UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Revista ECA

© 1996 UCA Editores



ECA, No. 577-578, noviembre-diciembre de 1996



El pensamiento sobre la mujer en la obra de Ignacio

Martín-Baró



 

     Ignacio Martín-Baró escribió sobre la

mujer, el machismo y la ideología familiar -temas que, como

veremos, están indisolublemente conectados- a lo largo de

veinte años. De hecho, este fue el tema que más

constantemente lo acompañó a lo largo de su

evolución intelectual, porque sobre ningún otro

publicó periódicamente con tanta recurrencia. Esto no

significa, por supuesto, que fuera el tema sobre el que más

escribió. Su producción sobre este tema se traduce en

ocho artículos y tres capítulos de libro, escritos

entre 1968 y 1988.



     En realidad, la primera impresión que uno obtiene al

enfrentarse a esta obra es que se trata de una producción

desigual y poco sistemática. Cuando uno busca un esquema

sintético que permita exponer de modo coherente el

pensamiento de Ignacio Martín- Baró acerca de la

mujer, se encuentra con serias dificultades. El motivo es obvio: no

puede hacerse una síntesis globalizadora, porque la obra de

Martín- Baró sobre la mujer es un fiel espejo de su

evolución intelectual a lo largo de veinte años; no

se puede hallar una coherencia sincrónica, porque no existe:

la coherencia es diacrónica, radica en la evolución

temporal y personal que posibilitó la evolución de su

pensamiento y su perspectiva.



     Cuando escribió su primer artículo sobre el

machismo en ECA (Martín-Baró, 1968), Ignacio

Martín-Baró tenía veinticinco años,

llevaba, entre unas cosas y otras, apenas cuatro años en El

Salvador y empezaba a interesarse por la psicología. Cuando

escribió su último artículo sobre la mujer

(Martín-Baró, 1990), tenía 46 años,

había pasado casi dos tercios de su vida en este país

y a lo largo de la última década se había

esforzado sistemáticamente por desarrollar una perspectiva

psicosocial propia y coherente, esfuerzo que había culminado

en la publicación de su manual de psicología social

en dos tomos (Martín-Baró, 1983a, 1988a). Es por esto

que el tema ofrece una posibilidad idónea para abordar no

sólo un problema social de enorme y continuada vigencia,

sino también para hacer un recorrido por la obra general de

Martín-Baró.



     De este modo, lo que aquí se presenta es una

reconstrucción. Una reconstrucción que, dado que no

conocí a Martín-Baró, los datos

biográficos que pueden encontrarse sobre él son

más bien escasos y -hasta donde sé- no se ha hecho

una sistematización cronológica de su pensamiento,

corre el riesgo de alejarse de la realidad y traicionar al autor.

Con esas precauciones, pues, hay que leer lo que sigue a

continuación.



     A lo largo de los veinte años que he mencionado, muchas

cosas cambiaron en su perspectiva, y a ellas fundamentalmente

está dedicado este artículo. Pero al menos dos

aspectos se mantuvieron constantes. El primero es su gran capacidad

para observar la realidad cotidiana. Es bastante sorprendente que

al final de su vida Ignacio Martín-Baró

todavía siguiera empleando una caracterización

descriptiva del machismo que había esbozado casi veinte

años antes, en base a la simple observación (ver

Martín- Baró, 1972). Y si la seguía utilizando

era porque conservaba su validez, y los estudios empíricos

posteriores así lo confirmaron (ver Martín-

Baró, 1987).



     El segundo aspecto es una particular sensibilidad hacia  los

determinantes políticos de la conducta humana. Aunque la

concepción del modo en que estos determinantes operan fue

cambiando a lo largo del tiempo, desde muy temprano Ignacio

Martín-Baró introdujo los intereses del poder

establecido como un elemento esencial para comprender el

fenómeno del machismo y la situación de la mujer (ver

Martín-Baró, 1972). 



     Teniendo en mente estas dos constantes, podemos hacer ahora un

recorrido por la evolución del pensamiento de Ignacio

Martín-Baró acerca de la mujer.



     En un primer momento, lo que atrajo el interés de

Ignacio Martín-Baró fue la cuestión del

machismo, como fenómeno latinoamericano en general y

salvadoreño en particular. Describe el machismo como un

complejo, un conjunto de ideas con profunda signifi- cación

afectiva, que comprende cuatro rasgos (Martín-Baró,

1968, 1972): (a) una fuerte tendencia y una gran valoración

de la actividad sexual del macho. El machista parece

empeñado en poseer mujeres para luego abandonarlas; (b) una

gran agresividad, tanto en el terreno sexual como en su conducta

general. El macho ha de ser dominador, y muy particularmente

dominador de la mujer; (c) el -valeverguismo- o indiferencia y

desprecio de todo aquello que conlleveafectividad, sensibilidad y

también compromiso en un proyecto vital más amplio;

(d) el -guadalupismo- o idealización-cuasi-religiosa de la

figura y del honor de la madre.



     En el fondo de la actitud del hombre hacia la mujer, lo  que

parece existir es una gran ambivalencia y la ambivalencia afectiva

es algo que se presta muy fácilmente a un análisis en

términos psicodinámicos. En el fondo de la

experiencia vital del machista, dirá

Martín-Baró en esta época, lo que hay es una

familia en la que el padre está ausente; sea porque

realmente abandonó a la madre o sea porque -le vale verga-

la educación de sus hijos, la figura del padre no existe en

la experiencia familiar del niño. En cambio, la madre es una

figura omnipresente y probablemente sobreprotectora, que trata de

compensar con sus hijos la ausencia del hombre. Así, en el

niño se desarrolla un sentimiento ambivalente hacia la

madre: la idolatra, porque es su única fuente de

cariño, pero la desprecia inconscientemente, porque ha sido

abandonada y es tan dependiente de él. Esta experiencia

familiar, junto con los modelos sociales que se le proponen,

configura su actitud hacia la mujer: la considera un ser humano de

segunda categoría, pero la necesita para seguir afirmando

constantemente su propia superioridad. Es una imagen de la mujer

escindida, entre madre idealizada -tan idealizada que ninguna mujer

puede cumplir realmente los requisitos del rol- y mero instrumento

de satisfacción sexual. Esta concepción imposibilita

cualquier tipo de relación entre géneros

verdaderamente humana.

 

     Este análisis psicoanalítico del -machismo

abandónico- se mantiene en el capítulo que

escribió en 1972 en Psicodiagnóstico de

América Latina, si bien esta vez inserto en el marco

más amplio de la dialéctica de la civilización

(ver Marcuse, 1969). El machismo se contempla aquí como un

modo de escapismo, favorecido por el poder establecido, que fomenta

la genitalización de la sexualidad, para desviar la

atención y la energía positiva de los verdaderos

problemas sociales, haciendo uso de la debilidad psíquica

del varón latinoamericano (ver Martín-Baró,

1972). 



     Ignacio Ellacuría prologó este primer libro de

Martín-Baró. En esta introducción, en- tre

alabanzas al valor y a la pretensión de la obra,

Ellacuría expresaba, sin embargo,claramente un deseo: que la

loable voluntad de hacer un análisis psicosocial desde una

perspectiva propiamente latinoamericana encontrase herramientas

conceptuales más eficaces que el marco individualista e

irracional que la psicología dinámica le

ofrecía; que la psicología social del joven

Martín-Baró evolucionase hacia un reconocimiento de

la autonomía propia de lo social, que no puede explicarse

sólo mediante los mismos meca- nismos que rigen la conducta

individual y que debe incluir una conceptualización adecuada

de los determinantes objetivos y no sólo subjetivos de la

dinámica social. No sé cuánta influencia pudo

tener el propio Ellacuría en el proceso, pero lo cierto es

que esa evolución intelectual de Martín-Baró

tuvo lugar en los años siguientes, y precisamente en la

dirección que Ellacuría sugería.



     En 1975, Ignacio Martín-Baró da un giro

importante al analizar de nuevo la persistente -conducta

abandónica- del varón salvadoreño, pero esta

vez desde otro punto de vista, el de los determinantes

socioestructurales de este patrón de conducta (ver

Martín-Baró, 1975). Se argumenta aquí que el

hacinamiento en la vivienda, la movilidad espacial que se exige a

los jornaleros y la frustración y el vacío de

actividad que generan los altos índices de desempleo son las

condiciones que abocan a contactos sexuales frecuentes, con parejas

diversas y fuera del marco de una relación estable. En estas

circunstancias, una familia estable y una relación sexual

monógama se hacen prácticamente imposibles. Y, sin

embargo, como este tipo de familia sigue proponiéndose como

ideal ético y como configuración -natural-, eso

conduce a juzgar a los miembros de las clases sociales más

desfavorecidas como moralmente inferiores y humanamente anormales.

Es decir, por primera vez se pregunta aquí

Martín-Baró si el ideal de familia propuesto por las

sociedades occidentales no tendrá fundamentalmente un

carácter ideológico y no contribuirá

más a la deshumanización que a la humanización

de las mayorías populares.



     Esta línea crítica sobre la ideología

familiar se desarrollará más profundamente con

posterioridad (Martín-Baró, 1986, 1988a). Pero, dado

que la Iglesia católica es una de las instituciones que

más eficazmente ha contribuido y contribuye a pro- poner

dicho ideal social como estado -natural- e ideal ético (ver

Martín-Baró, 1990, pag. 276), la verdad es que

ésta es una pregunta valiente para ser formulada por un

sacerdote, en El Salvador, en 1975.



     Después de esta primera fase, en la que la

reflexión se centra en el -machismo abandónico-,

Ignacio Martín-Baró marcha a Chicago, donde

obtendrá primero una maestría y luego un doctorado en

psicología social. En esta época se familiariza con

las corrientes críticas construccionistas de la

psicología social estadounidense, con las herramientas

conceptuales y metodológicas de la psicología social

cognitiva y con las teorías de las relaciones intergrupales,

que empiezan a tomar fuerza en Europa. Como consecuencia de todo

ello, abandona el marco de análisis de la psicología

dinámica y desplaza su centro de interés de las

motivaciones individuales a la transmisión de la

ideología. Es decir, pasa de considerar los aspectos

psicológicos de los fenómenos sociales a interesarse

por el modo en que las estructuras sociales configuran la

psicología de los individuos. Como ya se ha mencionado

antes, la atención a los determinantes y las consecuencias

políticas de la conducta humana se puede encontrar desde muy

temprano en la obra de Martín-Baró.



     La estancia en Chicago no le despertó ese

interés por el carácter político e

ideológico de la conducta social; entre otras cosas, no

podía despertárselo, porque el construccionismo nunca

ha pasado de ser una corriente marginal dentro del panorama de la

psicología social estadounidense. Lo que Chicago sí

le dio probablemente fue tiempo para estudiar y para sistematizar

su pensamiento, a la vez que instrumentos teóricos y

metodológicos más adecuados para abordar los

problemas desde esa perspectiva más propiamente social,

más crítica y, por consiguiente, más

liberadora.



     Su producción acerca de la mujer, el machismo y la

familia en los años ochenta sí guarda una mayor

coherencia interna, de modo que se puede exponer

sintéticamente. Su idea básica en esta época

es que la ideología que responde a los intereses de los

grupos dominantes configura las concepciones del sentido

común de la gente, generando así una dinámica

de autoperpetuación muy eficaz. Dos son -al menos- las

características de la ideología que dan cuenta de

tanta eficacia.



   La primera característica consiste en la eficacia de la

ideología, porque emplea el mecanismo de la -

naturalización-. La ideología tiene la virtualidad de

hacer aparecer como -natural- lo que es una construcción

histórica. Y así atrapa al sujeto en las redes de la

realidad que le propone, porque no le permite concebir otras

posibilidades distintas de las existentes. La segunda es que la

ideología es eficaz en la medida en que configura la

mentalidad no sólo de aquellos grupos a cuyos intereses

sirve, sino de la sociedad en su conjunto. De este modo garantiza

que los grupos dominados colaboren en la perpetuación de la

estructura social que los oprime y los anula como sujetos de

cambio. La opresión es en verdad un demonio muy sutil: no

sólo despoja a la gente de las condiciones materiales

necesarias para su desarrollo humano, sino que la despoja

también del último rescoldo de su dignidad, la

posibilidad de percibirse como oprimidos. Y así, los

oprimidos son instrumentalizados para el mantenimiento y la

afirmación del dominio que sufren.



     De este modo, a partir de este momento, Martín-

Baró empieza a considerar que la des- ideologización

de la experiencia cotidiana es el mejor servicio que un

psicólogosocial puede prestar a la liberación de las

mayorías populares. El psicólogo social conoce los

mecanismos que rigen el pensamiento de sentido común y dan

origen a las representaciones sociales, que "se nos presentan con

toda la resistencia de un objeto material; o con resistencia

aún mayor, dado que son invisibles, y lo invisible resulta

inevitablemente más difícil de vencer que lo visible"

(Moscovici, 1984). Por consiguiente, puede emplear este

conocimiento para ayudar a desvelar las determinaciones

ideológicas de la experiencia subjetiva y a crear una nueva

conciencia que refleje mejor la realidad de la gente y abra, por

consiguiente, posibilidades de transformación social. Esta

propuesta es -dicho sea de paso- una bonita forma de redimir a la

psicología, que en su breve historia como ciencia se ha

mostrado un instrumento tan eficaz de la ideología

dominante, al atribuir con tanta persistencia los fenómenos

sociales a determinantes intrapsíquicos e incluso

biológicos del ser humano.



     Esta perspectiva des-ideologizadora guía en los

años ochenta el modo en que Martín-Baró

analiza muy diversas realidades sociales y, en concreto, la que

aquí nos interesa: la concepción de los roles

sexuales.

     A lo largo de estos años, son varias las

investigaciones empíricas en las que Martín-

Baró muestra que, en el pensamiento del sentido común

de la gente, las diferencias entre los sexos se conciben como

diferencias debidas a rasgos biológicos y -naturales-. Es

decir, son diferencias legítimas e inmodificables (ver

Martín-Baró, 1980, 1983b, 1986, 1987). Sirvan varios

ejemplos para ilustrarlo.   

     El 70 por ciento de la gente que expresó una

opinión a favor o en contra, estuvo de acuerdo en que -el

impulso sexual es mayor en el hombre que en la mujer-. Así,

no es raro que el 55 por ciento de los encuestados consideraran que

-aunque fuera deseable, resulta humanamente imposible que el hombre

se mantenga virgen hasta el matrimonio- (Martín-Baró,

1987). Sin embargo, dado su menor impulso sexual, la vir- ginidad

de la mujer antes del matrimonio no sólo es posible, sino

exigible.



     Casi el 60 por ciento considera que -a pesar de los cambios

sociales, la mujer siempre rendirá más en las tareas

que exigen sentimientos que en las que exigen raciocinio-.

Así, no es raro que la ocupación que se

consideró más adecuada para la mujer entre

dieciséis posibles fuese la de secretaria u oficinista,

seguida por la de ama de casa y en tercer lugar la de educadora;

mientras que, para el hombre, la profesión considerada

más adecuada fue la de ingeniero o arquitecto, seguido de

médico y luego de administrador (Martín-Baró,

1987).



     Un 64 por ciento de los sujetos que expresó una

opinión a favor o en contra estuvo de acuerdo en que -a los

hombres les resulta más fácil controlar sus emociones

que a las mujeres- y casi un 70 por ciento admitió que -al

hombre le cuesta más obedecer que a la mujer-

(Martín-Baró, 1987). Por eso es lógico que

más de la mitad de los encuestados pensara que -aunque

conviene consultar y dialogar, en última instancia es el

hombre quien debe tomar las decisiones finales en la familia-

(Martín-Baró, 1986).



     Como vamos viendo, el pensamiento del sentido común de

la gente da un paso más allá, en una lógica

implacable. Como hay diferencias -naturales- e inmodificables entre

los sexos, hay también una distribución de roles que

en todo tiempo y lugar es la más -natural- y sensata, la

más funcional. Dado que -la mujer entiende mejor que el

hombre los problemas personales- (52 por ciento de acuerdo), que -

por naturaleza, los hombres son menos sensibles que las mujeres-

(54 por ciento) y que -la mujer tiene más capacidad de

sacrificio que el hombre- (67 por ciento), no es extraño que

-aunque sea deseable que la mujer logre una mayor

participación social, su principal tarea deba seguir siendo

el hogar y la familia- (62 por ciento de acuerdo)

(Martín-Baró, 1986, 1987).



     La gente parecería mantener, pues, a nivel de sentido

común, una concepción funcionalista de la familia y

de la sociedad. La sensibilidad emocional y la debilidad de las

mujeres las hacen idóneas para el rol de mantenimiento

interno del sistema familiar, mientras que la fuerza, el control y

la racionalidad del varón lo hacen ideal para proporcionar

sustento y mantener a la familia conectada con el mundo exterior.

No es que no fuera posible otra distribución de roles:

sólo un 29 por ciento de los encuestados opinó que la

mujer no podría realizar una labor profesional

(Martín-Baró, 1986); otra distribución

sería posible, pero sería menos adecuada dados los

atributos de ambos sexos: un 50 por ciento estuvo de acuerdo, en el

mismo cuestionario, con que -una buena madre sólo debe

aspirar a ser una buena esposa y entregarse a su hogar-

(Martín-Baró, 1986). No importa, pues, que otra

distribución de roles fuera posible. No importa siquiera que

otra distribución de roles sea de hecho real, como sucede en

las clases más desfavorecidas, donde el desempleo masculino

convierte a la mujer en proveedora material

(Martín-Baró, 1988a). El hecho es que esta

concepción sobre los roles -adecuados- se mantiene.



     Pero un paso más es aún necesario para

garantizar el triunfo de la ideología y su eficacia en la

perpetuación del orden social: estos roles sexuales,

además de contemplarse como la opción más

lógica, son socializados de modo que las personas los

perciben como el horizonte vital más deseable. Un 85 por

ciento estuvo de acuerdo en que -no hay nada más grande para

una mujer que el ser esposa y madre-, y un 70 por ciento

creía que -la vida de una mujer que no tenga hijos queda muy

incompleta-. En el caso de las amas de casa, estos porcentajes se

aproximan al 100 y 80 por ciento respectivamente

(Martín-Baró, 1987).



  Si atendiéramos, pues, sólo a la dinámica

interna de la ideología, todo estaría bien en el

mejor de los mundos posibles. El problema surge cuando caemos en la

cuenta de sus consecuencias objetivas. Y éstas son al menos

tres. En primer lugar, estos estereotipos naturalizados operan como

justificación social de una distribución

asimétrica del poder y permiten seguir manteniéndola.

En gran medida, gracias a ellos, el varón ni siquiera

necesita hacer uso de una coerción explícita para

seguir manteniendo las riendas del poder económico y, por

consiguiente, la cumbre de la jerarquía social. Mientras que

el trabajo de la mujer, por ser menos adecuada para ello, se valora

menos, se paga peor y se concentra en los estratos de menor

categoría (Martín-Baró, 1990).



     En segundo lugar, los estereotipos producen una

profecía autocumplida, en la medida en que los sujetos los

internalizan y se comportan de acuerdo con ellos. De tanto creer

que -los hermanos varones deben velar por la conducta de sus

hermanas frente a otros hombres- (75 por ciento de acuerdo)

(Martín-Baró, 1986), que la mujer se encuentra

desprotegida y débil sin un hombre, las mujeres orientan su

conducta a la búsqueda de ese hombre que las controle y las

proteja, siendo así -por ejemplo- mucho más

responsivas a los avances sexuales del varón

(Martín-Baró, 1975). Finalmente, estos estereotipos

conllevan una connotación valorativa clarísima: la

mujer posee, en menor grado, aquellos rasgos que en nuestras

culturas occidentales caracterizan la esencia de lo humano. Es

decir, es menos racional y tiene menor capacidad de control del

entorno (Martín-Baró, 1980). Por consiguiente, es un

ser humano inferior.

     Esta ideología se perpetúa también por

medio de los mitos culturales, que se proponen

simultáneamente como imagen real y como criterio de

evaluación en una sociedad dada. Los medios de

comunicación de masas tienen un papel relevante en la

creación, difusión y afirmación de estos mitos

sociales, porque tienen un gran poder de definición de la

realidad (Martín-Baró, 1988b).

Martín-Baró (1983a) analiza tres de estos mitos sobre

la mujer, que amparan prácticas convenientes a los intereses

de los grupos dominantes. Además, en las sociedades

latinoamericanas, estos mitos están muy impregnados de

elementos y legitimaciones religiosas, dado que la Iglesia y la

tradición católicas han contribuido de modo esencial

a la construcción de esta ideología

(Martín-Baró, 1972, 1986, 1990).



     El primer mito es de la esposa amante, que idealiza y

naturaliza la sumisión de la mujer al proyecto vital del

hombre; ella es la costilla de Adán, la -señora de-.

El hombre concibe a su mujer y la mujer se concibe a sí

misma como una de las propiedades del varón, que alcanza

sentido y significación en función de él. El

segundo mito es el del -eterno femenino-, que idealiza y naturaliza

el carácter inferior y -animal- de la mujer. La mujer es ese

misterio insondable, más natural que histórica,

más instintiva que humana, definida por su corporalidad y

por su irracionalidad caprichosa y voluble. Finalmente, el mito de

la madre es probablemente el más cruel, el más sutil

y el más hiriente de criticar, porque es el más

central. El mito de la madre idealiza y naturaliza el rol de la

mujer como agente fundamental de transmisión de la misma

ideología que la oprime y la deshumaniza. Decir que no hay

destino más grande para la mujer que el de ser madre, desde

la perspectiva que hemos asumido, significa también que no

hay destino más grande para la mujer que dedicar su vida a

perpetuar las estructuras que la mantienen en un estado de

sumisión al varón. El mito de la madre tampoco

está exento de connotaciones mariológicas y

religiosas, de ahí que Martín-Baró llamase -

guadalupismo- al conjunto de creencias que contribuyen a sustentar

este mito.



     El último artículo de Ignacio

Martín-Baró acerca de la mujer se publicó en

1990 en la Revista de psicología de El Salvador, con el

título -La familia, puerto y cárcel para la mujer

salvadoreña-. En realidad, se trata de la

transcripción de una conferencia pronunciada en un

seminario-taller sobre las mujeres en El Salvador, en 1988. La

tesis de este artículo es que la familia es un espacio

ambivalente para la mujer. Es el puerto más seguro que

socialmente se le ofrece, es el ámbito que se le asigna para

su realización, el lugar donde recibe más

atención y respeto y una de las pocas áreas en que se

escucha su parecer. Su rol de madre, más que el de esposa,

es experimentado por muchas mujeres como garantía del valor

de su existencia. Pero las repercusiones objetivas de esa

experiencia cotidiana -que hemos venido analizando-, sumadas al

hecho de que la familia a la que la mujer es llamada dista mucho de

ser la familia del ideal social, convierten la familia

simultáneamente en una cárcel para la mujer

(Martín-Baró, 1990). 



     Este artículo, a diferencia de otros anteriores que son

más académicos, tiene una intención

pudiéramos decir -educativa-, puesto que es una charla

dirigida a un grupo de mujeres. Y es un bonito artículo,

porque es sensible. En él, Martín-Baró muestra

una notable capacidad para asumir el punto de vista de la mujer y

simultáneamente analizar las consecuencias nocivas que ese

mismo punto de vista le acarrea. No es común que los

analistas de la ideologización del pensamiento otorguen un

reconocimiento respetuoso a la experiencia subjetiva de los sujetos

estudiados. Ni es común que los fenomenólogos de la

experiencia cotidiana sean capaces de trascenderla para desvelar

las determinaciones ideológicas y los efectos perversos de

dicha experiencia. No es común, si se me permite la

expresión, esta simbiosis de -empatía crítica-

. Pero es imprescindible para que el análisis

desideologizador adquiera virtualidades educativas. Sin la

crítica, probablemente la empatía es inoperante e

incluso reproductora de la ideología. Pero sin la

empatía, la crítica es un mero ejercicio de

análisis externo, que tiene pocas posibilidades para ser

recogido y asumido por quienes son a la vez víctimas y

transmisores de la ideología; que nunca retorna a quienes

son los verdaderos sujetos de esta historia, porque no pueden

reconocer en dicha crítica la verdad de su experiencia.



     Difícilmente se puede dudar de que Ignacio

Martín-Baró era un crítico brillante. Pero me

alegró -y, por qué no decirlo, me conmovió-

constatar que también poseía la sensibilidad que

posibilita que el trabajo académico sea socialmente

transformador. Porque adquirir esa sensibilidad a la vez solidaria

y crítica probablemente requiere no sólo veinte

años de trabajo, sino también una vocación y

una pasión existenciales.



                              María Angeles Molpeceres.

  

  

Notas

H. Marcuse, Eros and civilization. Londres, 1969. 

I. Martín-Baró, -El complejo de macho, o el machismo-

, ECA, 1968, 235, pp. 38-42.

I. Martín-Baró, Psicodiagnóstico de

América Latina, San Salvador, 1972.

I. Martín-Baró, -Cinco tesis sobre la paternidad

aplicadas a El Salvador-, ECA, 1975, 319-

320, pp. 265-282.

I. Martín-Baró, -La imagen de la mujer en El

Salvador-, ECA, 1980, 380, pp. 557-568.

I. Martín-Baró, Acción e ideología, San

Salvador, 1983a.

I. Martín-Baró, -Los rasgos femeninos según la

cultura dominante en El Salvador-,

Boletín de psicología, 1983, 8, pp. 3-7.

I. Martín-Baró, -La ideología familiar en El

Salvador-, ECA, 1986, 450, pp. 291-304.

I. Martín-Baró, -¿Es machista el

salvadoreño?-, Boletín de

psicología, 1987, 24, pp. 101-122.

I. Martín-Baró, Sistema, grupo y poder. San Salvador,

1988a.

I. Martín-Baró, -La mujer salvadoreña y los

medios de comunicación masiva-,

Revista de psicología de El Salvador, 1988b, 29, pp.

253-266. 

I. Martín-Baró,  -La familia, puerto y cárcel

para la mujer salvadoreña-,

Revista de psicología de El Salvador, 1990, 37, pp. 265-277.

S. Moscovici, -The phenomenon of social representations-, 1984, en

R. Farr y S. S. S. Moscovici, (eds.):

Social representations, Cambridge, eds.