UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Revista ECA

© 1996 UCA Editores



Revista Estudios Centroamericanos (ECA), No. 571-572, mayo-junio

de 1996



Editorial 

 

Obstáculos para el bien común



     El deterioro de la situación económica y,

por consiguiente, de las condiciones de vida de los

salvadoreños es algo obvio, excepto para el gobierno,

que se empeña en afirmar que la economía

nacional marcha por buen camino. Lo único que reconoce

es un ritmo menor de crecimiento, que insiste en llamar

desaceleración -un término

económicamente heterodoxo. Todo ello para no hablar de

recesión, manifiesta en la disminución de la

actividad en todos los sectores de la economía,

excepto en el financiero.



     Hace un año, el señalamiento principal

contra el segundo gobierno de ARENA era la falta de

dirección y liderazgo; ahora a tal señalamiento

se agrega el comienzo de lo que se puede llegar a convertir

en una crisis económica de grandes proporciones. En

cualquier caso, la mayoría de la población

siente de manera brutal el impacto negativo de la

economía sobre sus ya precarias condiciones de vida.



     Los dos primeros años del segundo gobierno de

ARENA han resultado malos para el país. El gobierno no

sólo no ha cumplido con las metas que él mismo

se propuso, sino que la situación general de la

mayoría de los salvadoreños es peor ahora que

hace dos años. La persona no se encuentra en el centro

de la práctica política ni el desarrollo social

es prioridad, ni siquiera el desarrollo económico,

entendido en términos neoliberales, parece estar

asegurado. La sensación general es que El Salvador

retrocede en áreas vitales para consolidar las

posibilidades abiertas por el final de la guerra y los

acuerdos de paz.



     Los fracasos, sobre todo en las áreas

económica y social, desvalorizan algunos de los logros

del gobierno actual. Es indudable que el gobierno actual ha

conservado la estabilidad macroeconómica, una

condición fundamental para el desarrollo

económico, aunque no la única. Ahora bien, su

logro más importante es la reforma educativa, puesta

en marcha en relativamente muy poco tiempo y cuyos primeros

resultados positivos ya se están haciendo sentir. En

salud se hacen algunos esfuerzos, pero la ausencia de un plan

impide avanzar de manera más decidida. En seguridad

pública se dan los primeros pasos firmes para combatir

el delito común, pero todavía no se ha podido

superar la barrera que impide establecer la verdad en

aquellos casos donde están implicados funcionarios

públicos o personalidades del mundo de la

política, de los militares y del capital. En cambio,

para la opinión pública, el logro más

importante es el ornato y arreglo de calles y parques, es

decir, la obra más visible.



     El gobierno actual pudo aprovechar las posibilidades

abiertas por los acuerdos de paz y trabajar para reconstruir

un país más equitativo, más seguro y con

más oportunidades para sus habitantes, y, por

consiguiente, más democrático. Al cabo de dos

años, estas metas que, en 1992, cuando se firmaron los

acuerdos de paz, parecían alcanzables, se alejan cada

vez más en el horizonte. El presidente Calderón

justifica este fracaso alegando obstáculos

insalvables, que no se atreve a identificar. Sin embargo, es

necesario hacerlo, al menos para saber qué impide que

El Salvador avance hacia las metas que, en teoría, la

mayoría parece desear.

 

1. La lógica irreconciliable de lo económico y

lo social



     El gobierno salvadoreño acepta a pie juntillas

los dictados de los organismos internacionales y los aplica

con extrema fidelidad, pensando, quizás ingenuamente,

que por ese camino llegará al desarrollo

económico. Sus esfuerzos han dado resultados: la

estabilidad macroeconómica es un ejemplo mundial del

ajuste estructural, los préstamos y las donaciones

fluyen fácilmente y la inflación se encuentra

bajo control. Sin embargo, estos no son todos los resultados

esperados. Pese al esfuerzo hecho, el desarrollo

económico es todavía un objetivo lejana.



     De acuerdo al planteamiento de los organismos

internacionales, mientras se avanza hacia la prosperidad, los

efectos negativos de la política de estabilidad y

ajuste estructural en la población serán

paliados por una política social que, en la

práctica, nunca cuenta con fondos suficientes para

atender unas necesidades básicas que cada vez son

mayores y más urgentes. Con la misma ingenuidad

aparente, el gobierno salvadoreño acepta

también que el desarrollo económico y social

pueden ir de la mano y, por lo tanto, el mercado y el Estado

pueden cooperar armónicamente en la consecución

del bien común. Para ello bastaría con integrar

lo social en el discurso económico.



     En realidad, esta última idea también

proviene de los organismos internacionales, en los cuales

cada día hay más conciencia de que su

política económica actual no lleva a la

prosperidad ni al bienestar. Para llenar este vacío

han agregado lo social, pero sin que esta dimensión

afecte realmente sus decisiones económicas. Las metas

aparentemente están claras, lo que no se sabe es

cómo llegar a ellas sin afectar los grandes intereses

del capital. 



     Los resultados de tanta ingenuidad están a la

vista. Los beneficios de la estabilidad macroeconómica

no setraducen en niveles elevados de producción, en el

incremento del empleo, en una canasta básica asequible

para la mayoría ni, en general, en la

disminución de la pobreza -el 51 por ciento de los

salvadoreños vive en pobreza absoluta. Es

difícil pensar que quienes toman las grandes

decisiones sobre la economía nacional solamente buscan

obtener unos resultados macroeconómicos que a todas

luces son incompletos; si éste fuera el caso,

estarían condenando a la pobreza a la mayoría

de la población salvadoreña, mientras que su

discurso, además de demagógico, sería

cínico.







     En este contexto de crisis, el gobierno y la gran

empresa privada plantean la privatización de los

activos estatales como la gran panacea. Ambos prometen

servicios mejores y más baratos. No obstante, los

resultados de la privatización de la banca son una

advertencia seria acerca de lo que le puede esperar al

país con la privatización de los servicios

públicos. Uno de los argumentos más utilizado

para justificar la privatización de la banca fue que

democratizaría el crédito, lo cual, a su vez,

estimularía la producción. La evidencia muestra

que, en lugar de democratizarse, el crédito se ha

vuelto tan exclusivo y caro que ahoga la producción.

Las políticas crediticias de la banca no coinciden con

los intereses nacionales, ni siquiera favorecen a los grandes

empresarios. El crédito está orientado hacia

aquellas áreas donde las ganancias son más

rápidas y cuantiosas, las cuales no coinciden

necesariamente con los intereses nacionales o con los de

algunas grandes empresas privadas. La lógica del

capital no está determinada por el desarrollo

económico, sino por el lucro (ver þLa

modernización posibleþ, ECA, 1996, 570, pp. 275ss.).



     El sector bancario y financiero es el que más se

ha beneficiado de las políticas gubernamentales. No

sólo se ha consolidado, sino que ha concentrado la

riqueza en unos volúmenes hasta ahora desconocidos. La

otra cara de esta actividad tan altamente rentable es el

empobrecimiento de la mayoría de la población,

incluida la débil clase media, que se ve empujada

inexorablemente hacia la franja de la pobreza. La voracidad

de la banca ha causado fracturas importantes en el capital

industrial y comercial y protestas entre los medianos y

pequeños empresarios.



     Así, pues, la privatización de los

servicios públicos no producirá servicios

mejores ni más baratos, ni conducirá al

país, como un todo, hacia la prosperidad y el

bienestar. Su razón de ser obedece a otra

dinámica muy diferente a la del bien común. El

gran capital, nacional y transnacional, considera la

inversión en estos activos públicos

privatizados como un campo nuevo de inversión, donde

puede seguir obteniendo ganancias elevadas a corto plazo, las

cuales ya no puede acumular en otras actividades

económicas. La fuerza que empuja hacia la

privatización no es el servicio, sino la de la mayor

rentabilidad. La lógica del capital, orientada al

lucro, y la del bienestar público, orientada al bien

común, no coinciden. De ahí que sea necesaria

la intervención del Estado, cuya obligación

primera es velar por este último y no tanto por

aquél otro.



     No se puede negar que el gobierno actual sabe a

dónde debiera conducir el país, al menos en

términos generales. Pero o no encuentra los medios

adecuados para ello o los que adopta no son los más

apropiados para alcanzar las metas propuestas. Las medidas de

corto plazo anunciadas por el gobierno, al cumplir su segundo

año en el poder, son un buen ejemplo de esta

inadecuación de los instrumentos. Por un lado, su

carácter cortoplacista e inmediatista limita su

alcance. En efecto, las medidas están orientadas a

contener el comienzo de la crisis, no a buscar soluciones

estructurales de mediano y largo plazo. Por otro lado, surgen

serias dudas sobre si generarán empleo,

dinamizarán la producción y habrá dinero

suficiente para financiarlas. 



     Por lo demás, algunas de estas medidas demuestran

que la empresa privada salvadoreña no es competitiva

y necesita ser protegida por el Estado, lo cual la despoja de

solvencia para justificar la privatización de los

activos públicos alegando la ineficiencia de la

empresa estatal y al mismo tiempo muestra la inconsistencia

de su ideología neoliberal, puesto que, según

ésta, el mercado es la norma suprema que decide

quién gana y quién pierde. El veredicto parece

bastante claro, gana el capital transnacional y pierde el

nacional. Por lo tanto, según las tesis neoliberales,

el Estado no debiera intervenir para proteger y rescatar a

este último.



     Ahora bien, si el Estado interviene a favor del capital

nacional, ¨por qué no interviene también a

favor de la mayoría de los habitantes de El Salvador?

Argumentar con las tesis neoliberales no intervencionistas es

una falacia. El Estado está obligado a velar por la

prosperidad y el bienestar de todos los ciudadanos y, en

particular, por los más vulnerables, que constituyen

la mayoría. Por lo tanto, así como interviene

para proteger los intereses del capital nacional debiera

intervenir también para promover el bienestar de la

mayoría de la población. La cuestión no

es si debe o no debe intervenir, sino a favor o en contra de

quién lo hace.









     Siempre se puede argumentar que quien quiere los fines

pone los medios para alcanzarlos. Es decir, si el gobierno

actual realmente estuviera comprometido con el desarrollo

económico y social del país, pondría los

medios adecuados para conseguirlos. De hecho, aquí es

donde se encuentra uno de los obstáculos principales

del gobierno actual. No puede poner los medios apropiados

para asegurar el bien común porque se encuentra atado

a los organismos internacionales por ideología y por

la condicionalidad de los préstamos y porque,

además, se encuentra atrapado en la maraña de

los intereses del gran capital nacional y transnacional.



2. Las sobras son insuficientes para el desarrollo social



     El desarrollo social ocupó un lugar destacado en

el discurso oficial, que puso de moda el tema; pero

últimamente éste ha caído en el olvido.

Pareciera que ha sido víctima del desuso en el que

toda moda cae. Por lo que toca al presupuesto, en la

actualidad, la cantidad asignada al área social es

menor, en términos absolutos, que la asignada en 1995,

alejando así la posibilidad de representar el 50 por

ciento, al final del mandato del gobierno de Calderón,

tal como éste lo prometió. Una de las

contradicciones que más llama la atención en la

distribución del presupuesto nacional es que siendo

tan insuficiente el financiamiento para el área social

se mantenga la elevada cantidad asignada a la defensa

nacional, la cual incluso aumenta, en términos

absolutos. Dadas las necesidades sociales ingentes y el

compromiso público del gobierno de ARENA por

aliviarlas, es injustificable que el país siga

gastando sumas enormes en defensa, tanto más cuando la

posibilidad de enfrentar un conflicto armado es sumamente

remota.



     Consecuentemente, entonces, las necesidades

básicas de la población no pueden ser atendidas

satisfactoriamente: 153 mil niños menores de cinco

años están desnutridos, la mortalidad infantil

asciende a 46 por mil, el 40 por ciento de la

población no tiene acceso a los servicios de salud,

las enfermedades contagiosas que se creían erradicadas

han rebrotado con renovada fuerza como consecuencia del

deterioro de las condiciones de vida, el 53 por ciento no

tiene agua potable, el 29 por ciento de la población

es analfabeta y no es previsible que esta carencia disminuya,

379 mil niños no tienen acceso a la educación,

270 mil niños trabajan para subsistir -la

mayoría de las veces participan en actividades

insalubres o peligrosas, que los alejan de la escuela y los

exponen a la violencia callejera, la prostitución, la

drogradicción y la criminalidad-, el déficit de

vivienda asciende a 470 mil y el medio ambiente se degrada

cada vez más (ver el informe de 1995 de la

Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos).

Uno de los efectos de este descuido inexcusable es la aguda

escasez de agua. El agua se está volviendo un bien

escaso, cuya posesión ya está ocasionando

conflictos sociales. Según estudios recientes, el

país sólo tiene agua para diez años,

realidad que el gobierno se niega a reconocer.



     El gobierno actual no es responsable de todos estos

problemas, cuyo carácter es estructural y su

existencia data de muchas décadas. El

desinterés de los gobiernos anteriores y el

crecimiento demográfico han agravado de tal manera la

insatisfacción de las necesidades básicas de la

población que ésta ahora se han vuelto un

problema de graves proporciones. Tampoco es posible esperar

que este gobierno resuelva en cinco años todos estos

problemas. Lo que sí se puede y debe esperar, y

exigir, es que comience a dar los primeros pasos para

solucionarlos realmente. Para ello se necesitan planes de

alcance nacional, cuya meta última sea satisfacer

tantas necesidades insatisfechas. 



     El Salvador no puede andar bien socialmente si la

riqueza nacional se concentra cada vez más en pocas

manos, aquéllas que se apoderaron ilegalmente de la

banca. Lo que sobra a estos grandes capitales es poco para

atender las necesidades cada vez mayores de la gran

mayoría de la población. Esta situación

no se puede justificar alegando el bajo nivel del ingreso per

cápita, porque países con un ingreso menor que

El Salvador (Ecuador, por ejemplo) atienden mejor las

necesidades básicas de su población,

redistribuyendo más equitativamente su riqueza

nacional. Hasta ahora, el gobierno salvadoreño se

limita a atender a duras penas algunas de las necesidades

más urgentes; pero a todas luces, éstas superan

su capacidad de planificación, financiamiento y

acción.



     En estas condiciones la paz social no puede sino ser una

meta inalcanzable. Una de las características de la

sociedad salvadoreña de fin de siglo es la violencia.

El empobrecimiento, la ruptura de las estructuras familiares,

comunitarias y asociativas, la posesión

prácticamente incontrolada de las armas de fuego de

toda clase y la proclividad a reaccionar agresivamente han

hecho que las relaciones sociales se vuelvan

predominantemente violentas. De hecho, el promedio anual de

muertes violentas de los dos últimos años

asciende a 8,506, lo cual significa que el índice de

estas muertes ha aumentado en un 36 por ciento en

relación a los doce años de guerra, en los

cuales habría muerto 75 mil personas (un promedio

anual de 6,250). La difusión de las armas de fuego

permite hablar de una sociedad en armas contra sí

misma, mientras que la generalización de la violencia

muestra la existencia de una guerra de todos contra todos, un

conflicto difuso, sin normas e ideología, pero mucho

más mortal que la guerra civil.



     Así como algunos sectores sociales importantes se

niegan a reconocer las causas que llevaron a la sociedad a la

guerra civil o los hechos más aberrantes cometidos

durante ella, ahora se resisten a reconocer la existencia de

una cultura de la violencia y de la muerte. En lugar de ello,

prefieren reducir la violencia a delincuencia y ésta

la concentran en los jóvenes. De esta forma, la

juventud hace las veces de chivo expiatorio de unos patrones

de conducta de los cuales todos somos responsables, porque

todos contribuimos activamente a difundirlos y a

reproducirlos. Este recurso permite, además, ocultar

la existencia del crimen organizado, del crimen

político y de toda clase de tráfico ilegal (ver

Pronunciamiento de la Universidad Centroamericana

þJosé Simeón Cañasþ, þLa violencia no se

combate con más violencia. Un llamado a la sensatezþ,

ECA, 1996, 569, p. 149ss.).



     No obstante esto, atribuir la delincuencia a la juventud

tiene un punto de apoyo real. Las estadísticas

demuestran claramente cómo los niños y los

jóvenes son excluidos de la familia, la comunidad, la

religión, la educación y, por consiguiente, de

las posibilidades sociales para alcanzar una vida digna. El

sistema social predominante es fundamentalmente excluyente y

no se hace nada serio para modificar esa dinámica. La

reacción de la juventud excluida adquiere la forma de

bandas y de delincuencia. La respuesta represiva del gobierno

muestra su incapacidad para comprender y enfrentar un

fenómeno social de grandes proporciones.







     La generalización de la violencia, exagerada y

distorsionada por los grandes medios de comunicación,

interesados en cultivar el morbo de la opinión

pública y en vender amarillismo, alimenta el miedo en

la población. Antes fue la guerra, después

fueron los asesinatos de los escuadrones de la muerte y ahora

es la violencia, en sus múltiples formas. Una

población aterrorizada muy difícilmente se

organizará para exigir la satisfacción de sus

necesidades básicas y para pedir alternativas

políticas viables. Pese al alto costo de la violencia,

incluso entre las clases altas, las ventajas para la clase

política y el Estado no son despreciables. Preocupada

por su seguridad individual y por asegurar un medio de vida,

la población no presta atención a otras

cuestiones sociales y políticas, que podrían

cuestionar el orden establecido.



     El desprecio a la vida humana inherente a la

generalización de la violencia incluye también

la vanalización de lo humano. La angustia y la

desesperación de la población son explotadas

por una serie variada de espectáculos públicos

-musicales, deportivos y religiosos-, donde la afectividad

individual puede ser descargada, produciendo un alivio

momentáneo, pero de los cuales no se sale siendo

más humano. Estos espectáculos son espacios muy

útiles para poder continuar, pero de ellos no se puede

esperar más humanidad ni la promesa de un futuro

mejor. Estas concentraciones masivas no ayudan al individuo

ni a la sociedad a superar los obstáculos que les

impiden avanzar hacia el bien común, pero son muy

populares por su utilidad para continuar siendo lo mismo, en

las mismas circunstancias.



     Al concluir la guerra se introdujo la idea de construir

una cultura de paz, concebida como un medio para superar la

polarización social y política, heredada del

conflicto. Supuestamente, la cultura de paz era el camino

hacia la reconciliación nacional. Hasta ahora, ni la

idea ha encontrado eco en la sociedad ni la

polarización ha disminuido sustancialmente, tal como

lo muestran las encuestas de opinión pública,

aunque existen ciertos ámbitos donde las posiciones

encontradas pueden ser discutidas con bastante libertad. Sin

embargo, el incremento desproporcionado de la violencia

debiera ser una razón más para decidirse a

trabajar por una cultura de paz. Ahora bien, la

construcción de esta cultura pasa por el

reconocimiento previo de la existencia de una cultura de la

violencia y de la muerte. El obstáculo principal que

por ahora encuentra una cultura de paz tan necesaria es la

resistencia a reconocer esta realidad violenta y mortal que

le debiera servir como punto de partida. Una cultura de paz

auténtica sólo puede consistir en hacer contra

la violencia, sin ello el esfuerzo será vacío

e ineficaz.







     Los índices macroeconómicos positivos y el

crecimiento 

y la concentración de la riqueza que aquéllos

han estimulado se encuentran cuestionados seriamente por un

crecimiento, también desproporcionado, de las

necesidades básicas insatisfechas de la

población. No se trata tanto de un problema

demográfico como de un problema de distribución

de la riqueza nacional. La emigración þforzadaþ ya ha

contribuido de forma notable a aliviar la presión

demográfica sobre los recursos nacionales y, de hecho,

no se puede esperar que la presión interna disminuya

mucho más. Dicho de otra manera, las necesidades

básicas de la población no se pueden atender

con sobrantes. Además de una política social

coherente, se necesita un financiamiento del cual el gobierno

actual no dispone por ahora. 



     Entonces, el dilema que debe ser superado consiste en

redistribuir la riqueza nacional para atender las necesidades

básicas de la población o continuar dedicando

sólo el sobrante, permitiendo la concentración

libre y escandalosa de la riqueza. De la solución de

este dilema depende la vida de miles de salvadoreños

y, en definitiva, la viabilidad de El Salvador como

nación.



3. El autoritarismo neoliberal



     Los espacios políticos abiertos por los acuerdos

de paz tienden a cerrarse, imposibilitando cada vez

más el debate de los temas nacionales, entorpeciendo

el desarrollo de las instituciones nacidas a raíz de

dichos acuerdos o estorbando la transformación de las

antiguas. Esta tendencia manifiesta en la incapacidad para

discutir, en la intolerancia ante la crítica y

últimamente en la amenaza abierta indica que algo

grave está pasando con la apertura democrática.



     La polarización tiende a reforzar una dualidad

política contraria al pluralismo democrático,

al mismo tiempo que divide entre los amigos y los enemigos

del partido mayoritario y, por ende, del régimen,

inhibiendo la participación de otros sectores que

podrían proponer otras alternativas. Los asuntos de

interés nacional no se debaten suficientemente y las

decisiones son impuestas por la mayoría de votos de

ARENA. Los medios de comunicación social, salvo

algunas excepciones notorias, por propia iniciativa o

presionados por el gobierno y las agencias de publicidad, se

pliegan cada vez más al discurso oficial, silenciando

las voces alternativas y la realidad nacional misma. Los

escuadrones de la muerte siguen representando una amenaza

real para la oposición -e incluso para quienes

simplemente disienten- al orden establecido.

  

     El gobierno únicamente dialoga con la

oposición política como último recurso

para obtener respaldo en una situación difícil.

En cualquier caso, estas conversaciones son encuentros

aislados de los cuales no se siguen planes de acción

conjunta de mediano plazo. El presidente de la

república no sólo no escucha a la

oposición, sino que se permite despreciarla en

público. Las organizaciones populares independientes

tampoco son escuchadas, sus reclamos son descartados como

simple manifestación de una oposición

política irracional y ambiciosa y sus protestas

callejeras son duramente reprimidas por la policía.

Las gremiales de la gran empresa privada tienen mejor suerte,

pues encuentran más eco en las altas esferas

gubernamentales, pero sus reclamos no siempre son atendidos -

al menos no con la rapidez y en el sentido deseados.



     El obstáculo principal para la apertura

política radica en las pretensiones del partido ARENA

que, no obstante tener un control indisputado del aparato

estatal y mantener una ventaja bastante cómoda en las

preferencias electorales de la población, aspira a

ejercer el poder de una forma prácticamente absoluta.

Dadas las seguridades derivadas de esas ventajas, ARENA

debiera poder y saber gobernar de una forma amplia y abierta.

Tiene suficiente margen y poder como para mostrarse

magnánimo y generoso, respetuoso del derecho y

honestamente preocupado por el bienestar de la

población. Sin embargo, estas ventajas no parecen ser

suficiente garantía para el partido mayoritario, el

cual tampoco sabe ver con claridad las ventajas

políticas de un gobierno democrático.



      Consecuentemente, la oposición es considerada

como un estorbo casi intolerable, que debiera ser eliminado

o al menos reducido a la pasividad. Para esta mentalidad

absolutista, el triunfo electoral equivale a un cheque en

blanco para gobernar a su arbitrio, incluso en contra de los

tratados internacionales y las leyes fundamentales de la

república. Por este camino sólo se puede llegar

al gobierno autoritario. Se trata de un autoritarismo civil

de corte mexicano, pero no menos férreo que el

militar. 







     Aun cuando el presidente de la república quisiera

promover el pluralismo político, el debate abierto y

la participación amplia de la ciudadanía en las

grandes decisiones nacionales, las tendencias predominantes

en su partido no se lo permitirían. Más

aún, fuera de la dirigencia del partido oficial son

muchos los que piensan que el autoritarismo es la forma

idónea para gobernar El Salvador. Esto se ha podido

comprobar reiteradamente al pedir, por ejemplo, la pena de

muerte para sancionar ciertos crímenes o leyes

más duras para combatir la delincuencia, sin detenerse

a analizar la compleja problemática de la violencia y

resistiéndose a reconocer los avances de la

jurisprudencia.



     El consenso es otra manifestación del

autoritarismo. ARENA y su gobierno abogan insistentemente por

un consenso nacional. Pero por consenso entienden, no la

conclusión compartida después de una

discusión amplia y libre, sino la conformidad con sus

decisiones. ARENA quisiera que las determinaciones adoptadas

unilateralmente fuesen acatadas por todos. A veces ni

siquiera guarda las formas acostumbradas, pues ya no intenta

justificar sus decisiones invocando el interés

nacional. Por lo tanto, en este planteamiento no caben la

disensión ni la discusión, sino la conformidad.

En realidad, el consenso que ARENA pide es similar al que

antes imponían las dictaduras militares.



     Ante este autoritarismo civil de viejo cuño,

algunos partidos políticos (Conciliación

Nacional y Democracia Cristiana) se suman al partido

mayoritario (ARENA) para obtener ventajas políticas y

económicas; otros, en concreto los de la izquierda

(Convergencia Democrática y FMLN), todavía no

han podido articular una oposición real por falta de

ideas, de experiencia y, en definitiva, de compromiso claro

con los intereses de las mayorías populares. Grupo

aparte forman los indecisos y vacilantes (el Partido

Demócrata y el Movimiento de Renovación Social

Cristiano), que se esfuerzan por conformar un centro

político que contribuya a despolarizar la

práctica política, pero sin definir

todavía su línea.



     La clase política se considera a sí misma

muy importante y, en cierto sentido, lo es. Aunque

quizás no tanto como ella piensa. Ciertamente, no es

reemplazable por otras fuerzas o movimientos, ni siquiera por

las organizaciones no gubernamentales, pero no está a

la altura de las circunstancias del país. Las

ambiciones personales, el interés por medrar en la

política y la falta notable de ética la

desprestigian y, por lo tanto, proyecta una imagen equivocada

de lo que debiera ser la práctica política. La

corrupción de la clase política ha permitido a

sus miembros enriquecimientos ilícitos y ocupar cargos

públicos, pero al mismo tiempo ha debilitado

notablemente las estructuras partidarias,

dividiéndolas y fragmentándolas, socavando

así la institucionalidad misma del Estado. Todo lo

cual, en último término, favorece a ARENA.



     La proliferación de partidos políticos no

es prueba de democracia ni de pluralismo, sino

manifestación de debilidad. La decadencia de la clase

política y de sus institutos es inocultable. El grado

de deterioro y corrupción es tal que las

campañas de imagen no surten el efecto buscado: unos

por autoritarios, otros por oportunistas, otros por indecisos

y otros, finalmente, por no representar los intereses

populares que dicen representar y que debieran representar.



     Los devaneos de la clase política también

han debilitado la institucionalidad estatal. La asamblea ha

dejado de ser el foro donde se discuten los problemas

nacionales y las decisiones son impuestas autoritariamente

por el partido mayoritario. La ineficiencia, la

descoordinación e incluso la contradicción

abierta entre la presidencia de la república y los

ministerios forman parte de la vida y del humor nacional. La

ignorancia, la lentitud y la corrupción del sistema

judicial son un grave obstáculo para la

consolidación de un Estado de derecho. Nadie debiera

extrañarse, entonces, del escepticismo de la

población frente al Estado y sus funcionarios.



     El final de la guerra se ha hecho sentir en todos los

ámbitos de la vida nacional, pero sin alcanzar los

objetivos democratizadores propuestos por los acuerdos de

paz. En este sentido, El Salvador perdió una

oportunidad histórica más para repensar el

país desde una perspectiva democrática. La

responsabilidad mayor es de la derecha, pero también

la debilidad de la izquierda tiene su parte. En octubre de

1995, el gobierno quiso aprovechar la finalización del

mandato de la misión verificadora de Naciones Unidas

para deshacerse de ella, alegando haber cumplido con todos

los compromisos adquiridos. De haberlo logrado, se hubiera

apuntado un triunfo político y al mismo tiempo se

hubiera desecho de una verificación molesta, que

estorbaría el avance de su proyecto autoritario. Pero

el gobierno salvadoreño calculó mal. Pese a sus

reclamos, la comunidad internacional no aceptó que los

acuerdos estuviesen concluidos. La permanencia de una

misión de Naciones Unidas en el país, aunque

reducida a su mínima expresión, no sólo

es un recordatorio del no cumplimiento gubernamental, sino

que es también un valladar contra las aspiraciones

autoritarias del gobierno de ARENA.







     No obstante los incumplimientos y las tendencias

autoritarias del gobierno salvadoreño actual, la

comunidad internacional no parece estar dispuesta a seguir

dando la batalla, exigiendo la democratización de El

Salvador, tal como quedó establecido en los acuerdos

de paz. La contraparte del acuerdo no tiene fuerza para

exigir el cumplimiento de estos compromisos. Así, todo

pareciera indicar que la fase de postguerra está

llegando a su final. Dados los resultados, es equívoco

calificar la transición como democrática -sin

desconocer por ello algunas cosas buenas derivadas de ella-,

al menos en su conjunto.



     En realidad, el país transita otra vez por los

caminos del autoritarismo. Por eso, valdría la pena

preguntarse dónde se desvió la

transición hacia el autoritarismo. Pero esto es tema

de otro editorial. De momento baste afirmar que los acuerdos

de paz parecen haber dado de sí todo lo que

podían dar para sacar al país de la guerra

civil. Dado el estado de cumplimiento de los acuerdos, de

éstos sólo se puede esperar realistamente el

cumplimiento de algunos compromisos aún pendientes.

Pareciera, pues, que se cierra una fase importante de la

historia salvadoreña y se abre otra, dominada por el

autoritarismo neoliberal.



     El tiempo de las grandes esperanzas abierto por los

acuerdos de paz se está cerrando inexorablemente. La

realidad económica, social y cultural neoliberal se

imponen. Sin embargo, la inevitabilidad con la que la

presentan sus promotores no es suficiente como para eliminar

todo atisbo de esperanza. Ciertamente, la gran

solución no se vislumbra, pero eso no quiere decir que

no la haya. Esto significa que habría que buscarla con

mayor ahínco.





 

     Aunque hay suficientes razones para la desesperanza y

para desesperarse, también existen poderosas razones

para esperar. Si, por una parte, la desesperación

puede llevar a la pasividad y a la apatía o a la

protesta violenta, por otra parte, desde el convencimiento

profundo de que lo que existe no debiera ser y desde la

certeza de que existen otras alternativas más

equitativas, solidarias y democráticas pueden sacarse

fuerzas e ideas para trabajar denodadamente por ellas. El

neoliberalismo autoritario podrá negar las

satisfacción de las necesidades básicas,

podrá incluso imponer su régimen autoritario,

pero no podrá adueñarse de la esperanza.  



     San Salvador, 27 de junio de 1996.