UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Revista ECA

© 1996 UCA Editores



Estudios Centroamericanos (ECA), No. 573-574, julio-agosto de 1996





         Acerca de la transición a la democracia 

                 

                                        

     El principal peligro para el futuro del socialismo no es la

     actual ofensiva de la derecha..., sino la tentación en

     muchos socialistas y dirigentes sindicales de aferrarse a

     modelos de acción y de comprensión del mundo que

     la propia crisis económica y la crisis del pensamiento

     marxista nos muestran ya como obsoletos. Ludolfo Paramio.

                                                                 



     

     Desde finales de los setenta, en el cono sur se comenzó

a hablar de transiciones a la democracia. La emergencia y la crisis

de las dictaduras militares, así como su reemplazo por

gobiernos civiles, generó toda una discusión en torno

a las vías y los mecanismos de reconstitución de la

legalidad perdida durante los años de la hegemonía

militar. En un primer momento, transición democrática

significó el reestablecimiento de mecanismos institucionales

y legales que hicieran factible la instauración de una

democracia política, la cual debería estar fundada en

un sistema de partidos, que diera legitimidad al sistema

político emergente. Se trataba de establecer un orden

jurídico político que posibilitara la

reconstitución del sistema de partidos como eje gestor de la

transición hacia la democracia. 



     La reconstitución del sistema político y la

creación de un sistema de partidos que fuese lo

suficientemente estable y legítimo ocuparon la

atención no sólo de los actores sociales y

políticos comprometidos con la transición, sino de

muchos cientistas sociales, que pretendían, esta vez

sí, decir la última palabra sobre el eterno problema

de la democracia. Una vez agotadas las discusiones en torno a la

reconstitución de la democracia política y estando ya

en vigencia las instituciones básicas para que ésta

se hiciera efectiva, la cuestión de la transición

siguió siendo un problema sin resolver. Se cayó en la

cuenta de que no era suficiente reconstituir el sistema de partidos

y hacer míminamente efectiva una praxis política

anclada en el liberalismo, sino que ésta era sólo una

de las dimensiones de la transición, la más urgente

quizás, pero no la única ni la más importante.





     Lo que se comenzó a ver ya desde principios de los

ochenta era que en América Latina se estaba operando un

cambio de matriz socioeconómica, es decir, el paso de una

"matriz Estado céntrica" -caracterizada por un relativo

equilibrio entre la economía y la política a

través del Estado (M. Cavarozzi, M. A. Garretón)- a

otra -todavía en vías de constitución- en la

que predominaría el mercado y en la cual el Estado

perdería la centralidad que antaño lo

caracterizó como eje articulador de la economía y la

política.         

     En este sentido, las transiciones democráticas

serían sólo un aspecto de una transición

más global y de más largo aliento, transición

que implicaría el reemplazo de una matriz

socioeconómica por otra. La matriz Estado céntrica se

habría agotado como eje potenciador del desarrollo

económico y social. Sus mejores momentos se habrían

producido cuando -tras el colapso de los regímenes

oligárquicos- logró impulsar, a nivel

económico, un proceso de industrialización sin

precedentes en América Latina y, a nivel político, la

organización de los sectores populares como actores

políticos subordinados al Estado. 



     El ascenso de los militares al poder en la década de

los setenta, proceso que se inició en Brasil en 1965,

constituye un signo inequívoco de las contradicciones

políticas y económicas que se gestaron en el seno de

esta matriz socioeconómica. El modelo de

industrialización terminó revelando sus deficiencias

estructurales más profundas, deficiencias que se tradujeron

en costos sociales, los cuales debieron ser asumidos por unos

sectores populares cada vez más insatisfechos y conscientes

de su potencial organizativo y movilizador. Cuando el Estado se

volvió incapaz de conciliar las exigencias del modelo

económico con las exigencias de estos sectores populares,

los militares decidieron "restaurar el orden", estableciendo un

Estado burocrático autoritario (G. O`Donnel).        



     Esta restauración del orden supuso para los militares

no sólo la desarticulación de las organizaciones

populares, sino la abolición de los mecanismos legales e

institucionales que posibilitaran la participación de la

sociedad civil en la vida política. Pero también

supuso la restauración de los mecanismos del mercado como

elemento desencadenante del desarrollo económico, ya fuese

en la ruta del "reequilibrio económico" (Chile,

México, Colombia) o ya fuese en la ruta del "ajuste

caótico" (Argentina, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Brasil). 



     Fue en el terreno económico que los militares se

anotaron sus mejores logros. Evitaron, temporalmente, el colapso

económico de la vieja matriz socioeconómica, pero

eliminando uno de sus supuestos básicos de funcionamiento:

la participación política de la sociedad civil. 



     La crisis de las dictaduras obedeció, más que a

su fracaso en la gestión económica o a la

movilización de la sociedad civil, a la insostenibilidad del

modelo socioeconómico, en el cual los militares insertaron

su proyecto. Estos, en efecto, inscribieron su proyecto de

desarrollo económico en el marco de la vieja matriz, es

decir, pretendieron potenciar al mercado desde el Estado, pero para

debilitarlo y "reducirlo". Es así como no lograron evitar la

contradicción entre el mercado y el Estado,

contradicción que habría llevado al colapso de los

regímenes populistas, con el agravante de que el

fortalecimiento del Estado pretendido por los militares se

hacía sin el soporte de la movilización popular, que

habría servido a aquéllos como instrumento para

controlar las demandas empresariales.



     La potenciación de las fuerzas del mercado, animada por

el Estado burocrático autoritario, generó dinamismos

económicos y políticos que hacían cada vez

más innecesaria la presencia de un Estado fuerte, al estilo

del impulsado por las dictaduras militares. Políticamente,

los sectores populares no constituían ya una amenaza real ni

para los empresarios capitalistas ni para los militares.

Décadas de terror institucionalizado habrían acabado

con el potencial de movilización popular, generado por el

Estado populista. Económicamente, el mercado había

generado unos dinamismos no sólo en el interior de las

economías nacionales, sino en relación a un orden

económico internacional cada vez más globalizado,

haciendo necesario redefinir las funciones del Estado en la

economía. Fue en este contexto que las élites

empresariales y militares menos reacias al cambio político

social -los civiles "blandos" y los militares "blandos"- decidieron

pactar la transición de los años ochenta. Es decir,

decidieron pactar el recambio de los militares por civiles en la

gestión del poder político.     



     Superados los regímenes burocrático autoritarios

y establecidos con bastante solidez unos sistemas políticos

democráticos, en los noventa sigue abierta la

cuestión acerca del carácter de la nueva matriz en

gestación. Está claro que se tratará de una

matriz afincada en el mercado, pero no está tan claro

todavía cuáles habrán de ser las nuevas

funciones del Estado, en el marco de la misma. 



     En todo caso, la transición, vista como el paso de una

matriz socioeconómica a otra, está en plena marcha y

la "transición democrática" es sólo una de las

dimensiones de una transición más global, que afecta

al conjunto de la sociedad. Por otra parte, la transición,

vista exclusivamente en términos democráticos, exige

inicialmente -como lo muestran las experiencias del cono sur- una

democratización política, pero no se agota en lo

puramente político, sino que supone avanzar hacia el

problema irresuelto de la democracia social. Es en el terreno de la

democracia social donde será más problemático

redefinir las nuevas funciones del Estado, sobre todo si se toman

en serio los ingentes costos sociales que suponen los programas de

estabilización exigidos por la liberalización de la

economía, costos que el mercado, por su misma

dinámica, es incapaz de paliar.



     En definitiva, la nueva matriz que comienza a dibujarse

aparece como contradictoria y se caracteriza por el fortalecimiento

autónomo y la tensión entre el Estado, el sistema de

partidos y la sociedad civil, todos ellos vinculados

institucionalmente por el régimen democrático (M. A.

Garretón). El Estado habrá de responder tanto a las

exigencias que se derivan del mercado, como a las que se derivan de

la sociedad. Ante estas exigencias -y en el marco de un conjunto de

tensiones nunca resueltas totalmente- tendrá que ir

diseñando y rediseñando sus prácticas. Por

tanto, estamos ante el surgimiento de un nuevo modelo estatal y no

ante un Estado ya consolidado. 



     No nos cabe la menor duda, sin embargo, de que la presencia

del Estado es necesaria tanto para el afianzamiento de las

economías latinoamericanas como para avanzar hacia

algún tipo de democracia política y social. De

acuerdo con Cavarozzi, es necesario un Estado anclado en una

"política de intercambios explícitos", más que

en "una política anclada en el Estado". Es decir, se

trataría de una "nueva lógica política que

reemplace la ya agotada lógica estatista, no por una

sociedad desestatizada [...], sino por una lógica

política alternativa, que implique la negociación

pluralista de los roles del Estado y de los límites de su

acción" (M. Cavarozzi). A lo mejor sólo esta

vía alternativa ayudará a repensar nuevas soluciones

para las alternativas ya exploradas de "más Estado",

"más sociedad civil", "más democracia

política" o "más mercado" como las únicas

posibles. 



     Asimismo, esta lógica política alternativa

supone no sólo el fortalecimiento de los sistemas

políticos y una serie de mutaciones en la cultura

política, sino también la restitución del

valor de los sujetos como actores sociopolíticos. Porque, en

efecto, son éstos los que, con su comportamiento como

actores sociales y políticos, "moldean la

reestructuración, la reorientan, frenan o impulsan. Ellos

intervienen en el sistema político para servir sus

posiciones, pautando el funcionamiento del propio sistema

político y con ello la calidad del régimen

democrático" (M. A. Garretón). 



     En el caso de El Salvador, durante la década de los

ochenta, "transición" significó "revolución".

A raíz de los acuerdos de paz, firmados por el gobierno y el

FMLN, el problema de la transición cobró un nuevo

perfil. Se desliga del problema de la revolución y se

plantea como algo distinto de ésta. La transición se

discute en términos democráticos, apareciendo como un

desafío fundamental para los actores políticos y

sociales implicados en el proceso la cuestión de la

reconstitución del sistema político y del sistema de

partidos que, por lo demás, se habría iniciado ya

desde principios de la década de los ochenta.  



     Al igual que el final de las dictaduras militares en el cono

sur, el fin de la guerra civil en El Salvador planteó el

reto ineludible de la democratización política. Sin

embargo, en El Salvador -a diferencia de las experiencias del sur,

donde el sistema político institucional fue

prácticamente abolido por las dictaturas-, el final de la

guerra dejó como uno de sus saldos positivos un sistema

político relativamente establecido, en el cual precisamente

se insertó la izquierda. 



     En la actualidad, el proceso de instauración

democrática no deja de estar amenazado por actitudes y

prácticas autoritarias de viejo cuño. Qué duda

cabe que los acuerdos de paz imprimieron una dinámica

inusitada a la transición. En ellos se plantearon metas que

era ineludible cumplir si se querían sentar las bases de un

proyecto de nación menos excluyente y más pluralista

y participativo. Tras cuatro años de ejecución, los

acuerdos de paz han dado de sí todo aquello que

podían dar; con ellos, se dio un paso adelante en la

construcción de una nueva sociedad, aunque sin llegar a

agotar los requisitos de la misma. La transición ha entrado

a una nueva etapa en El Salvador, una etapa en la cual uno de los

aspectos más notorios es que no existe una agenda de

discusión, tal como sucedió con los contenidos y las

exigencias de los acuerdos de paz. 



     En cierto modo, El Salvador se ha quedado sin un rumbo claro

como nación. La transición se halla en una

encrucijada: el cumplimiento de los acuerdos de paz fue pensado

como un requisito imprescindible para avanzar hacia nuevos

propósitos en la democratización social y

política del país, pero a estas alturas ni se

cumplieron a cabalidad todos los compromisos adquiridos en

Chapultepec y Nueva York ni la democratización social y

política parece ir en la mejor dirección. Y, lo que

es peor, no hay un horizonte normativo, ético y

político, que no sólo marque el rumbo a seguir, sino

que permita evaluar los aciertos y desaciertos del proceso.      



     Sobre los déficit de la democratización social

se ha escrito y hablado hasta la saciedad. El empobrecimiento de la

mayor parte de la población aumenta sin cesar y nada

autoriza a pensar que ello vaya a ser corregido. La

democratización política, por su lado, ya ha

comenzado a mostrar sus límites más insuperables: una

población que se debate en la miseria difícilmente

puede estar interesada en la política, en sentido amplio,

esto es, en un compromiso con el bien común, el respeto a

las leyes y la responsabilidad social. Pero no sólo eso, la

formación de un sistema político mínimamente

pluralista no es suficiente para superar los vicios de una clase

política acostumbrada a traficar y a lucrarse con el poder

que le ha sido conferido por los electores.



     No puede haber democratización política, por

ejemplo, cuando los funcionarios públicos de alto rango se

eligen en función de los intereses partidarios y no en

función del bien común. En este sentido, la

repartición de cargos que han venido practicando ARENA

(Fiscalía General), el Partido de Conciliación

Nacional (Corte de Cuentas) y el Partido Demócrata Cristiano

(Procuraduría General) en los últimos años

plantea serias dudas sobre el rol de los partidos políticos

y la asamblea legislativa, en el avance de la

democratización política. Más aún,

componendas de esa naturaleza plantean la duda de si no estamos

retrocediendo en materia política o si acaso, aunque no sea

lo más reconfortante, nuestra clase política se ha

quedado estancada en patrones de comportamiento no sólo

arcaicos, sino proclives a la corrupción, el tráfico

de poder y de influencias y el chantaje.



     Tampoco puede haber democratización política

cuando desde el gobierno se difunden señales

inequívocas de intolerancia hacia la libertad de

expresión y hacia el derecho de los periodistas a guardar el

secreto de sus fuentes. Una muestra bochornosa de esta intolerancia

fue la detención del director del periódico Co-

Latino, Francisco Elías Valencia, a quien se le quiso

obligar judicialmente a revelar sus fuentes de información

sobre presuntos hechos de corrupción, ocurridos en la

Policía Nacional Civil.  



     Si a este panorama sombrío se añade la

inmovilidad de la sociedad civil, puesta de manifiesto en su

debilidad organizativa y en su fragmentación, la

situación se vuelve más preocupante. Sin una sociedad

civil fuerte, organizada y con capacidad de movilización y

presión, los derroteros del país se vuelven

más inciertos. En un escenario en el que prevalecen

comportamientos políticos arcaicos y en el cual la

prepotencia gubernamental se oculta cada vez menos, es importante

que la sociedad civil cobre protagonismo y resista los peligros de

una involución autoritaria en ciernes.

     Después de la firma de los acuerdos de paz todo era

optimismo en El Salvador. Había razón para ello, pues

el proceso de transición recibió un empuje decisivo

con los históricos documentos. En la actualidad, es cada vez

más claro que los acuerdos de paz se han agotado y que, pese

a ello, la transición democrática no se ha encauzado

en una dirección irreversible. La amenaza de una

involución autoritaria no debería tomarse a la

ligera, como si fuese producto de mentes enfermizas o bandera de

lucha de los "enemigos" de la paz y la democracia. Lo alcanzado

hasta ahora no garantiza que no pueda emerger un autoritarismo de

nuevo tipo en el país, que dé al traste con lo poco

bueno que existe. 



     El Salvador atraviesa un momento sumamente difícil,

extremadamente inestable y con niveles de conflictividad social que

amenazan con derivar a situaciones insospechadas. Lo peor de todo

es que los actores sociales, políticos y económicos

se resisten a caer en la cuenta de la gravedad del momento actual;

no hay agendas ni proyectos que realistamente se hagan cargo de los

problemas cruciales del país. Es decir, el país

marcha a la deriva, sin conducción y sin rumbo claro. Y un

ambiente así se vuelve propicio para las salidas de fuerza,

desde el poder y sin restricciones, esto es, para las soluciones

autoritarias.



     Quienes han creído que la transición hacia la

democracia es un asunto resuelto deberían repensar con

seriedad y honestidad sus presupuestos más queridos. Un

excesivo optimismo puede conducir a posiciones ilusorias y

peligrosas no sólo para quienes individualmente han logrado

hacerse un espacio en la incipiente democracia salvadoreña,

sino para instituciones y grupos sociales más amplios que,

so pretexto de defender los "espacios democráticos", pueden

desentenderse de aquellos aspectos de la democracia que afectan la

vida de amplios sectores de la población.



     La Asociación Nacional de la Empresa Privada en su

Manifiesto salvadoreño (ver Documentación) clama por

la elaboración de una teoría de la transición

a la democracia, lo cual es totalmente legítimo. Pero la

gremial también debería preocuparse -y junto con ella

todos los actores sociopolíticos y económicos del

país- por la elaboración de hipótesis y

reflexiones acerca de una posible involución autoritaria.

Como está el país, más vale estar prevenidos

que pecar de confiados.  



     Pese a la amenaza autoritaria, hasta ahora uno de los

principales logros de la transición democrática ha

sido que las fuerzas de izquierda puedan competir en igualdad de

condiciones con otras fuerzas políticas por hacerse de la

gestión del Estado. Uno de los primeros desafíos que

el proceso de democratización ha debido sortear ha sido el

lograr que el FMLM encontrara su lugar en el sistema

político y de partidos. Pero esto no es toda la

transición ni quizás lo más importante de

ella. Si la transición democrática en El Salvador se

reduce a la inserción del FMLN en el sistema

político, no sólo se estaría haciendo de la

transición un problema que debiera ser resuelto

básicamente por las élites políticas, sino que

se estaría dando la espalda a los desafíos más

graves de una transición más global, es decir, la

transición de una matriz socioeconómica a otra. 



     Como apuntamos arriba, en el cono sur, la transición se

desencadenó a partir de un conjunto de negociaciones entre

las élites empresariales y militares, ante el

desmembramiento de la sociedad civil, provocado por las dictaduras

militares. En El Salvador, hacer de la transición algo que

incluya únicamente a las élites partidarias y

empresariales significaría un desperdicio del potencial

sociopolítico de los sectores populares, los cuales en las

décadas de los setenta y los ochenta mostraron una capacidad

de movilización y organización nunca vista en la

historia de este país. No se trataría de un gesto de

agradecimiento del FMLN hacia los sectores populares ni de

fidelidad a los principios, sino de claridad política. No se

puede -aunque sólo sea por fines electorales- desperdiciar

el enorme potencial políticosocial de los sectores populares

movilizados y organizados antes y durante el desarrollo del

conflicto armado. La izquierda no puede permitirse el lujo de que

la sociedad civil permanezca en el letargo y la indiferencia

políticas.     



     Por lo demás, insistimos, la transición no se

reduce a una transición meramente política. Se tiene

que luchar por la profundización de la

democratización política de nuestra sociedad y uno de

los frentes de esa lucha camina por la ampliación de la

participación política de los sectores populares y

por hacer que esta participación conduzca hacia una

democracia social y económica, que a su vez potencie la

consolidación de un sistema político pluralista y

participativo. Pero no hay que perder de vista que la

democratización política es sólo una de las

dimensiones de la transición. El cambio de matriz

socioeconómica en el que se encuentran inmersos los

países del cono sur puede que también afecte a El

Salvador. Por lo menos no es occioso considerar el problema y

examinar el predominio creciente del mercado, así como las

transformaciones que están operando en el aparato estatal,

como síntoma de la emergencia de una nueva matriz

socioeconómica en nuestro país. 



     Si ello es así, los diferentes actores políticos

y sociales -participen o no en la gestión del poder- deben

enfrentar desafíos ineludibles y sin precedentes, para los

cuales no existen fórmulas prefabricadas. Habrán de

elaborarse fórmulas nuevas (económicas,

políticas y sociales) sin dar la espalda a los posibles

cambios del modelo socioeconómico y sin apostar, como

antaño, por fórmulas ya gastadas, porque lo

más seguro es que no resuelvan los problemas fundamentales

y tengan que ser reemplazadas por otras más audaces. Los

actores políticos y económicos del país deben

replantear sus estrategias políticas, sociales y

económicas no sólo en el marco de su

confrontación recíproca, sino en el horizonte de la

transición más global en la que, como ya hemos

señalado, la lógica del mercado tiende a imponerse y

el Estado deja de ser el eje mediador entre la economía y la

política. 



     En este marco, cabe preguntar ¨cuáles son los

desafíos que se le plantean a la izquierda latinoamericana

en el proceso de transición a la democracia? ¨Cómo

interpretar esos desafíos en el contexto de su

evolución en las últimas dos décadas?



     En la configuración histórica latinoamericana

del siglo XX, la izquierda ocupa un lugar privilegiado. Desde el

trabajo de organización sindical que José Emilio

Recabarren (1876-1924) efectuó en las minas del norte de

Chile y el trabajo de organización estudiantil de Julio

Antonio Mella (1903-1929), en la Universidad de La Habana, a

principios de siglo, pasando por el triunfo de la revolución

cubana (1959) y el subsiguiente desarrollo de movimientos

guerrilleros como los Tupamaros y el MIR, hasta el triunfo

sandinista (1979) y la inserción del FMLN en el sistema

político salvadoreño (1992), la izquierda ha sido un

actor siempre presente en la vida social y política

latinoamericana. 



     La izquierda también ha sido no sólo la

filiación ideológico política que ha

abanderado los programas más progresistas de cambio social,

sino la que ha sacrificado más vidas humanas en su defensa.

Sin olvidar hechos como la masacre de los mineros de Santa

María Iquique, en 1907, o las ola represiva que

sacudió a Centroamérica en la década de los

años setenta y ochenta, una de las épocas más

duras para la izquierda latinoamericana ha sido la de las

dictaduras militares del cono sur. La "restauración del

orden" emprendida por los militares supuso la desaparición,

el asesinato o el encarcelamiento de cientos de militantes y de

líderes de la izquierda latinoamericana.



     Sin embargo, la embestida de los militares no acabó con

la filiación ideológico política de izquierda.

La crisis de las dictaduras militares en la década de los

ochenta permitió abrir espacios que posibilitaron la

irrupción política de la sociedad civil. En esta

irrupción se hace presente la izquierda, que se inserta en

el proceso de transición a la democracia, iniciado en

América Latina con el colapso de los regímenes

burocrático autoritarios. Más aún, en la

transición a la democracia en el cono sur, la izquierda

juega un papel fundamental. Este papel le supuso tener que

enfrentar una serie de transformaciones, en orden no sólo a

fortalecerse para la competencia electoral, sino para redefinir los

referentes de identidad político ideológicos que le

fueron propios desde principios de siglo. Justamente el fin de

siglo encuentra a la izquierda latinoamericana inmersa en estos

cambios y transformaciones, es decir, inmersa en su propia

transición.



     Así pues, la izquierda latinoamericana experimenta

profundas transformaciones en la actualidad. Estas afectan no

sólo sus referentes ideológicos y políticos,

sino también sus estructuras organizativas. Algunos

sostienen que, en este proceso, la izquierda se estaría

secularizando, es decir, estaría transitando de una

visión y praxis cuasi religiosa hacia una visión y

una praxis más desencantada y más anclada en los

mecanismos institucionales para hacer política. En esta

perspectiva, la izquierda estaría dejando tras de sí

el mesianismo y el utopismo, y se encaminaría

pragmáticamente hacia la construcción de un

socialismo posible.  



     Hasta donde lo que sus principales dirigentes proclaman, la

izquierda latinoamericana no abandona el proyecto socialista, pero

quiere hacer del mismo un proyecto factible. Para ello ha asumido

como desafío ineludible la democratización del

socialismo. Y ello en un doble sentido: como democratización

de sus estructuras internas y como integración

orgánica de la democracia en el proyecto socialista. Lo

primero ha supuesto una serie de cambios en orden a hacer de los

grupos de izquierda organizaciones de tipo partidista, no en la

tradición de los antiguos partidos comunistas, sino en una

línea más acorde con la tradición de los

partidos forjados para la competencia electoral, en las democracias

occidentales. Lo segundo ha supuesto hacer del socialismo un

socialismo democrático, con la subsiguiente

superación de la oposición entre socialismo y

democracia, que caracterizó a la izquierda más

radical de América Latina.  



     La izquierda de la región, pues, está viviendo

transformaciones profundas. Creemos que es pertinente leer este

proceso de transformaciones como un proceso de

liberalización y democratización. La izquierda se ha

propuesto convertir sus energías político

revolucionarias en energías político electorales, con

lo cual entraría en el espacio de la competencia -con  otros

partidos políticos- por la gestión del aparato de

gobierno. Asimismo, la izquierda asume como propio el proyecto

democrático liberal, no ya como una fase transitoria hacia

una meta última -el socialismo y el comunismo-, sino como

algo que, en sí mismo, es una meta que conviene alcanzar y

por la que conviene comprometer las propias energías

políticas.   



     Al liberalizarse y democratizarse, la izquierda se ha puesto

a la altura de los tiempos, con las ventajas y las desventajas que

una transformación tan drástica pueda traer consigo.

La ventaja más evidente consiste en que esos cambios

permiten a la izquierda la sobrevivencia social y política

en un contexto internacional y regional, en el cual la quiebra del

proyecto histórico socialista es quizás irreversible.

La desventaja principal es que el proyecto liberal

democrático -de ser concebido en sus puras formalidades

institucionales y no como un proyecto integral de democracia

política y social- terminaría alienando a los

partidos de izquierda de los sectores populares. Estos

verían cómo las élites de izquierda se

disputan cuotas de poder sin atender, cuando no sea por mera

conveniencia política, sus intereses y sus necesidades

sociales y económicas. La liberalización plantea a la

izquierda desafíos ineludibles. No embarcarse en este

proceso le hubiera significado sucumbir como alternativa de poder;

pero una vez que lo ha hecho, corre el grave riesgo de sólo

sobrevivir nominalmente como izquierda.



     La construcción de un socialismo democrático -al

estilo del propuesto por teóricos como Norberto Bobbio o

Ludolfo Paramio- es lo que hará que la izquierda siga siendo

tal, siempre y cuando el formalismo liberal -que es uno de los

requisitos básicos de la democracia- no se imponga y anule

el legado socialista, que en definitiva es un componente

fundamental del proyecto democrático liberal. Al asumir como

propio este proyecto, la izquierda latinoamericana no

estaría dejando tras de sí la utopía

socialista; simplemente, la estaría reactualizando y la

haría menos ilusoria y más factible. De ese modo, se

integrarían al socialismo el liberalismo y la democracia

como aspectos constitutivos, con lo cual no sólo

aquél ganaría viabilidad, sino que se

recuperarían dos de las tradiciones políticas e

intelectuales de más raigambre en occidente.



     Luis Armando González