capacidad intelectual, sus méritos y sus habilidades. La crítica pública no debe perder la pista de los políticos, debe fiscalizarlos con rigor y sin contemplaciones. Los políticos deben servir como políticos; deben dar muestras que son capaces de realizar ese servicio a la sociedad. El tiempo de las idolatrías en política ya pasó; ya pasó el tiempo en el que había que depositar totalmente la confianza en los políticos para que estos decidieran qué era lo mejor. Se trata de exigirles, fiscalizarlos, seguirles la pista y no tolerar su incompetencia.

 

Luis Armando González