UCA

Universidad Centroamericana José Simeón Cañas



Revista ECA

© 1996 UCA Editores



Editorial



La modernización posible



     La modernización del Estado se ha convertido en

una prioridad de la agenda gubernamental, pues se la

considera como condición indispensable para competir

exitosamente en la globalización de los mercados. En

consecuencia, se propusieron medidas diversas -la

dolarización de la economía, la

privatización de los activos públicos, la

reducción de los aranceles, el incremento de los

impuestos indirectos, la reducción del sector

público y la expansión de la maquila. Pero de

todas esas medidas, sólo tres prosperaron, el

incremento del impuesto al valor agregado, el despido de

empleados estatales y la privatización de los

servicios públicos más rentables. En la

actualidad, la modernización se equipara con la

privatización y con ella se promete la

superación de los problemas más graves del

país.



     No es extraño que sólo se hayan adoptado

tres de una serie de medidas y esto de manera aislada, pues

el gobierno carece de un planteamiento económico

coherente y, por lo tanto, de una idea clara de la

modernización que dice promover. El presidente de la

república rechaza la planificación, por

considerarla de corte socialista; pero los ministros de su

gabinete económico afirman que existe un plan, que

sólo ellos conocen. Los vaivenes de la política

económica más bien muestran la inexistencia de

tal plan, pero no por rechazo a una práctica

presuntamente socialista, sino porque su dirección

está al servicio de intereses muy particulares.



     En estas circunstancias, es muy difícil que el

país se modernice, pero sí privatizará

los servicios públicos más rentables, porque es

una moda impuesta por los organismos internacionales y la

ideología neoliberal y porque el capital nacional y

extranjero ve en ellos un área nueva para expandirse

y obtener más ganancias. No es este el lugar para

discutir los aspectos técnicos de la

modernización del Estado, pero sí para

establecer los principios desde los cuales puede llevarse a

cabo.



     La modernización, tal como la entiende el

gobierno, al menos a nivel de discurso público, no es

viable. El Estado no se modernizará subiendo los

impuestos indirectos, despidiendo a unos cuantos miles de

empleados públicos y privatizando los activos

públicos más codiciados. Modernizar implica una

visión de conjunto, unos criterios técnicos y

éticos claros, una gran inversión en

capacitación y equipos, y un cambio radical de

mentalidad. La única área donde se está

trabajando en esta dirección es en la educativa, pero

su suerte depende de que el Estado como un todo sepa a

dónde quiere ir.



     La modernizaci¢n es necesaria y posible, pero desde

otros presupuestos y con una orientaci¢n diferente.



     Con las premisas del gobierno actual, la

modernización no es posible; pero eso no significa que

el Estado salvadoreño no necesite de una

modernización profunda. En este sentido, la

modernización es necesaria y posible, pero desde otros

presupuestos y con una orientación diferente.



1. El dilema de la modernización



     La modernización se enfrenta, por lo general,

desde una perspectiva casi exclusivamente economicista, en

términos de menos Estado y más

privatización. Ante este enfoque reduccionista

habría que afirmar el destino universal de los bienes

y la promoción y el desarrollo de la humanidad en su

conjunto. El objeto de la actividad económica no

debiera ser hacer más ricos a unos cuantos que ya lo

son a costa de los demás, lo cual deshumaniza a todos

por igual, pero por razones diferentes. A los primeros, la

ambición y la codicia les impiden considerar otras

perspectivas o valores que no sean el triunfo sobre el

adversario y ganancias siempre mayores; en los demás,

la lucha por sobrevivir, la frustración y el

resentimiento fomentan el individualismo y la amargura.



     La prosperidad de una nación no debiera medirse

en términos de las variables macroeconómicas,

porque éstas ocultan la pobreza, la corrupción

y la violencia estructural. La estabilidad y el crecimiento

que puedan medir no se refieren más que a una

pequeña parte de la estructura social. La prosperidad

debiera ser medida en términos de si la vida es

más o menos humana en una determinada sociedad.



     Los grandes problemas de la sociedad actual son la

pobreza, el crecimiento con desempleo, la violencia, la

corrupción y la impunidad. Todos los demás

males que aflijen a las sociedades de hoy se derivan de

ellos. En consecuencia, los gobiernos y las organizaciones

internacionales debieran concentrar sus esfuerzos en

erradicalos. Desde una perspectiva humana, la

modernización, incluida la privatización,

sólo tiene sentido en la medida en que forme parte de

este gran esfuerzo nacional e internacional. Sin embargo, la

realidad coloca a los gobiernos ante una disyuntiva

difícil: promover la humanización de la

sociedad o los intereses del capital.



 





     El gobierno salvadoreño respondió, al

menos a nivel teórico, que optaba por lo primero. El

hombre y la mujer salvadoreños se encontrarían

en el centro de su actividad política. Pero en la

práctica, privan los intereses del capital, en

detrimento de la humanización de la sociedad

salvadoreña. La privatización es una

imposición de los organismos internacionales y

más directamente del sector privado salvadoreño

con capital disponible para invertir. Más aún,

las primeras privatizaciones ni siquiera respetaron las

leyes, que buscaban evitar la concentración de la

banca desnacionalizada en pocas manos. Se privatiza porque

así conviene a los intereses del capital nacional e

internacional, que encuentra en estos activos públicos

una oportunidad atractiva para revalorizarse, y no porque

convenga directamente al bien del país. Y se privatiza

de una manera tal que los intereses de los grandes capitales

resultan favorecidos o privilegiados. Lo que sucede es que la

conveniencia del gran capital se presenta como bien nacional.



     Este nuevo servicio del Estado a los intereses del

capital financiero y especulativo se intenta justificar

alegando que las empresas estatales son ineficientes y un

obstáculo grave para la libre competencia del mercado.

Los datos empíricos no respaldan el primer argumento.

La ineficiencia de las empresas estatales se debe, en gran

medida, a que han sido mal administradas. Por ejemplo, CEL

fue muy bien administrada hasta que cayó en manos de

los militares. En efecto, la responsabilidad directa por tan

mala administración recae primero en los militares y

después en los políticos, quienes,

además, consideraron su nombramiento como una

oportunidad para enriquecerse y permitir que otros se

enriquecieran ilícitamente. La ineficiencia y la

corrupción en el sector estatal han sido,

además, escandalosamente toleradas por el ministerio

público.



     Así, después de aprovecharse personalmente

de las empresas e instituciones públicas hasta el

extremo de llevarlas al borde de la quiebra, ahora las

quieren para sí mismos. La contraposición que

equipara la empresa privada con eficiencia y honestidad

versus la empresa pública con ineficiencia y

corrupción no resiste un análisis objetivo,

pues ni éstas son tan ineficientes como las quieren

hacer aparecer ni las otras son tan eficientes como pretenden

y la corrupción se encuentra por igual en unas y

otras. Las quiebras constantes de empresas privadas

evidencian su mala administración. Eso para no hablar

de corrupción como la de FOMIEXPORT o de la

competencia desleal. Las empresas son eficientes y rentables

si son bien administradas, independientemente de si son

públicas o privadas.



     El segundo argumento que afirma que en el mercado se

encontrará la eficiencia deseada, es decir, los

servicios públicos privatizados cubrirán a un

mayor número de ciudadanos, quienes, además,

recibirán una atención mejor, tampoco se

sostiene. El mercado no reparte equitativamente y menos

cuando se parte de posiciones desiguales. Aun cuando pudiera

conservarse puro, para ser equitativo, el mercado

tendría que ser librado de los monopolios, los

oligopolios y los carteles. Es vano esperar que el mercado

proporcione más y mejor servicio público,

porque sus virtualidades no están orientadas en esa

dirección. En efecto, las virtualidades del mercado se

fundamentan en comportamientos individuales, motivados por el

afán de lucro individual. En este sentido, es

prácticamente imposible que el mercado atienda y

satisfaga las necesidades básicas de la

población y, por lo tanto, que facilite la vida de las

mayorías populares. Los efectos sociales positivos que

se puedan seguir del comportamiento individual que fundamenta

el mercado no son automáticos ni están

garantizados, sino que tienen que ser inducidos, animados y

defendidos desde fuera del mismo.



     La banca privatizada y la liberalización de los

hidrocarburos confirman empíricamente que el factor

determinante no es estimular la producción para

aumentar las exportaciones salvadoreñas, sino obtener

la máxima ganancia en el menor tiempo posible, sin

importar si la producción agropecuaria e industrial se

encuentran postradas o el costo de la vida sube. Las

decisiones de los bancos y las transnacionales están

determinadas casi exclusivamente por el criterio de la mayor

rentabilidad. Los beneficios sociales y la

conservación del medio ambiente no ocupan los primeros

lugares en su lista de prioridades.

 

     El individualismo en el cual se fundamenta el mercado

impide que el rebalse prometido se dé en la cantidad

esperada o necesaria para satisfacer las necesidades

básicas de las mayorías excluidas.

Precisamente, por eso es indispensable establecer programas

de desarrollo social, que repartan los frutos del trabajo,

del capital y de los recursos naturales. Es decir, los

programas sociales distribuyen lo que supuestamente el

mercado debiera repartir.



     Pero eso no es todo. Las necesidades insatisfechas de la

población son más grandes que las posibilidades

de los programas sociales. El reparto cada vez más

desigual del mercado, que concentra cada vez más la

riqueza y aumenta el número de los desposeídos,

genera necesidades también cada vez mayores,

demandando más servicios y ejerciendo más

presión sobre la estructura social en su conjunto. A

esto hay que agregar la depredación de los recursos

naturales y la consiguiente degradación

ecológica, pues el mercado actúa como si

aquéllos fueran ilimitados, poniendo en grave peligro

la existencia del país y sus habitantes. El

individualismo desenfrenado y la codicia insaciable han

llevado a un inmediatismo suicida. El afán de ganancia

a cualquier precio pone en peligro el fundamento material de

la vida, la destruye violentamente y deshumaniza a quienes se

enriquecen y a quienes son desposeídos.



     No obstante estos resultados evidentes, la

ideología del mercado avanza en todos los terrenos

hasta el extremo de la absolutización. Cualquier

absolutización es preocupante, pero lo es más

cuando se trata de materias tan opinables como la

economía. Es esta visión dogmática la

que impone en principio y para todos los casos la

sustitución de las empresas y los servicios

públicos por los privados, ya sean éstos

competitivos -lo cual estaría de acuerdo con la

ideología del mercado- o monopolísticos -

contrarios a la presunta eficacia de aquél.



     El gobierno adopta medidas econ¢micas y sociales

simplemente porque forman parte del dogma del mercado libre.



     El Salvador no es la excepción. El gobierno

adopta medidas económicas y sociales simplemente

porque forman parte del dogma del mercado libre. Peor

aún, por lo general, esas decisiones son tomadas

aisladamente, sin formar parte de un plan. Todavía se

mira con cierta envidia a los países del sudeste

asiático y se piensa demasiado fácilmente que

la adopción de algunas de las medidas tomadas por

ellos producirá los mismos resultados en El Salvador,

pasando por alto que esas decisiones forman parte de un

proceso y que su éxito depende de un mercado

imprevisible, el cual, en su caso, se comportó

favorablemente; pero ese comportamiento no está

garantizado de ninguna manera para El Salvador. Los

admiradores del sudeste asiático soslayan

también la fuerte intervención de los estados,

que resultó determinante en el desarrollo de esos

procesos, las reformas agrarias radicales que hubo al inicio,

el proteccionismo y el estímulo a la producción

nacional, el elevado nivel educativo de la población,

etc.



     Al abandonar la modernización a las fuerzas

imprevisibles e inequitativas del mercado se renuncia a

humanizar la sociedad y el individuo, colocando en su lugar

el enriquecimiento. Entonces, en las decisiones y las

políticas predomina el criterio del lucro individual

y no el del bienestar de la población o el desarrollo

del país, entendido éste en términos

amplios. Los programas de compensación social, aparte

de ser insuficientes para atender las necesidades crecientes

de la mayoría de la población, nunca

podrán ofrecer las ventajas de una

redistribución más equitativa de la riqueza

nacional. Pese a todo, la ideología del mercado, como

cualquier dogma, se presenta como inevitable, lo cual es

discutible, como se verá más adelante.



2. Las debilidades del mercado



     El mercado no tiene la universalidad que sus apologistas

le atribuyen. Algunas áreas importantes de la

actividad económica, que inciden en el nivel y la

calidad de vida de los ciudadanos, no pasan por el mercado.

Esto muestra que el mercado no es el único principio

organizador, aparte de la desprestigiada planificación

central. La producción y el consumo de toda una serie

de bienes públicos -aquellos que pueden ser consumidos

o utilizados por muchos simultáneamente- como el

ordenamiento jurídico, la salubridad del ambiente, la

defensa y la seguridad nacional no dependen del mercado.

Más aún, en algunas de estas áreas -en

el caso salvadoreño, la seguridad nacional, por

ejemplo- se observa cada vez mayor centralización por

parte del Estado.



     La producción de estos bienes públicos es

decidida centralmente por las autoridades competentes y no

pasa por el mercado, sino, al menos en teoría, por los

procesos democráticos de la crítica y la

censura de la gestión pública. Evidentemente,

los ciudadanos pagan por esos bienes -al menos quienes pagan

impuestos-, pero no lo hacen de manera individual, es decir,

en base a la cantidad o a la calidad de lo que consumen, tal

como ocurre en el caso de los bienes privados.



     En el ámbito familiar también existen

algunas transacciones que tampoco pasan por el mercado como

la herencia -un acto por el cual se transfiere riqueza-, la

transferencia de dinero de padres a hijos para su sustento,

educación y recreación y la prestación

de servicios domésticos por parte de las amas de casa.

En la misma categoría se encuentra la

asignación de recursos a instituciones por la

vía de las donaciones. Incluso dentro de las grandes

empresas, y en particular en las transnacionales, no es el

mercado lo que rige, sino las decisiones centrales, que

asignan los recursos a las distintas unidades y deciden

cómo dividir el trabajo. Las compra ventas, los

préstamos y las transferencias de carácter

interno se hacen de acuerdo a los criterios de

planificación de la empresa misma. Más

aún, en la medida en que las transnacionales tienen en

sus manos la mayor parte de la actividad económica del

mundo, en esa misma medida se extiende la

planificación y disminuye el mercado.



     El mercado no solamente no es universal, sino que,

además, tiene defectos. Tal como se

señaló antes, no reparte equitativamente,

obligando a redistribuir para enmendar y compensar las

desigualdades generadas por él. Esas desigualdades son

resultado de su funcionamiento más o menos libre. Por

lo general, el mercado asigna los recursos eficientemente

para producir riqueza, pero el Estado debe intervenir para

rectificar la distribución que el mismo mercado hace

de esa riqueza. El sistema fiscal, la seguridad social y la

producción de bienes públicos constituyen los

mecanismos de redistribución que hacen menos

intolerable la existencia de las desigualdades

económicas y sociales. Algunos de esos mecanismos,

sobre todo la política fiscal redistributiva, buscan

que cada uno contribuya con las cargas comunitarias en

proporción a su potencial económico. Cuando

esos mecanismos correctivos no existen o funcionan

inadecuadamente, las diferencias entre los grupos y las

clases sociales son mucho mayores y los conflictos sociales

son más plausibles.



     El mercado no solamente no es universal, sino que,

adem s, tiene defectos.



     A nivel internacional, donde no existen mecanismos de

redistribución, el fallo del mercado, en

términos de equidad, también es llamativo. El

desorden provocado por el libre funcionamiento del mercado en

el ámbito internacional ha llevado al establecimiento

de instituciones y mecanismos que garanticen un orden

mínimo. No obstante, las relaciones internacionales a

duras penas escapan al caos. En realidad, la estabilidad

mundial sería mayor si la comunidad internacional

corrigiera las desigualdades distributivas del mercado entre

los países. Esto es más urgente en el

ámbito internacional que en el nacional, porque en

éste se encuentra más regulado. Dejado a

sí mismo, el mercado provoca desempleo, pobreza,

guerras y daños ecológicos irreparables.



     El mercado es defectuoso incluso ahí donde es

fuerte, en la asignación. Funciona mal cuando hay

divergencia entre los costos y los beneficios privados y

sociales. Si el beneficio privado de un bien es inferior al

social, el mercado producirá una cantidad menor a la

necesaria para satisfacer la demanda de la sociedad, como es

el caso de la cultura. Ahora bien, si el costo social es

mayor que el privado, habrá abundancia del producto en

cuestión, como es el caso de la polución

ambiental. De hecho, la operación de los mercados no

regulados ha causado un daño incalculable en el medio

ambiente y, por lo tanto, en la calidad de vida. Ante estos

hechos, nadie en su sano juicio puede negar que el mercado

tiene que experimentar correcciones para evitar nuevos

daños a la ecología.



     Existen otros casos muy iluminadores sobre las

debilidades y limitaciones del mercado. El beneficio privado

de la producción y venta de armas es también

mucho mayor que el social, pero dado que los costos sociales

son mucho más elevados, esta actividad se encuentra

controlada internacional y nacionalmente. El beneficio

privado de las drogas es mucho mayor que su costo social.

Aunque en esta actividad, todos se comportan de acuerdo a las

reglas del mercado -los campesinos sudamericanos la producen

porque está mejor pagada que el café, la

intermediación y los carteles obtienen ganancias

enormes, lo mismo que los traficantes, quienes corren grandes

riesgos para introducirla en los mercados industrializados,

los vendedores al por menor y los drogadictos, que reciben su

dosis como pago por venderla a la puerta de los colegios,

también perciben beneficios importantes- es claro que

éste necesita ser regulado estrictamente y aun algo

más que eso.



     Indudablemente, en el mercado de las drogas se obtienen

beneficios enormes, lo cual, en buena lógica, atrae

capitales ingentes que, de paso, sirven para corromper a

políticos y policías, hacer negocios sucios,

fugar capitales y evadir impuestos. No es exagerado afirmar,

entonces, que el tráfico de drogas reduce el mercado

al absurdo.



     En los mercados del tabaco y de las bebidas

alcohólicas los costos sociales no corresponden a los

beneficios privados de los productores, pues ambos son

dañinos a la salud. Por eso, ambos mercados

están regulados -por grupos de edad, horas de venta,

licencias, etc.-, con más o menos rigor, en todas

partes. En estos casos, la divergencia entre los costos y los

beneficios sociales y privados justifica la

intervención del poder público en el mercado,

en representación de la sociedad.



     En cuanto se abandona la competencia perfecta del modelo

abstracto y se consideran los monopolios en los mercados de

los productos (las grandes empresas y los monopolios

estatales), los factores (los sindicatos y las gremiales

empresariales), las rentas especiales derivadas de la

innovación tecnológica, las economías de

escala y una amplia serie de variables externas -todas ellas

imperfecciones del mercado-, los costos y los beneficios

privados y sociales no coinciden, siendo necesaria la

intervención para corregir las desviaciones y

distorsiones.



     Cabe recordar que cuando el capitalismo quebró en

1930, acudió al Estado para que lo sacara de la crisis

a la que lo llevaron sus desenfrenos. El Estado intervino y

se inició la etapa de la inversión

pública. En ese entonces, modernizar significó

reforma monetaria, planes quinquenales de desarrollo,

matrices intersectoriales, integración

económica, etc. Paradójicamente, unas

décadas más tarde, después que el Estado

lo sirvió fielmente, el capital lo responsabiliza de

su poca rentabilidad y, por lo tanto, decide reducir su

esfera de acción al mínimo indispensable para

que el sistema pueda seguir funcionando.



     Cabe preguntarse, entonces, c¢mo se interviene y qui‚n

lo hace.



     Si se acepta que la sociedad y el Estado, en

representación suya, deben intervenir cuando el

mercado es imperfecto, cabe preguntarse, entonces,

cómo se interviene y quién lo hace. De hecho,

se constata que en los mercados hay tantas imperfecciones que

muy pocos son los que se pueden considerar libres de una

intervención en un momento u otro. Alegar, por lo

tanto, que el mercado garantiza más y mejores

servicios públicos es insostenible. Sólo los

fanáticos pueden argumentar que sus imperfecciones y

fallos representan una oportunidad para que triunfe el

más fuerte, con lo cual caeríamos en la ley de

la selva. En lugar de avanzar en racionalidad y

humanización, retrocederíamos en fuerza y

animalidad.



     Si se interviene o se deja de intervenir para favorecer

a los más ricos, por qué no hacerlo para elevar

el nivel de vida de la población, construir una

sociedad más equitativa y abrir nuevas posibilidades

a la humanización. El criterio para intervenir o no

debiera ser si ello favorece a las mayorías populares

y no si producirá más ganancias para unos

cuantos, dejando los sobrantes para que aquéllas mal

vivan.



3. Modernizar para garantizar la convivencia



     La libertad del mercado es un mito encubridor. No se

puede seguir interviniendo para favorecer a los más

ricos, porque de ello se han seguido grandes males: el

destino universal de los bienes ha sido reemplazado por otro

particular y reducido, la violencia del más fuerte

permea todas las relaciones sociales y la sociedad es cada

vez más inhumana. Más que la limitación

de los recursos naturales y el retraso tecnológico,

son estos males los que impiden el desarrollo de la

humanidad. Ni ética ni cristianemente es posible

continuar con una opción tan inhumana. Se impone, por

lo tanto, intervenir para corregir los efectos de un mercado,

cuya mano invisible no conduce al bienestar social, sino que

únicamente lleva más riqueza a unos cuantos

individuos que de por sí ya son suficientemente ricos.



     Si la privatización de los servicios

públicos es algo decidido -por no decir impuesto desde

fuera-, pese a que en la de la banca hubo corrupción,

habría que esforzarse por democratizar en alguna

medida la propiedad que pasará a manos privadas y

reforzar sustancialmente la inversión en las

áreas sociales sin recargar más el presupuesto

nacional. Cabe recordar que los activos que serán

privatizados no son propiedad del gobierno actual, sino del

Estado. Por consiguiente, la operación debiera

beneficiar a la mayor parte de la ciudadanía y no

sólo a un reducido sector social.



     Idealmente, el gobierno debiera patrocinar un debate

abierto para considerar qué activos se

privatizarán -por ejemplo, aquellos que prestan

servicios gratuitos o vitales no debieran ser traspasados al

sector privado-, quiénes podrían convertirse en

sus propietarios y cómo se va a utilizar el producto

de la operación. La discusión que de estos y

otros aspectos pueda darse en la asamblea legislativa no es

suficiente, porque no refleja el pensar y sentir de los

ciudadanos, sino, en todo caso, de los partidos

políticos. No olvidemos que en una decisión de

esta naturaleza pesan más los intereses particulares

que los generales.



     Se impone... intervenir para corregir los efectos de un

mercado, cuya mano invisible no conduce al bienestar social. 



     La democratización de los activos públicos

estaría mejor garantizada si el nuevo propietario lo

conformaran, por un lado, los empresarios capitalistas y, por

el otro, los trabajadores, los cooperativistas y los

empresarios pequeños y medianos. El Estado

podría reservarse la parte no adquirida por los otros

dos. Los primeros pagarían al contado y los

demás amortizarían el valor de su parte con los

beneficios obtenidos, pero sin pagar intereses.

Además, habría que tomar provisiones para

evitar que la propiedad de las empresas privatizadas acabe en

manos de los grandes empresarios capitalistas al cabo de un

tiempo.



     El producto obtenido con la venta de esos activos

así como aquello que produjera la parte retenida por

el Estado se debiera invertir en el área social, sobre

todo en educación, salud y vivienda. De esta manera,

se lograría cierta redistribución de la riqueza

pública, devolviendo a quienes más necesitan.



     El proceso de privatización debe caracterizarse

por la transparencia, informando a la opinión

pública sobre los procedimientos, los nuevos

propietarios de los activos estatales y las condiciones en

las cuales los adquieran. Esta sugerencia no debe darse por

obvia, pues hasta ahora las privatizaciones se han

caracterizado por la falta de claridad y la

corrupción. Los dos últimos gobiernos han

favorecido ilegítimamente a determinados individuos en

detrimento de la cosa pública. Todo ello con la

complacencia del ministerio público. Nunca se

insistirá suficiente en la transparencia y la

honestidad, puesto que hay sobradas razones para dudar de la

ética gubernamental.



     No obstante estas propuestas, la privatización

por sí misma no modernizará el Estado

salvadoreño. La modernización sólo es

posible ahí donde se cuenta con un plan básico

que oriente las acciones gubernamentales en una

dirección determinada. Lo que falló en la

economías planificadas no fue la planificación.

Estas economías resolvieron el problema de la igualdad

básica de todos los ciudadanos, pero su nivel era

bastante bajo en comparación con el alcanzado por una

parte de la sociedad en los países capitalistas,

aunque ciertamente era superior al de los pobres de esas

sociedades. Pero eso no basta, pues parece que llega un

momento, cuando las necesidades básicas están

suficientemente atendidas, en el cual se quiere mejorar, o al

menos, se quiere tener la posibilidad para hacerlo. Ahora

bien, þmejorarþ significa alcanzar el nivel de vida que

disfruta la mayoría de la población de los

países ricos, algo materialmente imposible, dada la

limitación de los recursos del planeta, y no deseable

porque, pese a tener mucho, no son ni mejores ni más

humanos.



     La dirección obligada de la planificación,

si se quiere humanizar la sociedad y las personas y alcanzar

la prosperidad necesaria para satisfacer las necesidades

básicas, exige intervenir en la esfera

económica para garantizar una redistribución

más equitativa de la riqueza nacional. Esto implica

poner racionalidad y equidad ahí donde la codicia y el

lucro las niegan. Sólo así es posible la

solidaridad y la convivencia pacífica y segura. De lo

contrario, unos cuantos se enriquecerán de manera

nunca vista antes, pero arriesgando su propia vida y la de

los demás.



     Esto implica poner racionalidad y equidad ah¡ donde la

codicia y el lucro las niegan.



     El precio humano y ecológico que El Salvador

está pagando por la aventura neoliberal es sumamente

elevado y éticamente inaceptable. La misma

irracionalidad que se encuentra en la violencia que permea

las relaciones sociales se haya también en la

actividad económica que nos quieren presentar como

modernización. La modernización que El Salvador

reclama es aquella que pueda asegurar la convivencia humana.



     San Salvador, 30 de abril de 1996.