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ECA, No. 576, octubre de 1996 Cruzada contra la delincuencia: ¿democracia versus autoritarismo? El Salvador atraviesa por una difícil situación de violencia social, en el marco de la cual ocupa un lugar importante la llamada "violencia delincuencial". El combate de esta última no sólo se ha vuelto punto de agenda gubernamental, sino que se ha traducido en actitudes y prácticas, emanadas de los círculos de poder estatal, que han puesto en la mesa de discusión el tema de una posible "involución autoritaria" que daría al traste con los avances del proceso de democratización. Este peligro ha llevado a prestar atención a un problema que algunos, a estas alturas, creen superado: la necesidad de optar (y luchar) por la democracia por sobre el autoritarismo. Si desde los círculos de la derecha se apuesta por este último, la sociedad civil debe defender los fueros de la legalidad, la tolerancia, el pluralismo y el respeto a la dignidad humana. El combate contra la delincuencia no debe convertirse en estratagema para violentar los logros del proceso de democratización alcanzados desde la firma de los Acuerdos de Paz. Para ponderar en todo su alcance la afirmación precedente, hay que caer en la cuenta que la lucha contra la delincuencia viene siendo desde hace varios meses el caballito de batalla de las autoridades de nuestro país. El Presidente de la República, Armando Calderón Sol, y el Ministro de Seguridad Pública, Hugo Barrera, son las cabezas visibles de la ofensiva que se ha iniciado en los círculos gubernamentales con el propósito de enfrentar un problema - el de la violencia delincuencial- que está dando lugar a un clima de terror generalizado entre los distintos sectores sociales. Ciertamente, las modalidades que ha cobrado este tipo de violencia no son para cruzarse de brazos: a las prácticas "tradicionales" de criminalidad (asaltos armados, secuestros, robos callejeros, etc.), que por sí mismas han alcanzado índices desde todo punto de vista intolerables, se han sumado otras prácticas violentas con un claro componente patológico que no se puede dejar de lado, como lo muestran los asesinatos colectivos (en los que niños de brazos, adolescentes y ancianos son masacrados con lujo de barbarie) que han comenzado a volverse comunes en El Salvador. ¿Hasta qué punto este segundo tipo de violencia es "delincuencial" y hasta qué punto no lo es? Si no es puramente delincuencial, ¿de qué tipo de violencia se trata? ¿Cómo enfrentarla eficazmente? Estas son algunas de las interrogantes que deberían hacerse quienes se preocupan por el auge delincuencial en el país. Porque ante el preocupante incremento de la criminalidad, así como ante la diversidad de sus modalidades, las respuestas simples no garantizan en lo absoluto ni su prevención ni su control ni mucho menos su erradicación. La ofensiva antidelincuencial lanzada por las autoridades gubernamentales tiene cuando menos dos limitantes: la primera es que reduce la violencia imperante a "violencia delincuencial", presuponiendo que en cada caso criminal existe como móvil buscar apropiarse de los bienes de la víctima (bienes que no tienen porqué ser estrictamente materiales), por lo cual el ejercicio de fuerza que hace el víctimario es puramente instrumental-racional: utiliza determinados medios para alcanzar sus fines, cuidándose de que aquéllos no desborden hacia prácticas que pongan en peligro la consecución de éstos. En segundo lugar, si la violencia es tipificada como delincuencial, las medidas para enfrentarla tienen que ser de naturaleza "antidelincuencial", lo cual quiere decir instrumental- punitivas. Se trata aquí, en lo que atañe a la sanción o castigo, de un criterio de proporcionalidad: al delincuente hay que castigarlo en un grado tal que compense el daño causado a sus víctimas y a la sociedad. En lo que se refiere a la seguridad de que ese castigo va a ser aplicado, se trata de tecnificar los mecanismos de investigación y de movilización judicial-policial de modo que éstos sean lo más eficaces posible. El combate contra la violencia, cuando esta es reducida a violencia delincuencial, se resuelve con criterios cuantitativos. Según sea el crimen, así será la sanción penal. Y, resuelto eso, habrá que incrementar el número de efectivos policiales para garantizar que cada criminal reciba el castigo correspondiente a su delito. La fórmula es simple: es la fórmula del Presidente Calderón Sol y del Ministro Barrera; es también la fórmula de los 48 diputados que decidieron reformar la Constitución política para ampliar la aplicación de la pena de muerte a los casos de violación, secuestro y homicidio agravado. En efecto, con la pena de muerte, el delincuente vendría a compensar con su propia vida el haber violado, secuestrado o asesinado. Siendo esta la pena máxima, los demás castigos irían descendiendo en intensidad hasta llegar a las sanciones menos fuertes. Cada delincuente recibiría lo suyo, y precisamente esa certeza se convertiría -para quienes aceptan la lógica de la proporcionalidad- en un disuasivo importante para contener la propensión al crimen. En el límite, el mayor disuasivo sería la certeza de que en determinados actos criminales el castigo puede ser la pérdida de la propia vida. Pero ¿qué sucede cuando, pese al imperio de esa lógica, la criminalidad sigue en aumento? ¿Qué sucede cuando, pese a la vigencia de la pena de muerte, los asesinatos, las violaciones y los secuestros no disminuyen? ¿Qué decir de esa violencia que, al menos aparentemente, no tiene un sentido instrumental-racional, pues excede con creces aquellos objetivos que presuntamente se buscarían? Estas y otras interrogantes han salido a la luz pública en más de una oportunidad. En ellas se trasluce que el problema de la violencia es un fenómeno complejo, en el cual la violencia delincuencial es una de sus dimensiones. Por consiguiente, reducir las medidas para enfrentarlo a mecanismos puramente punitivos es un desatino mayúsculo, sólo explicable por las urgencias gubernamentales de encontrar "soluciones" rápidas y simples a los complejos problemas del país. El castigo, moderado o extremo, como respuesta al auge de la violencia es la solución más fácil, pues ahorra a las autoridades gubernamentales la penosa tarea de elaborar un diagnóstico serio sobre las causas de la misma, así como sobre los mecanismos más adecuados para prevenirla y contenerla en sus distintas modalidades. Pero falta algo más: la "solución" no sólo sirve para colmar una demanda de seguridad que proviene de la sociedad, sino también para reforzar las tendencias autoritarias de un Estado controlado por la derecha. Una cosa es innegable: la vida cotidiana de los salvadoreños está en permanente amenaza y el Estado es el único responsable de revertir esa situación. De ello no se sigue, sin embargo, que las medidas estatales deban decantarse exclusivamente hacia la coerción o, peor aún, que los dirigentes gubernamentales se aprovechen de una demanda social impostergable para reforzar sus pretensiones autoritarias. No se trata de ser ingenuos, pues el auge de la delincuencia tiene en jaque a la sociedad salvadoreña. Y, en un afán de combatirla de la forma presumiblemente más eficaz, desde la derecha se lanzó una feroz campaña en favor de la pena de muerte que tuvo como uno de sus elementos motivadores el fusilamiento, el viernes 13 de septiembre, de dos ciudadanos guatemaltecos, quienes fueron declarados culpables de la violación y asesinato de una niña de cuatro años. Sumando esfuerzos a la campaña de la derecha, los medios de comunicación salvadoreños dieron amplia cobertura al momento crucial de la condena, y de ese modo prácticamente todos pudimos presenciar cuando el pelotón de fusilamiento hizo las descargas de rigor sobre la humanidad de los condenados, así como el desplome de los cuerpos de éstos. Se trató de una muerte ascéptica, sin pedazos de miembros esparcidos por los aires como en las películas de acción a las que nos tiene acostumbrados el cine de Hollywood. Lo grotesco de la muerte violenta -sangre, miembros destrozados- no apareció por ninguna parte; todo sucedió como si la muerte real fuese menos espectacular y sangrienta -más aceptable, más llevadera- que la muerte de ficción. En las fotografías tomadas por la prensa y en los videos de la televisión quedó plasmado, como hecho frío y ajeno, el momento de la ejecución. Una y otra vez la escena fue llevada a la pantalla de la televisión y la prensa la recordó una y otra vez. Asimismo, cuanto más ello sucedió, más nos acostumbramos al hecho; es decir, el mismo se fue convirtiendo en parte de nuestra cotidianidad. Después de todo, ver a dos seres humanos caer abatidos por ráfagas de fusil no fue tan trágico como pudo parecer a primera vista: los dos guatemaltecos, como lo mostraron "objetivamente" la televisión y la prensa, murieron con la mayor simplicidad y limpieza. Todos fuimos testigos de la muerte de dos hombres; más aún, todos nos volvimos capaces de opinar con la mayor naturalidad sobre la misma, poniéndonos a favor o en contra. Los medios se encargaron de "enseñarnos" que la muerte no era algo del otro mundo, sino algo para ver en familia, sentados en un sillón, mientras descansábamos, almorzábamos o manteníamos una conversación de sobremesa. No hubo tragedia ni dolor, sólo espectáculo y diversión. Los medios no sólo nos convirtieron en espectadores de la muerte, sino que llevaron, sin perder nuestra condición de espectadores, a decidir si era legítimo o no condenar a alguien a morir. Y nosotros, asumiendo nuestra condición de asistentes al show montado por los medios, estuvimos prestos a decir "de acuerdo" con la pena de muerte. No tuvimos problema para ello, pues los medios (de)formaron nuestra opinión haciéndonos creer que lo doloroso era indoloro y que la tragedia era comedia. Por supuesto que el espectáculo en torno a la muerte de los dos condenados guatemaltecos puso de relieve elementos políticos importantes. No sólo se tenía que convencer a todo el mundo que la ejecución por un pelotón de fusilamiento era totalmente ascéptica, sino que, por su simplicidad y contundencia, se convertiría a partir de ese momento en la medida más eficaz para combatir la delincuencia y la criminalidad. El razonamiento que comenzó a difundirse era, de nuevo, simple: los delincuentes, una vez que caigan en la cuenta que la muerte les espera con seguridad por cometer determinadas fechorías (violación, secuestro, asesinato), se autocontrolarán, ya que el temor a ser fusilados será más fuerte que su afán por delinquir. Quienes no se autocontrolen serán eliminados, con un método simple, eficaz y económico. El crimen disminuirá tanto por el "temor" que envolverá a los delincuentes como por la "limpieza" que se hará de quienes no se contengan pese a la amenaza de ser penalizados con la muerte. Este es el argumento que propagó el Presidente Armando Calderón Sol -casi inmediatamente después del fusilamiento de los guatemaltecos- cuando clamó por la pena de muerte como mecanismo de persuación que ayudará a los delincuentes a "meditar y reflexionar" sobre las consecuencias de sus fechorías. Calderón Sol fue secundado en ese momento por los diputados de ARENA, quienes clamaron no sólo por aplicar la medida -misma que está contemplada en el Artículo 22 de la Constitución Política para penalizar delitos de orden militar-, sino por ampliarla hasta abarcar el homicidio agravado, el secuestro y la violación. A este coro de voces se sumó Ronal Umaña, quien - apelando a la doctrina social de la Iglesia- afirmó tajantemente estar a favor de la pena de muerte "para los violadores de niños". En la misma línea, la posición del líder de la "nueva clase política" fue avalada por el Arzobispo de San Salvador, Mons. Fernando Saénz Lacalle, quien sostuvo que "si algún país no tiene los sufientes recursos como para poderse defender de la delincuencia, no sería inmoral ni amoral que tenga la pena de muerte en su legislación". Progresivamente, un clamor a favor de la pena de muerte comenzó a irradiarse desde los sectores políticos y religiosos de derecha. A ese clamor se sumaron los medios de comunicación, los cuales se dieron a la tarea de crear en la conciencia colectiva el mito de la pena de muerte como "solución" adecuada para la ola delincuencial que abate al país. La campaña de los medios ha terminado siendo avalada por el clima de opinión que se ha impuesto en la sociedad: cada vez más salvadoreños aceptan sin titubear la pena de muerte y son menos los que pueden ofrecer un argumento contrario que pueda ser defendido sin parecer antipopular. Vox populi, vox Dei: este es el lema que el gobierno y los grupos de derecha del país asumieron para hacer avanzar su iniciativa en favor de la pena de muerte. Es decir, apelaron a la opinión popular -una opinión prefabricada por la arremetida de los medios- para lagitimar una medida que en lo absoluto es la solución para la criminalidad y la delincuencia. Ciertamente, se trató de una salida fácil para el gobierno; una salida que le permitirá blandir, sobre quienes son considerados como la escoria de la sociedad, su brazo autoritario. Y ello sin la menor contemplación y con el consentimiento de los ciudadanos. Pero que sea lo más fácil para el gobierno no quiere decir que sea lo mejor para la sociedad, por más que ésta apoye masivamente la medida. El gobierno de forma hábil ha pretendido hacer pasar por democracia la apelación a la decisión de la mayor parte de salvadoreños en favor de la pena de muerte. Pero eso no es democracia ni mucho menos, pues una cosa es la "voluntad de todos" y otra muy distinta la "volutad general": mientras que aquélla apunta a los deseos del mayor número, esta última tiene que ver con lo que es mejor para la mayoría en orden a la humanización de la sociedad. En El Salvador, que la mayoría clamara por la implantación de la pena de muerte -y que el gobierno haya apelado a ese deseo para implementarla- no era señal de democracia, sino de deshumanización masiva. Algo que se dejó de lado era si con una medida de esa naturaleza la sociedad salvadoreña se humanizaría o se deshumanizaría, si se fortalecería o se denigraría moralmente. Todo apunta a que en ese momento nos movíamos en la segunda dirección, esto es, en la línea de la deshumanización y la denigración moral. Que una sociedad tenga que llegar a la eliminación física de sus miembros pone de manifiesto lo precario de sus mecanismos de justicia. Que una sociedad tenga que amenazar de muerte a los transgresores del orden revela la debilidad de mecanismos de control social alternativos a la pena de muerte. Lo peor, sin embargo, es que nadie se avergonzó un ápice por ello. Tener que matar a un ser humano, por más horrendo que haya sido su crimen y por más que esa muerte esté avalada por la sociedad, debía llenarnos de tristeza y bochorno, pero nos pareció lo más normal. Con la ayuda de los medios, trivializamos la muerte de esos a quienes consideramos enemigos de nuestros bienes y de nuestras familias. ARENA, pues, se las arregló para convencernos de que con el exterminio de la escoria de la sociedad todos viviremos felices. Una vez logrado lo anterior, restaba el trámite legislativo que llevara a feliz término la iniciativa arenera. Y así, tras varias semanas de discusión pública y de una intensa campaña publicitaria, ARENA pudo sacar adelante su propuesta de reformar el Artículo 27 de la Constitución Política para que los acusados de secuestro, homicidio agravado y violación puedan ser sentenciados con la pena de muerte. A los 40 votos de ARENA se sumaron los votos del PCN (4), diputados independientes (3) y uno del PDC, con lo cual se alcanzaron los 48 votos necesarios para aprobar la reforma constitucional, que sin embargo tendrá que ser ratificada por la próxima legislatura. Por su parte, el FMLN, el PRSC, el PD y la Convergencia Democrática -que en conjunto sumaron 23 votos- fueron tajantes en su rechazo a la medida, por considerar que la misma, más que ser una solución a la problemática delincuencial del país, es una muestra de la incapacidad del gobierno para elaborar y poner en práctica mecanismos más integrales de prevención y control de la criminalidad. Varias cosas llaman la atención en la decisión de la Asamblea Legislativa. La primera es el servilismo mostrado por los diputados del PCN, los independientes y el del PDC hacia ARENA. Ante una situación que exigía un máximo de seriedad y racionalidad, dominaron los favores que se han recibido o que esperaban recibir, así como los pactos y las negociaciones oscuras entre quienes, se supone, han sido electos para defender los intereses ciudadanos y nos los intereses de un grupo particular. Es inaceptable la subordinación de algunos diputados a las decisiones de ARENA; es inaceptable que esa subordinación esté motivada por intereses mezquinos. Así como es necesario rechazar la sumisión incondicional de los diputados a los dictados de su partido, es necesario rechazar aun con mayor fuerza la sumisión de aquéllos a los dictados de un partido que no es el suyo, sobre todo cuando se sospecha de que en ello intervienen regalías políticas y económicas. En segundo lugar, ARENA mostró que es capaz de imponer su poder de persuación por sobre los fueros de la argumentación racional. La razón indica que la pena de muerte no resolverá los problemas de criminalidad en el país, pero el Presidente Calderón Sol, el Ministro de Seguridad y los miembros del partido creyeron que sí. Como en su lógica lo que ellos piensan debe ser aceptado por todos sin discusión, entonces la pena de muerte tiene que imponerse en el país. Y, de ese modo, todo el aparato propagandístico de ARENA -apoyado por el amarillismo de algunos medios y la voz ambigua del Arzobispo de San Salvador- se pusieron en función de lograr aquel objetivo. No se impuso la decisión más razonable, sino la que se generó en los círculos de poder de la derecha. ARENA hizo de la ampliación de la pena de muerte un asunto en el cual tenía que demostrar a propios y extraños quién tiene el poder en El Salvador. Una vez más, pues, el poder se impuso sobre la razón; el autoritarismo sobre la democracia. La gran perdedora es la sociedad, que ve cómo el Estado se atribuye la función de administrar la muerte sin que importen los costos éticos y humanos que ello pueda traer consigo. En el ambiente ha terminado por imponerse la tesis de que los delincuentes son un cáncer que tiene que ser extirpado. No sólo se presume que son personas de segunda o tercera categoría, sino que el respeto de su vida no cuenta en lo absoluto. Curiosamente, muchos de quienes defienden la pena de muerte son feroces detractores del aborto; y su lucha la libran apelando al respeto que debe tenerse por la vida humana como obra de Dios. Es decir, quienes no aprueban bajo ninguna circunstancia la práctica del aborto y señalan con el dedo inquisidor a madres, médicos, enfermeras y parteros que se involucran en la misma, están prestos a aprobar con la mayor de la naturalidad que el Estado tome en sus manos la decisión de quitar la vida a determinadas personas. ¿Quiere decir entonces que a los ojos de Dios hay vidas que sí merecen respetarse y otras que no lo merecen? ¿Qué las vidas de los condenados a muerte no son obra de Dios? Otro argumento que se ha difundido es que quitar la vida a unos cuantos delincuentes es totalmente legítimo si con ello se va a garantizar la vida de muchas personas honestas. Estamos aquí ante una consideración meramente númerica, cuya frialdad no deja de ocultar un desprecio por la vida humana sólo comparable con la que mostraron el fascismo alemán y las dictaduras más sangrientas de América Latina. Evidentemente, este argumento es sumamente peligroso, porque a partir de él se pueden justificar las más crueles atrocidades: si se considera legítimo que el Estado quite la vida a algunos delincuentes para preservar la de los ciudadanos honestos, igual de legítimo puede parecer que el Estado extermine a los niños de la calle, prostitutas y vagabundos porque ellos afean la ciudad o constituyen una amenaza potencial para el bienestar y la seguridad de quienes no se encuentran en una situación de marginalidad. La idea de que hay que "sanear" a la sociedad no puede ser aceptada por quienes se encuentran empeñados en defender la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales. Si se otorga al Estado la postestad de realizar esa "limpieza" social no sólo se le dará la facultad para que decida sobre la vida de los ciudadanos, sino que éste decidirá a su antojo (más en concreto, según los intereses de quienes controlen sus instituciones) los alcances de esa limpieza. De este modo, se abrirá la puerta para que de lo delincuencial se pueda pasar a lo político. Porque, en definitiva, quien decidirá qué debe ser limpiado de la sociedad será el Estado, amparado en una legislación antidemocrática y premoderna. Muchos están contentos de que ARENA se haya salido con la suya al lograr la reforma constitucional en torno a la pena de muerte. Se entiende esa alegría en individuos y grupos vinculados a la derecha, pero no en quienes se dicen defensores de la vida humana, la igualdad y la fraternidad. Ojalá y estos últimos no sean víctimas de esa "razón de Estado" que ahora, con su alegría y sus posturas públicas, están contribuyendo a construir. Al aceptar que el Estado salvadoreño administre la muerte como una esfera más de sus atribuciones, se le está otorgando un poder que, como en el pasado, puede ser usado en contra de la sociedad. No cabe duda que estar en contra de la pena de muerte no es estar a favor de la delincuencia. Pero estar en contra de ésta no significa estar a favor de aquélla, especialmente porque no está claro cómo la amenaza de muerte va a detener el crimen cuando muchos de los que se involucran en actividades ilegales ya han aprendido a convivir con la muerte. Tampoco está claro como esa amanaza puede contener a quienes se saben con el poder y las influencias suficientes para evadir esa u otras medidas que pueda tomar el Estado en su contra. Sobran argumentos éticos y políticos para rechazar la pena de muerte. Sólo esquemas mentales autoritarios pueden justificar una medida de esa naturaleza. Sólo unos medios de comunicación faltos de ética pueden tomarse la tarea de alimentar el morbo popular haciendo de la muerte un espectáculo. Una cruzada contra la delincuencia es necesaria, y en la misma debemos involucrarnos todos los salvadoreños que le hemos apostado a la democracia. Empero, más sustantivamente, hay que lanzar una campaña contra la violencia en todas sus manifestaciones y modalidades. Contra la violencia delincuencial, sí; pero también contra la violencia estatal, la violencia empresarial y, en general, la violencia social que permea la cotidianidad familiar, escolar y laboral. Ello requiere un diagnóstico epidemiológico completo y riguroso sin el cual las medidas para combatir el problema de la violencia seguirán pecando de una simplidad imperdonable. Luis Armando González