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Revista Estudios Centroamericanos (ECA), No. 571-572, mayo-junio de 1996 Editorial Obstáculos para el bien común El deterioro de la situación económica y, por consiguiente, de las condiciones de vida de los salvadoreños es algo obvio, excepto para el gobierno, que se empeña en afirmar que la economía nacional marcha por buen camino. Lo único que reconoce es un ritmo menor de crecimiento, que insiste en llamar desaceleración -un término económicamente heterodoxo. Todo ello para no hablar de recesión, manifiesta en la disminución de la actividad en todos los sectores de la economía, excepto en el financiero. Hace un año, el señalamiento principal contra el segundo gobierno de ARENA era la falta de dirección y liderazgo; ahora a tal señalamiento se agrega el comienzo de lo que se puede llegar a convertir en una crisis económica de grandes proporciones. En cualquier caso, la mayoría de la población siente de manera brutal el impacto negativo de la economía sobre sus ya precarias condiciones de vida. Los dos primeros años del segundo gobierno de ARENA han resultado malos para el país. El gobierno no sólo no ha cumplido con las metas que él mismo se propuso, sino que la situación general de la mayoría de los salvadoreños es peor ahora que hace dos años. La persona no se encuentra en el centro de la práctica política ni el desarrollo social es prioridad, ni siquiera el desarrollo económico, entendido en términos neoliberales, parece estar asegurado. La sensación general es que El Salvador retrocede en áreas vitales para consolidar las posibilidades abiertas por el final de la guerra y los acuerdos de paz. Los fracasos, sobre todo en las áreas económica y social, desvalorizan algunos de los logros del gobierno actual. Es indudable que el gobierno actual ha conservado la estabilidad macroeconómica, una condición fundamental para el desarrollo económico, aunque no la única. Ahora bien, su logro más importante es la reforma educativa, puesta en marcha en relativamente muy poco tiempo y cuyos primeros resultados positivos ya se están haciendo sentir. En salud se hacen algunos esfuerzos, pero la ausencia de un plan impide avanzar de manera más decidida. En seguridad pública se dan los primeros pasos firmes para combatir el delito común, pero todavía no se ha podido superar la barrera que impide establecer la verdad en aquellos casos donde están implicados funcionarios públicos o personalidades del mundo de la política, de los militares y del capital. En cambio, para la opinión pública, el logro más importante es el ornato y arreglo de calles y parques, es decir, la obra más visible. El gobierno actual pudo aprovechar las posibilidades abiertas por los acuerdos de paz y trabajar para reconstruir un país más equitativo, más seguro y con más oportunidades para sus habitantes, y, por consiguiente, más democrático. Al cabo de dos años, estas metas que, en 1992, cuando se firmaron los acuerdos de paz, parecían alcanzables, se alejan cada vez más en el horizonte. El presidente Calderón justifica este fracaso alegando obstáculos insalvables, que no se atreve a identificar. Sin embargo, es necesario hacerlo, al menos para saber qué impide que El Salvador avance hacia las metas que, en teoría, la mayoría parece desear. 1. La lógica irreconciliable de lo económico y lo social El gobierno salvadoreño acepta a pie juntillas los dictados de los organismos internacionales y los aplica con extrema fidelidad, pensando, quizás ingenuamente, que por ese camino llegará al desarrollo económico. Sus esfuerzos han dado resultados: la estabilidad macroeconómica es un ejemplo mundial del ajuste estructural, los préstamos y las donaciones fluyen fácilmente y la inflación se encuentra bajo control. Sin embargo, estos no son todos los resultados esperados. Pese al esfuerzo hecho, el desarrollo económico es todavía un objetivo lejana. De acuerdo al planteamiento de los organismos internacionales, mientras se avanza hacia la prosperidad, los efectos negativos de la política de estabilidad y ajuste estructural en la población serán paliados por una política social que, en la práctica, nunca cuenta con fondos suficientes para atender unas necesidades básicas que cada vez son mayores y más urgentes. Con la misma ingenuidad aparente, el gobierno salvadoreño acepta también que el desarrollo económico y social pueden ir de la mano y, por lo tanto, el mercado y el Estado pueden cooperar armónicamente en la consecución del bien común. Para ello bastaría con integrar lo social en el discurso económico. En realidad, esta última idea también proviene de los organismos internacionales, en los cuales cada día hay más conciencia de que su política económica actual no lleva a la prosperidad ni al bienestar. Para llenar este vacío han agregado lo social, pero sin que esta dimensión afecte realmente sus decisiones económicas. Las metas aparentemente están claras, lo que no se sabe es cómo llegar a ellas sin afectar los grandes intereses del capital. Los resultados de tanta ingenuidad están a la vista. Los beneficios de la estabilidad macroeconómica no setraducen en niveles elevados de producción, en el incremento del empleo, en una canasta básica asequible para la mayoría ni, en general, en la disminución de la pobreza -el 51 por ciento de los salvadoreños vive en pobreza absoluta. Es difícil pensar que quienes toman las grandes decisiones sobre la economía nacional solamente buscan obtener unos resultados macroeconómicos que a todas luces son incompletos; si éste fuera el caso, estarían condenando a la pobreza a la mayoría de la población salvadoreña, mientras que su discurso, además de demagógico, sería cínico. En este contexto de crisis, el gobierno y la gran empresa privada plantean la privatización de los activos estatales como la gran panacea. Ambos prometen servicios mejores y más baratos. No obstante, los resultados de la privatización de la banca son una advertencia seria acerca de lo que le puede esperar al país con la privatización de los servicios públicos. Uno de los argumentos más utilizado para justificar la privatización de la banca fue que democratizaría el crédito, lo cual, a su vez, estimularía la producción. La evidencia muestra que, en lugar de democratizarse, el crédito se ha vuelto tan exclusivo y caro que ahoga la producción. Las políticas crediticias de la banca no coinciden con los intereses nacionales, ni siquiera favorecen a los grandes empresarios. El crédito está orientado hacia aquellas áreas donde las ganancias son más rápidas y cuantiosas, las cuales no coinciden necesariamente con los intereses nacionales o con los de algunas grandes empresas privadas. La lógica del capital no está determinada por el desarrollo económico, sino por el lucro (ver þLa modernización posibleþ, ECA, 1996, 570, pp. 275ss.). El sector bancario y financiero es el que más se ha beneficiado de las políticas gubernamentales. No sólo se ha consolidado, sino que ha concentrado la riqueza en unos volúmenes hasta ahora desconocidos. La otra cara de esta actividad tan altamente rentable es el empobrecimiento de la mayoría de la población, incluida la débil clase media, que se ve empujada inexorablemente hacia la franja de la pobreza. La voracidad de la banca ha causado fracturas importantes en el capital industrial y comercial y protestas entre los medianos y pequeños empresarios. Así, pues, la privatización de los servicios públicos no producirá servicios mejores ni más baratos, ni conducirá al país, como un todo, hacia la prosperidad y el bienestar. Su razón de ser obedece a otra dinámica muy diferente a la del bien común. El gran capital, nacional y transnacional, considera la inversión en estos activos públicos privatizados como un campo nuevo de inversión, donde puede seguir obteniendo ganancias elevadas a corto plazo, las cuales ya no puede acumular en otras actividades económicas. La fuerza que empuja hacia la privatización no es el servicio, sino la de la mayor rentabilidad. La lógica del capital, orientada al lucro, y la del bienestar público, orientada al bien común, no coinciden. De ahí que sea necesaria la intervención del Estado, cuya obligación primera es velar por este último y no tanto por aquél otro. No se puede negar que el gobierno actual sabe a dónde debiera conducir el país, al menos en términos generales. Pero o no encuentra los medios adecuados para ello o los que adopta no son los más apropiados para alcanzar las metas propuestas. Las medidas de corto plazo anunciadas por el gobierno, al cumplir su segundo año en el poder, son un buen ejemplo de esta inadecuación de los instrumentos. Por un lado, su carácter cortoplacista e inmediatista limita su alcance. En efecto, las medidas están orientadas a contener el comienzo de la crisis, no a buscar soluciones estructurales de mediano y largo plazo. Por otro lado, surgen serias dudas sobre si generarán empleo, dinamizarán la producción y habrá dinero suficiente para financiarlas. Por lo demás, algunas de estas medidas demuestran que la empresa privada salvadoreña no es competitiva y necesita ser protegida por el Estado, lo cual la despoja de solvencia para justificar la privatización de los activos públicos alegando la ineficiencia de la empresa estatal y al mismo tiempo muestra la inconsistencia de su ideología neoliberal, puesto que, según ésta, el mercado es la norma suprema que decide quién gana y quién pierde. El veredicto parece bastante claro, gana el capital transnacional y pierde el nacional. Por lo tanto, según las tesis neoliberales, el Estado no debiera intervenir para proteger y rescatar a este último. Ahora bien, si el Estado interviene a favor del capital nacional, ¨por qué no interviene también a favor de la mayoría de los habitantes de El Salvador? Argumentar con las tesis neoliberales no intervencionistas es una falacia. El Estado está obligado a velar por la prosperidad y el bienestar de todos los ciudadanos y, en particular, por los más vulnerables, que constituyen la mayoría. Por lo tanto, así como interviene para proteger los intereses del capital nacional debiera intervenir también para promover el bienestar de la mayoría de la población. La cuestión no es si debe o no debe intervenir, sino a favor o en contra de quién lo hace. Siempre se puede argumentar que quien quiere los fines pone los medios para alcanzarlos. Es decir, si el gobierno actual realmente estuviera comprometido con el desarrollo económico y social del país, pondría los medios adecuados para conseguirlos. De hecho, aquí es donde se encuentra uno de los obstáculos principales del gobierno actual. No puede poner los medios apropiados para asegurar el bien común porque se encuentra atado a los organismos internacionales por ideología y por la condicionalidad de los préstamos y porque, además, se encuentra atrapado en la maraña de los intereses del gran capital nacional y transnacional. 2. Las sobras son insuficientes para el desarrollo social El desarrollo social ocupó un lugar destacado en el discurso oficial, que puso de moda el tema; pero últimamente éste ha caído en el olvido. Pareciera que ha sido víctima del desuso en el que toda moda cae. Por lo que toca al presupuesto, en la actualidad, la cantidad asignada al área social es menor, en términos absolutos, que la asignada en 1995, alejando así la posibilidad de representar el 50 por ciento, al final del mandato del gobierno de Calderón, tal como éste lo prometió. Una de las contradicciones que más llama la atención en la distribución del presupuesto nacional es que siendo tan insuficiente el financiamiento para el área social se mantenga la elevada cantidad asignada a la defensa nacional, la cual incluso aumenta, en términos absolutos. Dadas las necesidades sociales ingentes y el compromiso público del gobierno de ARENA por aliviarlas, es injustificable que el país siga gastando sumas enormes en defensa, tanto más cuando la posibilidad de enfrentar un conflicto armado es sumamente remota. Consecuentemente, entonces, las necesidades básicas de la población no pueden ser atendidas satisfactoriamente: 153 mil niños menores de cinco años están desnutridos, la mortalidad infantil asciende a 46 por mil, el 40 por ciento de la población no tiene acceso a los servicios de salud, las enfermedades contagiosas que se creían erradicadas han rebrotado con renovada fuerza como consecuencia del deterioro de las condiciones de vida, el 53 por ciento no tiene agua potable, el 29 por ciento de la población es analfabeta y no es previsible que esta carencia disminuya, 379 mil niños no tienen acceso a la educación, 270 mil niños trabajan para subsistir -la mayoría de las veces participan en actividades insalubres o peligrosas, que los alejan de la escuela y los exponen a la violencia callejera, la prostitución, la drogradicción y la criminalidad-, el déficit de vivienda asciende a 470 mil y el medio ambiente se degrada cada vez más (ver el informe de 1995 de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos). Uno de los efectos de este descuido inexcusable es la aguda escasez de agua. El agua se está volviendo un bien escaso, cuya posesión ya está ocasionando conflictos sociales. Según estudios recientes, el país sólo tiene agua para diez años, realidad que el gobierno se niega a reconocer. El gobierno actual no es responsable de todos estos problemas, cuyo carácter es estructural y su existencia data de muchas décadas. El desinterés de los gobiernos anteriores y el crecimiento demográfico han agravado de tal manera la insatisfacción de las necesidades básicas de la población que ésta ahora se han vuelto un problema de graves proporciones. Tampoco es posible esperar que este gobierno resuelva en cinco años todos estos problemas. Lo que sí se puede y debe esperar, y exigir, es que comience a dar los primeros pasos para solucionarlos realmente. Para ello se necesitan planes de alcance nacional, cuya meta última sea satisfacer tantas necesidades insatisfechas. El Salvador no puede andar bien socialmente si la riqueza nacional se concentra cada vez más en pocas manos, aquéllas que se apoderaron ilegalmente de la banca. Lo que sobra a estos grandes capitales es poco para atender las necesidades cada vez mayores de la gran mayoría de la población. Esta situación no se puede justificar alegando el bajo nivel del ingreso per cápita, porque países con un ingreso menor que El Salvador (Ecuador, por ejemplo) atienden mejor las necesidades básicas de su población, redistribuyendo más equitativamente su riqueza nacional. Hasta ahora, el gobierno salvadoreño se limita a atender a duras penas algunas de las necesidades más urgentes; pero a todas luces, éstas superan su capacidad de planificación, financiamiento y acción. En estas condiciones la paz social no puede sino ser una meta inalcanzable. Una de las características de la sociedad salvadoreña de fin de siglo es la violencia. El empobrecimiento, la ruptura de las estructuras familiares, comunitarias y asociativas, la posesión prácticamente incontrolada de las armas de fuego de toda clase y la proclividad a reaccionar agresivamente han hecho que las relaciones sociales se vuelvan predominantemente violentas. De hecho, el promedio anual de muertes violentas de los dos últimos años asciende a 8,506, lo cual significa que el índice de estas muertes ha aumentado en un 36 por ciento en relación a los doce años de guerra, en los cuales habría muerto 75 mil personas (un promedio anual de 6,250). La difusión de las armas de fuego permite hablar de una sociedad en armas contra sí misma, mientras que la generalización de la violencia muestra la existencia de una guerra de todos contra todos, un conflicto difuso, sin normas e ideología, pero mucho más mortal que la guerra civil. Así como algunos sectores sociales importantes se niegan a reconocer las causas que llevaron a la sociedad a la guerra civil o los hechos más aberrantes cometidos durante ella, ahora se resisten a reconocer la existencia de una cultura de la violencia y de la muerte. En lugar de ello, prefieren reducir la violencia a delincuencia y ésta la concentran en los jóvenes. De esta forma, la juventud hace las veces de chivo expiatorio de unos patrones de conducta de los cuales todos somos responsables, porque todos contribuimos activamente a difundirlos y a reproducirlos. Este recurso permite, además, ocultar la existencia del crimen organizado, del crimen político y de toda clase de tráfico ilegal (ver Pronunciamiento de la Universidad Centroamericana þJosé Simeón Cañasþ, þLa violencia no se combate con más violencia. Un llamado a la sensatezþ, ECA, 1996, 569, p. 149ss.). No obstante esto, atribuir la delincuencia a la juventud tiene un punto de apoyo real. Las estadísticas demuestran claramente cómo los niños y los jóvenes son excluidos de la familia, la comunidad, la religión, la educación y, por consiguiente, de las posibilidades sociales para alcanzar una vida digna. El sistema social predominante es fundamentalmente excluyente y no se hace nada serio para modificar esa dinámica. La reacción de la juventud excluida adquiere la forma de bandas y de delincuencia. La respuesta represiva del gobierno muestra su incapacidad para comprender y enfrentar un fenómeno social de grandes proporciones. La generalización de la violencia, exagerada y distorsionada por los grandes medios de comunicación, interesados en cultivar el morbo de la opinión pública y en vender amarillismo, alimenta el miedo en la población. Antes fue la guerra, después fueron los asesinatos de los escuadrones de la muerte y ahora es la violencia, en sus múltiples formas. Una población aterrorizada muy difícilmente se organizará para exigir la satisfacción de sus necesidades básicas y para pedir alternativas políticas viables. Pese al alto costo de la violencia, incluso entre las clases altas, las ventajas para la clase política y el Estado no son despreciables. Preocupada por su seguridad individual y por asegurar un medio de vida, la población no presta atención a otras cuestiones sociales y políticas, que podrían cuestionar el orden establecido. El desprecio a la vida humana inherente a la generalización de la violencia incluye también la vanalización de lo humano. La angustia y la desesperación de la población son explotadas por una serie variada de espectáculos públicos -musicales, deportivos y religiosos-, donde la afectividad individual puede ser descargada, produciendo un alivio momentáneo, pero de los cuales no se sale siendo más humano. Estos espectáculos son espacios muy útiles para poder continuar, pero de ellos no se puede esperar más humanidad ni la promesa de un futuro mejor. Estas concentraciones masivas no ayudan al individuo ni a la sociedad a superar los obstáculos que les impiden avanzar hacia el bien común, pero son muy populares por su utilidad para continuar siendo lo mismo, en las mismas circunstancias. Al concluir la guerra se introdujo la idea de construir una cultura de paz, concebida como un medio para superar la polarización social y política, heredada del conflicto. Supuestamente, la cultura de paz era el camino hacia la reconciliación nacional. Hasta ahora, ni la idea ha encontrado eco en la sociedad ni la polarización ha disminuido sustancialmente, tal como lo muestran las encuestas de opinión pública, aunque existen ciertos ámbitos donde las posiciones encontradas pueden ser discutidas con bastante libertad. Sin embargo, el incremento desproporcionado de la violencia debiera ser una razón más para decidirse a trabajar por una cultura de paz. Ahora bien, la construcción de esta cultura pasa por el reconocimiento previo de la existencia de una cultura de la violencia y de la muerte. El obstáculo principal que por ahora encuentra una cultura de paz tan necesaria es la resistencia a reconocer esta realidad violenta y mortal que le debiera servir como punto de partida. Una cultura de paz auténtica sólo puede consistir en hacer contra la violencia, sin ello el esfuerzo será vacío e ineficaz. Los índices macroeconómicos positivos y el crecimiento y la concentración de la riqueza que aquéllos han estimulado se encuentran cuestionados seriamente por un crecimiento, también desproporcionado, de las necesidades básicas insatisfechas de la población. No se trata tanto de un problema demográfico como de un problema de distribución de la riqueza nacional. La emigración þforzadaþ ya ha contribuido de forma notable a aliviar la presión demográfica sobre los recursos nacionales y, de hecho, no se puede esperar que la presión interna disminuya mucho más. Dicho de otra manera, las necesidades básicas de la población no se pueden atender con sobrantes. Además de una política social coherente, se necesita un financiamiento del cual el gobierno actual no dispone por ahora. Entonces, el dilema que debe ser superado consiste en redistribuir la riqueza nacional para atender las necesidades básicas de la población o continuar dedicando sólo el sobrante, permitiendo la concentración libre y escandalosa de la riqueza. De la solución de este dilema depende la vida de miles de salvadoreños y, en definitiva, la viabilidad de El Salvador como nación. 3. El autoritarismo neoliberal Los espacios políticos abiertos por los acuerdos de paz tienden a cerrarse, imposibilitando cada vez más el debate de los temas nacionales, entorpeciendo el desarrollo de las instituciones nacidas a raíz de dichos acuerdos o estorbando la transformación de las antiguas. Esta tendencia manifiesta en la incapacidad para discutir, en la intolerancia ante la crítica y últimamente en la amenaza abierta indica que algo grave está pasando con la apertura democrática. La polarización tiende a reforzar una dualidad política contraria al pluralismo democrático, al mismo tiempo que divide entre los amigos y los enemigos del partido mayoritario y, por ende, del régimen, inhibiendo la participación de otros sectores que podrían proponer otras alternativas. Los asuntos de interés nacional no se debaten suficientemente y las decisiones son impuestas por la mayoría de votos de ARENA. Los medios de comunicación social, salvo algunas excepciones notorias, por propia iniciativa o presionados por el gobierno y las agencias de publicidad, se pliegan cada vez más al discurso oficial, silenciando las voces alternativas y la realidad nacional misma. Los escuadrones de la muerte siguen representando una amenaza real para la oposición -e incluso para quienes simplemente disienten- al orden establecido. El gobierno únicamente dialoga con la oposición política como último recurso para obtener respaldo en una situación difícil. En cualquier caso, estas conversaciones son encuentros aislados de los cuales no se siguen planes de acción conjunta de mediano plazo. El presidente de la república no sólo no escucha a la oposición, sino que se permite despreciarla en público. Las organizaciones populares independientes tampoco son escuchadas, sus reclamos son descartados como simple manifestación de una oposición política irracional y ambiciosa y sus protestas callejeras son duramente reprimidas por la policía. Las gremiales de la gran empresa privada tienen mejor suerte, pues encuentran más eco en las altas esferas gubernamentales, pero sus reclamos no siempre son atendidos - al menos no con la rapidez y en el sentido deseados. El obstáculo principal para la apertura política radica en las pretensiones del partido ARENA que, no obstante tener un control indisputado del aparato estatal y mantener una ventaja bastante cómoda en las preferencias electorales de la población, aspira a ejercer el poder de una forma prácticamente absoluta. Dadas las seguridades derivadas de esas ventajas, ARENA debiera poder y saber gobernar de una forma amplia y abierta. Tiene suficiente margen y poder como para mostrarse magnánimo y generoso, respetuoso del derecho y honestamente preocupado por el bienestar de la población. Sin embargo, estas ventajas no parecen ser suficiente garantía para el partido mayoritario, el cual tampoco sabe ver con claridad las ventajas políticas de un gobierno democrático. Consecuentemente, la oposición es considerada como un estorbo casi intolerable, que debiera ser eliminado o al menos reducido a la pasividad. Para esta mentalidad absolutista, el triunfo electoral equivale a un cheque en blanco para gobernar a su arbitrio, incluso en contra de los tratados internacionales y las leyes fundamentales de la república. Por este camino sólo se puede llegar al gobierno autoritario. Se trata de un autoritarismo civil de corte mexicano, pero no menos férreo que el militar. Aun cuando el presidente de la república quisiera promover el pluralismo político, el debate abierto y la participación amplia de la ciudadanía en las grandes decisiones nacionales, las tendencias predominantes en su partido no se lo permitirían. Más aún, fuera de la dirigencia del partido oficial son muchos los que piensan que el autoritarismo es la forma idónea para gobernar El Salvador. Esto se ha podido comprobar reiteradamente al pedir, por ejemplo, la pena de muerte para sancionar ciertos crímenes o leyes más duras para combatir la delincuencia, sin detenerse a analizar la compleja problemática de la violencia y resistiéndose a reconocer los avances de la jurisprudencia. El consenso es otra manifestación del autoritarismo. ARENA y su gobierno abogan insistentemente por un consenso nacional. Pero por consenso entienden, no la conclusión compartida después de una discusión amplia y libre, sino la conformidad con sus decisiones. ARENA quisiera que las determinaciones adoptadas unilateralmente fuesen acatadas por todos. A veces ni siquiera guarda las formas acostumbradas, pues ya no intenta justificar sus decisiones invocando el interés nacional. Por lo tanto, en este planteamiento no caben la disensión ni la discusión, sino la conformidad. En realidad, el consenso que ARENA pide es similar al que antes imponían las dictaduras militares. Ante este autoritarismo civil de viejo cuño, algunos partidos políticos (Conciliación Nacional y Democracia Cristiana) se suman al partido mayoritario (ARENA) para obtener ventajas políticas y económicas; otros, en concreto los de la izquierda (Convergencia Democrática y FMLN), todavía no han podido articular una oposición real por falta de ideas, de experiencia y, en definitiva, de compromiso claro con los intereses de las mayorías populares. Grupo aparte forman los indecisos y vacilantes (el Partido Demócrata y el Movimiento de Renovación Social Cristiano), que se esfuerzan por conformar un centro político que contribuya a despolarizar la práctica política, pero sin definir todavía su línea. La clase política se considera a sí misma muy importante y, en cierto sentido, lo es. Aunque quizás no tanto como ella piensa. Ciertamente, no es reemplazable por otras fuerzas o movimientos, ni siquiera por las organizaciones no gubernamentales, pero no está a la altura de las circunstancias del país. Las ambiciones personales, el interés por medrar en la política y la falta notable de ética la desprestigian y, por lo tanto, proyecta una imagen equivocada de lo que debiera ser la práctica política. La corrupción de la clase política ha permitido a sus miembros enriquecimientos ilícitos y ocupar cargos públicos, pero al mismo tiempo ha debilitado notablemente las estructuras partidarias, dividiéndolas y fragmentándolas, socavando así la institucionalidad misma del Estado. Todo lo cual, en último término, favorece a ARENA. La proliferación de partidos políticos no es prueba de democracia ni de pluralismo, sino manifestación de debilidad. La decadencia de la clase política y de sus institutos es inocultable. El grado de deterioro y corrupción es tal que las campañas de imagen no surten el efecto buscado: unos por autoritarios, otros por oportunistas, otros por indecisos y otros, finalmente, por no representar los intereses populares que dicen representar y que debieran representar. Los devaneos de la clase política también han debilitado la institucionalidad estatal. La asamblea ha dejado de ser el foro donde se discuten los problemas nacionales y las decisiones son impuestas autoritariamente por el partido mayoritario. La ineficiencia, la descoordinación e incluso la contradicción abierta entre la presidencia de la república y los ministerios forman parte de la vida y del humor nacional. La ignorancia, la lentitud y la corrupción del sistema judicial son un grave obstáculo para la consolidación de un Estado de derecho. Nadie debiera extrañarse, entonces, del escepticismo de la población frente al Estado y sus funcionarios. El final de la guerra se ha hecho sentir en todos los ámbitos de la vida nacional, pero sin alcanzar los objetivos democratizadores propuestos por los acuerdos de paz. En este sentido, El Salvador perdió una oportunidad histórica más para repensar el país desde una perspectiva democrática. La responsabilidad mayor es de la derecha, pero también la debilidad de la izquierda tiene su parte. En octubre de 1995, el gobierno quiso aprovechar la finalización del mandato de la misión verificadora de Naciones Unidas para deshacerse de ella, alegando haber cumplido con todos los compromisos adquiridos. De haberlo logrado, se hubiera apuntado un triunfo político y al mismo tiempo se hubiera desecho de una verificación molesta, que estorbaría el avance de su proyecto autoritario. Pero el gobierno salvadoreño calculó mal. Pese a sus reclamos, la comunidad internacional no aceptó que los acuerdos estuviesen concluidos. La permanencia de una misión de Naciones Unidas en el país, aunque reducida a su mínima expresión, no sólo es un recordatorio del no cumplimiento gubernamental, sino que es también un valladar contra las aspiraciones autoritarias del gobierno de ARENA. No obstante los incumplimientos y las tendencias autoritarias del gobierno salvadoreño actual, la comunidad internacional no parece estar dispuesta a seguir dando la batalla, exigiendo la democratización de El Salvador, tal como quedó establecido en los acuerdos de paz. La contraparte del acuerdo no tiene fuerza para exigir el cumplimiento de estos compromisos. Así, todo pareciera indicar que la fase de postguerra está llegando a su final. Dados los resultados, es equívoco calificar la transición como democrática -sin desconocer por ello algunas cosas buenas derivadas de ella-, al menos en su conjunto. En realidad, el país transita otra vez por los caminos del autoritarismo. Por eso, valdría la pena preguntarse dónde se desvió la transición hacia el autoritarismo. Pero esto es tema de otro editorial. De momento baste afirmar que los acuerdos de paz parecen haber dado de sí todo lo que podían dar para sacar al país de la guerra civil. Dado el estado de cumplimiento de los acuerdos, de éstos sólo se puede esperar realistamente el cumplimiento de algunos compromisos aún pendientes. Pareciera, pues, que se cierra una fase importante de la historia salvadoreña y se abre otra, dominada por el autoritarismo neoliberal. El tiempo de las grandes esperanzas abierto por los acuerdos de paz se está cerrando inexorablemente. La realidad económica, social y cultural neoliberal se imponen. Sin embargo, la inevitabilidad con la que la presentan sus promotores no es suficiente como para eliminar todo atisbo de esperanza. Ciertamente, la gran solución no se vislumbra, pero eso no quiere decir que no la haya. Esto significa que habría que buscarla con mayor ahínco. Aunque hay suficientes razones para la desesperanza y para desesperarse, también existen poderosas razones para esperar. Si, por una parte, la desesperación puede llevar a la pasividad y a la apatía o a la protesta violenta, por otra parte, desde el convencimiento profundo de que lo que existe no debiera ser y desde la certeza de que existen otras alternativas más equitativas, solidarias y democráticas pueden sacarse fuerzas e ideas para trabajar denodadamente por ellas. El neoliberalismo autoritario podrá negar las satisfacción de las necesidades básicas, podrá incluso imponer su régimen autoritario, pero no podrá adueñarse de la esperanza. San Salvador, 27 de junio de 1996.