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ECA, No. 577-578, noviembre-diciembre de 1996 Verdad, justicia, perdón José María Tojeira ---------------------------------------------------------------- Resumen Los años han pasado, pero el asesinato de los sacerdotes jesuitas sigue siendo un doloroso recuerdo, sobre todo si se considera que la equivocada axiología de los que avalaron, ordenaron y cometieron el crimen continúa orientando el rumbo del país. Tojeira propone a la verdad, a la justicia y al perdón como los valores fundamentales sobre los que construir una nueva sociedad, más cristiana y más solidaria. ------------------------------------------------------------------- Reflexionando un poco sobre las leyes de punto final luego de un conflicto, sea este una guerra civil, una guerra sucia o una situación en la que se entremezclan el terrorismo estatal con el terrorismo de grupos rebeldes o insurgentes, quiero centrar mi exposición sobre la experiencia salvadoreña en tres palabras: verdad, justicia y perdón. Estas tres palabras, acuñadas como camino de acción por Francisco Estrada, rector de la UCA desde 1989, tras el asesinato de los jesuitas, corresponden simultáneamente a una experiencia y a un programa. A una experiencia, porque las tres nacieron simultáneamente en los jesuitas que quedábamos vivos tras el asesinato de nuestros compañeros en El Salvador. Las primeras reacciones gubernamentales trataron sistemáticamente de encubrir el asesinato, y por ello la búsqueda de la verdad se convirtió en tarea urgente y prioritaria. Todos éramos conscientes, además, que nuestros compañeros habían muerto como hombres libres, amantes y testigos de la verdad. Proseguir en ese camino, cosechando más verdad, era también un acto de coherencia con el aprecio que les teníamos. La tradición de impunidad frente a las violaciones de los derechos humanos y los crímenes políticos en El Salvador, que todos habíamos sufrido de una u otra forma, desarrolló en nosotros un deseo de justicia tan poderosamente arraigado como la compasión por las víctimas. La ofensa recibida nos colocaba en una situación en que la exigencia de justicia se convertía en un deber ineludible. Lo contrario sería olvidarnos irresponsablemente de la dignidad de las víctimas. Las primeras reacciones gubernamentales trataron sistemáticamente de encubrir el asesinato, y por ello la búsqueda de la verdad se convirtió en tarea urgente y prioritaria. Por otra parte, la dureza de la guerra y la proximidad de su fin, así como el endurecimiento humano acumulado en el país a lo largo de tantos años de lucha armada, había sembrado en nosotros la convicción de que, sin una fórmula de perdón legal que tradujera socialmente la capacidad humana de perdonar, no podría conseguirse la reconciliación de aquella sociedad tan golpeada. El perdón cristiano y la exigencia evangélica de rezar por los enemigos nos presentaban, ante los cadáveres de nuestros compañeros, el reto de ampliar el perdón personal a fórmulas de perdón social. Estas palabras, que renacían entonces desde una experiencia dura, contrastada en la oración y en el Evangelio, habían sido ya antes, entre los mismos asesinados, programa de acción. La fidelidad a la memoria de los mártires y la misma formulación de estas tres palabras como tarea, las fue convirtiendo en programa pensado y reelaborado en el contraste con la práctica y en la lucha diaria. El día a día nos dejaba ver que eran útiles como programa, tanto ante el proceso que siguió al asesinato de los jesuitas como ante la reconciliación como tarea, tanto más urgente cuanto más avanzaban las negociaciones que darían fin a la guerra civil salvadoreña. La verdad era necesaria, no sólo en el caso de los jesuitas, sino respecto de los 75 mil muertos que costó el conflicto salvadoreño. La justicia era indispensable para que el futuro de la sociedad no se construyera sobre el olvido y, al final, el desprecio de tanta víctima masacrada únicamente por desear una pequeña parcela de dignidad, justicia y libertad. Y la reconciliación se convertía en exigencia frente a la polarización y el entigrecimiento -como diría Antonio Machado- de los espíritus, que llevaba a clasificar en amigos o enemigos a los que no eran más que conciudadanos y hermanos. En esta exposición quisiera hacer un recorrido por estas tres palabras que, como he dicho, sintetizan el trabajo realizado en tres campos. En la investigación del asesinato de los jesuitas, en el trabajo y la presión en favor de la finalización de la guerra civil salvadoreña, y en la proposición de pasos eficaces para la reconciliación social. La misma experiencia salvadoreña nos ha mostrado que, si en verdad se quiere conquistar la reconciliación en una sociedad dividida por la guerra, estas tres palabras, por lo menos, tienen que regir cualquier intento de legislación que pretenda poner punto final a los odios generados por el conflicto. 1. La verdad La verdad era tarea urgente en El Salvador, en una sociedad donde las cosas eran vistas como blancas o negras. De hecho, a ella habían dirigido sus esfuerzos los jesuitas de la Universidad, ejecutados por ser testigos de la verdad. Ignacio Ellacuría gustaba repetir que la primera y prioritaria materia de estudio universitaria debe ser siempre la realidad nacional. Estaba convencido de que la racionalidad humana y la racionalidad de la realidad, coincidían en la verdad. Y esa verdad tenía fuerza suficiente, en sí misma, para ir derrumbando falsedades ideológicas, políticas y sociales. Y El Salvador necesitaba verdad. La Fuerza Armada y el Gobierno de El Salvador construían una falsa verdad continuamente al hablar de la realidad. Las violaciones de los derechos humanos eran para ellos resultado de una embestida terrorista dirigida por el comunismo internacional. El Salvador era un país democrático. La corrupción era un problema mínimo o inexistente. La pobreza no constituía un problema grave. Había una campaña internacional de prensa, dirigida por la izquierda extranjera y nacional, enfocada a aislar y desprestigiar al gobierno de El Salvador. El Ejército defendía la libertad y el gobierno era la quintaescencia de la democracia. Si detrás de esta palabrería no hubiese existido tanta muerte y corrupción, la cuestión se habría reducido a la tragicomedia altisonante. Pero el abismo entre el discurso oficial y la verdad era demasiado grave y estaba construido sobre el sufrimiento humano. El FMLN tampoco decía toda la verdad. Aunque con reivindicaciones justas, pretendía la conquista del poder a través de un triunfo revolucionario, sin reconocer que ni estaban como grupo preparados para dirigir el país, ni tenían un proyecto de gobierno viable en la región, ni hubieran sido, previsiblemente, capaces de mantener lo que hubieran conquistado. Sus métodos para la conquista del poder eran con frecuencia inhumanos y/o injustos. El sometimiento a la organización exigido a la militancia era excesivamente dogmático e implicaba, con frecuencia, mecanismos de control reñidos con la ética. La verdad era necesaria, no sólo en el caso de los jesuitas, sino respecto de los 75 mil muertos que costó el conflicto salvadoreño. Para establecer la verdad, en medio de la polarización de la guerra, había que comenzar por hacer verdad sobre el contexto en el que nos movíamos. De hecho, por ese camino se vio forzada a comenzar, poco después, la Comisión de la Verdad, fruto de los acuerdos de paz y auspiciada por Naciones Unidas, cuando comenzó su mandato. 1.1. El contexto La verdad de la situación salvadoreña tenía hondas raíces en el pasado. La comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas (CEPAL) estimaba todavía en 1992 que un 60 por ciento de la población vivía en extrema pobreza. Y esto no se debía a la guerra sino que era parte de una larga historia en El Salvador. El año de 1932 estuvo marcado por la matanza de 30 mil campesinos, tras un alzamiento mal armado que reclamaba acceso a la tierra. Entre los años cincuenta y setenta, El Salvador había experimentado un crecimiento económico constante, pero el sistema de apropiación privada de la riqueza había ocasionado que la pobreza creciese simultáneamente, haciendo cada vez más claras y escandalosas las diferencias. Desde los años sesenta operaba en El Salvador ORDEN (Organización Democrática Nacionalista), institución paramilitar de defensa civil que muy pronto comenzó a actuar, especialmente entre el campesinado, con las técnicas de los escuadrones de la muerte, reprimiendo todo descontento frente a gobiernos elitistas y militarizados. Los años setenta fueron testigos de dos elecciones fraudulentas del Partido de Conciliación Nacional. Una amplia alianza, que incluía desde la Democracia Cristiana al Partido Comunista Salvadoreño, fue despojada del triunfo merced a un fraude burdamente orquestado. A partir de la última de estas elecciones, en 1976, el movimiento de masas entró en un rápido proceso de radicalización, exigiendo sus derechos en todos los campos. La guerrilla comenzó a operar y establecer vínculos con organizaciones populares. Las fuertes relaciones con organizaciones de todo tipo, desesperadas por la violencia represiva del gobierno, contribuyó a que el FMLN fuese creciendo y a que, con la incorporación de grupos origen social heterogéneo, comenzara a cuestionar los dogmatismos internos que caracterizaron especialmente su génesis. En este contexto, la agitación popular crecía diariamente. La respuesta del gobierno no se hizo esperar. Las manifestaciones populares fueron dispersadas a tiros, los asesinatos políticos se multiplicaron, los escuadrones de la muerte y la policía fijaron a los sacerdotes vinculados con el trabajo de concientización como "objetivos susceptibles"... Y, en los ochenta, la situación se agravó con el estallido de la guerra civil, específicamente en 1981. Según Socorro Jurídico, organización salvadoreña de supervisión de los derechos humanos, 11 mil 903 civiles fueron asesinados, sólo en 1980. Al año siguiente, la cifra de ciudadanos asesinados subió a 16 mil 266, y en 1982 descendió a 5 mil 962. Empero, ese descenso no dice nada. En 1980 y 1981 se realizaron masacres masivas en el área rural, como parte de la lógica contrainsurgente de "tierra arrasada". Con la imposición norteamericana del modelo de guerra de baja intensidad, el número de las víctimas entre la población civil descendió paulatinamente, pero la población siguió alimentando su miedo a la libre participación en la problemática social. Esa "baja intensidad" mantuvo, en el crimen y en la represión, las raíces del miedo, mas, sin quererlo, también abrió la posibilidad a voces como las de nuestros hermanos asesinados, que propusieron con claridad el camino de la negociación como única salida al conflicto. La Comisión de la Verdad, que durante 1992 y 1993 abrió una investigación sobre los hechos de violencia que golpearon a la sociedad salvadoreña durante los diez años de guerra civil, recibió, en sólo tres meses, más de 22 mil denuncias. Una muestra significativa. Un poco más del 60 por ciento de las denuncias correspondió a ejecuciones extrajudiciales. Algo más del 25 por ciento se refirió a desapariciones forzadas, y más del 20 por ciento a la tortura. Los denunciantes atribuyeron casi el 85 por ciento de los casos a agentes del Estado, mientras que el 5 por ciento responsabilizó al FMLN. Cerca de la mitad de estas denuncias contra el FMLN -unos 800 casos- se refirieron a ejecuciones extrajudiciales. La presencia de Estados Unidos, limitada por su propio Congreso, incidía directamente en el diseño de estrategias de guerra y especialmente en el encubrimiento de crímenes de origen estatal, así como en lo que la Fuerza Armada Salvadoreña llamaba entonces "operaciones psicológicas". La ayuda para la guerra superó los 5 mil millones de dólares, y dentro de las estrategias de guerra de baja intensidad, contribuyó simultáneamente a frenar los excesos de la brutalidad y a prolongar el conflicto. La dependencia de los Estados Unidos llegó a ser tan grande que el propio presidente salvadoreño, Napoleón Duarte, dijo en una ocasión ante los medios de comunicación que el que financiaba la guerra tenía derecho incluso a decidir qué tipo de calzado debía ponerse el soldado salvadoreño. El FMLN tampoco decía toda la verdad. Aunque con reivindicaciones justas, pretendía la conquista del poder a través de un triunfo revolucionario, sin reconocer que no tenían un proyecto de gobierno viable. La libertad de expresión había desaparecido y sólo a partir de 1985 comenzarán a asomarse a la realidad nacional algunos medios de información de masas que, en ocasiones, se permiten disentir de las opiniones gubernamentales. Esa libertad, y la conciencia del conglomerado sobre la necesidad de una paz negociada, crecieron proporcional y paralelamente. De hecho, la UCA, a través de sus revistas y de las declaraciones, dentro y fuera del país, de algunos de sus miembros, especialmente Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró y Segundo Montes, habían previa y arriesgadamente, iniciado la apertura. En los tempranos ochenta, el embajador norteamericano Pickering calificaba a la universitaria revista ECA, en sus informes clasificados a Washington, como la única revista izquierdista tolerada en El Salvador. En este contexto trabajaban los jesuitas asesinados, y en él fueron protagonistas, no exclusivos, por supuesto, de la tarea de hacer verdad en El Salvador. Y en ese trabajo, y por esa razón, fueron asesinados. Antes que ellos muchos otros, entre los que quiero mencionar a Monseñor Romero, habían dado su vida por la misma causa. 1.2. Las raíces La búsqueda de la verdad lleva siempre a las raíces de la realidad y, en este caso, a las raíces de una situación violenta. Monseñor Romero había escrito ya en su cuarta carta pastoral que las causas de la violencia en El Salvador estaban en las idolatrías de la riqueza, de la seguridad nacional y de la organización, con una distinción en lo que respecta a esta última: así como la riqueza y la seguridad nacional tienen una dinámica propia que lleva a utilizar como cosas a las personas, la organización popular es un bien necesario para los pobres, aunque pueda desvirtuarse en la medida en que se la coloque sobre la dignidad de la persona. Los jesuitas asesinados no sólo miraron hacia las raíces del conflicto, sino que, a partir de ellas, analizaron científicamente patrones de comportamiento. El problema de los refugiados fue sistemáticamente estudiado, así como los daños psicológicos causados por la guerra. Las opciones políticas, las posibilidades de salida de la guerra, las violaciones de los derechos humanos, el comportamiento bélico criminal y sus patrones de actuación -que incluían secuestros, desapariciones, asesinatos y destrucción de infraestructura civil- pasaron también por la lupa de la reflexión y el debate. Y fue precisamente esta búsqueda incesante de verdad la que condujo más directamente a la paz. El análisis de la situación, la búsqueda de racionalidad dentro de una situación irracional, que incluía la crítica de la barbarie y la propuesta de salidas humanas y civilizadas al conflicto, fue al fin lo que hizo avanzar la construcción de la paz. Porque la verdad al final tiene tanta fuerza que incluso quienes quieren ocultarla y son sus enemigos, no pueden sino plegarse, al menos parcialmente, a ella. 1.3. Conclusiones Pero la verdad no sólo es indispensable para sentar las bases de la paz en una guerra civil. Es necesario que la nueva paz se construya con solidez, porque una paz construida sobre la falsedad, sobre la criminalización de la víctima, sobre el olvido irresponsable del dolor injusto, sobre la absolutización de las posiciones políticas o ideológicas triunfantes, aunque pueda suponer un respiro frente a la extrema inhumanidad de la guerra, no garantiza la perduración de la convivencia pacífica ni, mucho menos, la construcción de una sociedad pluralista y democrática. En ese sentido, leyes de perdón, de reconciliación, de amnistía o indulto que no hayan sido precedidas de una elaboración de la verdad, sobre todo la verdad de un pasado en que el crimen tuvo carta de ciudadanía, son profundamente débiles. Y, por supuesto, esas leyes no garantizan la paz, entendida como algo menos simple que la mera ausencia de guerra. Con diversos matices, los casos de paz endeble se repiten en el panorama mundial. En estas paces débiles es sintomático, casi siempre, encontrar encubrimiento o ausencia de verdad. En Chile, por ejemplo, el Ejército aún es una institución fundamentalmente antidemocrática y, en ese sentido, una permanente y desazonante amenaza en el horizonte político. La capacidad de amenaza del Ejército en aquel país, indica que la sociedad civil no ha logrado todavía sentar con claridad la verdad sobre el pasado, a pesar de algunos casos que han llevado ante los tribunales a militares que parecían estar por encima de las instituciones democráticas. En Argentina, la verdad, que dio importantes pasos con el fiscal Strassera, sigue avanzando con dificultad. El oportunismo e histrionismo de opereta de algunos políticos coadyuvan en ese sentido. Las leyes de punto final decretadas bajo presión no han calmado el anhelo de verdad. Aun con todas las dificultades, la voz persistente de las víctimas ha conseguido que por fin el Ejército pida perdón institucional a la sociedad por los crímenes cometidos. En Nicaragua, la crisis permanente tiene, entre otras causas, la incapacidad de aceptar una verdad sobre el pasado por parte de las principales fuerzas políticas del país, empeñadas en mantener su parcela de verdad particular a toda costa, sin reconocer los propios crímenes históricos. En El Salvador, el intento de encubrir con una amnistía excesivamente rápida la verdad lograda con tanto esfuerzo y tanta sangre, y ratificada por una Comisión de la Verdad auspiciada por las Naciones Unidas en el marco de los acuerdos de paz, ha traído los males que más adelante veremos. México y Guatemala enfrentan problemas que sólo desde la verdad podrán encontrar cimientos sólidos de solución. Pactos como el del gobierno y la guerrilla guatemalteca, que han acordado que su comisión de la verdad no mencionará por su nombre a los responsables, personales o institucionales, de las violaciones a los derechos humanos, ofrecerán una verdad desleída a su propia sociedad. Y aunque este pacto se realice en el marco de un avance hacia el final de la guerra, no garantizará ni una paz justa ni una ruptura con la situación antidemocrática que generó la guerra. Al menos en lo que se refiere a ese punto concreto, que tiende a encubrir a los responsables de tanta muerte. La verdad al final tiene tanta fuerza que incluso quienes quieren ocultarla y son sus enemigos, no pueden sino plegarse, al menos parcialmente, a ella. La verdad sobre los crímenes del fascismo o del llamado socialismo real es la mayor y mejor barrera para impedir el retorno de estos sistemas aberrantes. De ese modo, para el caso, la verdad sobre los Balcanes es una oportunidad para frenar el concepto y la praxis de un nacionalismo excesivamente impregnado de absolutización étnica y social, autoritarismo y crímenes de lesa humanidad. La verdad no sólo desenmascara el crimen, sino también sus causas. Si se la deja avanzar, la verdad alcanza, amén de a las personas que protagonizaron la barbarie, también a las estructuras de fondo que la permitieron, ofreciendo la posibilidad de transformarlas. En este sentido es perfectamente coherente que la Comisión de la Verdad de El Salvador se haya visto forzada, por la dinámica de la realidad, a pasar, de los crímenes analizados, a la recomendación de transformar las estructuras que los permitieron y alentaron. Aunque en su informe no hizo un análisis de la pobreza injusta, detonante de fondo de la guerra civil, la Comisión dictaminó que el militarismo impuesto sobre cualquier norma legal de convivencia, la corrupción judicial y el oportunismo político, habían sido fuente de "seria responsabilidad" en los acontecimientos mencionados. Y por supuesto, la Comisión se vio abocada a recomendar una reforma y transformación de las instituciones mencionadas, especialmente los estamentos militar y judicial. 2. La justicia La verdad sobre realidades aberrantes sólo es completamente verdad cuando los crímenes observados son sometidos a la justicia. La verdad sin la justicia queda coja y corre el peligro de abonar el cinismo o el fariseísmo, construyendo así una nueva mentira. Por ello, después de una guerra, es imprescindible que se recorra un proceso de justicia. Sin embargo, la guerra crea unas condiciones especiales, en el campo ideológico, propagandístico y anímico, que la acercan a la locura. De hecho,la Comisión de la Verdad para El Salvador eligió para su informe el sugerente título De la Locura a la Esperanza. En este contexto, hay que reconocer que muchos de los verdugos, sin quitarles la parte de responsabilidad que les corresponde, tuvieron al mismo tiempo algo de víctimas de una amalgama social en cuya construcción nunca fueron protagonistas. Al mismo tiempo habría que tener en cuenta que la capacidad regenerativa y de rehabilitación de nuestras sociedades es con frecuencia muy limitada, al menos a través del sistema penitenciario. Y la capacidad punitiva, en el mismo sistema, demasiado cruel. Todo ello debe ser tomado en cuenta a la hora de hacer justicia, sin convertirla en coartada de perdones encubridores, pero tampoco en ajuste de cuentas inspirado en oscuros sentimientos de venganza. El veredicto de culpabilidad o inocencia debe ser pronunciado frente a todos aquellos que puedan ser acusados de delitos a lo largo de la guerra, aunque en el terreno de la pena se puedan hacer diversas consideraciones. El primer paso en la administración de la justicia, tras un conflicto bélico, es reconocer que la guerra no puede ser justificación para violar derechos humanos elementales. Ni de parte del agresor ni de parte del agredido. Ni del vencedor ni del derrotado. Al contrario, si la guerra, como suelen decir mentirosamente las partes contendientes, fuera un mecanismo para conseguir una paz más perfecta, debería legislarse con especial dureza, incluso de parte de los bandos contendientes, contra aquellos que dañen a quienes objetivamente tendrán un papel preponderante en la construcción de la futura paz. En este sentido, el asesinato, o cualquier tipo de vejación grave, de sectores civiles como el de los niños, mujeres en edad y tiempo de procrear, trabajadores, intelectuales y ancianos, debería ser juzgado rigurosamente y sin paliativos. Cuando estos crímenes, además, se elevan a la categoría de masacre o a la de plan sistemático de eliminación de supuestos o futuros opositores civiles, el ejercicio de la justicia no debe ser limitado por ninguna consideración, pues se terminaría oscureciendo sus fundamentos. La verdad sin la justicia queda coja y corre el peligro de abonar el cinismo o el fariseísmo, construyendo así una nueva mentira. Nuestra sociedad internacional ha legislado con frecuencia sobre la guerra y ello ha sido un paso positivo. Hoy es imprescindible legislar con mucha mayor exigencia y claridad contra la guerra de agresión, de cualquier tipo que ésta sea, o cualquiera que sea su origen. Y una de las mejores maneras es legislando contra los abusos cometidos contra la población civil. Esto es tanto más necesario cuando los "especialistas bélicos" establecen cada vez con más frecuencia estrategias de guerra total. Sólo la racionalidad de una justicia que defienda con especial empeño a las víctimas repara, al menos parcialmente, la irracionalidad de quienes se creen dueños de la vida del prójimo. Un segundo paso es la observación del derecho humanitario y de las convenciones internacionales sobre el comportamiento de las partes en tiempo de guerra. Violaciones de estos derechos deben ser escrupulosamente juzgados tras un conflicto. De nuevo, todo lo que suponga un retroceso sobre el avance en la humanización de los conflictos que con duro trabajo ha ido conquistando la humanidad, debe ser contemplado desde la justicia, al menos, con severidad. Nada debe eximir del pronunciamiento de un veredicto contra estos crímenes. Un tercer paso es determinar desde la justicia complicidades personales o institucionales y deducir, en los casos adecuados, responsabilidades subsidiarias al Estado. Aunque los crímenes dependan casi siempre de decisiones personales, no hay duda de que en la mayoría de las guerras civiles se da una responsabilidad institucional que debe tener sus consecuencias desde el punto de vista jurídico-legal. En la imposición de la pena, y no en la calificación del delito es donde conviene hacer mayores consideraciones. En el caso de El Salvador, por ejemplo, como en muchos otros países, el sistema penitenciario aparte de no contar, de hecho, con funciones correctivas o regeneradoras, tiende a reafirmar en quien lo padece la tendencia a la criminalidad. Es además, en sí mismo, un sistema degradante por sus condiciones de hacinamiento, de corrupción, de inseguridad física y de trato ilegal por parte de las autoridades. Sin una reforma del código penal y del sistema penitenciario, centrar la pena en la reclusión temporal, aunque en determinados casos sea indispensable, puede llevar a un costo social de enormes dimensiones y convertirse, en la práctica, en poco viable. A modo de ejemplo podría recordar que cuando se me preguntó por la pena que merecían los militares de alta graduación que habían dado la orden de asesinar a los seis jesuitas y sus dos colaboradoras, afirmé que, más que verlos en la cárcel, me gustaría verlos trabajando en el campo, en las condiciones medias del campesino salvadoreño. Estoy seguro que eso les regeneraría mucho más que los años de prisión. Independientemente del ejemplo, lo cierto es que en el terreno del derecho hace falta un esfuerzo mayor a la hora de contemplar penas diferentes de la pena temporal: privación de riquezas mediante multas e indemnizaciones, inhabilitación para funciones públicas, servicios sociales compensatorios, etc. De todos modos, los casos más graves deberían tener, al menos por un tiempo, pena temporal. Y ello, con la finalidad de disminuir o borrar la peligrosidad social objetiva de quienes cometieron crímenes cuyo daño a la sociedad persiste a lo largo del tiempo. Un elemento fundamental en el ejercicio de la justicia, especialmente después de una guerra, debe ser el elemento de la reparación. Para el caso salvadoreño, la Comisión de la Verdad a la que hemos aludido propuso varias veces una doble reparación económica y moral. Y ello se debe hacer, no sólo como muestra de solidaridad con las víctimas, sino como exigencia de la justicia. La compensación económica, tanto a los sobrevivientes de la agresión como a los familiares de los que murieron, se torna una necesidad perentoria cuando el Estado ha sido incapaz de salvaguardar la seguridad de las personas. Y, sobre todo, cuando desde cuerpos de seguridad del mismo Estado son agredidos injustamente quienes tenían derecho a que se les protegiera. La reparación moral pasa por el reconocimiento de las culpas cometidas, especialmente a nivel institucional, en contra de las víctimas. El recuerdo de las mismas como personas que, desde su sufrimiento injusto, nos llaman a una paz construida sobre la justicia, es indispensable para que la brutalidad no se repita. Y el homenaje a estas mismas víctimas, a través de fechas establecidas que mantengan su recuerdo, o a través de monumentos que las honren, es del todo necesario si queremos hacer justicia y devolver su dignidad a las víctimas. En el caso del El Salvador ni la justicia ni la reparación, que es parte de la misma, caminaron después de la guerra. Entre las verdades que todos manejábamos estaba la triste situación de la administración judicial. Ya a finales de los setenta Monseñor Romero había dicho que la justicia en El Salvador era como la serpiente: sólo le mordía el pie a los pobres porque eran los únicos que caminaban descalzos. Más de diez años después, la Comisión de la Verdad seguía afirmando "la notoria deficiencia del sistema judicial, lo mismo para la investigación del delito que para la aplicación de la ley, en especial cuando se trata de delitos cometidos con el apoyo directo o indirecto del aparato estatal". Tras constatar que las personas que protagonizaron encubrimientos y complicidades con los crímenes del Estado siguen en la estructura judicial, la Comisión se enfrentó con un serio problema: la cuestión que se plantea no es si se debe o no sancionar a los culpables, sino si se puede o no hacer justicia. La sanción a los responsables de los crímenes descritos es un imperativo de la moral pública. Sin embargo, no existe una administración de justicia que reúna los requisitos mínimos de objetividad e imparcialidad para impartirla de manera confiable... No cree la Comisión que pueda encontrarse una respuesta fiable a los problemas que ha examinado, reintroduciéndolos en lo que es una de sus causas más relevantes. Aunque el diagnóstico sobre el sistema judicial salvadoreño hecho por la Comisión es exacto, lo que no se puede hacer es dejar en la indefinición la realización de la justicia, como hace el Informe. No presentar propuestas claras que lleven a hacer justicia frente a la barbarie constituye el aspecto más débil del informe, que, en su conjunto, hay que reconocerlo, prestó un gran servicio a la sociedad salvadoreña. A la Comisión le faltó, entre sus propuestas, diseñar con mayor viabilidad un camino que permitiera el paso de la justicia dentro del avance que se pretendía hacia la reconciliación nacional. Porque sin justicia, como decíamos anteriormente, la verdad queda coja y es más difícil cumplir con la inexcusable responsabilidad de devolver su dignidad a las víctimas. En el caso del El Salvador ni la justicia ni la reparación, que es parte de la misma, caminaron después de la guerra. De hecho, y a pesar de la multitud de crímenes cometidos, sólo en el caso de los jesuitas de la UCA, tan acuerpado por la presión internacional, se obtuvo una mínima compensación económica en favor del niño que perdió a su madre y su hermana, y se pagó el costo de las reparaciones físicas en el edificio donde se cometieron los asesinatos. Masacres como la del Mozote, en la que el Ejército asesinó en un mismo lugar a 143 personas, de las cuales 7 eran adultos, cinco adolescentes y 131 niños con una edad promedio de seis años, quedaron sin ningún tipo de justicia ni reparación. Al menos de tipo estatal, pues un buen número de particulares han tratado, y con razón, de no olvidar a las víctimas, iniciando con ello un proceso de reparación. No podemos terminar este apartado sin responder a una de las dificultades que se suele poner a la realización de la justicia, especialmente al terminar un proceso de guerra civil. Aunque generalmente las razones suelen concentrarse en argumentos de posibilidad o de conveniencia político-social, hay una, de tipo ideológico, que no conviene dejar pasar. Me refiero a la afirmación de que el juicio de los crímenes cometidos durante la guerra implica un costo social que la misma sociedad, todavía herida por la guerra, no puede permitirse. Argumento que se ha barajado en ocasiones para justificar amnistías que han tenido más de encubrimiento que de ley de reconciliación. En primer lugar es importante recalcar que cuando se dice esto, se suele apoyar, en definitiva, a quienes, desde el poder que tuvieron durante la guerra civil, violaron los derechos humanos. Personas que mantienen, llegada la paz, importantes cuotas de poder e influencia. Más que al costo social, entonces, se mira al costo de quienes son dueños o están en la cúpula de la estructura social. En segundo lugar, y aunque resulte duro decirlo, no es lo mismo amnistiar o indultar delitos cometidos dentro del engranaje de la guerra y dirigidos contra las partes armadas y participando en el conflicto, que tender un velo de perdón sobre atrocidades cometidas contra la población civil desarmada. Extender la guerra, con su decisión de neutralizar o destruir al enemigo, contra quienes se mueven en el terreno del pensamiento, de las reivindicaciones racionales, o incluso de las simpatías personales, no sólo muestra la maldad inherente a la guerra como mecanismo de solución de conflictos humanos, sino también la aberración moral de quienes toman la decisión de ampliar el escenario bélico. Si los crímenes se cometen, como acontece con frecuencia dentro del marco del terrorismo, eligiendo las víctimas al azar, simplemente con el afán de utilizarlas como simple arma de propaganda, amedrentamiento o presión contra el enemigo, el crimen es todavía más grave. Se puede entender que quienes utilizan un mecanismo bárbaro de solución de conflictos se extralimiten en sus enfrentamientos. Pero la sociedad no debe permitir que débiles, inocentes -me refiero a niños-, o personas que tratan de poner racionalidad en la situación a base de ideas o de justos y pacíficos reclamos, sean incluidos en la lógica de la brutalidad. La única medida posible para evitarlo es la seguridad de que tras la guerra se hará justicia, incluso contra los vencedores. En tercer lugar, este tipo de amnistías generales, que no tienen en cuenta ni la diversa gravedad de los delitos, ni el derecho a la reparación de las víctimas, tienen también su costo social. La desmoralización social que produce la convivencia obligatoria con verdugos disfrazados de próceres, el auge de delincuencia común, tantas veces alentado, acrecentado y provocado por la impunidad de los poderosos, la desconfianza en la democracia y en la igualdad ante la ley, son costos que conviene también evaluar. Los crímenes impunes son siempre fuente de nuevos crímenes. Y el pasado inmediato nos ha enseñado que el costo de la impunidad se mide en presente, pero también en futuro. No es lo mismo amnistiar o indultar delitos cometidos dentro del engranaje de la guerra y dirigidos contra las partes armadas, que tender un velo de perdón sobre atrocidades cometidas contra la población civil desarmada. Los campos de exterminio nazis fueron llevados a juicio y hoy es más difícil pensar en la repetición de los mismos. Pero los bombardeos masivos de ciudades, o la misma bomba atómica, injusta en su capacidad de muerte indiscriminada aun con todos los cálculos numéricos que se hagan para justificarla -elucubraciones de si habría habido más o menos muertos propios al final de los conflictos, de no haber matado civiles enemigos-, al no haber sido llevados a juicio, continúan manteniendo una mayor posibilidad histórica. La represión franquista del nacionalismo vasco, nunca juzgada, despertó a una fracción nacionalista en ese pueblo que no duda en utilizar métodos criminales claramente peores. Y lo que puede invitar a ETA a matar no es descubrir la complicidad gubernamental en el terrorismo policial (los GAL), como algunos han dicho, sino tratar de encubrir y mantener en la impunidad a los cómplices. Quienes permitieron que en la guerra del desierto se enterrara bajo la arena a soldados iraquíes heridos, sin que a nadie se le responsabilizara criminalmente, tienen después poca fuerza moral para exigir a los serbios que cesen en su política de exterminio y limpieza étnica. La inmoralidad e impunidad de los vencedores es siempre acicate para el crimen de quienes creen que pueden vencer una guerra. 3. El perdón ¿Se pueden perdonar crímenes sepultados en la impunidad, nunca revisados por la justicia y sin ninguna reparación de parte de quien tenía la obligación de ofrecerla? El gobierno del El Salvador pensaba que, sí cuando a los pocos días del informe De la locura a la esperanza que hemos mencionado, promulgó una ley de amnistía que consagraba lo que en términos propagandísticos se denominaba "perdón y olvido". A pesar de las reclamaciones frente a una amnistía que violaba el artículo 244 de la Constitución vigente, que impedía cualquier tipo de perdón legal a funcionarios por crímenes cometidos durante el desempeño del gobierno para el que trabajaron, a pesar de la despreocupación absoluta y definitiva por la dignidad de las víctimas que la misma ley de amnistía propiciaba, a pesar del manto de impunidad que arrojaba sobre crímenes de lesa humanidad, la ley de amnistía siguió adelante tratando de convertir el perdón en auténtico olvido. A quienes argüían contra la ley de amnistía se les contestaba, desde el masivo aparato de propaganda del gobierno, acusándoles de inhumanos, rencorosos, amargados, partidarios de la guerra, enemigos de la paz, etc. Si estaban vinculados a la fe cristiana, se les recordaba el mandato cristiano de perdonar al enemigo y de poner la otra mejilla frente al agresor. Para quienes nunca habíamos sentido odio por los verdugos, o habíamos aprendido a dominarlo desde la luz del Evangelio, el problema no era el perdón cristiano, fácil, en realidad, de dar, desde el primero momento. El problema era la justicia debida a las víctimas, sobre las cuales se pasaba con el mismo olímpico desprecio con el que se había pasado antes frente al dolor de los pobres de El Salvador. Si las víctimas, por serlo, carecen de todo derecho, bienvenidas sean las amnistías generales. Pero si las víctimas son personas humanas, con una dignidad que fue pisoteada, con unos ideales y un futuro que fueron destrozados irracionalmente, con unos derechos que no fueron tenidos en cuenta por quienes tenían el deber moral y legal de protegerlos, entonces la cuestión no es un problema de quién perdona o quién no. Es un problema, más bien, de continuar, en la práctica, conculcando los derechos de quienes fueron, en su momento, despojados de los mismos, aunque muchos de ellos estén ya muertos. Y es una continuación de las violaciones del pasado, con el agravante de ser ahora oficial y públicamente apoyada por las instituciones gubernamentales. Esto, por más que se perdone a los agresores, no puede ser olvidado. El perdón, en realidad, camina de otra manera y no puede funcionar como una coartada para evitar la justicia, en la medida en que ésta sea posible. El problema, incluso legal, no es perdonar, sino que los verdugos, en la medida en que mantienen poder político e influencia, se dejen perdonar. Porque el perdón legal sólo se puede otorgar cuando se conoce y reconoce la realidad de la ofensa. Quienes niegan la ofensa cometida sólo dejan la alternativa de ser absueltos o vencidos en juicio. Y frente a estos verdugos pertinaces es un deber ético y moral perseguir, al menos, que la historia los juzgue, y, si es posible, también la justicia. Enfrentar hoy la impunidad es salvar vidas el día de mañana. Un perdón cristiano, por otra parte, que renunciara a la defensa de las víctimas no sería perdón cristiano sino sucia connivencia con los autores del crimen. Lo mismo que un perdón legal que encubra a los verdugos y olvide a las víctimas, podrá ser legal, pero nunca ético o moral. A quienes duden lo que hemos dicho sobre el perdón cristiano bueno les sería leer las primeras predicaciones de los Apóstoles. En ellas, en efecto, Pedro supedita la conversión, y con ella el perdón, entre otros aspectos, al reconocimiento del crimen cometido. "Ustedes lo entregaron a los malvados, dándole muerte, clavándole en la cruz" (He. 2, 23), dice Pedro en su primera predicación pública llamando a la conversión. Y en la segunda no duda en repetir: "Dios... ha glorificado a su siervo Jesús, a quien ustedes entregaron y a quien negaron ante Pilatos cuando éste quería ponerlo en libertad. Ustedes renegaron del Santo y del Justo y pidieron como una gracia la libertad de un asesino, mientras que al Señor de la gloria lo hicieron morir" (He. 3, 13-14). No hay llamadas al perdón y olvido sino exhortación al reconocimiento del crimen. Y sólo desde ese reconocimiento la muerte del justo se convierte en salvación para el verdugo. Dentro de las posibilidades salvadoreñas, algunos de los que nos considerábamos al menos "parte ofendida" por las violaciones de los derechos humanos, proponíamos, como contraparte al falso perdón, un esquema de reconciliación distinto a la amnistía general. No nos movía en ello ningún espíritu de venganza sino el deseo de conseguir una reconciliación construida sobre la verdad, y en ese sentido más duradera y con fuerza de garantía contra una barbarie que no queríamos que fuera repetida. Proponíamos una ley de reconciliación que, partiendo de los derechos de las víctimas, y de la necesidad de reconciliación nacional después de una guerra civil, tuviera las siguientes características. Durante un tiempo todos los crímenes cometidos durante la guerra serían perseguibles de oficio y/o a partir de la acusación privada. Los acusados, previo reconocimiento de sus crímenes ante un juez, podrían acogerse a una ley de indulto que eximiera de la pena temporal -aunque no todos estábamos de acuerdo en aceptar esto para todos los casos. El juez sin embargo, según los delitos, impondría penas que irían desde sanciones económicas en beneficio de las víctimas hasta determinados servicios sociales y/o la inhabilitación para cargos de responsabilidad política o administrativa en instituciones estatales. Quienes hubieran violado derechos humanos durante la guerra podrían presentarse voluntariamente ante el juez y seguir este proceso antes de ser acusados. Y los jueces, por su parte, tendrían también la facultad de deducir responsabilidades al Estado, cuando los acusados hubieran actuado bajo su amparo. A quienes, tras ser acusados, no se quisieran acoger al indulto ofrecido por la ley, se les seguiría juicio, ateniéndose las partes a los resultados. El perdón camina de otra manera y no puede funcionar como una coartada para evitar la justicia, en la medida en que ésta sea posible. A pesar de la desconfianza que la Comisión de la Verdad manifestaba frente al sistema judicial salvadoreño, del que también tenemos experiencia quienes hemos seguido juicios, la consideración de las instancias legales tiene toda una serie de ventajas. Si la verdad, decíamos al principio, es el elemento básico sobre el que se construye la reconciliación, pasar los casos a través del sistema judicial ofrecía la posibilidad de profundizar en ellos, incluso aunque los resultados del juicio fueran adversos a las víctimas. Las posibilidades de exigir responsabilidades subsidiarias y reparación para las víctimas o sus familiares hubiera estado consagrada por la ley. Y el mismo fallo legal constituía, además de un desafío positivo para un sistema judicial que comenzaba a aceptar la necesidad de reformarse, una manera más racional de dar fin al proceso de reconciliación. Incluso en el caso de que los tribunales fallaran, siempre habría algún caso en el que la justicia funcionara y se convirtiera en precedente. Y siempre tendríamos una razón más para reestructurar a fondo el sistema judicial. Lo que aquí afirmamos, aunque en pequeña escala, lo habíamos experimentado incluso antes de que el gobierno promulgara la ley de amnistía. En efecto, cuando dos de los militares condenados por el asesinato de los jesuitas de la UCA llevaban un año de cárcel, tras haber terminado el juicio (antes habían estado en situación de arresto en batallones del Ejército), los jesuitas pedimos un indulto para ellos. La coherencia con nuestro proyecto de verdad, justicia y perdón, nos movía a tomar esta decisión. Considerábamos entonces que realizados los pasos de verdad y justicia, y acercándose la firma de los tratados de paz, era el momento de echar a caminar un esquema de reconciliación que resultara válido para la sociedad. Además, el hecho de que los inductores del crimen -militares de alto rango en servicio activo en el Ejército que habían dado la orden de asesinar- permaneciesen libres, y habiendo sido absueltos en el juicio los soldados y oficiales que ejecutaron el crimen, nos parecía una injusticia comparativa que los intermediarios de la orden continuaran en la cárcel. De hecho, aunque la petición de indulto fue desechada, atacada y calificada como "acto "político de curas extranjeros" por parte de miembros del Congreso salvadoreño, los efectos de nuestra petición en el terreno de la reconciliación superaron nuestros cálculos. Y nos mostró que, además del perdón cristiano, o moral, como podrían decir otros, la reconciliación e incluso la clara comprensión personal de quienes fueron reos de crímenes, puede surgir incluso a lo largo de intrincados y complejos procesos legales. Más allá del perdón moral, siempre necesario como un primer paso de reconciliación, ¿se pueden perdonar legalmente, repetimos la pregunta, crímenes de lesa humanidad después de una guerra civil? Nuestra respuesta es clara en el sí, pero señalando al mismo tiempo que el acusado y convicto del crimen debe dejarse perdonar. Reconocer su culpa, reparar, o estar dispuesto a reparar, en la medida de lo posible, el daño causado, y asumir algunas consecuencias de tipo penal precautorias, serían las condiciones que indicarían que la persona está dispuesta para el perdón. Y por supuesto, realizando este proceso ante la autoridad legítima. 4. Tareas Cuando las cosas no salen como uno desearía, cuando se producen amnistías encubridoras, cuando los verdugos se siguen moviendo, al menos en algunos sectores de la sociedad, con el estilo y la prepotencia de los vencedores, ¿cuál sería la tarea de quienes desean verdad, justicia y perdón? Creo que la tarea es sencilla, al menos en su primera formulación. Se debe seguir batallando por devolver su dignidad a las víctimas, bien sea por vías legales o morales. Las del pasado y las que propicia la nueva impunidad. Y simultáneamente, se debe proseguir la tarea de construir una sociedad en la que estructuras sociales y leyes estén basadas y realizadas desde una cultura solidaria. Quedarse sólo en el recuerdo de las víctimas, olvidando las responsabilidades del presente, lleva a traicionar a aquellos a quienes decimos recordar. Puesto que quienes murieron, lo hicieron, en general, ofreciendo sus vidas por una sociedad más justa. O al menos, aunque fuera implícitamente, deseando una sociedad en la que el fuerte no fuera por definición el destructor de la vida del débil, sino su protector. Y no podemos separar su vida de su muerte, si queremos de veras reivindicarles. Cuando la venganza, en su expresión legal, se pone por encima de la construcción de una sociedad más justa, se prioriza el ojo por ojo, olvidando lo más humano y honroso de quienes cayeron. Pero también pretender construir una sociedad más justa sobre el olvido de todos aquellos que, víctimas de la represión, cayeron buscando libertad, dignidad humana y justicia social, sería una aberración. La dignidad del género humano no puede construirse sobre el olvido de los más dignos. Y todavía más, la humanidad no tendrá futuro si es incapaz de reconocer la dignidad de todas aquellas personas que fueron víctimas del egoísmo institucionalizado y de la indiferencia ante los problemas de los pobres. Llámense éstos, niños que mueren por falta de vacunas en Africa, o niños forzados a la prostitución infantil en Asia y muertos de sida prematuramente. Al final olvidar puede equivaler a construir un futuro de asesinos, por mucho que la palabrería dominante hable maravillas de la democracia. Sólo manteniendo simultáneamente el recuerdo de las víctimas y de su dignidad, y el compromiso constante en la construcción de una sociedad democrática, tolerante y participativa, podemos redimir la incoherencia de vivir en un mundo en el que el verdugo continúa, con frecuencia, prevaleciendo sobre la víctima. En este contexto es indispensable tener claridad sobre el tipo de sociedad que deseamos para el futuro. Y especialmente, de los valores que debemos personal y socialmente cultivar para construir esa sociedad democrática y pluralista de la que hablamos. En el contexto concreto de El Salvador, es preciso que dos valores, con frecuencia mencionados por Ellacuría, estén presentes en cualquier proyecto de futuro. Se trata de la solidaridad y de la austeridad. Quedarse sólo en el recuerdo de las víctimas, olvidando las responsabilidades del presente, lleva a traicionar a aquellos a quienes decimos recordar. La verdad, la justicia y el perdón sólo tienen eficacia histórica si generan y se unen a una nueva cultura. De hecho este triple proceso no constituiría un proceso auténtico de reconciliación si no engendra un nuevo modo de ver las cosas. La verdad sobre nuestra dramática historia no sería tal si no produjera un grito de "nunca más", solidario con las víctimas y esperanzado con el futuro. La justicia no sería completa si no se ubica en la realidad y ofrece a todos posibilidades de reparación. Y el perdón no sería real si no transforma las actitudes culturales, sociales y políticas que desencadenaron la violencia. En otras palabras, que estas tres dimensiones de verdad, justicia y perdón, básicas para salir del pasado con honestidad, únicamente pueden concretarse y hacerse eficaces en el futuro a través de la solidaridad. Y, en el caso de un país pobre como el nuestro, a través también de la austeridad. En efecto, si después de una guerra, no se resaltan, a través de leyes y actitudes, los valores de la solidaridad, tanto en el seno de la familia, el trabajo, las instituciones estatales y las organizaciones no gubernamentales, no hay garantía de restauración de los derechos humanos a largo plazo, ni de construcción de una sociedad democrática. En El Salvador en particular, estamos asistiendo a un aumento de la violencia, plagado de crímenes aterradores. Si bien es cierto que es necesario un cierto endurecimiento de medidas contra el crimen, y sobre todo una mayor profesionalización de la policía y del sistema judicial, la solución a largo plazo de lo que vivimos no estriba en la mano dura. El exceso de crueldad y de insolidaridad que la guerra produjo, no sólo destrozó valores, sino que creó una amplia gama de desadaptados sociales que en muchos casos rayan claramente en el desajuste psicológico y la enfermedad mental. Alentados, además, por el ejemplo de impunidad de sus antiguos jefes, que ya hemos analizado. En esta situación de posguerra, en vez de responder a la problemática económico-social con amplios proyectos de solidaridad, nos hemos embarcado en unos sueños de progreso de corte individual liberal que incitan a los desadaptados sociales a buscarse la vida con los propios únicos recursos que les han quedado después del proceso de deshumanización que significó el conflicto bélico: la violencia, el robo y la confianza en la impunidad. Es indudable que necesitamos, después de tantos años de guerra, de un replanteamiento de la economía, y que esta no puede organizarse de un modo ajeno a las tendencias mundiales. Pero también es cierto que si no se toman medidas serias y pensadas, para que el progreso económico vaya acompañado de un claro desarrollo social, los resultados pueden ser tan tristes como la guerra civil que acabamos de pasar. Y se daría de nuevo la triste coincidencia de un grave conflicto social tras una época de crecimiento económico, como sucedió con la guerra de los '80. Sólo el desarrollo social puede evitar el conflicto en una sociedad como la nuestra. Y es evidente que dicho desarrollo sólo se puede construirse sobre valores de solidaridad. En la seguridad social, en el crédito al mediano y pequeño productor, en el enfrentamiento eficaz de los déficit de vivienda, salud o alimentación, en los programas educativos, en el apoyo a la familia, quedan enormes tareas por realizar. Pensar que lo más urgente es tener dinero, y que ya más adelante nos ocuparemos de eso es un error. Y es reproducir, a nivel macrosocial, las actitudes machistas de algunos cabezas de familia que creen que su única obligación con respecto al hogar es dar dinero. El fracaso de tantas familias de este estilo debía hacernos pensar en la posibilidad de fracaso de una gran estructura social en la que el lucro sea el factor determinante del desarrollo, en vez del bienestar de la ciudadanía. La austeridad, por su parte, puede servirnos de baremo y medida de la coherencia de nuestra solidaridad. Si a escala mundial la austeridad es necesaria para construir un orden más justo, y por ende más pacífico -no se pueden universalizar los patrones de consumo de los países ricos-, un país pobre como El Salvador no puede ser solidario sin ser austero. El derroche, el lujo insensible de algunos sectores de la población, la corrupción administrativa, la despreocupación por el erario público, de la que hemos visto recientemente un caso impactante en las manipulaciones económicas del Fondo de Inversión Social, nos hablan de algo muy distinto a la austeridad. La insistente cultura consumista en medio de la pobreza, no es sino una invitación al crimen hecha a quienes no pueden consumir. En efecto, no se puede decir sistemáticamente a la población en general que su dignidad humana y su realización personal depende de consumir determinados productos (aunque se utilicen otras palabras para transmitir este mensaje), y al mismo tiempo hacerle ver al sesenta por ciento de la ciudadanía que no puede consumir lo que se anuncia, que se conformen, que trabajen, que ahorren y que tal vez algún día les llegue a sus hijos la oportunidad de ser "personas". Muchos aguantarán ese mensaje doble y desquiciado, pero otros, simplemente, no querrán esperar más. Y no buscarán caminos legales para obtener esos objetos de consumo que dan status social. Instituciones del Estado, organizaciones no gubernamentales, sectores pudientes de la sociedad, embajadas, en algunos aspectos las mismas iglesias, incluida la nuestra, deberían formular planes de austeridad coherentes con la construcción de una cultura solidaria y austera. El texto evangélico del pobre Lázaro, sentado a la puerta de quien derrocha en banquetes, permanece como denuncia profética en nuestra sociedad. Pero además, y en el terreno estrictamente laico, es evidente que un país pobre como el nuestro no puede alcanzar las metas de desarrollo que se propone sin promover directamente la austeridad. Valga como ejemplo la curiosa contradicción en la que caen algunos economistas de los que suelen ser alabados por los sectores dominantes. Estos economistas insisten en la necesidad de generar ahorro en el país, pero no mencionan para nada la necesidad de proponer planes de austeridad. ¿Puede un país pobre como el nuestro desarrollar el hábito del ahorro sin desarrollar primero hábitos de austeridad? Verdad, justicia y perdón son valores por los que hemos luchado como camino de reconciliación. Hoy, en una sociedad no reconciliada con su propia realidad ni con su propia historia, debemos continuar trabajando en la elaboración de la verdad sobre nuestra propia realidad. Y debemos también continuar en búsqueda de una justicia que dé amparo, protección y reparación a las víctimas, y de un perdón que garantice la convivencia reconciliada y pacífica. Pero además, hoy debemos vivir esa triple tarea desde el compromiso con la construcción de una sociedad basada en la solidaridad y la austeridad. De lo contrario no hay futuro, por mucho que nos lo canten quienes desde hace cien años vienen repitiéndonos, con distintos tonos, discursos sobre un progreso ilimitado que pondría a El Salvador al frente del desarrrollo mundial. Y no es que la solidaridad y la austeridad constituyan en sí mismas programas de gobierno de efecto inmediato y semimágico. Pero son realidades que deben verse reflejadas no en los discursos, sino en los números, llámense éstos renta per cápita, índices de mortalidad infantil, ahorro, beneficios sociales, capacidad adquisitiva, etc. Para ello es necesario que comencemos, poco a poco, con mucho diálogo y buena voluntad, con mucha persistencia y honradez, a trabajar en el establecimiento de las bases de una nueva cultura.