GLOBALIZACIÓN Y MIGRACIONES
Una mirada desde Europa solidaria con el Sur
Para
acercarse con un mínimo de garantías de comprensión al fenómeno migratorio es necesario
adoptar una perspectiva que supere los límites de lo meramente local. Atender a
las desigualdades que desgarran nuestro mundo, a las relaciones de las antiguas
metrópolis con sus ex-colonias, al crecimiento de los intercambios comerciales
internacionales, a la deuda externa que ahoga a los países empobrecidos, al
deterioro medioambiental que golpea a las poblaciones más desprotegidas de esos
países, al impacto masivo de la cultura del entretenimiento a escala planetaria,
al abaratamiento y expansión de los medios de transporte, a la evolución de los
mercados de trabajo de los países desarrollados, etc., atender a todos estos
factores resulta imprescindible cuando queremos analizar los movimientos
migratorios.
1. Sistema-mundo capitalista y flujos migratorios
En
realidad, esto no es una novedad. Como resaltan los representantes de la teoría
del sistema-mundo capitalista, las
migraciones forman como un subsistema del mercado mundial. Dada la naturaleza
expansiva del proceso de acumulación capitalista y del deseo de reducir los
costes del factor trabajo, la evolución del sistema económico siempre ha ido
acompañada de una demanda de fuerza de trabajo. Y cuando ésta no ha estado
suficientemente disponible o no lo ha estado en las condiciones de
flexibilidad, bajo coste, etc. deseadas, se ha buscado salida en los
trabajadores más o menos libremente captados en el exterior.
De
hecho la expansión del capitalismo ha estado unida de modo inseparable a la renovación
permanente de los potenciales migratorios a través de la incorporación a la
división internacional del trabajo de nuevas zonas convertidas así en
periferias del sistema. Se ha tratado por regla general de una dinámica que une
la desventajosa integración de esas periferias en el sistema mundial, por un
lado, y la desintegración de las formas tradicionales de reproducción de la
vida y la generación de potenciales migratorios, por otro.
Pensemos,
por ejemplo, en el desplazamiento de población europea que acompañó los diversos
procesos de colonización. Se calcula que hasta 1850 fueron trasladados unos 15
mill. de esclavos africanos al continente americano. Tampoco dudaron las
potencias coloniales en trasladar trabajadores de las colonias que poseían en
un continente a las que poseían en otro, la mayoría de las veces obligándolos a
trabajar en condiciones de casi esclavitud. A partir de 1850 se fue constituyendo
un mercado internacional de mano de obra sin excesivas trabas como elemento
fundamental del mercado capitalista mundial. Se estima que entre 1846 y 1932
emigraron unos 50,5 millones de europeos, principalmente al continente
americano. El hecho de que esta emigración “voluntaria”, y la menos voluntaria
de mano de obra trasvasada entre las colonias, pudiera desarrollarse sin trabas
responde sin duda a que los países emisores u organizadores eran los que
detentaban el poder mundial.
También el proceso de crecimiento económico de la
postguerra provocó un auge de los flujos migratorios hacia los países del
centro de importancia indudable. Nadie duda hoy de la significativa aportación
de los inmigrantes a ese crecimiento y al aumento del bienestar en dichos
países. Trabajadores de la Europa periférica, italianos y españoles (2 mill.),
yugoslavos (1,5 mill.), turcos (1 mill.), griegos (500.000) y finlandeses
(400.000), sin olvidar los trabajadores procedentes de las ex-colonias que
llegaron a sus ex-metrópolis (1,5 mill. de la Commonwealth al Reino Unido; 1
mill. de magrebíes a Francia, 300.000 indonesios a Holanda), constituyeron un
aporte de fuerza de trabajo que no sólo venía a cubrir la demanda dependiente
del fuerte crecimiento, sino que también se usó para contrarrestar las
exigencias de los trabajadores autóctonos y controlar la inflación. EE.UU.,
Canadá y Australia también experimentaron en la postguerra un crecimiento en la
intensidad de la inmigración europea primero y asiática y latinoamericana después.
2. La crisis del modelo
económico de postguerra y la ofensiva neoliberal: liberalización y “cierre de
puertas” a la inmigración.
En la
década de los setenta del siglo XX el modelo de acumulación de la postguerra basado
en la organización “fordista” de la producción, en la regulación de la economía
por medio de la intervención del Estado (keynesianismo) y en los pactos
sociales entre las organizaciones de los trabajadores y de los empresarios,
modelo que permite a los países más desarrollados la creación del Estado del
Bienestar, sufre una crisis profunda cuyos signos económicos más importante son
la tendencia decreciente de los incrementos de la productividad y la caída de
los beneficios. Dicha caída de los beneficios del capital productivo generó a
su vez una sobreacumulación de capitales y un exceso de los mismos en los mercados
financieros.
Pero
una vez que el así llamado modelo “fordista” de las grandes unidades de producción,
basadas en el trabajo en cadena y la fabricación de bienes de consumo baratos
para las masas trabajadoras, toca techo, el sistema económico empieza a
olvidarse del objetivo del pleno empleo, produciéndose una reorientación de
todo el sistema de producción y distribución. El proceso de internacionalización
de los intercambios y la producción, acompañado y propiciado por la
liberalización de los mercados financieros, desplaza del centro de interés de
las grandes empresas multinacionales a las amplias capas sociales de los
mercados nacionales, colocando en su lugar a las clases con capacidad
adquisitiva en todo el mundo.
Frente
al pleno empleo, se opta por propiciar empleos cualificados y soportar una fuerza
de trabajo excedentaria y excluida: el paro estructural; frente a una
producción orientada a la totalidad de la población, se opta por otra orientada
a mercados restringidos y de consumo selecto con gran poder adquisitivo. De ahí
la creciente resistencia de los grandes consorcios, propiciada y facilitada por
la deslocalización del capital, a seguir sufragando con sus impuestos las
políticas redistributivas y sociales destinadas a los colectivos más
desfavorecidos de los mercados nacionales. El círculo vicioso de inflación y
paro hace su aparición y empuja a los Estados a un endeudamiento que acaba volviéndose
insoportable.
Como respuesta a esta triple crisis
productiva, financiera y fiscal se acaba imponiendo la “solución” neoliberal.
Se lleva a cabo una reestructuración industrial con la incorporación de las
nuevas tecnologías y una profundización de la transnacionalización de la
producción. El comercio internacional sufre un proceso de liberalización
asimétrica y el sector que lidera el control de la economía, las
multinacionales, acentúan y profundizan las tendencias deslocalizadoras. La
crisis financiera se afronta por medio de la exportación de capitales a los
países en desarrollo (origen de la deuda externa) y una completa liberalización
de los mercados financieros. En las economías nacionales se opta por la
privatización y la reducción de la intervención del Estado en la economía, por
poner freno o recortar las prestaciones del Estado del Bienestar y por poner
como meta prioritaria de la política económica el control de la inflación, la
limitación del gasto público, el equilibrio presupuestario, el déficit cero,
etc. Un elemento clave de esa política es la desregulación y flexibilización
del mercado de trabajo, con el consiguiente debilitamiento de las
organizaciones sindicales y de su capacidad de negociación frente al capital.
La
crisis económica de los años setenta trae consigo el final de una etapa de “puertas
abiertas” y de fomento de la inmigración en los países industrializados de
Europa y el comienzo de las restricciones y de la incentivación del retorno, lo
que coincide con la aparición en la escena pública del “problema de la
inmigración”. Tras el fracaso de esas políticas, a partir de comienzos de los
noventa, se va a levantar un “muro” legal y administrativo para restringir
radicalmente las afluencias migratorias. Europa se presenta ante el mundo como
una “fortaleza”. Dicha política de “puertas cerradas” ha reducido en parte el
número de entradas de inmigrantes, pero sobre todo ha modificado el tipo de
flujos hacia la clandestinidad y la reagrupación familiar. Por otro lado, la
estabilización de los flujos migratorios intracomunitarios y el crecimiento de
los extracomunitarios ha producido cambios innegables en la fisionomía de la
inmigración, en la que ya no predominan, como en los años 50 y 60, los europeos
del sur, sino cada vez más las personas provenientes de los países empobrecidos
del Tercer Mundo.
3. Globalización: lo que promete y lo produce
En este
contexto y en relación con el colapso del bloque soviético tras la caída del
muro de Berlín comienza a extenderse el uso del término globalización. En la década de los noventa esta palabra se ha
convertido en un concepto de moda con infinidad de matices cambiantes según el
contexto en que se emplee. No sólo en las ciencias sociales se recurre a ella
en cuanto categoría de primer rango para el diagnóstico del tiempo presente.
También en la conciencia cotidiana, dominada por los modelos de interpretación
de la coyuntura histórica que suministran los mass media, se va imponiendo la significación sobre todo económica
de la globalización como característica fundamental de la época que nos ha tocado
vivir.
No
existe discurso político o intelectual en el momento presente que no termine
refiriéndose de un modo u otro al fenómeno de la globalización:
internacionalización de los mercados financieros, deslocalización de empresas y
sociedades, libre circulación de mercancías, mundialización de la información y
colonización cultural, etc.
Sumamente
llamativo es el carácter pseudonatural que se le atribuye en el discurso público,
como si se tratara de un fenómeno que “se” ha producido de manera casi
inevitable, impuesto por la evolución tecnológica o por las “necesidades” del
sistema económico, y del que inexorablemente se derivan los imponderables que
justifican determinadas medidas políticas o fundamentan la exigencia de “adaptación”
de los agentes sociales al hecho de la globalización como única respuesta a las
nuevas condiciones creadas por él. Nos encontramos pues ante un concepto no
meramente descriptivo, sino también con derivaciones normativas o ideológicas,
en el sentido de exigir y fundamentar determinadas conductas, así como de “naturalizar”
procesos sociales y sus consecuencias.
Una de
las convicciones difusas pero de mayores consecuencias en relación con la
globalización es la convicción ciertamente pesimista de que, frente a los
mercados globalizados, se ha vuelto imposible toda acción reguladora de tipo
financiero o político. En los círculos de las élites económicas, políticas o
consultoras con poder de decisión y dirección se ha extendido una retórica de
la globalización que contiene y promociona una visión del mundo según la cual
las posibilidades de acción de los actores políticos
tiende a volverse insignificante en los sistemas globales. Dicha retórica está claramente al servicio de la
autodisculpa de la clase política, que ya sólo puede (o quiere) aspirar, cuando
mucho, a servir de “quita-obstáculos” al proceso de globalización.
Globalistas
extremos sacan la conclusión de que, queramos o no, ya no podemos controlar o dirigir las economías nacionales e
internacionales hacia objetivos socialmente deseables y, porque ya no podemos,
carece de sentido que debamos.
Economistas de corte neoliberal van incluso más allá y reafirman ese no debemos con el argumento moral de que
la libre competencia maximiza idealiter
el bienestar de todos. La globalización económica es presentada como el medio
para acercar ese ideal a su realización. Contra la evidencia contraria de los
hechos se afirma que con unos mercados globales y liberalizados se sirve mejor
al bien común general que con una globalización regulada democráticamente y que
por ello aquéllos son preferibles moralmente a ésta.
La
teoría neoliberal atribuye al mercado una competencia sin igual para solucionar
todos los problemas de localización de los factores de producción y de la
asignación de ingresos. Su mano invisible
se encarga de corregir eficazmente las disfunciones del sistema, en especial
los mercados financieros, cuya función orientadora aviva la competencia y
estimula la modernización, evita el despilfarro y corrige los desarrollos
erróneos. De modo que la eliminación de las barreras que impiden el libre
intercambio y la mundialización tanto de la producción como de los flujos financieros
son la condición sine qua non del
abaratamiento de los costes, de la innovación técnica y de la permanente
dinamización de la economía. Lo que resulta incomprensible en el marco de este
discurso es que los gobiernos defensores del mismo sean los que emplean medidas
más restrictivas al acceso de inmigrantes al mercado de trabajo. Frente a los
mercados de capitales, de bienes y servicios, el mercado de trabajo es el menos
integrado a nivel internacional. Bien podría decirse que en el cierre de las
fronteras a los inmigrantes se ponen de manifiesto las verdaderas intenciones
de la globalización neoliberal.
No se
puede negar que hemos asistido en la última década a un crecimiento de la
interdependencia mundial. Ha crecido el volumen del comercio internacional por
encima del crecimiento de la producción mundial de bienes. Más rápido que el
comercio mundial han crecido las inversiones extranjeras directas a cargo sobre
todo de grupos de empresas transnacionales. En relación con estas inversiones,
aunque en mayor medida vinculado a transacciones especulativas, se ha producido
un rápido crecimiento de los flujos internacionales de capital, que dadas sus
dimensiones debilitan o incluso imposibilitan los intentos de políticas
monetarias y fiscales nacionales autónomas. A través de inversiones en ramas
productivas y en servicios relacionados con ellas intensivos en capital y
tecnología han surgido interrelaciones que van más allá de meras traslaciones
empresariales en busca de retribuciones bajas del factor trabajo, de modo que
se puede hablar de una importante internacionalización de la producción.
Suministro, producción, prestación de servicios relacionados con la producción
así como el marketing y la venta
pueden ser optimizados por las grandes empresas transnacionales a escala
global. También ha crecido vertiginosamente el mercado global de bienes “culturales”
y de la comunicación así como la oferta de bienes y servicios crecientemente
estandarizados a escala mundial, para lo que se ha acuñado términos como “MacDonaldlización”
o “Disneylandización” de la sociedad. Todos estos fenómenos no habrían sido
posibles sin la revolución tecnológica de la microelectrónica, la informática,
las telecomunicaciones y la optoelectrónica.
Pero
también es cierto que todo este proceso se ha desarrollado bajo el dominio de
fuertes asimetrías, la hegemonía de tres regiones económicas principales
(EE.UU., UE y Japón), la polarización entre zonas productivas ricas donde se
acumulan la información y la riqueza y zonas empobrecidas con economías
devaluadas y fuerte exclusión social. Los mercados de bienes y servicios sólo
se han liberalizado de modo incompleto y casi siempre de manera desventajosa
para los países menos desarrollados. El proteccionismo que se combate siempre
es el de los otros más débiles. En realidad se han mantenido y fortalecido las
pautas de dominio heredadas históricamente a través de un emplazamiento
diferencial en la división internacional del trabajo, que supone de hecho la exclusión
de grandes regiones rurales, países enteros del todo el mundo, gran parte de
continente africano y grandes sectores de población en países y regiones ricas.
En cierto modo nos encontramos ante la paradoja de que nuestro mundo se ha
vuelto más unitario y más desgarrado a la vez.
Los
datos que ofrecen los últimos informes del Programa de las Naciones Unidas para
el Desarrollo hablan por sí solos:
DESIGUALDADES
DEL CONSUMO |
20%
MÁS RICO |
20%
MÁS POBRE |
Consumo de carne y pescado |
45% |
5% |
Consumo de energía |
58% |
4% |
Líneas telefónicas |
74% |
1,5% |
Consumo de papel |
84% |
1,1% |
Flota mundial de vehículos |
87% |
1% |
GASTOS EN CONSUMO PRIVADO |
86% |
1,3% |
En los
últimos 30 años, la participación en el ingreso mundial del 20% más pobre de la
población mundial se redujo de 2,3% (1960) a 1,4% (1991) y a 1,1% (1997).
Mientras tanto, la participación del 20% más rico aumentó de 70% a 85%. Así se
duplicó la relación entre la proporción correspondiente a los más ricos y a los
más pobres, de 30:1 (1960) a 61:1 (1991) y a 78:1 (1994). Hay en el mundo 358
personas cuyos activos se estiman en más de mil millones de dólares cada una,
con lo cual superan el ingreso anual combinado de países donde vive el 45% de
la población mundial. En los últimos tres decenios, la proporción de gente cuyo
ingreso per cápita creció por lo menos a un ritmo de 5% anual se duplicó con
creces, del 12% al 27%, en tanto que la proporción de los que experimentaron un
crecimiento negativo se triplicó ampliamente, de 5% a 18%. La diferencia en
cuanto al ingreso per cápita entre el mundo industrializado y el mundo en
desarrollo se triplicó, de 5.700 dólares en 1970 a 15.400 dólares en 1993.
Pero no
nos enfrentamos sólo a una pobreza relativa y una desigualdad creciente, sino a
una situación alarmante de pobreza absoluta. Alrededor de un tercio de la
humanidad, 1.300 millones de personas, viven con un ingreso inferior a 1 dólar
diario. Según el Informe del PNUD de 1998, de los 4.400 millones de habitantes
del mundo en desarrollo, casi tres quintas partes carecen de saneamiento
básico. Casi un tercio no tiene acceso a agua limpia. La cuarta parte no tiene
vivienda adecuada. Un quinto no tiene acceso a servicios modernos de salud. La
quinta parte de los niños no asiste a la escuela hasta el quinto grado.
Alrededor de la quinta parte no tiene energía y proteínas suficientes en su
dieta. Las insuficiencias de micro-nutrientes son incluso más generalizadas. En
todo el mundo hay dos mil millones de personas anémicas, incluidos 55 millones
en los países industrializados. Esto supone que anualmente 200 millones de
personas se vean afectadas por la tuberculosis y que unos 5 millones de
lactantes y niños mueren por infecciones agudas de las vías respiratorias. El
94% de las personas con sida viven en países subdesarrollados, especialmente en
el África subsahariana. 507 millones de personas tienen una esperanza de vida
inferior a 40 años, 158 millones de niños menores de 5 años sufren malnutrición
y 800 millones de personas no tienen recursos suficientes para comer.
Todas
estas cifras, por lo demás suficientemente conocidas, no pretenden ninguna
exhaustividad, ni tampoco simplificar en su generalidad la multiplicidad de
situaciones que en ellas quedan subsumidas: desigualdad entre zonas rurales y
urbanas, entre hombres y mujeres, entre regiones en los mismos países, entre
adultos y niños, entre etnias, etc. Quizás por esa razón sería conveniente
atender sobre todo a la dinámica del
sistema mundial tal como se manifiesta en los procesos de diferenciación
social: en el ámbito de las relaciones de distribución y consumo o en la forma
de apropiación desigual de la riqueza nos encontramos con una creciente desigualdad, polarización, pobreza y miseria. En las relaciones de producción
asistimos a una individualización del
trabajo, sobreexplotación de los trabajadores, exclusión social e integración perversa.
Esta
forma de globalización neoliberal es inseparable de la primacía del capital financiero y la liberalización casi completa
de los movimientos de capital. Las bolsas de los países más ricos desplazan del
protagonismo económico a las factorías y las fábricas donde se asienta la
producción. Las operaciones de los mercados de capital no sólo han aumentado
desproporcionadamente en las últimas décadas, sino que representan ya un
volumen sesenta veces superior al volumen de intercambios de bienes y servicios.
Asistimos a una constante innovación en el campo de los productos financieros
que favorece sobre todo la tendencia especulativa de los mercados de capital.
Ya no es la actividad empresarial la que encuentra reflejo en dichos mercados,
sino las operaciones de fusión, de compra-venta de empresas, las inversiones de
duración sumamente breve en determinados países con altas tasas de interés,
etc. La lógica que preside todas estas operaciones es la de obtener el máximo
rendimiento en el período más corto de tiempo. La economía del papel ya no está
al servicio de la economía real. De modo que los representantes de los fondos
de inversión no dudan en aplicar estrategias de desinversión masiva en
determinados países con consecuencias catastróficas para sus poblaciones o
premiar fusiones o compra-ventas de empresas asociadas con despidos masivos, si
de ello se derivan mayores beneficios a corto plazo para sus representados
accionistas, que son quienes les pagan. Esta dinámica resulta especialmente
relevante, si tenemos en cuenta el carácter determinante de los capitales
errantes en la presión sistémica al crecimiento y a la sobreexplotación de las
reservas naturales, así como en los procesos inflacionarios y en el crecimiento
de las diferencias entre los ricos y los empobrecidos a escala mundial.
A pesar
de la retórica de la liberalización del
comercio, el Sur sigue sufriendo el fuerte proteccionismo a sus productos
manufacturados y agrícolas en los países del Norte. Los precios de la materias
primas han descendido al nivel de hace cincuenta años, mientras los bienes que
importan los países del Sur no han deja de subir. Aunque la Organización
Mundial del Comercio tiene como objetivo promover la convergencia de los
niveles de desarrollo y de vida entre todos los países del planeta, para ello
defiende como único camino viable la fórmula neoliberal de “eliminar obstáculos
para el comercio entre la naciones”. Pero la liberalización se hace al dictado
de las grandes corporaciones y sin consideración del impacto social o
medioambiental de las políticas comerciales. Qué se considera “barrera
comercial” y qué no, depende de las posiciones de poder de los Estados y de las
corporaciones transnacionales. Los países empobrecidos se ven sometidos de
nuevo a la ley del embudo encubierta bajo una retórica de liberalización. La
propia OCDE y el Banco Mundial reconocen que de las ganancias derivas de la
aplicación de los acuerdos de la Ronda de Uruguay el 64% recayó sobre los
países del Norte.
La
primacía del capital financiero y de la liberalización asimétrica del comercio
internacional ha tenido como resultado una concentración
asombrosa del poder económico. En todos los sectores económicos
estratégicos, en las telecomunicaciones, la industria aero-espacial, el ámbito
energético, la industria farmacéutica, la banca, los medios de comunicación, la
siderurgia y el automóvil, etc. los mercados han adquirido un carácter oligopolístico. De modo asombroso
asistimos a una destrucción de competitividad por los que se declaran sus más firmes
defensores. La cuota del capital transnacional en relación con el Producto
Interior Bruto mundial no ha dejado de crecer en las últimas décadas, pasando
del 17% en la primera mitad de los años setenta al 31% en 1995. De modo que las
transnacionales han adquirido tal poder frente a los gobiernos de los países empobrecidos,
que éstos se ven privados de toda posibilidad negociadora frente a aquellas. No
pueden más que ofrecer las mejores condiciones posibles para sus inversiones
(facilidades para exportar los beneficios, subvenciones, infraestructuras,
exenciones fiscales, etc.), aunque sea incluso a costa de los derechos de los
trabajadores y de su participación en los beneficios obtenidos por las empresas.
Asistimos de este modo a una carrera internacional
por la disminución de los costes laborales que perjudica de modo especial a
los estratos más bajos del mercado de trabajo de los países desarrollados y a
amplias capas de trabajadores de los países en desarrollo.
4. Factores de la globalización que más pueden
influir sobre las migraciones
Los
factores que ahora analizaremos no explican desde un punto de vista
causa-efecto los flujos migratorios. Miles de millones de personas se ven
sometidos a ellos y tan sólo una pequeñísima parte toma la decisión de emigrar.
Las cifras que baraja la ONU no llegan a los 150 mill. las personas que viven
fuera de su país de origen, de los que aproximadamente sólo el 16% se encuentra
en Europa. En realidad, una vez que veamos el panorama mundial y la situación
en la que viven las mayorías empobrecidas del Sur, lo que necesitará
explicación no serán tanto los flujos migratorios, cuanto el hecho de que sean
tan pocos lo que dan el paso de emigrar. Sin embargo, analizar dichos factores
permitirá trazar el marco que hace comprensibles las migraciones.
Como se
ha señalado más arriba, en la década de los setenta se produce una coincidencia
entre una rápida afluencia de capitales desde los países productores de
petróleo (petrodólares) y un descenso de la demanda de fondos en los países más
industrializados. En los países del Sur tenía lugar en ese momento una fase de
expansión económica. De modo que los excedentes de capital fueron canalizados
hacia esos países. Mientras que los intereses que se establecieron al principio
eran relativamente bajos, en los años ochenta cambiaron las condiciones para
las renegociaciones de la deuda y para los nuevos créditos necesarios para
pagar la misma. De este modo se produjo un efecto
de bola de nieve de la deuda externa. Cuanto más se pagaba, más se debía.
En 1997 la deuda se había multiplicado por 16 respecto al año 1970, alcanzando
la cifra de 1,95 billones de dólares.
El pago
de la deuda se ha vuelto imposible. Pero más allá de su valor real en términos
de capital, la deuda se ha convertido en una palanca poderosísima con la que el
Norte impone unas condiciones totalmente desventajosas para el Sur en el
comercio internacional, se mantiene el saqueo de las materias primas, que
pierden constantemente valor en los mercados internacionales, y se obliga a los
países endeudados a abrir sus economías a la intervención del capital y las
empresas transnacionales en las condiciones más ventajosas para ellas.
El
Fondo Monetario Internacional se ha convertido en el principal mediador entre
los gobiernos de países endeudados y los bancos acreedores. La concesión de
nuevos créditos ha venido siendo condicionada a la aplicación de los planes de ajuste estructural, cuyos
elementos fundamentales son el recorte del gasto público, la devaluación de la
moneda, la privatización de las empresas públicas, etc. El FMI se ha dedicado
ha exigir con toda firmeza de los países del Sur disciplina monetaria y
austeridad. Con el fin de que paguen la deuda se ha promovido en muchos casos
la “dolarización” de sus economías.
Los
resultados de esta política económica sobre las poblaciones del Sur son bien
conocidos. Entre los más llamativos cabe mencionar las crisis periódicas a las que se ven sometidos sus países a causa de
la movilidad de los capitales y la dependencia de sus mercados frente a los
agentes económicos transnacionales y sus estrategias cambiantes. México en
1994, el Sudeste Asiático en 1997, Rusia en 1998, diferentes países de América
Latina entre 1998 y 1999 y, en la actualidad, Argentina, configuran un rosario
de crisis que se han hecho sentir de modo dramático en los sectores más pobres
y llegan a alcanzar a las clases medias, que se ha visto abocadas a una pobreza
frente a la que se sentían seguras. La dinámica de las crisis responde a un
esquema que se repite. La salida de capitales de dichos países produce una
reacción en cadena que lleva a una pérdida de las líneas de crédito hasta ese
momento disponibles, a una necesidad de disponer de los bienes adquiridos con
dichos créditos, a una desaceleración del crecimiento, a un aumento del paro, a
una escasez de crédito y liquidez, a un crecimiento del impago de préstamos y
descrédito del sistema bancario,.... En la crisis de Indonesia, por ejemplo, se
calcula que número de pobres aumentó en medio año de 22 a 98 millones.
El deterioro medioambiental es otro factor
importante a tener en cuenta. Se puede decir que existe en la actualidad una
espiral de retroalimentación negativa entre pobreza y destrucción del medio
ambiente, en la que el deterioro del segundo conduce al aumento de la primera y
viceversa, la primera se convierte en una dificultad para la regeneración del
segundo. Los pobres se ven obligados a agotar los recursos para sobrevivir,
pero esta degradación del medio ambiente los empobrece todavía más. Siendo los
ricos los que más contaminan, sin embargo son los pobres los que soportan las
peores consecuencias.
En la
segunda mitad del siglo XX la agricultura del Tercer Mundo ha sido crecientemente
integrada en la división internacional del trabajo por medio de un proceso
acelerado de salarización del primer sector y su sometimiento a las estrategias
empresariales de los grandes consorcios agroalimentarios. Junto a esto la
industrialización orientada a la exportación y dependiente del capital inversor
extranjero ha movilizado importantes capas de población hacia los núcleos
urbanos y el trabajo asalariado. La primera consecuencia es el éxodo a las ciudades que se produce en
los países del Tercer Mundo. Se calcula que anualmente emigran entre 20 y 30
mill. de personas del campo a las ciudades. En el 2025 el 57% de la población
de estos países vivirá en las ciudades.
De esta
manera el proceso globalizador crea potenciales migratorios y refuerza los
lazos ideológicos, culturales y materiales entre el centro y la periferia,
entre los países de los que procede el capital y los países de procedencia de
los inmigrantes. Como se ha señalado más arriba, el mercado mundial dominado
por los países de la OCDE ha sido hasta ahora la palanca más poderosa del
saqueo de la naturaleza en los países del Tercer Mundo a través de la demanda
de materias primas minerales y de alimentos tropicales (monocultivos),
exportación de pesticidas, demanda de maderas nobles, políticas financieras que
han generado una deuda económica que deja sin opción a los países pobres
abocados a una explotación despiadada de sus propios recursos naturales irremplazables,
etc.
Durante
el proceso de descolonización de bastantes países del Tercer Mundo después de
la segunda Guerra Mundial y durante el período de la llamada guerra fría muchos
de ellos se vieron involucrados en conflictos
bélicos que generaron desplazamientos masivos, de los que sólo una parte
muy reducida afectó a los países desarrollados. El final de guerra fría no ha supuesto
el fin de esos conflictos, en la era de la globalización más bien han aumentado
si cabe sus efectos sobre las poblaciones civiles. El Alto Comisionado de
Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) calcula que 50 mill. de personas en
el mundo son víctimas de desplazamientos forzosos, 21 mill. de los cuales están
bajo su responsabilidad. Pero la mayoría de los refugiados del mundo se encuentran
en los países vecinos, ellos también empobrecidos. Aunque en otros países
europeos la afluencia de refugiados ha tenido un cierta relevancia, la reforma
legislativa de 1994 ha hecho de España un país prácticamente cerrado para los
solicitantes de asilo.
El
turismo, los medios de comunicación de masas, sobre todo la televisión, la
venta a escala planetaria de productos culturales o de consumo, con sus
campañas promocionales, etc., han contribuido muy decisivamente a multiplicar
los contactos y las interacciones
culturales a escala mundial. Para amplias capas de población de los países
empobrecidos el contacto con esos productos culturales se produce
frecuentemente en conexión directa con la sustitución o disolución de los
marcos tradicionales de vida y sus modelos de comportamiento. Así que no parece
aventurado afirmar que el proceso de expansión cultural de occidente tiene un
efecto directo sobre la predisposición a emigrar, al favorecer el desarraigo y
al universalizar patrones de consumo y estilos de vida y crear expectativas
difícilmente realizables en los países empobrecidos.
El
Informe del PNUD de 1998 llamaba la atención sobre el hecho de que es más probable
que muchas aldeas del Tercer Mundo estén vinculadas al cine de Hollywood y a la
publicidad por la televisión de satélite que por carretera o ferrocarril a otra
aldea no demasiado lejana. La cultura del consumismo global impacta de modo
masivo sobre poblaciones excluidas del mismo y genera una falsa imagen de “El
Dorado” en los países ricos sumamente atractiva para los que carecen de la más
mínima esperanza de alcanzar unos niveles aceptables de consumo en sus países.
Si a esto unimos el crecimiento y abaratamiento de los medios de transporte
internacional a que ha llevado la industria del turismo, podremos comprender
fácilmente el peso de la industria cultural sobre la determinación a emigrar.
Tampoco
debería olvidarse la importancia de las redes
migratorias. Las redes sociales juegan un papel primordial en el
intercambio de información sobre el país de destino, en los trámites y apoyos
para el traslado a él y para la posterior integración en el mercado laboral formal
o informal. Los expertos parecen estar de acuerdo que dichas redes se
convierten con el paso del tiempo en factor de autoperpetuación de las
migraciones más allá de la persistencia de los factores de naturaleza económica
que las desencadenaron o de los cambios negativos en el mercado de trabajo o en
las políticas migratorias del país de destino.
Asistimos
al surgimiento en los últimos tiempos de espacios
e identidades transnacionales. Asociadas al proceso de globalización nos
encontramos con nuevas formas de concebir y vivir la ciudadanía, nuevas
identidades y nuevas concepciones del espacio que cuestionan las divisiones
tradicionales de carácter nacional. El concepto de “transmigrante” quiere
reflejar la realidad de personas que pertenecen a unidades familiares localizadas
en dos o más estados, que mantienen relaciones sociales y económicas y se
encuentran insertos en comunidades tanto en su lugar de origen, como en el de
destino, que están enraizados en más de una cultura y que viven su doble o
triple pertenencia como una nueva forma de ciudadanía.
El
espacio transnacional se constituye en el marco de la globalización y depende
de la alta movilidad de capital, mercancías, informaciones y servicios asociada
a ella. Está relacionado con un cambio de modelo en las migraciones observable
en espacios interestatales con una larga experiencia de flujos migratorios. Las
migraciones múltiples y pluridireccionales sustituyen a la migración clásica:
se trata de personas que van y vienen de un país a otro, en muchos casos sin papeles,
y que mantienen contactos y relaciones a ambos lados de la frontera. La redes
migratorias establecidas en estos espacios permiten una disolución o al menos
un debilitamiento de las pertenencias y atribuciones exclusivamente nacionales.
Vinculan y transportan personas, bienes, valores, símbolos e informaciones
entre diferentes espacios y estados y conforman la identidad de los que se
integran en ellas de manera diferente a como lo hacen los referentes
exclusivamente nacionales.
Por
otra parte, es necesario atender a algunos cambios que se han producido en los
países receptores en el horizonte de la globalización neoliberal y que son de
gran importancia para comprender la demanda de mano de obra inmigrante. En las
economías de los países más ricos existe una tendencia a la segmentación de la fuerza de trabajo con
múltiples manifestaciones: el desempleo, la subproletarización de una parte de
la mano de obra con una relación sólo esporádica con el mercado de trabajo, la
precarización de una parte importante del empleo debida a la flexibilización y
el crecimiento de la temporalidad, la dualización y polarización del escalafón
profesional, etc. Otro de los aspectos importantes en relación con la
inmigración es la economía sumergida.
Existen ramas económicas como la agricultura, la hostelería-restauración y los
servicios menos cualificados (limpieza, servicio doméstico, etc.), en los que
la incidencia de la economía sumergida es muy elevada. España es uno de los
países de la Unión Europea con más economía oculta. Dada esta situación del
mercado de trabajo, la inserción laboral de la mayoría de los inmigrantes se
viene produciendo en las ramas económicas con más incidencia de la economía
oculta y en los segmentos de empleo más precarios y descualificados, con mayor
grado de irregularidad y más desprotegidos jurídica, social y sindicalmente.
Así pues, la mayor demanda de fuerza de trabajo para puestos peor pagados,
inestables y con menos prestaciones sociales es lo que produce la demanda de
inmigrantes.
Aunque no
tenga una relación directa con la globalización, es necesario que consideremos
otro factor de gran importancia: el demográfico.
El ritmo de crecimiento de la población mundial en los últimos años es de una
media de 84 mill. de personas. El 90% del crecimiento demográfico se produce en
el Tercer Mundo. Sin embargo, las sociedades desarrolladas envejecen y pierden
población. Si dejamos fuera de consideración la emigración, según fuentes de la
ONU, hacia el año 2050 habrá descendido la población en la Unión Europea en
61,6 mill. España contará con 30,2 mill. de habitantes, 9,4 mill. menos que en
la actualidad. Está evolución llevará aparejada una serie de graves problemas:
desequilibrio de flujos en el mercado de trabajo, crisis del sistema de pensiones,
sobrecarga del sistema de salud y seguridad social, etc.
Por
otro lado, muchos de los países de los que proceden los inmigrantes se
encuentran en plena transición demográfica, es decir, disminuye la mortalidad
infantil y aumenta la esperanza de vida, pero no disminuye al mismo ritmo el
número de nacimientos. Este crecimiento demográfico en países con economías que
ya tienen dificultades para asegurar la reproducción de la vida de la población
lleva aparejado un importante desplazamiento del campo a las ciudades,
hacinamiento urbano, paro, conflictos sociales, etc. Es evidente que la
migración puede aliviar la presión en el sur y mitigar la falta de población en
el norte. De hecho, la División de Población de la ONU calcula que para
mantener hacia el 2025 la misma ratio de activos/jubilados que existe hoy en
Unión Europea ésta debería recibir en torno a 135 mill. de inmigrantes.
5. Los itinerarios migratorios: el ejemplo de
España.
Dado el
paso, la migración conlleva para los emigrantes un cambio del sistema social y
cultural de referencia en el lugar de origen por el del lugar de destino. Este
cambio no se produce de modo automático con el traslado físico de lugar, sino
que supone un largo y difícil proceso que a veces perdura a lo largo de toda la
vida y llega a afectar a más de una generación ya instalada en país de destino.
La caracterización del emigrante como un desarraigado
expresa la inestabilidad y vulnerabilidad que produce la migración, la ruptura
con la sociedad de procedencia y la introducción en un nuevo contexto social y
cultural que conlleva una pérdida de validez de muchas concepciones
valorativas, normas de conducta y modelos de comportamiento hasta ese momento
asumidos con cierta naturalidad. No es extraño que los inmigrantes, sobre todo
en la fase inicial de su estancia en el nuevo país, se sientan desorientados.
La
primera gran dificultad viene dada por el muro
legal y policial levantado contra ellos. Miremos el caso español. Aunque se
sigue manteniendo la ficción legal de que para entrar en el país se
necesita permisos de trabajo y de
residencia, de hecho el 83% de los inmigrantes que llegaron a españa en los
últimos años entraron sin permiso de trabajo. Aunque la imagen popularizada por
los medios de comunicación de inmigrantes llegando en pateras a nuestras
costas, si bien presenta el drama de muchos seres humanos que arriesgan su vida
y llegan a perderla a causa de una política de fronteras inhumana, no refleja
más que una mínima parte de los que llegan hasta nosotros (2%). El 62% lo hicieron
en avión, como la mayoría de los 50 mill. de turistas que nos visitan al año.
El
proceso administrativo que los inmigrantes han de realizar para regularizar su
situación una vez en España bien puede calificarse de kafkiano: 1) Obtener una
oferta de trabajo. 2) Solicitar de permiso en la Delegación del Gobierno. 3)
Enviar una copia de la documentación al país de origen para que un
representante del solicitante la entregue en el Consulado Español. 4) El
consulado solicita información sobre el solicitante a Madrid. 5) De Madrid se
solicita información a la Delegación del Gobierno. 6) La Delegación desempolva
el expediente y solicita información a la institución competente sobre la “situación
nacional de empleo” y toma una decisión afirmativa o negativa. 7) Recorrido de
vuelta de la documentación vía Madrid al Consulado correspondiente. 9) El
Consulado revisa la documentación y concede el visado. 10) El extranjero debe
viajar al país de origen a recogerlo. 11) Lo presentará en la Delegación del
Gobierno para que se lo sellen y le concedan la tarjeta de residencia. Sin
contar las arbitrariedades que este proceso en su ejecución permite, la
lentitud de su tramitación -entre 12 y 15 meses en promedio- contradice los
principios jurídicos más elementales, que por cierto están recogidos en la Ley
de Procedimiento Administrativo y que simplemente no se aplican a los
inmigrantes.
Las
dificultades de acceso suponen para la mayoría una fase de irregularidad con
efectos perversos tanto desde el punto de vista de seguridad personal, como de
integración laboral, social, etc. Si se llega a obtener una primera
regularización, la vinculación entre permiso de trabajo y de residencia, así
como el tipo de vigencia temporal de ambos, por un lado, y la política de
cupos, que orienta la fuerza de trabajo inmigrante hacia ocupaciones
específicas con un índice mayor de irregularidad y precariedad, por otro, los
atrapa por un período prolongado de tiempo en un círculo vicioso de
inestabilidad laboral y jurídica, que aumenta considerablemente la
vulnerabilidad y la discriminación de los
inmigrantes en el mercado de trabajo. Todo parece establecido para
responder a la demanda de mano de obra en los sectores del mercado de trabajo
no deseados por los autóctonos, es decir, aquellos con una alta tasa de
economía sumergida, bajo reconocimiento social, escasa movilidad en la escala
social, baja remuneración, alta temporalidad, fluctuaciones de la demanda y,
frecuentemente, condiciones de sobreexplotación.
Para
aquellos que a pesar de estos escollos consiguen instalarse entre nosotros,
gran parte de los aprendizajes realizados en el contexto de origen pierden en
el nuevo contexto su validez. Los emigrantes han de distanciarse de un buen
número de roles y redefinir aquellos que se mantienen para responder a las
expectativas con las que están vinculados en la sociedad receptora. Otros roles
han de ser asumidos de manera completamente nueva. Una reacción frecuente a
esta situación y los retos que comporta es la reducción de las interacciones
sociales, limitar la vida relacional a la familia, el grupo de compatriotas o a
los parientes. La inseguridad existencial y los problemas de orientación
agudizados por la habitual experiencia de rechazo en el nuevo contexto lleva
frecuentemente a la segregación y guetización.
Convendría,
además, no olvidar que los inmigrantes siguen manteniendo vínculos con sus
contextos de origen, envían remesas, tienen un doble punto de referencia con
lazos específicos y exigencias particulares. Una parte de la familia queda en
el propio país, pero la segunda generación se vincula y echa raíces en el
nuevo. La integración de los hijos plantea por regla general problemas primero
educativos, después de integración cultural, laboral, política, etc. que
desbordan las capacidades de respuesta de los inmigrantes. Los países
receptores, España incluida, no han sabido o querido articular políticas efectivas de integración,
porque se ha actuado desde las administraciones públicas primando los criterios
económico-laborales, de seguridad, de soberanía nacional, etc.
6. Barreras que deben eliminarse
Hay que
empezar refiriéndose al marco legal
que define el estatuto jurídico y determina las condiciones de existencia de
los inmigrantes. Todas las leyes de extranjería tienen un carácter no sólo
diferenciador, sino también discriminador, ya que establecen un régimen
jurídico específico para los no nacionales y les recortan el ejercicio de
derechos fundamentales, que sí están reconocidos a los detentadores de la
nacionalidad.
Desde
mediados de los años 70 asistimos a un fortalecimiento de las restricciones contra
la inmigración en casi todos los países receptores de la misma. El proceso de
unificación europea, por ejemplo, ha
supuesto una liberalización de los movimientos y las posibilidades de establecer
residencia para los ciudadanos de los países miembro, pero un endurecimiento de
los controles y dificultades para los inmigrantes procedentes de fuera de la
Unión, exceptuado el grupo de las personas altamente cualificadas o ricas.
Dicho endurecimiento ha seguido un patrón jurídico dominado por la tendencia a
favorecer la discrecionalidad de la administración en el tratamiento de las solicitudes
de entrada o permanencia de los extranjeros, sobre todo de los llamados
inmigrantes económicos, y la priorización de los supuestos intereses del país
receptor frente a las necesidades o pretensiones de los solicitantes. La
creación de lo que ya se conoce como la fortaleza
europea parece destinada a salvaguardar el espacio de prosperidad económica
y garantías políticas y sociales de la UE frente al mundo exterior percibido
como amenaza de las mismas. Resulta paradigmático que, desde el Acuerdo de Schengen, el tratamiento
administrativo de la inmigración a nivel europeo se venga asociando a fenómenos
como el terrorismo, la delincuencia organizada, el tráfico de drogas, etc.
Pero
aunque parezca paradójico, el muro y los
agujeros se reclaman mutuamente en la configuración de las fronteras,
verdaderos filtros selectivos, que sirven para mantener las afluencias y, al
mismo tiempo, las diferencias institucionalizadas en la retribución directa o indirecta
del trabajo. Lo que convierte a las migraciones en un subsistema laboral es esa
combinación entre integración precaria en el mercado de trabajo y exclusión parcial
o total de los derechos ciudadanos y sociales. Además de la discriminación que
supone una asignación de los inmigrantes por vía de ley a sectores y
actividades con un índice mayor de irregularidad y precariedad, la posición que
ocupan los inmigrantes laborales dentro de los respectivos mercados de trabajo,
en gran medida condicionada por el tipo de acceso a los mismos, es peor de modo
sistemático. La falta de contrato va acompañada en muchos casos de
discriminación salarial, de condiciones de trabajo con riesgos para la salud,
de jornadas de trabajo abusivas, etc. Asistimos a una nueva forma de esclavitud y de reducción de seres humanos a mano de
obra barata y explotable supeditada a las exigencias arbitrarias de los
contratantes.
Además
de la discriminación que supone una asignación de los inmigrantes a sectores y
actividades con un índice mayor de irregularidad y precariedad, la posición que
ocupan los inmigrantes laborales dentro de los respectivos mercados de trabajo,
en gran medida condicionada por el tipo de acceso a los mismos, es peor de modo
sistemático. La media de los trabajadores extracomunitarios se encuentra en
peores condiciones que los españoles. En el caso de la agricultura, esto supone
una inserción casi exclusiva en la modalidad eventual de trabajo y unas enormes
dificultades para la inserción social debidas a la estacionalidad (cambio
frecuente de zonas de trabajo, alojamiento en infraviviendas, imposibilidad de
reunificación familiar, etc.). En el caso del servicio doméstico, las inmigrantes
son empleadas en muy buena parte como “internas”, lo que conlleva
frecuentemente condiciones de explotación extrema, tanto por los horarios de
trabajo, el grado de informalización y los salarios inferiores, como por la
dependencia casi total respecto de las familias que las contratan. En la
construcción se observa un predominio de la ocupación de los inmigrantes en la
categoría de peón no cualificado. Sufren en mucha mayor proporción que los
autóctonos la privación de derechos laborales como pagas extra, vacaciones
pagadas, etc. De modo general para todos los sectores y actividades puede
decirse que los inmigrantes se ven afectados en mucha mayor proporción que los
autóctonos por la informalidad.
La
discriminación legal y laboral están a la base de otras formas de
discriminación que afectan a desarrollo normal de la existencia y a los niveles
mínimos de calidad de vida vigentes en la sociedad receptora de inmigración.
Nos referiremos aquí sólo a una de esas formas por su gran relevancia de cara a
la integración social de los inmigrantes, la que está relacionada con la vivienda. Aun a riesgo de
simplificaciones reductoras, se puede decir que en las ciudades los inmigrantes
suelen ocupar viviendas muy deterioradas, con escasos equipamientos, en las zonas
de mayor pobreza de los centros urbanos degradados o de los barrios
periféricos. Se trata muchas veces de viviendas para las que no es posible
encontrar inquilinos en el mercado del alquiler “normal”, pero que gracias a
las dificultades adicionales que tienen los inmigrantes para encontrar
vivienda, se convierten en una fuente de ingresos muy rentable para sus propietarios,
que se suelen considerar eximidos de las obligaciones de conservación y
reparación.
El
hacinamiento es una estrategia tanto de los inmigrantes para distribuir el
coste entre más, como de los propietarios para poder cobrar más y, llegado el
momento, justificar la expulsión. En las zonas rurales los inmigrantes se
alojan predominantemente en naves, casas abandonadas, dependencias secundarias
de los cortijos, pequeños barrios en medio del campo, etc. que suelen pertenecer
a los mismos patronos que los contratan. El alquiler es a veces de tipo
personal, es decir, se cobra a cada uno de los inquilinos una cantidad, con lo
que el hacinamiento supone un crecimiento de los ingresos. Los equipamientos
son escasos o inexistentes. La proximidad a los lugares de producción agrícola
que caracteriza estos alojamientos está emparejada con la lejanía de los
núcleos de población, lo que se convierte en una fuente de segregación. La
primera contribuye a la disponibilidad de los inmigrantes como reserva de mano
de obra, la segunda a la invisibilización de sus necesidades y derechos.
Si los
condicionantes político-legales y socioeconómicos juegan un papel determinante
en las dinámicas de discriminación de los inmigrantes, no podemos olvidar
tampoco las actitudes y comportamientos de la población nativa en la sociedad
receptora, es decir, el rechazo xenófobo
como obstáculo a la integración y como fundamento difuso o refuerzo cultural de
los mencionados condicionantes discriminadores.
Lo
característico de la discriminación étnica es la combinación de “diferenciación”
e “interiorización”. La discriminación racial es aquella a la que se somete a
un grupo sobre la base de una construcción social de rasgos diferenciadores
considerados como si se tratara de
diferencias raciales. Se produce así una vinculación entre características
fenotípicas y/o culturales del grupo y discriminación o segregación social. La
conducta discriminatoria se sustenta en actitudes de rechazo apoyadas en
estereotipos deformados sobre el otro
justificados con ideologías racistas. Aunque en un sentido genérico no existe
ninguna captación de la realidad libre de prejuicios, cuando se habla de
prejuicios en nuestro contexto se está designando aquellos juicios de carácter
negativo, que suelen englobar a todo el grupo de individuos sobre los que se
emiten, que tienen un carácter previo a la experiencia, cuando no una absoluta
falta de relación con la misma, y que se resisten a la refutación por los
hechos. El vínculo del prejuicio con la discriminación proviene de su
entrelazamiento con intereses de dominación o segregación de los individuos
sobre el que se proyecta o con la necesidad de encontrar una explicación causal
sencilla o un chivo expiatorio para problemas sociales complejos. No es
infrecuente la naturalización de aspectos del comportamiento de los individuos
objeto de discriminación, al margen de toda consideración social, económica o
histórica sobre la génesis de esos aspectos, en gran medida fruto del mismo
proceso discriminatorio. Es una manera de estigmatizar al grupo y preparar su
dominación o su exclusión. La etnicidad se convierte así en un excelente
instrumento para mantener la sobreexplotación sin excesivos conflictos.
Los
estereotipos más frecuentemente asociados con los inmigrantes son la pobreza,
la delincuencia, la ausencia de higiene, el hipermachismo
y la violencia sobre la mujer, el “atraso” cultural, el integrismo religioso,
etc. A las mujeres negras o mulatas se las asocia muy a menudo con la
prostitución y con un comportamiento sexual desinhibido. A las personas
latinoamericanas se les vincula con el tráfico de drogas, etc. Como hemos visto
más arriba, a estos rasgos atribuidos a los colectivos de inmigrantes se le da
un carácter casi natural o congénito, lo que fija de modo inamovible el perfil
social y cultural de los mismos en el nivel más bajo de la estratificación
social e hace impensable toda intervención social contra la discriminación o la
segregación. La leyenda de la discriminación positiva frente a los nacionales
por parte del Estado o de las instituciones sociales, lo que no es más que un
sarcasmo a la luz de la situación que sufren los inmigrantes, resulta ser el
mejor antídoto contra los esfuerzos de integración y un potente refuerzo de las
discriminaciones existentes.
Los
discursos que legitiman el rechazo xenófobo son de diversa índole y se mueven
por lógicas distintas. Señalemos dos de estas lógicas de identificación/diferenciación
en relación con los extranjeros que subyacen a las actitudes y comportamientos
discriminatorios en relación a ellos. Una sería la naturalización del Estado-nación. Bajo esta lógica, las migraciones
aparecen de modo general como una excepción anormal, por lo que queda
justificada la subordinación, postergación o supeditación de los derechos
legales, económicos o sociales de los inmigrantes respecto a los de los
nacionales. El Estado tiene unas obligaciones frente a la población autóctona
que no son extendibles al resto de personas que viven en el territorio nacional
o al menos en la misma profundidad o amplitud. Otra lógica sería la de la diferencia cultural, bajo la que las
culturas aparecen como realidades cerradas e incomunicables y representan
diferentes grados de evolución que las hace superiores o inferiores. Esta
lógica puede adoptar la forma de fundamentalismo
cultural o de racismo diferencialista,
pero en cualquier caso a los culturalmente distintos no les queda otra opción que
la de asimilarse a la cultura de la sociedad receptora o, si esto no es
posible, vivir segregados de modo que quede neutralizada la supuesta “amenaza”
que representan para la “normalidad” dominante.
7. Compromiso solidario con los inmigrantes
Igual que con respecto a otros fenómenos
complejos, no sirve de nada pretender dar recetas sencillas para la
inmigración. En realidad, lo primero sería tomar conciencia de que la inmigración
no es abordable como si se tratara de un asunto específico aislado del conjunto
de la sociedad. Más bien tendríamos que pensar que ella es como un espejo que nos devuelve aumentados los
problemas que vivimos en nuestra sociedad, ya se trate de lo que está
ocurriendo en el mercado de trabajo, en las relaciones Norte-Sur, en la crisis
del Estado del Bienestar, en la concepción de la ciudadanía y la democracia o
en la convivencia multicultural y la cohesión social. Algunas líneas de
compromiso podrían ser:
1. COMPROMISO POLÍTICO: Comprender que la
inmigración no sólo plantea problemas de integración social, sino que es posee
una dimensión política, que es
necesario trabajar por una igualdad
jurídica, para que los inmigrantes tengan los mismos derechos y libertades
que el resto de ciudadanos.
2. COMPROMISO SOCIAL: Exigir de las administraciones
públicas la eliminación de toda discriminación
en el acceso a la vivienda, al trabajo, a los servicios sociales, etc. denunciando todas las situaciones en que
se produce la discriminación y organizándose contra ella.
3. COMPROMISO CULTURAL: Combatir en el día a
día los estereotipos y prejuicios
acerca de los inmigrantes, buscando el contacto real, reconociendo y valorando
sus diferencias culturales, afirmando su dignidad y la importancia de una
convivencia en plano de igualdad.