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Tomado de ECA, No. 575, septiembre de 1996 Pronunciamiento Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" A favor de la vida y en contra de la muerte Ante el intento para reimplantar la pena de muerte en El Salvador, la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas se pronuncia abiertamente en contra de tal medida, porque es un castigo bárbaro, ineficaz e indigno de un Estado moderno y democrático. No obstante haber sufrido el asesinato de varios empleados, catedráticos e incluso de uno de sus rectores, la UCA no acepta la pena de muerte ni como respuesta vindicativa ni como dispositivo eficaz de ordenamiento social. Restablecer la pena de muerte implica reconocer que la ley de emergencia ha fracasado en cuanto a reducir la incidencia de la criminalidad por medio del endurecimiento de las penas. Si la pena capital fuese restablecida y no arrojara los resultados esperados, ¿a qué medida recurrirá el gobierno? Cuando las causas de la criminalidad radican en la pobreza injusta, la desintegración familiar, la herencia de una guerra sumamente violenta y cuando esas causas se refuerzan con el alcoholismo y la drogadicción, pretender reprimir el crimen endureciendo las penas es comenzar a construir la casa por el tejado. 1. Propuestas para reducir la criminalidad Si el gobierno en realidad está interesado en disminuir la incidencia de la violencia y en particular de la criminalidad debiera pensar en un plan estratégico, en el cual no debieran faltar los elementos siguientes. (a) Medidas orientadas a mejorar la calidad de vida de la ciudadanía como educar para la paz, promover el empleo masivo, apoyar los esfuerzos comunitarios para satisfacer las necesidades básicas, ofrecer oportunidades educativas y recreativas a la juventud, atender la salud mental de la población. (b) Limitar las causas directas y circunstanciales que impulsan a la violencia. Las medidas contra el alcoholismo y la drogadicción deben endurecerse drásticamente, pues, de hecho, muchos de los crímenes son cometidos bajo el influjo de estas sustancias. Los planes de salud mental del Ministerio de Salud deben ampliarse, ya que un elevado porcentaje de crímenes son cometidos por personas con desajustes psicológicos graves, advertibles y previsibles. El núcleo familiar y su integración debieran ser fortalecidos. Asimismo, los programas que estimulan la violencia en los medios de comunicación debieran estar regulados más estrictamente. (c) La Policía Nacional Civil debiera contar con un respaldo mucho mayor por parte del gobierno para adquirir una mayor capacidad investigativa, para otorgar mejores estímulos ante el deber cumplido y para aplicar sanciones más severas a aquellos agentes que cometan faltas o delitos o violen las leyes. El número de policías debe seguir aumentando, aunque ello implique la disminución del ejército. Asimismo, la Policía Nacional Civil debiera investigar a aquellas personas que hayan sido vinculadas con el crimen organizado y para ello, el informe del Grupo Conjunto podría ser un punto de partida. (d) Urgir al sistema judicial para que se reforme. Aunque algo se ha avanzado, el sistema judicial sigue siendo poco eficaz en el combate contra el crimen organizado. Es lento, no garantiza el debido proceso, acumula expedientes sin resolver y carece de capacidad para investigar. (e) Controlar y regular la tenencia y el uso de las armas de fuego. No debiera permitirse que menores de veinticinco años porten armas de fuego. La tenencia de armas largas o de combate debiera ser sancionada con multas severas y los reincidentes debieran ser enviados a la cárcel irremisiblemente. Mientras no se legisle con seriedad sobre estos campos, la pena de muerte será ineficaz. Al contrario, contribuirá a la brutalización de las costumbres al convertir el asesinato legalizado en un medio de lucha contra la violencia. Si la guerra pasada no terminó violentamente, sino recurriendo al diálogo y a la negociación, tampoco la violencia actual disminuirá con el uso de la fuerza, sino por medio de la educación para la paz y la erradicación de sus causas. 2. Razones en contra de la pena de muerte Históricamente, la pena de muerte, cuando estuvo vigente en El Salvador, en lugar de favorecer la administración de justicia la entorpeció. En efecto, los jurados, en aquellos casos en que se pedía dicha pena, preferían declarar inocentes a los acusados bien por compasión de los mismos o de sus familiares, cuando éstos eran pobres, o bien por temor a una posible venganza, en el caso de que fueran poderosos. De este modo, personas que, en otras circunstancias, hubiesen ido a dar a la cárcel durante muchos años, eran dejadas en libertad. Sociológicamente no está comprobado que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio. Lo que sí está comprobado es que todo aquello que deteriora el valor de la vida incide en el aumento de los niveles sociales de violencia. Así, la guerra civil recién pasada aumentó sobremanera el desprecio a la vida. En este contexto, no deja de ser paradójico que el mismo partido que amnistió a los criminales de guerra, que en parte son responsables del menosprecio actual de la vida, generador de tanta violencia, sea ahora el que proponga la pena de muerte para crímenes menores que las masacres del pasado y para criminales que con frecuencia aprendieron a menospreciar la vida militando en batallones de guerra. Más recientemente, la pena de muerte aplicada ilegalmente por la sedicente Sombra Negra en San Miguel no tuvo efecto disuasorio, sino que, al contrario, aumentó el nivel de la violencia. Psicológicamente es absurdo pensar que la pena de muerte disuade a la mayoría de los criminales potenciales. Muchos de quienes atentan contra la vida humana lo hacen bajo el influjo del alcohol o las drogas; otros lo hacen por serias deficiencias psicológicas; otros desde la seguridad de que sus crímenes quedarán impunes y otros, por reacción compulsiva a situaciones que perciben como peligrosas para ellos. Esta tipología no agota el espectro de asesinos potenciales, pero comprende a la mayoría. Claramente, ninguno de ellos piensa lógicamente antes de cometer su crimen. Aun concediendo que la pena de muerte pueda llegar a disuadir a un reducido número de criminales potenciales, el beneficio es tan pequeño que no compensa los males que la misma pena genera en cuanto a menospreciar la cultura de la vida y a embrutecer aún más a los verdugos y a cuantos contemplan embelesados el espectáculo de la ejecución de los condenados. Desde la perspectiva de la justicia, la pena de muerte con facilidad se vuelve discriminatoria y, por ende, en una injusticia más. De hecho, los más pobres no cuentan con una defensa legal que les garantice sus derechos, mientras que quienes tienen dinero y poder se defienden con mayor rapidez y eficacia. ¿No terminaremos, entonces, condenando a muerte a aquellos que la misma sociedad primero marginó, maltrató y despreció y con ello los impulsó al crimen? ¿Es justo que los más débiles y golpeados por la vida al final queden indefensos ante un sistema judicial tan poco equitativo como poco ilustrado? ¿Dónde quedarían, entonces, y en un caso tan grave como el de la pena de muerte impuesta como castigo, la igualdad ante la ley y el Estado de derecho? Siendo el derecho a la vida una garantía constitucional y la pena de muerte una restricción de tal derecho, la modificación de la Constitución para legalizar dicha pena capital constituye un retroceso en la defensa de la vida, una opción fundamental de nuestra Carta Magna, y una injusticia para con el pueblo salvadoreño. Legislativamente, la pena de muerte implica la legalización de la venganza en contra de un sector social. En estos momentos, cuando el país concluye la transición de postguerra es contraproducente que quienes tienen en sus manos el poder para legislar caigan en la tentación de legalizar tales actos de venganza social. Es contradictorio que quienes en los años recién pasados insistieron en legislar para la reconciliación, ahora hagan precisamente lo contrario. Además, la aprobación de la pena de muerte implica la denuncia de varios tratados internacionales importantes. Ciertamente, El Salvador posee la soberanía para denunciarlos, pero entonces se desprestigiará ante la comunidad de naciones, arrojará serias dudas sobre su capacidad para respetar tratados internacionales, un presupuesto fundamental de la globalización, y puede poner en peligro préstamos y ayudas internacionales. Desde la perspectiva ética, toda relación humana y social debe estar orientada a promover prioritariamente el servicio a la vida. Las prácticas neomalthusianas, el aborto y el homicidio legalizado son formas diferentes de limitar la vida humana. La sociedad actual tiene medios suficientes para proteger la vida, sin necesidad de acudir a otros que más bien la limitan. Aunque la pena de muerte se presenta como un medio para proteger la vida de otras personas, teóricamente se fundamenta en þel ojo por ojo y diente por dienteþ, una idea ya superada. La ofensa no se restituye imponiendo castigos semejantes a los daños recibidos, sino impulsando al ofensor a la rehabilitación y a realizar servicios a la comunidad. Y, por supuesto, recluyéndolo durante un tiempo largo, si el delito cometido es grave y mientras no dé muestras probadas de su rehabilitación. 3. La opción cristiana por la vida Como universidad de inspiración cristiana, la UCA forma parte de una larga tradición opuesta a la pena de muerte. El evangelio de Juan (8, 3-11), donde Jesús salva a una mujer de una muerte segura, marca la primera posición cristiana ante esta clase de castigos. El pacifismo con el que Jesús se entrega a la muerte, obligando a Pedro a guardar la espada desenvainada, demuestra que no creía en los métodos violentos (Mateo 26, 52-53). La misma Iglesia católica fue fundada por una persona condenada a muerte legalmente y cuenta entre sus santos (mártires) a infinidad de condenados legalmente a una pena de muerte claramente injusta. Durante los casi 300 años de persecución sangrienta que sufrió la fe cristiana en sus inicios, la respuesta a las ofensas fue siempre exigir justicia y dar perdón. Atenágoras, un padre de la Iglesia del siglo II, prohibió a los cristianos asistir a los juegos de gladiadores porque þver matar está cerca del matar mismoþ. En el siglo siguiente, Tertuliano advirtió a los cristianos: þpor lo que se refiere al poder estatal, el siervo de Dios no debe pronunciar sentencias capitalesþ. Y el Concilio de Elvira, a principios del siglo IV, ordena excluir de la Iglesia durante un año a aquellos magistrados que diesen penas de muerte. Aunque es cierto que después de la paz de Constantino, la Iglesia avaló la pena capital e incluso llegó a tener, a lo largo de su historia, tribunales que condenaban a muerte, también es cierto que no dejó de haber cristianos partidarios de la vida y del perdón. E incluso esta parcialidad histórica a favor de la pena de muerte se debió no tanto a razones doctrinales como a la simple adaptación a la práctica ordinaria del poder político de su tiempo, en el cual la misma Iglesia participaba y del cual a veces era detentadora. En la actualidad, la Iglesia piensa que las sociedades contemporáneas tienen medios más que suficientes para evitar el peligro del delincuente sin necesidad de eliminarlo, dejando la posibilidad de la pena de muerte para casos muy raros, por no decir prácticamente inexistentesþ (Evangelio de la vida, 56). Ciertamente, el Catecismo de la Iglesia católica (1992) tiene menos reparos ante la pena de muerte que la encíclica de Juan Pablo II el Evangelio de la vida, escrita posteriormente (1995). De ahí que el Cardenal Ratzinger, encargado de las cuestiones doctrinales del Vaticano, haya afirmado tras la publicación de la encíclica que lo que dice el catecismo sobre la pena de muerte þtendrá que ser escrito de nuevo a la luz de la Evangelium Vitaeþ. Pero mucho más allá de la posición de la Iglesia, todo cristiano, urgido por el espíritu de Jesús, tiene derecho a luchar por la abolición total de la pena de muerte. El mismo Juan Pablo II considera como þun signo de esperanzaþ la þaversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerteþ (Evangelio de la vida, 27). Con frecuencia se argumenta que es muy fácil defender la abolición de la pena de muerte desde posiciones académicas, pero que quien está en contacto con el pueblo y conoce sus sufrimientos, reacciona de manera diferente. No está de más recordar a este respecto que la UCA sufrió en carne propia asesinatos y múltiples violaciones de los derechos de varios miembros de su comunidad. Pese a ello, nunca ha pedido la pena de muerte para sus perpetradores. Al contrario, tras los asesinatos del 16 de noviembre de 1989, cuyo séptimo aniversario nos preparamos a conmemorar, la universidad pidió indultar a los dos únicos oficiales militares que el sistema judicial logró meter en la cárcel porque ambos habían confesado su culpa y porque los demás estaban en libertad. La UCA sabe, pues, de lo que habla cuando se pronuncia en contra de la pena de muerte. En consecuencia, la universidad seguirá trabajando para abolir totalmente la pena de muerte en la legislación salvadoreña. A ello la lleva su vocación cristiana, su espíritu ciudadano y la convicción de que la pena de muerte no es otra cosa que una manifestación más de la cultura de la violencia que queremos y debemos superar construyendo otra de paz y solidaridad. Junta de Directores San Salvador, 24 de septiembre de 1996.