UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Revista ECA

© 1996 UCA Editores



ECA, No. 577-578, noviembre-diciembre de 1996



                 Verdad, justicia, perdón



                José María Tojeira





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                             Resumen



                                Los años han pasado, pero

el asesinato de los sacerdotes jesuitas sigue siendo un doloroso

recuerdo, sobre todo si se considera que la equivocada axiología

de los que avalaron, ordenaron y cometieron el crimen continúa

orientando el rumbo del país.

Tojeira propone a la verdad, a la justicia y al perdón como

los valores fundamentales sobre los que construir una nueva

sociedad, más cristiana y más solidaria.

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     Reflexionando un poco sobre las leyes de punto final luego de

un conflicto, sea este una guerra civil, una guerra sucia o una

situación en la que se entremezclan el terrorismo estatal

con el terrorismo de grupos rebeldes o insurgentes, quiero centrar

mi exposición sobre la experiencia salvadoreña en

tres palabras: verdad, justicia y perdón.



     Estas tres palabras, acuñadas como camino de

acción por Francisco Estrada, rector de la UCA desde 1989,

tras el asesinato de los jesuitas, corresponden

simultáneamente a una experiencia y a un programa. A una

experiencia, porque las tres nacieron simultáneamente en los

jesuitas que quedábamos vivos tras el asesinato de nuestros

compañeros en El Salvador. Las primeras reacciones

gubernamentales trataron sistemáticamente de encubrir el

asesinato, y por ello la búsqueda de la verdad se

convirtió en tarea urgente y prioritaria. Todos

éramos conscientes, además, que nuestros

compañeros habían muerto como hombres libres, amantes

y testigos de la verdad. Proseguir en ese camino, cosechando

más verdad, era también un acto de coherencia con el

aprecio que les teníamos. 



     La tradición de impunidad frente a las violaciones de

los derechos humanos y los crímenes políticos en El

Salvador, que todos habíamos sufrido de una u otra forma,

desarrolló en nosotros un deseo de justicia tan

poderosamente arraigado como la compasión por las

víctimas. La ofensa recibida nos colocaba en una

situación en que la exigencia de justicia se

convertía en un deber ineludible. Lo contrario sería

olvidarnos irresponsablemente de la dignidad de las

víctimas.



                                                                 

Las primeras reacciones gubernamentales trataron

sistemáticamente de encubrir el asesinato, y por ello la

búsqueda de la verdad se convirtió en tarea urgente

y prioritaria.

                                                                 



     Por otra parte, la dureza de la guerra y la proximidad de su

fin, así como el endurecimiento humano acumulado en el

país a lo largo de tantos años de lucha armada,

había sembrado en nosotros la convicción de que, sin

una fórmula de perdón legal que tradujera socialmente

la capacidad humana de perdonar, no podría conseguirse la

reconciliación de aquella sociedad tan golpeada. El

perdón cristiano y la exigencia evangélica de rezar

por los enemigos nos presentaban, ante los cadáveres de

nuestros compañeros, el reto de ampliar el perdón

personal a fórmulas de perdón social.



     Estas palabras, que renacían entonces desde una

experiencia dura, contrastada en la oración y en el

Evangelio, habían sido ya antes, entre los mismos

asesinados, programa de acción. La fidelidad a la memoria de

los mártires y la misma formulación de estas tres

palabras como tarea, las fue convirtiendo en programa pensado y

reelaborado en el contraste con la práctica y en la lucha

diaria. El día a día nos dejaba ver que eran

útiles como programa, tanto ante el proceso que

siguió al asesinato de los jesuitas como ante la

reconciliación como tarea, tanto más urgente cuanto

más avanzaban las negociaciones que darían fin a la

guerra civil salvadoreña. 



     La verdad era necesaria, no sólo en el caso de los

jesuitas, sino respecto de los 75 mil muertos que costó el

conflicto salvadoreño. La justicia era indispensable para

que el futuro de la sociedad no se construyera sobre el olvido y,

al final, el desprecio de tanta víctima masacrada

únicamente por desear una pequeña parcela de

dignidad, justicia y libertad. Y la reconciliación se

convertía en exigencia frente a la polarización y el

entigrecimiento -como diría Antonio Machado- de los

espíritus, que llevaba a clasificar en amigos o enemigos a

los que no eran más que conciudadanos y hermanos.



     En esta exposición quisiera hacer un recorrido por

estas tres palabras que, como he dicho, sintetizan el trabajo

realizado en tres campos. En la investigación del asesinato

de los jesuitas, en el trabajo y la presión en favor de la

finalización de la guerra civil salvadoreña, y en la

proposición de pasos eficaces para la reconciliación

social. La misma experiencia salvadoreña nos ha mostrado

que, si en verdad se quiere conquistar la reconciliación en

una sociedad dividida por la guerra, estas tres palabras, por lo

menos, tienen que regir cualquier intento de legislación que

pretenda poner punto final a los odios generados por el conflicto.



1. La verdad



     La verdad era tarea urgente en El Salvador, en una sociedad 

donde las cosas eran vistas como blancas o negras. De hecho, a ella

habían dirigido sus esfuerzos los jesuitas de la

Universidad, ejecutados por ser testigos de la verdad. Ignacio

Ellacuría gustaba repetir que la primera y prioritaria

materia de estudio universitaria debe ser siempre la realidad

nacional. Estaba convencido de que la racionalidad humana y la

racionalidad de la realidad, coincidían en la verdad. Y esa

verdad tenía fuerza suficiente, en sí misma, para ir

derrumbando falsedades ideológicas, políticas y

sociales.



     Y El Salvador necesitaba verdad. La Fuerza Armada y el

Gobierno de El Salvador construían una falsa verdad

continuamente al hablar de la realidad. Las violaciones de los

derechos humanos eran para ellos resultado de una embestida

terrorista dirigida por el comunismo internacional. El Salvador era

un país democrático. La corrupción era un

problema mínimo o inexistente. La pobreza no

constituía un problema grave. Había una

campaña internacional de prensa, dirigida por la izquierda

extranjera y nacional, enfocada a aislar y desprestigiar al

gobierno de El Salvador. El Ejército defendía la

libertad y el gobierno era la quintaescencia de la democracia. Si

detrás de esta palabrería no hubiese existido tanta

muerte y corrupción, la cuestión se habría

reducido a la tragicomedia altisonante. Pero el abismo entre el

discurso oficial y la verdad era demasiado grave y estaba

construido sobre el sufrimiento humano.



     El FMLN tampoco decía toda la verdad. Aunque con

reivindicaciones justas, pretendía la conquista del poder a

través de un triunfo revolucionario, sin reconocer que ni

estaban como grupo preparados para dirigir el país, ni

tenían un proyecto de gobierno viable en la región,

ni hubieran sido, previsiblemente, capaces de mantener lo que

hubieran conquistado. Sus métodos para la conquista del

poder eran con frecuencia inhumanos y/o injustos. El sometimiento

a la organización exigido a la militancia era excesivamente

dogmático e implicaba, con frecuencia, mecanismos de control

reñidos con la ética. 



                                                                  

La verdad era necesaria, no sólo en el caso de los jesuitas,

sino respecto de los 75 mil muertos que costó el conflicto

salvadoreño.

                                                                  



     Para establecer la verdad, en medio de la polarización

de la guerra, había que comenzar por hacer verdad sobre el

contexto en el que nos movíamos. De hecho, por ese camino se

vio forzada a comenzar, poco después, la Comisión de

la Verdad, fruto de los acuerdos de paz y auspiciada por Naciones

Unidas, cuando comenzó su mandato.



1.1. El contexto

     La verdad de la situación salvadoreña

tenía hondas raíces en el pasado. La comisión

Económica para América Latina de las Naciones Unidas

(CEPAL) estimaba todavía en 1992 que un 60 por ciento de la

población vivía en extrema pobreza. Y esto no se

debía a la guerra sino que era parte de una larga historia

en El Salvador. El año de 1932 estuvo marcado por la matanza

de 30 mil campesinos, tras un alzamiento mal armado que reclamaba

acceso a la tierra. Entre los años cincuenta y setenta, El

Salvador había experimentado un crecimiento económico

constante, pero el sistema de apropiación privada de la

riqueza había ocasionado que la pobreza creciese

simultáneamente, haciendo cada vez más claras y

escandalosas las diferencias. Desde los años sesenta operaba

en El Salvador ORDEN (Organización Democrática

Nacionalista), institución paramilitar de defensa civil que

muy pronto comenzó a actuar, especialmente entre el

campesinado, con las técnicas de los escuadrones de la

muerte, reprimiendo todo descontento frente a gobiernos elitistas

y militarizados. 



     Los años setenta fueron testigos de dos elecciones

fraudulentas del Partido de Conciliación Nacional. Una

amplia alianza, que incluía desde la Democracia Cristiana al

Partido Comunista Salvadoreño, fue despojada del triunfo

merced a un fraude burdamente orquestado. A partir de la

última de estas elecciones, en 1976, el movimiento de masas

entró en un rápido proceso de radicalización,

exigiendo sus derechos en todos los campos. La guerrilla

comenzó a operar y establecer vínculos con

organizaciones populares. Las fuertes relaciones con organizaciones

de todo tipo, desesperadas por la violencia represiva del gobierno,

contribuyó a que el FMLN fuese creciendo y a que, con la

incorporación de grupos origen social heterogéneo,

comenzara a cuestionar los dogmatismos internos que caracterizaron

especialmente su génesis. En este contexto, la

agitación popular crecía diariamente.



     La respuesta del gobierno no se hizo esperar. Las

manifestaciones populares fueron dispersadas a tiros, los

asesinatos políticos se multiplicaron, los escuadrones de la

muerte y la policía fijaron a los sacerdotes vinculados con

el trabajo de concientización como "objetivos

susceptibles"...



     Y, en los ochenta, la situación se agravó con el

estallido de la guerra civil, específicamente en 1981.

Según Socorro Jurídico, organización

salvadoreña de supervisión de los derechos humanos,

11 mil 903 civiles fueron asesinados, sólo en 1980. Al

año siguiente, la cifra de ciudadanos asesinados

subió a 16 mil 266, y en 1982 descendió a 5 mil 962. 



     Empero, ese descenso no dice nada. En 1980 y 1981 se

realizaron masacres masivas en el área rural, como parte de

la lógica contrainsurgente de "tierra arrasada". Con la

imposición norteamericana del modelo de guerra de baja

intensidad, el número de las víctimas entre la

población civil descendió paulatinamente, pero la

población siguió alimentando su miedo a la libre

participación en la problemática social. Esa "baja

intensidad" mantuvo, en el crimen y en la represión, las

raíces del miedo, mas, sin quererlo, también

abrió la posibilidad a voces como las de nuestros hermanos

asesinados, que propusieron con claridad el camino de la

negociación como única salida al conflicto.



     La Comisión de la Verdad, que durante 1992 y 1993

abrió una investigación sobre los hechos de violencia

que golpearon a la sociedad salvadoreña durante los diez

años de guerra civil, recibió, en sólo tres

meses, más de 22 mil denuncias. Una muestra significativa. 



     Un poco más del 60 por ciento de las denuncias

correspondió a ejecuciones extrajudiciales. Algo más

del 25 por ciento se refirió a desapariciones forzadas, y

más del 20 por ciento a la tortura. Los denunciantes

atribuyeron casi el 85 por ciento de los casos a agentes del

Estado, mientras que el 5 por ciento responsabilizó al FMLN.

Cerca de la mitad de estas denuncias contra el FMLN -unos 800

casos- se refirieron a ejecuciones extrajudiciales.



     La presencia de Estados Unidos, limitada por su propio

Congreso, incidía directamente en el diseño de

estrategias de guerra y especialmente en el encubrimiento de

crímenes de origen estatal, así como en lo que la

Fuerza Armada Salvadoreña llamaba entonces "operaciones

psicológicas". La ayuda para la guerra superó los 5

mil millones de dólares, y dentro de las estrategias de

guerra de baja intensidad, contribuyó simultáneamente

a frenar los excesos de la brutalidad y a prolongar el conflicto.

La dependencia de los Estados Unidos llegó a ser tan grande

que el propio presidente salvadoreño, Napoleón

Duarte, dijo en una ocasión ante los medios de

comunicación que el que financiaba la guerra tenía

derecho incluso a decidir qué tipo de calzado debía

ponerse el soldado salvadoreño.



                                                                  

El FMLN tampoco decía toda la verdad. Aunque con

reivindicaciones justas, pretendía la conquista del poder a

través de un triunfo revolucionario, sin reconocer que no

tenían un proyecto de gobierno viable. 

                                                                  



     La libertad de expresión había desaparecido y

sólo a partir de 1985 comenzarán a asomarse a la

realidad nacional algunos medios de información de masas

que, en ocasiones, se permiten disentir de las opiniones

gubernamentales. Esa libertad, y la conciencia del conglomerado

sobre la necesidad de una paz negociada, crecieron proporcional y

paralelamente. De hecho, la UCA, a través de sus revistas y

de las declaraciones, dentro y fuera del país, de algunos de

sus miembros, especialmente Ignacio Ellacuría, Ignacio

Martín-Baró y Segundo Montes, habían previa y

arriesgadamente, iniciado la apertura. En los tempranos ochenta, el

embajador norteamericano Pickering calificaba a la universitaria

revista ECA, en sus informes clasificados a Washington, como la

única revista izquierdista tolerada en El Salvador.



     En este contexto trabajaban los jesuitas asesinados, y en

él fueron protagonistas, no exclusivos, por supuesto, de la

tarea de hacer verdad en El Salvador. Y en ese trabajo, y por esa

razón, fueron asesinados. Antes que ellos muchos otros,

entre los que quiero mencionar a Monseñor Romero,

habían dado su vida por la misma causa.



1.2. Las raíces

     La búsqueda de la verdad lleva siempre a las

raíces de la realidad y, en este caso, a las raíces

de una situación violenta. Monseñor Romero

había escrito ya en su cuarta carta pastoral que las causas

de la violencia en El Salvador estaban en las idolatrías de

la riqueza, de la seguridad nacional y de la organización,

con una distinción en lo que respecta a esta última:

así como la riqueza y la seguridad nacional tienen una

dinámica propia que lleva a utilizar como cosas a las

personas, la organización popular es un bien necesario para

los pobres, aunque pueda desvirtuarse en la medida en que se la

coloque sobre la dignidad de la persona.



     Los jesuitas asesinados no sólo miraron hacia las

raíces del conflicto, sino que, a partir de ellas,

analizaron científicamente patrones de comportamiento. El

problema de los refugiados fue sistemáticamente estudiado,

así como los daños psicológicos causados por

la guerra. Las opciones políticas, las posibilidades de

salida de la guerra, las violaciones de los derechos humanos, el

comportamiento bélico criminal y sus patrones de

actuación -que incluían secuestros, desapariciones,

asesinatos y destrucción de infraestructura civil- pasaron

también por la lupa de la reflexión y el debate.



     Y fue precisamente esta búsqueda incesante de verdad la

que condujo más directamente a la paz. El análisis de

la situación, la búsqueda de racionalidad dentro de

una situación irracional, que incluía la

crítica de la barbarie y la propuesta de salidas humanas y

civilizadas al conflicto, fue al fin lo que hizo avanzar la

construcción de la paz. Porque la verdad al final tiene

tanta fuerza que incluso quienes quieren ocultarla y son sus

enemigos, no pueden sino plegarse, al menos parcialmente, a ella.



1.3. Conclusiones

     Pero la verdad no sólo es indispensable para sentar las

bases de la paz en una guerra civil. Es necesario que la nueva paz

se construya con solidez, porque una paz construida sobre la

falsedad, sobre la criminalización de la víctima,

sobre el olvido irresponsable del dolor injusto, sobre la

absolutización de las posiciones políticas o

ideológicas triunfantes, aunque pueda suponer un respiro

frente a la extrema inhumanidad de la guerra, no garantiza la

perduración de la convivencia pacífica ni, mucho

menos, la construcción de una sociedad pluralista y

democrática.



     En ese sentido, leyes de perdón, de

reconciliación, de amnistía o indulto que no hayan

sido precedidas de una elaboración de la verdad, sobre todo

la verdad de un pasado en que el crimen tuvo carta de

ciudadanía, son profundamente débiles. Y, por

supuesto, esas leyes no garantizan la paz, entendida como algo

menos simple que la mera ausencia de guerra.



     Con diversos matices, los casos de paz endeble se repiten en

el panorama mundial. En estas paces débiles es

sintomático, casi siempre, encontrar encubrimiento o

ausencia de verdad. En Chile, por ejemplo, el Ejército

aún es una institución fundamentalmente

antidemocrática y, en ese sentido, una permanente y

desazonante amenaza en el horizonte político. La capacidad

de amenaza del Ejército en aquel país, indica que la

sociedad civil no ha logrado todavía sentar con claridad la

verdad sobre el pasado, a pesar de algunos casos que han llevado

ante los tribunales a militares que parecían estar por

encima de las instituciones democráticas. 



     En Argentina, la verdad, que dio importantes pasos con el

fiscal Strassera, sigue avanzando con dificultad. El oportunismo e

histrionismo de opereta de algunos políticos coadyuvan en

ese sentido. Las leyes de punto final decretadas bajo

presión no han calmado el anhelo de verdad. Aun con todas

las dificultades, la voz persistente de las víctimas ha

conseguido que por fin el Ejército pida perdón

institucional a la sociedad por los crímenes cometidos. 

     En Nicaragua, la crisis permanente tiene, entre otras causas,

la incapacidad de aceptar una verdad sobre el pasado por parte de

las principales fuerzas políticas del país,

empeñadas en mantener su parcela de verdad particular a toda

costa, sin reconocer los propios crímenes históricos.

En El Salvador, el intento de encubrir con una amnistía

excesivamente rápida la verdad lograda con tanto esfuerzo y

tanta sangre, y ratificada por una Comisión de la Verdad

auspiciada por las Naciones Unidas en el marco de los acuerdos de

paz, ha traído los males que más adelante veremos.

México y Guatemala enfrentan problemas que sólo desde

la verdad podrán encontrar cimientos sólidos de

solución. Pactos como el del gobierno y la guerrilla

guatemalteca, que han acordado que su comisión de la verdad

no mencionará por su nombre a los responsables, personales

o institucionales, de las violaciones a los derechos humanos,

ofrecerán una verdad desleída a su propia sociedad.

Y aunque este pacto se realice en el marco de un avance hacia el

final de la guerra, no garantizará ni una paz justa ni una

ruptura con la situación antidemocrática que

generó la guerra. Al menos en lo que se refiere a ese punto

concreto, que tiende a encubrir a los responsables de tanta muerte.





                                                                  

La verdad al final tiene tanta fuerza que incluso quienes quieren

ocultarla y son sus enemigos, no pueden sino plegarse, al menos

parcialmente, a ella.

                                                                  



     La verdad sobre los crímenes del fascismo o del llamado

socialismo real es la mayor y mejor barrera para impedir el retorno

de estos sistemas aberrantes. De ese modo, para el caso, la verdad

sobre los Balcanes es una oportunidad para frenar el concepto y la

praxis de un nacionalismo excesivamente impregnado de

absolutización étnica y social, autoritarismo y

crímenes de lesa humanidad. La verdad no sólo

desenmascara el crimen, sino también sus causas. Si se la

deja avanzar, la verdad alcanza, amén de a las personas que

protagonizaron la barbarie, también a las estructuras de

fondo que la permitieron, ofreciendo la posibilidad de

transformarlas.



     En este sentido es perfectamente coherente que la

Comisión de la Verdad de El Salvador se haya visto forzada,

por la dinámica de la realidad, a pasar, de los

crímenes analizados, a la recomendación de

transformar las estructuras que los permitieron y alentaron. Aunque

en su informe no hizo un análisis de la pobreza injusta,

detonante de fondo de la guerra civil, la Comisión

dictaminó que el militarismo impuesto sobre cualquier norma

legal de convivencia, la corrupción judicial y el

oportunismo político, habían sido fuente de "seria

responsabilidad" en los acontecimientos mencionados. Y por

supuesto, la Comisión se vio abocada a recomendar una

reforma y transformación de las instituciones mencionadas,

especialmente los estamentos militar y judicial.



2. La justicia



     La verdad sobre realidades aberrantes sólo es

completamente verdad cuando los crímenes observados son

sometidos a la justicia. La verdad sin la justicia queda coja y

corre el peligro de abonar el cinismo o el fariseísmo,

construyendo así una nueva mentira. Por ello, después

de una guerra, es imprescindible que se recorra un proceso de

justicia.



     Sin embargo, la guerra crea unas condiciones especiales, en el

campo ideológico, propagandístico y anímico,

que la acercan a la locura. De hecho,la Comisión de la

Verdad para El Salvador eligió para su informe el sugerente

título De la Locura a la Esperanza. 



     En este contexto, hay que reconocer que muchos de los

verdugos, sin quitarles la parte de responsabilidad que les

corresponde, tuvieron al mismo tiempo algo de víctimas de

una amalgama social en cuya construcción nunca fueron

protagonistas. Al mismo tiempo habría que tener en cuenta

que la capacidad regenerativa y de rehabilitación de

nuestras sociedades es con frecuencia muy limitada, al menos a

través del sistema penitenciario. Y la capacidad punitiva,

en el mismo sistema, demasiado cruel. Todo ello debe ser tomado en

cuenta a la hora de hacer justicia, sin convertirla en coartada de

perdones encubridores, pero tampoco en ajuste de cuentas inspirado

en oscuros sentimientos de venganza. El veredicto de culpabilidad

o inocencia debe ser pronunciado frente a todos aquellos que puedan

ser acusados de delitos a lo largo de la guerra, aunque en el

terreno de la pena se puedan hacer diversas consideraciones.



     El primer paso en la administración de la justicia,

tras un conflicto bélico, es reconocer que la guerra no

puede ser justificación para violar derechos humanos

elementales. Ni de parte del agresor ni de parte del agredido. Ni

del vencedor ni del derrotado. Al contrario, si la guerra, como

suelen decir mentirosamente las partes contendientes, fuera un

mecanismo para conseguir una paz más perfecta,

debería legislarse con especial dureza, incluso de parte de

los bandos contendientes, contra aquellos que dañen a

quienes objetivamente tendrán un papel preponderante en la

construcción de la futura paz. En este sentido, el

asesinato, o cualquier tipo de vejación grave, de sectores

civiles como el de los niños, mujeres en edad y tiempo de

procrear, trabajadores, intelectuales y ancianos, debería

ser juzgado rigurosamente y sin paliativos. Cuando estos

crímenes, además, se elevan a la categoría de

masacre o a la de plan sistemático de eliminación de

supuestos o futuros opositores civiles, el ejercicio de la justicia

no debe ser limitado por ninguna consideración, pues se

terminaría oscureciendo sus fundamentos.



                                                                  

La verdad sin la justicia queda coja y corre el peligro de abonar

el cinismo o el fariseísmo, construyendo así una

nueva mentira.

                                                                  



     Nuestra sociedad internacional ha legislado con frecuencia

sobre la guerra y ello ha sido un paso positivo. Hoy es

imprescindible legislar con mucha mayor exigencia y claridad contra

la guerra de agresión, de cualquier tipo que ésta

sea, o cualquiera que sea su origen. Y una de las mejores maneras

es legislando contra los abusos cometidos contra la

población civil. Esto es tanto más necesario cuando

los "especialistas bélicos" establecen cada vez con

más frecuencia estrategias de guerra total. Sólo la

racionalidad de una justicia que defienda con especial

empeño a las víctimas repara, al menos parcialmente,

la irracionalidad de quienes se creen dueños de la vida del

prójimo.



     Un segundo paso es la observación del derecho

humanitario y de las convenciones internacionales sobre el

comportamiento de las partes en tiempo de guerra. Violaciones de

estos derechos deben ser escrupulosamente juzgados tras un

conflicto. De nuevo, todo lo que suponga un retroceso sobre el

avance en la humanización de los conflictos que con duro

trabajo ha ido conquistando la humanidad, debe ser contemplado

desde la justicia, al menos, con severidad. Nada debe eximir del

pronunciamiento de un veredicto contra estos crímenes.



     Un tercer paso es determinar desde la justicia complicidades

personales o institucionales y deducir, en los casos adecuados,

responsabilidades subsidiarias al Estado. Aunque los

crímenes dependan casi siempre de decisiones personales, no

hay duda de que en la mayoría de las guerras civiles se da

una responsabilidad institucional que debe tener sus consecuencias

desde el punto de vista jurídico-legal.



     En la imposición de la pena, y no en la

calificación del delito es donde conviene hacer mayores

consideraciones. En el caso de El Salvador, por ejemplo, como en

muchos otros países, el sistema penitenciario aparte de no

contar, de hecho, con funciones correctivas o regeneradoras, tiende

a reafirmar en quien lo padece la tendencia a la criminalidad. Es

además, en sí mismo, un sistema degradante por sus

condiciones de hacinamiento, de corrupción, de inseguridad

física y de trato ilegal por parte de las autoridades. Sin

una reforma del código penal y del sistema penitenciario,

centrar la pena en la reclusión temporal, aunque en

determinados casos sea indispensable, puede llevar a un costo

social de enormes dimensiones y convertirse, en la práctica,

en poco viable.



     A modo de ejemplo podría recordar que cuando se me

preguntó por la pena que merecían los militares de

alta graduación que habían dado la orden de asesinar

a los seis jesuitas y sus dos colaboradoras, afirmé que,

más que verlos en la cárcel, me gustaría

verlos trabajando en el campo, en las condiciones medias del

campesino salvadoreño. Estoy seguro que eso les

regeneraría mucho más que los años de

prisión.



     Independientemente del ejemplo, lo cierto es que en el terreno

del derecho hace falta un esfuerzo mayor a la hora de contemplar 

penas diferentes de la pena temporal: privación de riquezas

mediante multas e indemnizaciones, inhabilitación para

funciones públicas, servicios sociales compensatorios, etc.

De todos modos, los casos más graves deberían tener,

al menos por un tiempo, pena temporal. Y ello, con la finalidad de

disminuir o borrar la peligrosidad social objetiva de quienes

cometieron crímenes cuyo daño a la sociedad persiste

a lo largo del tiempo.



     Un elemento fundamental en el ejercicio de la justicia,

especialmente después de una guerra, debe ser el elemento de

la reparación. Para el caso salvadoreño, la

Comisión de la Verdad a la que hemos aludido propuso varias

veces una doble reparación económica y moral. Y ello

se debe hacer, no sólo como muestra de solidaridad con las

víctimas, sino como exigencia de la justicia. La

compensación económica, tanto a los sobrevivientes de

la agresión como a los familiares de los que murieron, se

torna una necesidad perentoria cuando el Estado ha sido incapaz de

salvaguardar la seguridad de las personas. Y, sobre todo, cuando

desde cuerpos de seguridad del mismo Estado son agredidos

injustamente quienes tenían derecho a que se les protegiera.



     La reparación moral pasa por el reconocimiento de las

culpas cometidas, especialmente a nivel institucional, en contra de

las víctimas. El recuerdo de las mismas como personas que,

desde su sufrimiento injusto, nos llaman a una paz construida sobre

la justicia, es indispensable para que la brutalidad no se repita.

Y el homenaje a estas mismas víctimas, a través de

fechas establecidas que mantengan su recuerdo, o a través de

monumentos que las honren, es del todo necesario si queremos hacer

justicia y devolver su dignidad a las víctimas.



     En el caso del El Salvador ni la justicia ni la

reparación, que es parte de la misma, caminaron

después de la guerra. Entre las verdades que todos

manejábamos estaba la triste situación de la

administración judicial. Ya a finales de los setenta

Monseñor Romero había dicho que la justicia en El

Salvador era como la serpiente: sólo le mordía el pie

a los pobres porque eran los únicos que caminaban descalzos.

Más de diez años después, la Comisión

de la Verdad seguía afirmando "la notoria deficiencia del

sistema judicial, lo mismo para la investigación del delito

que para la aplicación de la ley, en especial cuando se

trata de delitos cometidos con el apoyo directo o indirecto del

aparato estatal". Tras constatar que las personas que

protagonizaron encubrimientos y complicidades con los

crímenes del Estado siguen en la estructura judicial, la

Comisión se enfrentó con un serio problema: 



     la cuestión que se plantea no es si se debe o no

sancionar a    los culpables, sino si se puede o no hacer justicia.

La   sanción a los responsables de los crímenes

descritos es un     imperativo de la moral pública. Sin

embargo, no existe una   administración de justicia que

reúna los requisitos mínimos de     objetividad e

imparcialidad para impartirla de manera      confiable... No cree

la Comisión que pueda encontrarse una      respuesta fiable

a los problemas que ha examinado,  reintroduciéndolos en lo

que es una de sus causas más     relevantes.



     Aunque el diagnóstico sobre el sistema judicial

salvadoreño hecho por la Comisión es exacto, lo que

no se puede hacer es dejar en la indefinición la

realización de la justicia, como hace el Informe. No

presentar propuestas claras que lleven a hacer justicia frente a la

barbarie constituye el aspecto más débil del informe,

que, en su conjunto, hay que reconocerlo, prestó un gran

servicio a la sociedad salvadoreña. A la Comisión le

faltó, entre sus propuestas, diseñar con mayor

viabilidad un camino que permitiera el paso de la justicia dentro

del avance que se pretendía hacia la reconciliación

nacional. Porque sin justicia, como decíamos anteriormente,

la verdad queda coja y es más difícil cumplir con la

inexcusable responsabilidad de devolver su dignidad a las

víctimas.



                                                                  

En el caso del El Salvador ni la justicia ni la reparación,

que es parte de la misma, caminaron después de la guerra.

                                                                  



     De hecho, y a pesar de la multitud de crímenes

cometidos, sólo en el caso de los jesuitas de la UCA, tan

acuerpado por la presión internacional, se obtuvo una

mínima compensación económica en favor del

niño que perdió a su madre y su hermana, y se

pagó el costo de las reparaciones físicas en el

edificio donde se cometieron los asesinatos. Masacres como la del

Mozote, en la que el Ejército asesinó en un mismo

lugar a 143 personas, de las cuales 7 eran adultos, cinco

adolescentes y 131 niños con una edad promedio de seis

años, quedaron sin ningún tipo de justicia ni

reparación. Al menos de tipo estatal, pues un buen

número de particulares han tratado, y con razón, de

no olvidar a las víctimas, iniciando con ello un proceso de

reparación.



     No podemos terminar este apartado sin responder a una de las

dificultades que se suele poner a la realización de la

justicia, especialmente al terminar un proceso de guerra civil.

Aunque generalmente las razones suelen concentrarse en argumentos

de posibilidad o de conveniencia político-social, hay una,

de tipo ideológico, que no conviene dejar pasar. Me refiero

a la afirmación de que el juicio de los crímenes

cometidos durante la guerra implica un costo social que la misma

sociedad, todavía herida por la guerra, no puede permitirse.

Argumento que se ha barajado en ocasiones para justificar

amnistías que han tenido más de encubrimiento que de

ley de reconciliación.



     En primer lugar es importante recalcar que cuando se dice

esto, se suele apoyar, en definitiva, a quienes, desde el poder que

tuvieron durante la guerra civil, violaron los derechos humanos. 

Personas que mantienen, llegada la paz, importantes cuotas de poder

e influencia. Más que al costo social, entonces, se mira al

costo de quienes son dueños o están en la

cúpula de la estructura social.



     En segundo lugar, y aunque resulte duro decirlo, no es lo

mismo amnistiar o indultar delitos cometidos dentro del engranaje

de la guerra y dirigidos contra las partes armadas y participando

en el conflicto, que tender un velo de perdón sobre

atrocidades cometidas contra la población civil desarmada.

Extender la guerra, con su decisión de neutralizar o

destruir al enemigo, contra quienes se mueven en el terreno del

pensamiento, de las reivindicaciones racionales, o incluso de las

simpatías personales, no sólo muestra la maldad

inherente a la guerra como mecanismo de solución de

conflictos humanos, sino también la aberración moral

de quienes toman la decisión de ampliar el escenario

bélico. Si los crímenes se cometen, como acontece con

frecuencia dentro del marco del terrorismo, eligiendo las

víctimas al azar, simplemente con el afán de

utilizarlas como simple arma de propaganda, amedrentamiento o

presión contra el enemigo, el crimen es todavía

más grave. 



     Se puede entender que quienes utilizan un mecanismo

bárbaro de solución de conflictos se extralimiten en

sus enfrentamientos. Pero la sociedad no debe permitir que

débiles, inocentes -me refiero a niños-, o personas

que tratan de poner racionalidad en la situación a base de

ideas o de justos y pacíficos reclamos, sean incluidos en la

lógica de la brutalidad. La única medida posible para

evitarlo es la seguridad de que tras la guerra se hará

justicia, incluso contra los vencedores.



     En tercer lugar, este tipo de amnistías generales, que

no tienen en cuenta ni la diversa gravedad de los delitos, ni el

derecho a la reparación de las víctimas, tienen

también su costo social. La desmoralización social

que produce la convivencia obligatoria con verdugos disfrazados de

próceres, el auge de delincuencia común, tantas veces

alentado, acrecentado y provocado por la impunidad de los

poderosos, la desconfianza en la democracia y en la igualdad ante

la ley, son costos que conviene también evaluar.



     Los crímenes impunes son siempre fuente de nuevos

crímenes. Y el pasado inmediato nos ha enseñado que

el costo de la impunidad se mide en presente, pero también

en futuro.



                                                                  

No es lo mismo amnistiar o indultar delitos cometidos dentro del 

engranaje de la guerra y dirigidos contra las partes armadas, que

tender un velo de perdón sobre atrocidades cometidas contra

la población civil desarmada.

                                                                  



     Los campos de exterminio nazis fueron llevados a juicio y hoy

es más difícil pensar en la repetición de los

mismos. Pero los bombardeos masivos de ciudades, o la misma bomba

atómica, injusta en su capacidad de muerte indiscriminada

aun con todos los cálculos numéricos que se hagan

para justificarla -elucubraciones de si habría habido

más o menos muertos propios al final de los conflictos, de

no haber matado civiles enemigos-, al no haber sido llevados a

juicio, continúan manteniendo una mayor posibilidad

histórica. La represión franquista del nacionalismo

vasco, nunca juzgada, despertó a una fracción

nacionalista en ese pueblo que no duda en utilizar métodos

criminales claramente peores. Y lo que puede invitar a ETA a matar

no es descubrir la complicidad gubernamental en el terrorismo

policial (los GAL), como algunos han dicho, sino tratar de encubrir

y mantener en la impunidad a los cómplices. Quienes

permitieron que en la guerra del desierto se enterrara bajo la

arena a soldados iraquíes heridos, sin que a nadie se le

responsabilizara criminalmente, tienen después poca fuerza

moral para exigir a los serbios que cesen en su política de

exterminio y limpieza étnica. La inmoralidad e impunidad de

los vencedores es siempre acicate para el crimen de quienes creen

que pueden vencer una guerra.



3. El perdón



     ¿Se pueden perdonar crímenes sepultados en la

impunidad, nunca revisados por la justicia y sin ninguna

reparación de parte de quien tenía la

obligación de ofrecerla? El gobierno del El Salvador pensaba

que, sí cuando a los pocos días del informe De la

locura a la esperanza que hemos mencionado, promulgó una ley

de amnistía que consagraba lo que en términos

propagandísticos se denominaba "perdón y olvido". A

pesar de las reclamaciones frente a una amnistía que violaba

el artículo 244 de la Constitución vigente, que

impedía cualquier tipo de perdón legal a funcionarios

por crímenes cometidos durante el desempeño del

gobierno para el que trabajaron, a pesar de la

despreocupación absoluta y definitiva por la dignidad de las

víctimas que la misma ley de amnistía propiciaba, a

pesar del manto de impunidad que arrojaba sobre crímenes de

lesa humanidad, la ley de amnistía siguió adelante

tratando de convertir el perdón en auténtico olvido.

     A quienes argüían contra la ley de amnistía

se les contestaba, desde el masivo aparato de propaganda del

gobierno, acusándoles de inhumanos, rencorosos, amargados,

partidarios de la guerra, enemigos de la paz, etc. Si estaban

vinculados a la fe cristiana, se les recordaba el mandato cristiano

de perdonar al enemigo y de poner la otra mejilla frente al

agresor. 



     Para quienes nunca habíamos sentido odio por los

verdugos, o habíamos aprendido a dominarlo desde la luz del

Evangelio, el problema no era el perdón cristiano,

fácil, en realidad, de dar, desde el primero momento. El

problema era la justicia debida a las víctimas, sobre las

cuales se pasaba con el mismo olímpico desprecio con el que

se había pasado antes frente al dolor de los pobres de El

Salvador. Si las víctimas, por serlo, carecen de todo

derecho, bienvenidas sean las amnistías generales. Pero si

las víctimas son personas humanas, con una dignidad que fue

pisoteada, con unos ideales y un futuro que fueron destrozados

irracionalmente, con unos derechos que no fueron tenidos en cuenta

por quienes tenían el deber moral y legal de protegerlos,

entonces la cuestión no es un problema de quién

perdona o quién no. Es un problema, más bien, de

continuar, en la práctica, conculcando los derechos de

quienes fueron, en su momento, despojados de los mismos, aunque

muchos de ellos estén ya muertos. Y es una

continuación de las violaciones del pasado, con el agravante

de ser ahora oficial y públicamente apoyada por las

instituciones gubernamentales. Esto, por más que se perdone

a los agresores, no puede ser olvidado.



     El perdón, en realidad, camina de otra manera y no

puede funcionar como una coartada para evitar la justicia, en la

medida en que ésta sea posible. El problema, incluso legal,

no es perdonar, sino que los verdugos, en la medida en que

mantienen poder político e influencia, se dejen perdonar.

Porque el perdón legal sólo se puede otorgar cuando

se conoce y reconoce la realidad de la ofensa. Quienes niegan la

ofensa cometida sólo dejan la alternativa de ser absueltos

o vencidos en juicio. Y frente a estos verdugos pertinaces es un

deber ético y moral perseguir, al menos, que la historia los

juzgue, y, si es posible, también la justicia. Enfrentar hoy

la impunidad es salvar vidas el día de mañana.



     Un perdón cristiano, por otra parte, que renunciara a

la defensa de las víctimas no sería perdón

cristiano sino sucia connivencia con los autores del crimen. Lo

mismo que un perdón legal que encubra a los verdugos y

olvide a las víctimas, podrá ser legal, pero nunca

ético o moral.



     A quienes duden lo que hemos dicho sobre el perdón

cristiano bueno les sería leer las primeras predicaciones de

los Apóstoles. En ellas, en efecto, Pedro supedita la

conversión, y con ella el perdón, entre otros

aspectos, al reconocimiento del crimen cometido. "Ustedes lo

entregaron a los malvados, dándole muerte, clavándole

en la cruz" (He. 2, 23), dice Pedro en su primera

predicación pública llamando a la conversión.

Y en la segunda no duda en repetir: "Dios... ha glorificado a su

siervo Jesús, a quien ustedes entregaron y a quien negaron

ante Pilatos cuando éste quería ponerlo en libertad.

Ustedes renegaron del Santo y del Justo y pidieron como una gracia

la libertad de un asesino, mientras que al Señor de la

gloria lo hicieron morir" (He. 3, 13-14). No hay llamadas al

perdón y olvido sino exhortación al reconocimiento

del crimen. Y sólo desde ese reconocimiento la muerte del

justo se convierte en salvación para el verdugo.



    Dentro de las posibilidades salvadoreñas, algunos de los

que nos considerábamos al menos "parte ofendida" por las

violaciones de los derechos humanos, proponíamos, como

contraparte al falso perdón, un esquema de

reconciliación distinto a la amnistía general. No nos

movía en ello ningún espíritu de venganza sino

el deseo de conseguir una reconciliación construida sobre la

verdad, y en ese sentido más duradera y con fuerza de

garantía contra una barbarie que no queríamos que

fuera repetida.



     Proponíamos una ley de reconciliación que,

partiendo de los derechos de las víctimas, y de la necesidad

de reconciliación nacional después de una guerra

civil, tuviera las siguientes características. Durante un

tiempo todos los crímenes cometidos durante la guerra

serían perseguibles de oficio y/o a partir de la

acusación privada. Los acusados, previo reconocimiento de

sus crímenes ante un juez, podrían acogerse a una ley

de indulto que eximiera de la pena temporal -aunque no todos

estábamos de acuerdo en aceptar esto para todos los casos.

El juez sin embargo, según los delitos, impondría

penas que irían desde sanciones económicas en

beneficio de las víctimas hasta determinados servicios

sociales y/o la inhabilitación para cargos de

responsabilidad política o administrativa en instituciones

estatales. Quienes hubieran violado derechos humanos durante la

guerra podrían presentarse voluntariamente ante el juez y

seguir este proceso antes de ser acusados. Y los jueces, por su

parte, tendrían también la facultad de deducir

responsabilidades al Estado, cuando los acusados hubieran actuado

bajo su amparo. A quienes, tras ser acusados, no se quisieran

acoger al indulto ofrecido por la ley, se les seguiría

juicio, ateniéndose las partes a los resultados.



                                                                  

El perdón camina de otra manera y no puede funcionar como

una coartada para evitar la justicia, en la medida en que

ésta sea posible.

                                                                  



     A pesar de la desconfianza que la Comisión de la Verdad

manifestaba frente al sistema judicial salvadoreño, del que

también tenemos experiencia quienes hemos seguido juicios,

la consideración de las instancias legales tiene toda una

serie de ventajas. Si la verdad, decíamos al principio, es

el elemento básico sobre el que se construye la

reconciliación, pasar los casos a través del sistema

judicial ofrecía la posibilidad de profundizar en ellos,

incluso aunque los resultados del juicio fueran adversos a las

víctimas. Las posibilidades de exigir responsabilidades

subsidiarias y reparación para las víctimas o sus

familiares hubiera estado consagrada por la ley. Y el mismo fallo

legal constituía, además de un desafío

positivo para un sistema judicial que comenzaba a aceptar la

necesidad de reformarse, una manera más racional de dar fin

al proceso de reconciliación. Incluso en el caso de que los

tribunales fallaran, siempre habría algún caso en el

que la justicia funcionara y se convirtiera en precedente. Y

siempre tendríamos una razón más para

reestructurar a fondo el sistema judicial.



     Lo que aquí afirmamos, aunque en pequeña escala,

lo habíamos experimentado incluso antes de que el gobierno

promulgara la ley de amnistía. En efecto, cuando dos de los

militares condenados por el asesinato de los jesuitas de la UCA

llevaban un año de cárcel, tras haber terminado el

juicio (antes habían estado en situación de arresto

en batallones del Ejército), los jesuitas pedimos un indulto

para ellos. La coherencia con nuestro proyecto de verdad, justicia

y perdón, nos movía a tomar esta decisión.

Considerábamos entonces que realizados los pasos de verdad

y justicia, y acercándose la firma de los tratados de paz,

era el momento de echar a caminar un esquema de

reconciliación que resultara válido para la sociedad.

Además, el hecho de que los inductores del crimen -militares

de alto rango en servicio activo en el Ejército que

habían dado la orden de asesinar-  permaneciesen libres, y

habiendo sido absueltos en el juicio los soldados y oficiales que

ejecutaron el crimen, nos parecía una injusticia comparativa

que los intermediarios de la orden continuaran en la cárcel.



     De hecho, aunque la petición de indulto fue desechada,

atacada y calificada como "acto "político de curas

extranjeros" por parte de miembros del Congreso salvadoreño,

los efectos de nuestra petición en el terreno de la

reconciliación superaron nuestros cálculos. Y nos

mostró que, además del perdón cristiano, o

moral, como podrían decir otros, la reconciliación e

incluso la clara comprensión personal de quienes fueron reos

de crímenes, puede surgir incluso a lo largo de intrincados

y complejos procesos legales.



     Más allá del perdón moral, siempre

necesario como un primer paso de reconciliación, ¿se

pueden perdonar legalmente, repetimos la pregunta, crímenes

de lesa humanidad después de una guerra civil? Nuestra

respuesta es clara en el sí, pero señalando al mismo

tiempo que el acusado y convicto del crimen debe dejarse perdonar.

Reconocer su culpa, reparar, o estar dispuesto a reparar, en la

medida de lo posible, el daño causado, y asumir algunas

consecuencias de tipo penal precautorias, serían las

condiciones que indicarían que la persona está

dispuesta para el perdón. Y por supuesto, realizando este

proceso ante la autoridad legítima.



4. Tareas



     Cuando las cosas no salen como uno desearía, cuando se

producen amnistías encubridoras, cuando los verdugos se

siguen moviendo, al menos en algunos sectores de la sociedad, con

el estilo y la prepotencia de los vencedores, ¿cuál

sería la tarea de quienes desean verdad, justicia y

perdón? Creo que la tarea es sencilla, al menos en su

primera formulación. Se debe seguir batallando por devolver

su dignidad a las víctimas, bien sea por vías legales

o morales. Las del pasado y las que propicia la nueva impunidad. Y

simultáneamente, se debe proseguir la tarea de construir una

sociedad en la que estructuras sociales y leyes estén

basadas y realizadas desde una cultura solidaria. 



     Quedarse sólo en el recuerdo de las víctimas,

olvidando las responsabilidades del presente, lleva a traicionar a

aquellos a quienes decimos recordar. Puesto que quienes murieron,

lo hicieron, en general, ofreciendo sus vidas por una sociedad

más justa. O al menos, aunque fuera implícitamente,

deseando una sociedad en la que el fuerte no fuera por

definición el destructor de la vida del débil, sino

su protector. Y no podemos separar su vida de su muerte, si

queremos de veras reivindicarles. Cuando la venganza, en su

expresión legal, se pone por encima de la

construcción de una sociedad más justa, se prioriza

el ojo por ojo, olvidando lo más humano y honroso de quienes

cayeron.



     Pero también pretender construir una sociedad

más justa sobre el olvido de todos aquellos que,

víctimas de la represión, cayeron buscando libertad,

dignidad humana y justicia social, sería una

aberración. La dignidad del género humano no puede

construirse sobre el olvido de los más dignos. Y

todavía más, la humanidad no tendrá futuro si

es incapaz de reconocer la dignidad de  todas aquellas personas que

fueron víctimas del egoísmo institucionalizado y de

la indiferencia ante los problemas de los pobres. Llámense

éstos, niños que mueren por falta de vacunas en

Africa, o niños forzados a la prostitución infantil

en Asia y muertos de sida prematuramente. Al final olvidar puede

equivaler a construir un futuro de asesinos, por mucho que la

palabrería dominante hable maravillas de la democracia.



     Sólo manteniendo simultáneamente el recuerdo de

las víctimas y de su dignidad, y el compromiso constante en

la construcción de una sociedad democrática,

tolerante y participativa, podemos redimir la incoherencia de vivir

en un mundo en el que el verdugo continúa, con frecuencia,

prevaleciendo sobre la víctima.



     En este contexto es indispensable tener claridad sobre el tipo

de sociedad que deseamos para el futuro. Y especialmente, de los 

valores que debemos personal y socialmente cultivar para construir

esa sociedad democrática y pluralista de la que hablamos. En

el contexto concreto de El Salvador, es preciso que dos valores,

con frecuencia mencionados por Ellacuría, estén

presentes en cualquier proyecto de futuro. Se trata de la

solidaridad y de la austeridad.



                                                                  

     Quedarse sólo en el recuerdo de las víctimas,

olvidando las responsabilidades del presente, lleva a traicionar a

aquellos a quienes decimos recordar.

                                                                  

 

     La verdad, la justicia y el perdón sólo tienen

eficacia histórica si generan y se unen a una nueva cultura.

De hecho este triple proceso no constituiría un proceso

auténtico de reconciliación si no engendra un nuevo

modo de ver las cosas. La verdad sobre nuestra dramática

historia no sería tal si no produjera un grito de "nunca

más", solidario con las víctimas y esperanzado con el

futuro. La justicia no sería completa si no se ubica en la

realidad y ofrece a todos posibilidades de reparación. Y el

perdón no sería real si no transforma las actitudes

culturales, sociales y políticas que desencadenaron la

violencia. En otras palabras, que estas tres dimensiones de verdad,

justicia y perdón, básicas para salir del pasado con

honestidad, únicamente pueden concretarse y hacerse eficaces

en el futuro a través de la solidaridad. Y, en el caso de un

país pobre como el nuestro, a través también

de la austeridad.



     En efecto, si después de una guerra, no se resaltan, a

través de leyes y actitudes, los valores de la solidaridad,

tanto en el seno de la familia, el trabajo, las instituciones

estatales y las organizaciones no gubernamentales, no hay

garantía de restauración de los derechos humanos a

largo plazo, ni de construcción de una sociedad

democrática.



     En El Salvador en particular, estamos asistiendo a un aumento

de la violencia, plagado de crímenes aterradores. Si bien es

cierto que es necesario un cierto endurecimiento de medidas contra

el crimen, y sobre todo una mayor profesionalización de la

policía y del sistema judicial, la solución a largo

plazo de lo que vivimos no estriba en la mano dura. El exceso de

crueldad y de insolidaridad que la guerra produjo, no sólo

destrozó valores, sino que creó una amplia gama de

desadaptados sociales que en muchos casos rayan claramente en el

desajuste psicológico y la enfermedad mental. Alentados,

además, por el ejemplo de impunidad de sus antiguos jefes,

que ya hemos analizado.



     En esta situación de posguerra, en vez de responder a

la problemática económico-social con amplios

proyectos de solidaridad, nos hemos embarcado en unos sueños

de progreso de corte individual liberal que incitan a los

desadaptados sociales a buscarse la vida con los propios

únicos recursos que les han quedado después del

proceso de deshumanización que significó el conflicto

bélico: la violencia, el robo y la confianza en la

impunidad.



     Es indudable que necesitamos, después de tantos
años de guerra, de un replanteamiento de la economía,

y que esta no puede organizarse de un modo ajeno a las tendencias

mundiales. Pero también es cierto que si no se toman medidas

serias y pensadas, para que el progreso económico vaya

acompañado de un claro  desarrollo social, los resultados

pueden ser tan tristes como la guerra civil que acabamos de pasar.

Y se daría de nuevo la triste coincidencia de un grave

conflicto social tras una época de crecimiento

económico, como sucedió con la guerra de los '80.

Sólo el desarrollo social puede evitar el conflicto en una

sociedad como la nuestra. Y es evidente que dicho desarrollo

sólo se puede construirse sobre valores de solidaridad.



     En la seguridad social, en el crédito al mediano y

pequeño productor, en el enfrentamiento eficaz de los

déficit de vivienda, salud o alimentación, en los

programas educativos, en el apoyo a la familia, quedan enormes

tareas por realizar. Pensar que lo más urgente es tener

dinero, y que ya más adelante nos ocuparemos de eso es un

error. Y es reproducir, a nivel macrosocial, las actitudes

machistas de algunos cabezas de familia que creen que su

única obligación con respecto al hogar es dar dinero.

El fracaso de tantas familias de este estilo debía hacernos

pensar en la posibilidad de fracaso de una gran estructura social

en la que el lucro sea el factor determinante del desarrollo, en

vez del bienestar de la ciudadanía.



     La austeridad, por su parte, puede servirnos de baremo y

medida de la coherencia de nuestra solidaridad. Si a escala mundial

la austeridad es necesaria para construir un orden más

justo, y por ende más pacífico -no se pueden

universalizar los patrones de consumo de los países ricos-,

un país pobre como El Salvador no puede ser solidario sin

ser austero. El derroche, el lujo insensible de algunos sectores de

la población, la corrupción administrativa, la

despreocupación por el erario público, de la que

hemos visto recientemente un caso impactante en las manipulaciones

económicas del Fondo de Inversión Social, nos hablan

de algo muy distinto a la austeridad. 



     La insistente cultura consumista en medio de la pobreza, no es

sino una invitación al crimen hecha a quienes no pueden

consumir. En efecto, no se puede decir sistemáticamente a la

población en general que su dignidad humana y su

realización personal depende de consumir determinados

productos (aunque se utilicen otras palabras para transmitir este

mensaje), y al mismo tiempo hacerle ver al sesenta por ciento de la

ciudadanía que no puede consumir lo que se anuncia, que se

conformen, que trabajen, que ahorren y que tal vez algún

día les llegue a sus hijos la oportunidad de ser "personas".

Muchos aguantarán ese mensaje doble y desquiciado, pero

otros, simplemente, no querrán esperar más. Y no

buscarán caminos legales para obtener esos objetos de

consumo que dan status social.



     Instituciones del Estado, organizaciones no gubernamentales,

sectores pudientes de la sociedad, embajadas, en algunos aspectos

las mismas iglesias, incluida la nuestra, deberían formular

planes de austeridad coherentes con la construcción de una

cultura solidaria y austera. El texto evangélico del pobre

Lázaro, sentado a la puerta de quien derrocha en banquetes,

permanece como denuncia profética en nuestra sociedad. Pero

además, y en el terreno estrictamente laico, es evidente que

un país pobre como el nuestro no puede alcanzar las metas de

desarrollo que se propone sin promover directamente la austeridad.

Valga como ejemplo la curiosa contradicción en la que caen

algunos economistas de los que suelen ser alabados por los sectores

dominantes. Estos economistas insisten en la necesidad de generar

ahorro en el país, pero no mencionan para nada la necesidad

de proponer planes de austeridad. ¿Puede un país pobre

como el nuestro desarrollar el hábito del ahorro sin

desarrollar primero hábitos de austeridad?



     Verdad, justicia y perdón son valores por los que hemos

luchado como camino de reconciliación. Hoy, en una sociedad

no reconciliada con su propia realidad ni con su propia historia,

debemos continuar trabajando en la elaboración de la verdad

sobre nuestra propia realidad. Y debemos también continuar

en búsqueda de una justicia que dé amparo,

protección y reparación a las víctimas, y de

un perdón que garantice la convivencia reconciliada y

pacífica. Pero además, hoy debemos vivir esa triple

tarea desde el compromiso con la construcción de una

sociedad basada en la solidaridad y la austeridad. De lo contrario

no hay futuro, por mucho que nos lo canten quienes desde hace cien

años vienen repitiéndonos, con distintos tonos,

discursos sobre un progreso ilimitado que pondría a El

Salvador al frente del desarrrollo mundial.



     Y no es que la solidaridad y la austeridad constituyan en

sí mismas programas de gobierno de efecto inmediato y

semimágico. Pero son realidades que deben verse reflejadas

no en los discursos, sino en los números, llámense

éstos renta per cápita, índices de mortalidad

infantil, ahorro, beneficios sociales, capacidad adquisitiva, etc.

Para ello es necesario que comencemos, poco a poco, con mucho

diálogo y buena voluntad, con mucha persistencia y honradez,

a trabajar en el establecimiento de las bases de una nueva cultura.