Ética y mercado de
valores
sobre todo para aquellos, a quienes de poco sirven los
divinos.
(Juan Luis Vives, De subventione pauperum, II, 2)
1. Acercamiento histórico: de los valores del mercado al
mercado de valores.
Si
entendemos por mercado de valores los negocios concertados a plazo, sea éste
corto o largo, debemos retroceder al tiempo en que se produce el cambio de
mentalidad sobre el valor de las cosas y, en concreto, sobre el valor del
dinero. Por tanto, y sin olvidar que la actividad del préstamo a interés viene
de lejos, es con la incipiente modernidad, siglos XVI y XVII, cuando surge lo
que podríamos denominar cambio de paradigma económico[ii].
Y no de una forma casual, sino como consecuencia inevitable, como también en
política, de la aplicación de los principios nominalistas auspiciados por
autores del siglo XIV como Ockam, que comienzan a entender lo social, no como
un organismo ontológico que camina hacia un fin, sino como una mera suma de
agregados con intereses individuales que satisfacer. En definitiva, se trata
del salto cualitativo de la antigua idea del bonum communis al moderno concepto de la utilitas communis, que en lo político se resuelve con el paso de la
ontocracia al contractualismo social[iii].
Este cambio de la idea de bien por la idea de utilidad
tiene unas consecuencias en lo que los clásicos llamaban ordo oeconomicus de enorme trascendencia, puesto que el valor de
las cosas, y en concreto el del dinero, ya no debe referirse a un orden
superior o metaético, sino al puro cálculo de intereses por parte de cada
componente del mercado. Así, el
concepto de cambio, clave en el tema que nos movemos, había sido tratado como
la “commutación de dinero por dinero”, o como “la negociación, trato y comercio
de valores con vistas al lucro y al interés”, por parte de los escolásticos.
Esta segunda definición, que corresponde a español Pedro de Ledesma, resulta
absolutamente moderna en su concepción y revolucionaria en cuanto que no exige
la presencia del metal o moneda para que exista el hecho comercial y financiero[iv].
Es más, puede que sea una de las primeras afirmaciones del valor independiente
de la configuración material del mismo. Y si a esta novedosa concepción le
añadimos la definición aportada por el también español Martín de Azpilcueta
sobre el arte de cambiar, como “la
pericia que utiliza el cambista con vistas al lucro en el cambio de las
monedas”, tenemos ya configurados los dos elementos esenciales para una
valoración del mercado: el hecho de la finalidad crematística individual del
comercio de valores; y el hecho psicológico de la pericia o habilidad en
lucrarse por medio del cambio de valores[v].
Pues bien, ambas manifestaciones que encontramos reconocidas
en pleno siglo XVI por autores poco sospechosos de no seguir los dictados
escolásticos al uso, nos abren el camino de la modernidad en cuanto valoración
de las operaciones financieras por su lucro, sin atender a cualquier otro tipo
de finalidad ético-comunitaria. De hecho, la antigüedad y el medievo vivieron
de la concepción ética de cuño aristotélico-tomista sobre la esterilidad del dinero; es decir, el
cambio como un proceso antinatural que distorsiona la función del dinero que no
ha de ser sino un instrumento para la adquisición de cosas necesarias. Por
tanto, esta concepción puramente instrumental de la moneda hace imposible
cualquier acercamiento ético al lucro en cuanto tal.
Ahora bien, el propio Francisco de Vitoria se da cuenta
de que si cesara el cambio con la mera utilidad lucrativa, cesaría el comercio
y cesaría la actividad de los tratos entre mercaderes[vi].
Por tanto, suprimir el cambio y el comercio del dinero equivaldría a colapsar
la vida y el desenvolvimiento económico-financiero de todo un país. Otra cosa
es la doctrina patrística sobre la finalidad social, no sólo del dinero, sino
de cualquier actividad económica, en consonancia con su radicalismo en favor de
los más necesitados[vii].
Así, siguiendo a Salvioli, vemos cómo las críticas contra la riqueza
constituyen una nota dominante en los autores patrísticos[viii].
Crítica como la de san Juan Crisóstomo: “¿de dónde sacáis que la riqueza es
dada por Dios”?; o la de san Ambrosio: “no le das al pobre de lo tuyo, sino que
le devuelves lo suyo”. Aunque esta crítica amarga contra la riqueza no implica
una invocación de la propiedad colectiva frente a la propiedad privada; antes
al contrario, los bienes materiales son, para estos autores, parte del orden
natural de las cosas, por lo que la acumulación de bienes, aunque turbia en su
origen, puede ser redimida por su uso en bien del común.
Doctrina
que pervive todavía en nuestros clásicos del siglo de Oro, como Tomás de
Mercado y su Suma de tratos y contratos
(Sevilla 1571), donde compara la actividad cambiaria con la prostitución, o
Martín de Azpilcueta que, salvando la pura actividad mercantil, arroja sombras
de corrupción sobre el arte cambista en su famoso Manual de Confesores y Penitentes (Salamanca 1556)[ix].
En definitiva, el pensamiento clásico insiste en la concepción teleológica de
las actividades humanas, siguiendo la estela aristotélica, por lo que alertan
contra los usos puramente privados y lucrativos de la actividad económica, en
cualquiera de sus facetas. Y lo que no les gusta, en definitiva, no es tanto el
enriquecimiento personal como el grado de azar que llevan consigo dichas
actividades, al margen del componente artístico
o habilidoso, porque se contradice con la finalidad racional-causal de toda
actividad humana según su modo de entender las cosas. Esta es la esencia de la turpitudo (turbiedad) de dichas acciones
y la egestas (miseria moral) de
quienes las practican.
Tema importante es el relativo a la communis aestimatio respecto del valor de las cosas. Ningún autor
de los mencionados desestima el llamado precio legal, es decir, el oficialmente
establecido por el poder público; sin embargo, resulta interesante la
valoración de esa estimación social sobre las mercaderías. Es verdad que para
que ésta se dé y se admita como buena, ha de ser respaldada por un número
importante de mercaderes y plazas; es decir, no se trataría de ningún precio
estimado arbitrariamente por unos pocos, sino de una apreciación generalizada
como garantía de certeza y libertad de mercado. Para la mayor parte de autores escolásticos,
este tipo de apreciación alcanza un verdadero equilibrio en el nivel del precio
del cambio y una mayor participación de las diversas clases en el mercado. Por
tanto, la común estimación se presenta como la mejor garantía de una ordenada
concurrencia, es decir, el camino más directo hacia el bien común[x].
Vemos, por tanto, cómo la común estimación tiene como
objetivo prioritario flexibilizar la justicia del precio en el mercado
cambiario, lo que lleva a la consideración del precio variable de las
mercaderías, en función de los diferentes mercados y plazas. Esto entronca con
el siguiente tema a debate en este período proto-moderno: ¿vale igual el dinero
ausente que el presente? ¿es lícito el interés por el dinero en función de su
presencia material o no? La cuestión se las trae, y no todos los autores del
tiempo respondieron de la misma forma. Pero para nuestro propósito baste decir
que la mayor parte de autores no estiman que la ausencia material del dinero
deba aumentar el lucro; es más, creen que lo lucrativo para el cambista es no
tener su dinero ocioso, sino en constante movimiento, aunque la ausencia
material del mismo le haga perder valor real[xi].
De esta forma, y como resume Miguel de Palacios, en el trato económico es más
útil el dinero presente que el ausente, pues las cosas venales se compran a más
bajo precio si se pagan al momento, mientras que en el trato lucrativo, como es
el cambiario, es más útil el dinero ausente para favorecer la rapidez y
agilidad de los tratos[xii].
Lo que sí resulta significativo en este tiempo es que los
llamados cambistas podían ya especular con letras de cambio y actuar como
consignatarios de dinero, pagando en nombre de los mercaderes y custodiando sus
dineros. Recordemos que la letra de cambio, como tal, está ya presente en
Génova hacia el siglo XII como instrumentum
ex causa cambii, pasando luego a las ferias de distintos países[xiii].
Es decir, cambistas y banqueros se confunden en sus tareas por razón de los
nuevos instrumentos cambiarios que penetran en la vida mercantil. Es más, los
mismos bancos comerciales comienzan a añadir funciones a las de mera custodia e
interés: descuento, crédito, depósito con retornos a la vista y a plazo,
transferencias de fondos y composición de deudas… Incluso, al menos por lo que
se refiere a los banqueros latinos, se da el paso a la figura del financiero
que arrienda y cobra los impuestos estatales, anticipando dinero a interés a la
propia Hacienda real. Y esto por no hablar de la pluralidad de figuras afines
que van apareciendo según las necesidades del mercado: logreros, asentistas,
bancos curiales, bancos de feria, bancos de corte, etc[xiv].
En definitiva, la vida mecantil-cambiaria va haciéndose
cada vez más compleja, aunque lo que nos interesa es destacar, por un lado, el
servicio que desempeñan dichas actividades y, por otro, la unificación que se
va haciendo de las operaciones realizadas a los títulos-valores
correspondientes. Es decir, asistimos al despliegue de una actividad que cumple
con las necesidades sociales y económicas de un período de cambio y expansión,
pero una actividad socialmente controlada por su finalidad y formalmente
sostenida en razón de los títulos que dan lugar a cada operación. Materia
(dinero), forma (títulos-valor) y finalidad (el desarrollo eficaz del mercado)
se desenvuelven con precisión escolástica en los albores del mercado de
valores. Pero, ¿ocurre lo mismo con la causalidad eficiente? ¿De dónde procede
este mecanismo de valoración de los mercados? ¿Está justificado? Lo que sí
podemos responder ahora es que no hubo ninguna parcela teórica de dicha
actividad que no fuera tratado por los pensadores de moral económica del
tiempo. Veamos, pues, cómo evolucionaron estos conceptos desde la perspectiva
de una nueva mentalidad social que se impone desde la propia lógica mercantil.
2.Sobre la sociedad posesiva de mercado: entre el azar y
la necesidad.
Siguiendo a Macpherson, podemos resumir en tres los
supuestos del llamado individualismo posesivo que hizo fortuna a partir del
siglo XVII, sobre los postulados nominalistas y desde la superación del
organicismo social: primero, “lo que hace humano a un hombre es ser libre de la
dependencia de las voluntades de los demás”; segundo, “la libertad de la
dependencia de los demás significa libertad de cualquier relación con los demás
salvo aquellas relaciones en las que el individuo entre voluntariamente por su
propio interés; y tercero, “el individuo es esencialmente el propietario de su
propia persona y de sus capacidades, por las cuales nada debe a la sociedad”[xv].
Pero tales supuestos no nacen ex nihilo, sino que tienen su referente inmediato en las doctrinas
de autores como Locke y Hobbes. Del primero, podemos deducir el carácter
mercantil de las relaciones sociales: a saber, la sociedad política sería una
invención humana para la protección de la propiedad y para el intercambio de
bienes y servicios. De Hobbes, por su parte, podríamos deducir un modelo de
hombre como suma de voluntades ajenas opuestas a las de uno mismo; lo que
conduce a una sociedad política como artificio, cuya finalidad será
proporcionar el máximo de seguridad para el desarrollo pleno de las capacidades
y voluntades individuales.
Pero es más, en Hobbes se dibuja con claridad el modelo
del individualismo posesivo, caracterizado por un individuo que se mueve por sí
mismo, por sus intereses y apetitos, dando lugar a un modelo de sociedad
mercantilizado, en el que las relaciones y obligaciones sociales surgen de las
obligaciones de puro intercambio mercantil. Por tanto, no caben ya valoraciones
morales del mecanismo de convivencia ciudadana, sino que cada cual valora lo
social según le va en ello. Todo se dirime y consuma en la propia mecánica del
artificioso Estado de intereses contrapuestos. Mecánica posesiva y mercantil,
en la que la esencia humana será la pura voluntad de disponer de lo suyo según
un cálculo exacto de ventajas e inconvenientes.
Surge, así, la sociedad posesiva y mercantilizada como
“una serie de relaciones competitivas y hostiles entre los hombres,
independientemente de su clase: hace que cada uno se cuide de lo suyo”[xvi].
Claro que podríamos preguntarnos si este tipo de vínculo social es suficiente
para alcanzar la cohesión social, la tranquilitas
ordinis que diría san Agustín. Pues bien, el desarrollo de la modernidad
económica y, en especial, su explosión social con la revolución industrial,
trajo como consecuencia que los hombres dejaron de sentirse iguales ante el
mercado. Es decir, aquello de que lo social venía constituido por la legítima
disputa de los intereses de cada cual, era demasiado bonito y artificial como
para ser cierto: los hechos, tozudos siempre, demostraron que no todos los
ciudadanos podían hacer valer su voluntad de la misma manera, puesto que no
todos tenían acceso real a establecer relaciones mercantiles. ¿Cómo, entonces,
empeñarse en calificar moralmente una actividad monopolizada por la clase
poseedora? En todo caso, la calificación moral sería previa sobre el propio
sistema de exclusión de esta dinámica-mecánica del juego de intereses.
Macpherson, una vez más, aclara el dilema planteado: “O bien rechazamos los
supuestos individualistas posesivos, en cuyo caso nuestra teoría es poco
realista, o los conservamos, en cuyo caso no podemos conseguir una teoría de la
obligación válida. De ello se sigue que no podemos esperar una teoría de la
obligación válida para un estado democrático-liberal en una sociedad posesiva
de mercado”[xvii].
Por otro lado, es verdad que el ideal del Estado
autorregulativo kantiano, introdujo racionalidad y cordura a un mundo desbocado
por los intereses y apetitos tanto individuales como de clase. Pero las máximas
kantianas no pueden cumplir su función si no van precedidas por una auténtica
renovación de los vínculos sociales. En decir, el modelo posesivo se cae por su
propio peso, no en lo que tiene de azar, cuya valoración, como hemos visto, ni
siquiera se plantea, sino por lo que tiene de necesidad ontológica previa: los
individuos se ven abocados a participar en un juego en el que, no es que las
cartas estén marcadas, sino que ni tan siquiera tienen cartas. Y así, el
problema será que el mercado pierde su función instrumental de saciar
necesidades mediante la creación de riqueza, para convertirse en un coto al
margen del régimen social. ¿Ideal autorregulativo en el mercado de valores?
Para qué. Lo que justifica su existencia es su propia mecánica interna de
funcionamiento. ¡Acabáramos, se trata de la famosa falacia naturalista puesta, esta vez, al servicio del mercado como
instancia autónoma!.
Pero volviendo de nuevo al punto de arranque de lo que hemos
denominado con Macpherson sociedad
posesiva de mercado, debemos valorar lo que su imposición supuso para los
clásicos postulados de carácter ético sobre el mundo financiero. Recordemos
mediante una suerte de silogismo el planteamiento clásico: el dinero es en sí
mismo estéril; el interés es el precio que cobra el prestamista por el uso de
un dinero que pertenece al deudor; el interés es, por tanto, el precio del
tiempo, algo que de suyo y por naturaleza pertenece a todos[xviii].
Ahora bien, como el problema estaba en conjugar ese afán lucrativo con la
finalidad propia de toda sociedad, a saber, el bien del común, ¿cómo cohonestar
ahora dicha finalidad con el uso posesivo y particular del tiempo en beneficio
exclusivo propio? ¿Puede todavía plantearse en términos de justicia
distributiva y conmutativa el ejercicio privado del mercado?
Pues bien, parece claro que en economías posesivas sólo
puede darse cierta redistribución si con carácter previo existe capacidad
pública para la confiscación (cum-fiscus)
de ganancias privadas. Confiscación en el sentido genérico de capacidad
recaudatoria a través de tributos para luego redistribuirlos en servicios
públicos al margen del mercado. Alguien tan poco sospechoso de estatalista como
Hayek, reconoce la necesidad de una organización gubernamental coactiva que a
través de su capacidad normativa permita a todos gozar de los servicios del
gobierno según la máxima de la justicia distributiva[xix].
Justicia que, según él, no debe confundirse con la justicia social y para el
que no puede establecerse como criterio el mérito de los concurrentes, puesto
que éste siempre será subjetivo. Por eso el concepto de justicia social abarca
más allá del de justicia distributiva, puesto que implica el resultado de
alcanzar el bien común.
Así, Rawls, por ejemplo, estima que
la clave para que se dé una verdadera justicia social está en la asignación y
distribución del producto total conseguido por el grupo social[xx]. Es
decir, si dejáramos a la sociedad posesiva de mercado que funcionara el plenitud
como mercado libre, su sistema redistributivo sería siempre imperfecto puesto
que partiría de las circunstancias mismas de dicho mercado, modificando las
verdaderas condiciones previas de cualquier sociedad. Por eso el norteamericano
propone la ficción del llamado velo de la
ignorancia, desde el que poder articular principios de justicia desde la
base misma de una sociedad de iguales en oportunidad. Pero sigue en pie el
principal de los problemas: ¿qué debemos entender por bienes comunes a
distribuir?; o de otra manera, ¿qué tipo de bienes deben integrar ese supuesto
patrimonio común que las instancias públicas pueden redistribuir?
Desde luego, si dejamos actuar a
una sociedad posesiva de mercado sin cortapisas, el campo de la justicia
distributiva será tan ínfimo que difícilmente quedará nada por redistribuir.
Otra cosa es que el propio mercado se convierta en una instancia de
redistribución de bienes y servicios, aunque para ello alguien o algo deberá
establecer lo que Rawls llama condiciones o principios esenciales de justicia.
En definitiva, alguien deberá formular cuáles son los fines sociales que el
mercado debe alcanzar; y en caso de no hacerlo, alguien debe realizar los fines
propios de una sociedad justa. Es decir, volviendo a esos principios que expusimos
del individualismo posesivo, ¿realmente somos dueños de nuestro destino
individual y, por tanto, nada debemos a lo social que nos congrega? ¿realmente
podemos jugar libremente en el concierto social sin preocuparnos por lo que los
demás son y representan? ¿realmente podemos evadirnos de la social necesidad
para desarrollar nuestras vidas individuales según nos marque el puro azar?
¿realmente podemos dejar la justicia social en manos de la mera justicia
conmutativa, tanto das tanto recibes, sin intentar asaltar el grado de justicia
distributiva, tanto necesitas tanto recibes? Porque si el azar unido al arte
sirve para situar a algunos individuos en las puertas de la opulencia, también
tendrá que ser tenido en cuenta en la configuración de las masas de indigentes.
Es decir, por méritos que son fruto de la ecuación arte/azar se alcanza el
éxito social y económico; pero también por puro azar del destino se parte de
una condición de desigualdad profunda de la que ni el azar ni el arte
posibilitan la reinserción.
Para salvar este horizonte de
responsabilidad colectiva, Rawls estableció dos principios básicos sobre los
que construir una sociedad justa: el respeto de las libertades de igual
ciudadanía; y la redistribución del producto social, que además de exigir
igualdad equitativa de oportunidades, sólo autoriza desigualdades económicas en
la medida que contribuyan a maximizar el bienestar de los menos favorecidos[xxi].
Claro, porque el problema está en suponer que los mecanismos del mercado actúan
de forma autónoma sobre una tabla rasa social, cuando en realidad se sustentan
sobre el macabro balance de una desigualdad dramática. La cuestión, por tanto,
es saber si queremos hacer pasar por el fuero de los principios de justicia
social a cualquier mecanismo de producción y distribución de riqueza o, por el
contrario, dichas instancias de creación de riqueza son autónomas y funcionan
según sus propias fuentes de legitimación social.
Si de justicia ditributiva
hablamos, debemos referirnos a una distribución que se estructura con arreglo a
una forma de igualdad geométrica, tratando de forma igual a los iguales, pero
de forma proporcionalmente desigual a los desiguales. Esto es así desde su
enunciación aristotélica, donde aparece la justicia enmarcada en el ámbito propio
de la Polis, donde regula las
relaciones de reciprocidad de personas que comparten una vida en común.
Reciprocidad que se refiere no a la simple aritmética de los iguales, sino a la
recíproca y proporcional igualdad de los congregados. Por eso dichos principios
de justicia que deben imponer esa recíproca igualdad proporcional, no son
iguales en todas las comunidades políticas, puesto que se deben adecuar a los
valores comunes de resolución de conflictos que en cada una de ellas existan.
Eso sí, siempre partiendo de lo que Rawls llama estructura básica de la sociedad o forma como están articuladas las
normas e instituciones políticas, sociales y económicas fundamentales de una
sociedad[xxii].
No vamos a entrar aquí en el juego
sutil de preguntarnos por la relatividad de dichos marcos formales o la de sus
principios de justicia. Tan sólo argumentaremos, una vez más con Rawls, que
será razonable y bien fundado todo principio de justicia que sea susceptible de
ser acordado por individuos libres situados en pie de igualdad para regular los
términos de sus relaciones recíprocas en un marco de instituciones y normas
sociales que respondan al bien del común[xxiii].
De ahí que ningún título o derecho sobre algo puede ser tenido como legítimo si
no puede ser justificado con arreglo a los principios que se hayan establecido
en ese acuerdo marco de recíproca igualdad. Y de ahí, igualmente, que aunque el
Estado deba garantizar tanto la esfera de la propiedad como la del libre
tráfico mercantil, lo que no puede hacer es definir los derechos individuales o
títulos de libre disposición de los bienes. Si es importante salvar la falacia
naturalista, también es importante salvar los condicionantes que dan origen al
propio Estado. En definitiva, no deberíamos saltar del paradigma distribucionista
de naturaleza estructural, en el que nos encuadramos con Rawls, al paradigma
procedimental cuya base estaría en la mera detentación de un justo título.
Esto último, lo del justo título,
es la resultante de la conocida teoría de R.Nozick, teoría de la titularidad,
consistente en que es justo todo cuanto se derive de una situación justa por
sus pasos justos[xxiv].
Por tanto, si la propiedad original fue adquirida justamente, y así el resto de
transferencias, no resulta necesario aplicar ya otros criterios de justicia
como la contribución, el sacrificio, el riesgo o la misma felicidad. Al margen
de la irrealidad de esta teoría, debemos recordar, como hace Schweickart, que
el capitalismo implica una sociedad productora de mercancías en que la mayoría
de la población tiene acceso a los medios de producción mediante el trabajo o
su detentación en un supuesto intercambio voluntario, lo cual implica una
contradicción de raíz cuando nos planteamos la pregunta clave: ¿qué hay de los
que ni siquiera en origen tuvieron nada y son sistemáticamente apartados de
ambas posibilidades? ¿Acaso han elegido voluntaria y libérrimamente permanecer
en la inanición?[xxv]
Pero veamos, de momento, cómo han hecho los Estados de nuestro entorno para
marcar los límites siempre sinuosos del libre juego de los mercados.
3.Regulación y control jurídico del mercado de valores.
Hemos visto en la primera parte de nuestro trabajo, cómo
la filosofía moral clásica, con especial suerte para nuestros
teólogos-moralistas hispanos de los siglos XVI y XVII, habían adivinado una
serie de reglas procedimentales difícilmente salvables para cualquiera que
quisiera meterse en los negocios del
mundo. Dichas reglas podríamos resumirlas en las siguientes: el propio
interés domina las relaciones mercantiles; los precios de las cosas dependen de
la oferta y la demanda, y no de la cantidad de moneda acumulada; el cobro de
interés se justifica por el pago del tiempo como unidad económica; y, por
último, los precios de las cosas están en relación directa con la oferta
monetaria. Desde estos presupuestos, aquellos moralistas económicos intentaban
poner puertas al campo, es decir, delimitar principios éticos de actuación
económica y mercantil, siempre con la vista puesta en la finalidad que marca el
bien común.
Recordemos, en este punto, cómo Weber ayudó a
conceptualizar el mercado de valores desde una visión histórica determinada.
Para él la Bolsa es la resultante del moderno tráfico comercial y, por tanto,
es un mecanismo absolutamente necesario para la economía moderna y para el
moderno tráfico comercial[xxvi].
Históricamente, aclara Weber, el individuo aislado no podía dominar la
naturaleza, por lo que tuvo que buscar ayuda en la vida comunitaria para la
producción de aquellos bienes que le eran necesarios para su mantenimiento y
subsistencia. Con el tiempo, este sistema varió en la medida que el proceso
económico-productivo hizo que el individuo no produjera ya los bienes para su
propia satisfacción, sino los que previsiblemente consumirán los demás miembros
de la colectividad. Este hecho, hizo avanzar hacia una economía entrelazada
entre el ámbito personal y el colectivo, lo que originó el comercio como el
mejor medio de expansión y circulación de bienes y servicios. El sistema
económico capitalista impuso, frente al socialismo, una organización gigantesca
de hilos interconectados, cuyo único referente común es la valoración que
alcancen en sus respectivas Bolsas de valores. Así, quien se encuentre fuera de
la Bolsa renunciará a la obtención de beneficios casi sin esfuerzo, aunque se librará del perverso mecanismo de pérdidas
patrimoniales por el puro azar de los mercados. Pero, como constata Weber, el
problema no está tanto en la utilización o no de este mecanismo mercantil, sino
en que de su existencia se han deducido una serie de vicios en forma de
fraudes, ventajismos e, incluso, lo que denomina una plutocracia o
concentración del capital, que de una u otra forma distorsionan el sistema.
Pues bien, para frenar estas distorsiones y devolver a los mercados el
necesario equilibrio de partida y su agilidad productiva, Weber propone un
control estatal sobre la Bolsa, aunque no un control genérico que quedaría en
pura palabrería sin contenidos concretos, sino de lograr una definición exacta
de los fenómenos concretos que deben y puedan controlarse y regularse mediante
una intervención legislativa[xxvii].
Es más, Weber aclara que más importante que proteger a los particulares de su
pasión desordenada por el juego bursátil, es deslindar claramente aquellos
fenómenos que inciden en la negociación bursátil y que tienen como finalidad la
formación de los precios. En definitiva, propone una política bursátil racional, sabiendo que una Bolsa de valores nunca
puede ser un club para la cultura ética y que los grandes Bancos tampoco son
instituciones benéficas; por el contrario, dicha política racional debe partir
del hecho de que estos mercados son instrumentos de poder en la lucha
económica, por lo que la exigencia ética debe redundar en su provecho[xxviii].
Hoy en día, asumido plenamente la legalización de las
relaciones sociales en línea weberiana, nos encontramos con un marasmo
normativo que trata de regular dichos mercados de valores, interponiendo todo
tipo de controles desde una serie de instituciones creadas precisamente para el
amparo de la legalidad mercantil. Así, en nuestro entorno, vemos cómo aparecen
perfectamente regulados los llamados títulos de crédito o títulos-valores,
definidos por la ley como una serie de documentos que, siendo distintos por su
contenido y por su forma, habiendo nacido en diversas épocas, y estando dotados
de caracteres diferentes, ofrecen la nota común de incorporar una promesa
unilateral de realizar determinada prestación a favor de quien resulte legítimo
tenedor del documento[xxix].
Su función, también expresamente regulada, será la de servir a la mejor
circulación de los bienes, es decir, la mejora del tráfico mercantil de cara a
ofrecer mayor agilidad, rapidez, seguridad y eficacia al mismo. Y todo este
entramado normativo descansa sobre los dos conceptos claves: la negociabilidad
y la agrupación de emisiones. Además, se distinguen dos formas diferenciadas de
mercado de valores: los llamados mercados primarios, que cumplen la función de
intermediación y puesta en circulación de dichas emisiones; y los mercados secundarios,
que cumplen la misión propiamente negociadora de valores. Así como el mercado
primario es libre, salvadas ciertas operaciones que requieren autorización
administrativa, el mercado secundario está tasado a los que oficialmente son
considerados como tales: las Bolsas de valores, el mercado de Deuda Pública,
los mercados de futuros y opciones, y todos los autorizados tanto en el ámbito
estatal como autonómico.
Pues bien, todo este entramado formal y normativo aparece
supervisado por un organismo de derecho público, sometido, por tanto, a la
legislación administrativa, que toma el nombre de Comisión Nacional del Mercado de Valores, regida por un Consejo
integrado por un Presidente y un Vicepresidente, nombrados por el Gobierno a
propuesta del Ministro de Economía y Hacienda, y cinco Consejeros, dos de ellos
natos (el Director general del Tesoro y el Subgobernador del Banco de España) y
los restantes designados por el Ministro de Economía entre personas de
reconocido prestigio y competencia en la materia. Dicho Consejo está asesorado
por un Comité Consultivo de representantes de los miembros de las Bolsas,
emisores, inversores y de las CC.Autónomas en que existan Bolsa de Valores. La
CNMV guarda relación con la Securities
and Exchange Commision norteamericana y otros organismos similares de
nuestro ámbito comunitario[xxx].
Pero lo que nos interesa no es tanto la estructura de los
mercados en éste o aquél país, sino las funciones de estos organismos
encargados de velar por la seguridad, eficacia y legalidad de dichos mercados.
De esta forma, nuestra CNMV, por ejemplo, tiene como cometidos: facilitar
información a los inversores sobre la correcta formación de los precios y la
transparencia de las operaciones; organizar y controlar el desarrollo de dichos
mercados; supervisar e inspeccionar dichas operaciones, velando por su
adecuación a las normas de comportamiento mercantiles; corregir y, llegado el
caso, sancionar aquellas conductas que se alejen de las previsiones de la ley,
entre otras, el llamado blanqueo de capitales, las conocidas como informaciones
privilegiadas (insider trading), o aquellas ofertas de adquisición de acciones
(OPA) que pretendan una posición de privilegio, sin respetar los derechos de
las minorías; además de ejercer funciones registrales y normativas para un
mejor y más transparente funcionamiento del sistema[xxxi].
Pues bien, hasta aquí lo que resulta de un sistema, entre
otros similares, a la hora de velar por el buen desenvolvimiento del mercado de
valores. Pero, ¿resultan suficientes estos controles organizativos y normativos
de cara a las cada vez más complejas operaciones que aparecen en los mercados,
a saber, opciones de futuro, OPAS obligatorias y competidoras, operaciones de
doble, o las mismas opciones estancadas que se reservan los altos directivos?
¿Resulta suficiente el control político resultante de la Comisión, compuesta,
como hemos dicho, por miembros elegidos de una u otra forma por el gobierno de
turno? En realidad, no nos preocupa el hecho más o menos discutible de la
posible utilización política de las funciones de dicha Comisión, puesto que
estaríamos en otro debate y en nada se distinguiría de la utilización política
de otros organismos como los medios de comunicación públicos o el mismo Banco
de España que, como es sabido, marca las directrices de la política monetaria
del gobierno, aunque ahora venga dirigido por el Banco Central Europeo. Lo que
ha de preocuparnos es si el propio mercado en sí se escapa o no al control
social, es decir, si su finalidad concuerda con las necesidades sociales
básicas y sirve eficazmente para el propio desenvolvimiento y desarrollo de la
economía, en un sentido amplio del término.
Sabemos,
claro está, que los mercados no tienen por qué cumplir una función social
directa; pero sí parece que deberían estar al servicio de la creación de
riqueza en el marco de una redistribución social que compete a las directrices
políticas de los gobiernos. Porque, de lo contrario, sobrarían todas las normas
y controles públicos, salvo los de la caballerosidad de los partícipes en este
suculento juego especulativo; especialmente, porque a nadie se le puede imponer
ex lege la obligación de no enriquecerse demasiado o la de, una
vez alcanzado el éxito y cumplidas todos los preceptos de la ley, repartir todo lo conseguido entre los
pobres. Esto último afectaría, en todo caso, a la convicción, pero nunca a
la estricta responsabilidad. En
definitiva, ¿son los mercados un coto donde se desarrolla con unas reglas
mínimas el juego azaroso de los intereses privados o, por el contrario, son
instancias públicas donde el libre juego de los intereses privados realiza una
de las muchas funciones del desarrollo social, en este caso, la creación de
riqueza? ¿Existe eso que los clásicos llamaron función social de la riqueza?
De
momento quedémonos con la constatación hecha por el propio Banco Mundial, en su
Informe sobre el Desarrollo Mundial
2000-2001. Lucha contra la pobreza, de que en un tiempo de riquezas sin
precedentes para muchos países, la evolución de la desigualdad social y de la
pura miseria es, sin duda, el rasgo más característico de nuestra economía.
¿Será que no dejamos a los mercados suficiente libertad de movimientos para que
cumplan su función redistribuidora? ¿O será, más bien, que los mercados van a
lo suyo, es decir, crear más y más riqueza sin importarles su finalidad? Luis
de Sebastián, comentando estas páginas del informe del Banco Mundial, se
pregunta si no estaremos rompiendo con este grado macabro de desigualdad el
pacto social por el que se mantienen mínimamente ordenadas y equilibradas
nuestras sociedades[xxxii].
¿Qué ofrece nuestro sistema a la amplia mayoría de desheredados para exigirles
obediencia y acatamiento a las normas que lo mantienen? En definitiva, si el
lógico y beneficioso crecimiento económico de nuestras sociedades de mercado no
satisface mínimamente las expectativas también mínimas de la inmensa mayoría de
la población mundial, será hora de preguntarse por otras fórmulas que impidan
que se desarrolle la lógica de la subversión social, de la anomia y del caos.
¿Realmente alguien cree que podemos seguir sin plantearnos una valoración del
mercado, cuando hace ya mucho tiempo que el mercado no cumple con las
expectativas mínimas que la sociedad que lo ha creado demanda?
4.Razón política del mercado: del individualismo posesivo
al ideal autorregulativo.
Como acertadamente expone Fernando Quesada, precisamente
comentando el pensamiento de Macpherson, las claves para entender los procesos
de intersección entre la política y la economía de nuestro tiempo son las
siguientes: intentar superar los avatares económicos mediante una vuelta al
mercado como instancia reguladora, teniendo como máxima los supuestos derechos
sociales alcanzados por medio del Estado de bienestar; y, en segundo lugar,
redefinir la democracia en términos de control y participación[xxxiii].
Pues bien, respecto a lo que podríamos denominar racionalidad mercantil, parece
que su imposición ha operado como eje legitimador de un modelo político que
consagra la jerarquía y las desigualdades. Así, puesto que el individuo no debe
nada a la sociedad, expone Quesada, tiene capacidad para enajenar su propia
capacidad y disponer de la misma plenamente. De ahí que aparezca el Estado como
el único referente verdaderamente coactivo del interés general y, por tanto, la
única moralidad objetiva que se impone a través del entramado legal. De esta
forma, sigue Quesada, como el núcleo moral pre-político está basado en la
capacidad puramente individual de poseer y serializar los intercambios, será el
espacio posibilitador de tales intercambios el que se constituya como único
referente posible de moralidad objetiva desde su capacidad legítima normativa.
Norma cuya finalidad no será otra que la de imponer coactivamente la superación
del puro individualismo para trascender al reconocimiento del otro, de los
demás miembros de la comunidad.
Es
decir, a la contra, que si no fuera por ese mecanismo extraño a la propia
dinámica del mercado, éste jamás podría alimentar en su seno ningún estímulo de
alteridad; de hecho, cuando en el ejercicio del mercado se interponen
dificultades tales como el cuidado del medio ambiente o los servicios a la
comunidad en que está inserta tal o cual industria, suele denominarse
técnicamente como externalidades, es
decir, algo ajeno y externo a lo que propiamente es el mecanismo puro del
mercado. Y si dichas externalidades fuerzan el cambio de rumbo de la
producción, no es por su afán taumatúrgico, sino por la mera constatación
contable de que interesa guardar ciertas formas para alcanzar un rendimiento superior
o, al menos, no perder capacidad productiva.
Hoy en día, nos encontramos con la contradicción interna
dentro del sistema productivo, de que se ha declarado universalmente la
igualdad formal de todos los hombres, pero su constatación tan sólo alcanza al
hecho real de que, en efecto, todos podemos ser víctimas de un genocidio sin
precedentes o que todos podemos, eso sí, participar en el mercado como
consumidores. Pero de los tres principios ilustrados, no sólo hemos
interpretado de esta forma tan sui generis
el de igualdad, sino que los de libertad y fraternidad distan mucho de su
extensión universal. Sin duda, el problema surge cuando se sigue amparando una
antropología social cuyo centro lo constituyen los hombres poseedores de
bienes, ante lo cual la última instancia moral y normativa no será ya la
dignidad humana, sino simplemente permitir la acumulación de bienes.
Recordemos, si no, el clásico y dramático texto de Marx:
“Si el dinero es el vínculo que me liga a la vida
humana, que liga a la sociedad, que me liga con la naturaleza y con el hombre,
¿no es el dinero el vínculo de todos los vínculos? ¿No puede él atar y desatar
todas las ataduras? ¿No es también por esto el medio general de separación? Es
la verdadera moneda divisoria, así como el verdadero medio de unión. La fuerza
galvanoquímica de la sociedad. Shakespeare destaca especialmente dos
propiedades en el dinero: 1º Es la divinidad visible, la transmutación de todas
las propiedades humanas y naturales en su contrario, la confusión e inversión
universal de todas las cosas; hermana de imposibilidades; 2º Es la puta
universal, el universal alcahuete de los hombres y de los pueblos”[xxxiv].
De aquí
a la imagen del ciudadano como mero homo
oeconomicus, egoísta y maximizador de sus utilidades familiares,
profesionales y políticas, no hay más que un paso: el de las decisiones
personales. De hecho, como apunta Macpherson, la legitimación política de dicho
sistema le viene de origen, pues la llamada democracia liberal no sería otra
cosa que el producto histórico del desarrollo de las sociedades mercantiles,
como la Polis helénica habría sido el
producto histórico de la ruptura del núcleo familiar para establecer mejores y
más complejos servicios a la sociedad de su tiempo. Por tanto, el problema será
cómo racionalizar y jerarquizar las decisiones estrictamente individuales en un
marco netamente mercantil y de maximización económica. En definitiva, hacer
buena la máxima de La fábula de las
abejas de Mandeville: “vicios privados, beneficios públicos”.
Este es el camino buscado por el capitalismo para
autolegitimarse en virtud de la satisfacción de necesidades y deseos de los
individuos que componen nuestras sociedades. De ahí se sigue que lo político,
en tanto que instancia pública, sólo debe cumplimentar una mera función
subsidiaria del propio mecanismo económico, facilitando su funcionamiento y
despejando de externalidades el camino para el eterno crecimiento productivo.
Claro que el problema de este tipo de legitimación ha venido cuando han sido
las dichosas externalidades de los mercados las que se han desarrollado como
hongos y de aquella utópica igualdad de todos los hombres como partícipes del
mercado tan sólo queda la sumisión a la triste condición de consumidores de
bienes que a duras penas pueden llegar a pagar. Por lo que volvemos a la
constatación hecha por Luis de Sebastián: ¿hasta qué punto esta ruptura de la
formación de un sujeto social cuya racionalidad consiste en la maximización
individual de sus beneficios no supone una ruptura de la legitimidad misma del
sistema? En este ámbito de la cuestión, lo político debería servir de elemento
equilibrador del mismo, suavizando las duras aristas del conflicto social, pero
sin tocar el fondo de la cuestión: la legitimidad del mercado como única
instancia real del funcionamiento de nuestras sociedades. Es decir, lo político
haciendo el papel del quijotesco bálsamo
de fierabrás.
Es verdad, y Mills ha sido pionero en su estudio, que la
propia sociedad ha ido creando ámbitos casi artesanales de participación ciudadana,
incluso llegando a constituir fórmulas alternativas de mercados solidarios,
aunque siempre en el ámbito de la marginalidad económica[xxxv].
Recientes experiencias de entidades de crédito para pobres o de inversores de
valores que revierten en instituciones solidarias, representan esas pequeñas e
imaginativas aportaciones de una sociedad que se defiende a pedradas del
gigante macroeconómico. Pero si queremos, de verdad, dar respuestas globales
desde el ámbito de lo político, sin caer en tentaciones autoritarias ni
burocratizadoras del entorno social, no hay otro camino que el de dignificar
legal y normativamente la solidaridad como único mecanismo de control activo de
los desaires mercantiles[xxxvi].
Es decir, dar el salto para que la convicción solidaria pase al ámbito de las
responsabilidades solidarias, con el coste real (tributario y penal-económico)
para los que no se dejen domeñar por este nuevo estímulo asociativo. Si en
Grecia fuera de la Polis no hay forma
de existencia personal, hoy en día habría de imponerse que fuera de la sociedad
solidaria no existe ciudadanía que valga.
Llegados a este punto, debemos recordar la conocida
definición de Schumpeter sobre la democracia: “aquel sistema institucional de
gestación de las decisiones políticas que realiza el bien común, dejando al
pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio mediante la elección de
los individuos que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad”[xxxvii].
Esta concepción de lo democrático debe llevar el correlato weberiano de advertir
sobre los riesgos de la personalización carismática del poder en manos de los
líderes y de los partidos, y el riesgo de que la mecánica burocratizadora de la
propia democracia subvierta aquella voluntad de los congregados en una mera
sumisión[xxxviii].
Riesgo al que sólo se puede hacer frente desde los mecanismos de participación
social. Ahora bien, ¿es posible elevar dichos mecanismos participativos hasta
las cimas del poder económico? ¿Es posible derribar como antaño esa aristocracia de cuello blanco que se mueve
impasible de empresa en empresa recogiendo el fruto de su continua
revalorización en los mercados de gurús
de las finanzas, sin responder jamás de sus responsabilidades sociales en el
ejercicio de decisiones que afectan a miles de subempleados? Es cierto que la
tipificación de los llamados delitos económicos avanza, festina lente, hacia una verdadera limitación de estas prácticas,
aunque la complejidad técnica de muchas operaciones haga que siempre queden
rescoldos por los que corra el aire contaminado. Pero lo que aquí está
planteado va más allá; se trata de intentar devolver a la ciudadanía el ámbito
de decisión sobre unas prácticas que le afectan de forma directa.
No conviene olvidar nunca que la economía, entendida como
actividad cultural propia del hombre, no hace sino satisfacer las necesidades
desde la escasez; y satisfacer necesidades en colaboración e intercambio con
los agentes sociales, porque es a la sociedad a la que deber revertir sus
aplicaciones. Y es esa aplicación se deben respetar el equilibrio entre el
lógico beneficio de los participantes, con el no menos lógico elemento coactivo
por parte de su legítimo poseedor, el Estado. Es sabido que en una economía
pura de mercado los agentes económicos maximizan sus exclusivas actividades, generando
solamente bienes privados puros, dejando al Estado el mero papel de policía de
las consideradas actividades delictivas. Pero, resulta que este homo oeconomicus maximizador de sus
propias utilidades termina por preferir los beneficios de la vida en sociedad,
con sus costes, frente a la pura anarquía de los mercados. Y ahí entra en juego
lo que Musgrave entendía como actividad financiera de los grupos políticos,
como estabilizadores del sistema, redistribuidores de la riqueza generada y,
finalmente, encargados de la asignación de recursos[xxxix].
Y como objetivos básicos: la estabilidad hacia el pleno empleo y la estabilidad
de los precios; la redistribución de incentivos sociales desde políticas
tributarias basadas en la progresividad; y la asignación de bienes de consumo
colectivo, bienes con efectos a terceros (economías externas) y regulación de
las deficiencias del mercado por la aparición de monopolios o por la
inmovilidad de recursos.
Históricamente, esta intervención de los poderes públicos
en la vida mercantil tuvo sus defensores y sus detractores[xl].
Así, ya Carafa, en 1470, en el Libro III de su De regis et boni principis officia, abogaba por un presupuesto
equilibrado por parte de los Estados, con una mínima interferencia en el mundo
de los negocios, aunque con un decidido apoyo público a las actividades
agrícolas e industriales; mientras que el angevino Jean Bodin, en sus Libri sex De Republica (1576), reconoce
que una buena administración pública de las finanzas constituye el nervio
fundamental del gobierno, aunque con tres requisitos: medios de obtención
honrados, dedicación al beneficio y honor del Estado y, finalmente, retención
de ciertas cantidades para emergencias comunes. Por su parte, los llamados fisiócratas del siglo XVIII, eran
partidarios del laissez faire, aunque
sí defendían la creación de un impuesto que gravara las rentas de la tierra; y
los clásicos del XIX, como Smith, Ricardo o Stuart Mill, coinciden en que se
debe evitar gravar el capital, además de facilitar el comercio, para lo que
formulan los tres dogmas clásicos: neutralidad impositiva, equilibrio
presupuestario y justa distribución de las cargas impositivas según la
capacidad de pago. Después de la crítica marxista a estos presupuestos
clásicos, quizá sea Keynes el autor que más influyó en las corrientes actuales,
mediante su ataque frontal a la teoría del equilibrio presupuestario y a la
idea de que la actividad económica del Estado debía guiarse por el ejemplo de
las economías familiares, no extralimitando el gasto por encima de los recursos
financieros. Pero Keynes intuyó que era inevitable la interferencia
compensatoria del Estado ante los desequilibrios del propio mercado. Como
respuesta a estar propuestas intervencionistas, a lo largo de este siglo se han
producido numerosas teorías de diferente signo, aunque muchas de ellas basadas
en el conocido teorema del óptimo de
Pareto, según el cual no se puede incrementar el grado de bienestar de
alguien si se reduce al bienestar de un tercero. Finalmente, y en respuesta a
esta máxima de difícil ejecución en la práctica política y financiera, el
neoliberalismo ha impuesto como alternativa el no menos conocido dilema del prisionero, sobre la base
hobbesiana de la relación patológica individuo/sociedad, en el que cada uno se
plantea que el objetivo del bien público es algo muy provechoso si, en efecto,
todos colaboran en su consecución, pero lo es aún más si uno se puede quedar
fuera de dicha colaboración.
Al final, como desarrolla Schweickart, la imaginería del
mercado competitivo se topa con su propia realidad que no es otra que la de los
oligopolios, las economías de gran escala, elevadas tasas de desempleo, elevado
precio del dinero, desamparo absoluto de los consumidores y, lo que es peor,
cada vez más amplias capas sociales fuera del juego del mercado o incluidos en
él a fuerza de subvención[xli].
Por ello, el profesor de la Loyola University de Chicago, nos propone un modelo
alternativo de organización económica que denomina Democracia Económica, recogiendo experiencias tan dispares como la
reconstrucción económica del Japón o el desarrollo del cooperativismo en
Mondragón (España). En ambos casos, el común denominador está en la
participación activa de los afectados, bien mediante el trabajo y la propiedad
social conjuntamente, bien mediante el sometimiento al consenso de los planes
de inversión económica y de la posterior distribución de beneficios; todo esto
al margen de crear una estructura financiera netamente social, al modo de la
función social de nuestras Cajas de Ahorro, en cuya Asamblea General participan
los impositores, los empleados, los fundadores y los representantes políticos
de las corporaciones municipales. Es decir, repensar lo económico una y mil
veces antes que caer en la ciega creencia del mercado competitivo.
En definitiva, como a Javier Muguerza, a todos nos causa
perplejidad un mundo que se desliza desbocado por la pendiente del crecimiento
económico sin rumbo. No se trata ya, por desgracia, de disquisiciones
escolásticas sobre la justificación del azar como determinante de la riqueza.
Se trata de algo mucho más prioritario por devastador: nuestras sociedades no
pueden permitirse el lujo de que uno de los mecanismos con los que cuenta para
crear riqueza, se desenvuelva de forma autónoma en función del puro interés particular.
Ya sé que los utilitaristas de todos los tiempos saldrán en batallón para
defender aquello tan bonito de que de la utilidad de cada uno deviene la
utilidad del común. Perdón, pero lo que hoy en día podemos constatar es que de
la utilidad de cada uno no deviene sino el sacrificio cruento de cada vez
mayores estratos sociales. Sociedades supuestamente ricas con índices de
desempleo desbordados, puestos laborales cada vez más precarios, índices
alarmantes de mendicidad, por no hablar de la falta de expectativas de la
inmensa mayoría de la población, no pueden ser el ejemplo de convivencia basado
en la utilidad de cada cual. El bien del común no puede venir sino del
ejercicio responsable y legalizado de mecanismos de creación de riqueza y de
distribución de la misma que traigan causa, no de cálculos egoístas, sino de la
eficacia del cálculo racional que surge de las necesidades sociales y del
verdadero afán de solventarlas. La utilidad, creo, no es en este terreno más
que otra convicción más, como la del azar o la de la caridad. Pero, por
desgracia, no estamos para malabarismos éticos, sino para la firme defensa del
control social, a través de las leyes, de esos mecanismos de creación de
riqueza que la propia sociedad ha ido gestando: primero fue el trueque; luego
el intercambio monetario; ahora la pura especulación financiera. O revierte a
la sociedad, o se le expulsa de los beneficios que la propia sociedad a su vez
otorga a través del derecho y las libertades. Quien quiera volver a la selva,
que a la selva vaya con todas sus propiedades, por azar o por necesidad. Pero
quien quiera resguardarse al amparo de lo social que pague el tributo al César.
Y, por lo menos, desde Marsilio el César somos todos los congregados en el pactum in societatis, aunque hagamos
transmisión de funciones administrative,
como nuestro eximio Suárez supo distinguir.
Post Scriptum:
¿Ética y deontología de los negocios?
Es Adela Cortina la mejor referencia de cara a intentar
contestar a esta ardua pregunta por la ética de las mercaderías, como dirían
los clásicos, y la mejor guía para los que nos sentimos racionalmente perplejos
ante la impasible mecánica autónoma de los mercados y su alejamiento progresivo
de cualquier pauta o principio ético[xlii].
De primeras, se produce un cierto desasosiego ante el planteamiento de lo que
debería ser y lo que realmente es este mundo nuestro de los negocios; de ahí la
pregunta por una vuelta al intento legítimo de valorar una actividad que
históricamente siempre estuvo marcada por pautas finalistas, pero desde la
modernidad cualquier intento de mediar en su mecánica de creación de riqueza
parece contradecir los principios básicos de la eficacia. Por tanto, ¿realmente
puede hablarse hoy en día de principios éticos aplicados al mundo de los
negocios, o se trata más bien de consejos bienintencionados con pocos visos de
hincar el diente en la trama financiera? En todo caso, como nos recuerda la
profesora Cortina, es en la década de los años setenta en EEUU, cuando comienza
a resonar con fuerza la Business Ethics
o ética de los negocios, con la buena intención de penetrar en la complicada
concepción de la empresa como un negocio de
usar y tirar, frente a la concepción más europea de una empresa como un
grupo humano que saca adelante un servicio valioso para la comunidad, como es
producir bienes y servicios mediante la obtención de beneficios.
En todo caso, y pasando siempre por la clásica dicotomía
entre la convicción/responsabilidad weberiana, quizá el principal freno a este
tipo de iniciativas viene de las llamadas éticas utilitaristas que reinan
poderosas en todos los sectores sociales, comenzando por el terreno científico
y acabando en nuestro terreno mercantil. Y es que el programa utilitarista, ya
desde Bentham, trató de racionalizar las decisiones públicas y privadas para
hacerlas máximamente acordes con las creencias de cada tiempo y sector social.
Dichas creencias las podríamos resumir en la máxima humeana de maximizar el
bienestar, la felicidad y la utilidad de cada cual según las siguientes premisas
básicas de funcionamiento utilitario: las personas poseen creencias morales que
influyen en sus decisiones y preferencias; existe un método racional de toma de
decisiones, tanto a nivel público como privado, que nos permite escoger en cada
momento aquello que es correcto para cada individuo y, por tanto, aquello que
considera bueno[xliii].
El problema surge cuando nos preguntamos por la utilidad de semejante teoría
para emprender reformas sociales; es decir, vale como modelo para justificar el
modelo social vigente, pero de poco sirve para intentar construir un tipo de
sociedad diferente. Y no olvidemos que el mercado necesita, sin duda, un marco
moral e institucional de funcionamiento, porque al final, y aunque no lo
quiera, debe encontrarse de nuevo con lo moral para garantizar el cumplimiento
de los contratos, la asignación de derechos y la defensa legal de los
beneficios obtenidos. Sin embargo, los mercados no quieren que los agentes
sociales, en quienes repercuten de forma directa y a veces cruel las decisiones
financieras, participen en la conformación de unos principios ético-sociales
que limiten la acción libérrima y maximizadora de dichos mercados[xliv].
Pues bien, siguiendo de nuevo a Rawls, vemos que
cualquier agente razonable y racional tiene un modo de fijar sus fines en un
orden de prioridades; pero para que existe una verdadera razón pública de
decisión es necesario que se de en un pueblo democrático donde sus ciudadanos
utilicen dicha razón para tratar sobre el bien público[xlv].
De esta forma, prosigue Rawls, en una sociedad democrática la razón pública
será la razón de ciudadanos iguales que ejercen un poder coercitivo mediante la
aprobación de leyes constitucionales que tratan de cuestiones básicas sobre la
justicia, es decir, cuestiones fundamentales. El problema, entonces, será
delimitar el contenido o contenidos de dicha razón pública; es decir, si tan
sólo implica una delimitación de los derechos y libertades públicos a los que
todos tenemos la posibilidad de apelar, o si también deben incorporar principios
de justicia y orientaciones de cómo evaluar las diferentes prácticas sociales,
entre las que estarán las prácticas mercantiles y financieras. Según Rawls,
“una sociedad bien ordenada, pública y efectivamente regulada por una
concepción política reconocida, crea un clima dentro del cual los ciudadanos
adquieren un sentido de la justicia que les inclina a cumplir con su deber de
civilidad sin generar intereses contrarios fuertes”[xlvi].
Pero esta idea será baldía si, como el propio Rawls reconoce, no se inserta en
la dinámica normal de decisión de los ciudadanos en sus actividades privadas.
Es decir, y como el prof. Lucas Verdú ha insistido últimamente, se trata de
constituir, no meramente una serie bien calibrada de derechos y libertades
garantistas, sino una auténtica cultura constitucional que oriente el
ejercicio, no sólo de funcionarios y políticos al uso, sino de toda la
ciudadanía en sus quehaceres privados[xlvii].
Pasaríamos, así, del puro y duro derecho
de civilidad al deber de civilidad;
deber basado en los valores políticos y en las orientaciones de una determinada
concepción de la justicia.
De hecho, Lucas Verdú introduce el concepto de casa constitucional como “hogar de la
ciudadanía, resguardo y promotora de la sociedad civil”[xlviii];
pues bien, al margen de las referencias heideggerianas a la casa del ser, lo que nos interesa es que
las esferas privadas no vagan a su albur por los derroteros del puro azar, sino
que se encuentran instaladas en el humus cultural de los principios y valores
constitucionales que la ciudadanía se ha dado para desde ellos dirimir la
bondad de sus actuaciones. No se trata, por tanto, de un mero adorno sin
contenido alguno; se trata de que las normas jurídicas fundamentales actúen y
realicen los valores de justicia que los moradores de la casa deben cumplir y
desarrollar, como reza, por ejemplo, el preámbulo de nuestra Carta Magna cuando
habla de “promover el desarrollo de la cultura y de la economía para asegurar a
todos una digna calidad de vida”.
Pues bien, siguiendo con nuestra pregunta central por las
posibilidades de unos principios éticos para los mercados, y siguiendo con el
listón puesto por el utilitarismo y la réplica rawlsiana, podemos traer al
debate la aportación de un economista puro como Amartya Sen, Nobel de Economía
en 1998, para seguir reflexionando sobre estos problemas. Sen, en su obra Sobre ética y economía (Oxford 1987),
reconoce que la ética tuvo un papel crucial en el nacimiento de la economía
como ciencia; pero ésta se ha ido independizando del yugo ético y político
hasta constituirse en una instancia autónoma, a la manera de las ciencias
naturales[xlix]. Sin embargo, la asunción por parte de la
economía moderna de que el comportamiento de los individuos está motivado por
el puro interés propio, arrojó fuera del reino de la economía a los intrusos
que postulaban todavía éticas deontológicas al uso. Sen reconoce que el propio
interés sólo puede revertir en el bienestar social cuando la economía funciona
con criterios de eficiencia, siguiendo la máxima de Pareto o los criterios
clásicos del utilitarismo. Pero Sen pone el acento en el carácter
multidimensional de la consideraciones que conforman la motivación humana y su
toma de decisiones, concluyendo con la importancia del derecho como instrumento
protector ante los resultados socialmente inaceptables de los criterios
utilitaristas[l].
Algo en lo que también ha insistido Vicenç Navarro cuando alerta contra la
insistencia actual de que nos encontramos ante un nuevo cambio de paradigma
económico, por aquello de las nuevas tecnologías e Internet, con la
consiguiente consecuencia de que no hay que intervenir políticamente en estos
procesos dado que supondría poner puertas al campo, cosa imposible y gravemente
perjudicial para la dinámica económica[li].
Pues bien, sin negar el impacto real de estas nuevas
tecnologías que nos conducen hacia lo que suele denominarse una sociedad de la
información, otra cosa es seguir apostando por la bondad intrínseca del
mercado, según el famoso teorema de Coase: “en un mercado libre, sin costos de
transacciones, se obtiene una asignación óptima de los recursos,
independientemente de la asignación originaria de los derechos de propiedad”[lii].
Es más, como apunta Garzón Valdés, para los apóstoles del libre mercado, no
sólo es que lo político interfiere de forma ineficaz y torpe en el desarrollo
de esa asignación óptima de recursos, sino que dicha asignación garantiza la
verdadera libertad política a los congregados en sociedad, solucionando muchos
de los conflictos netamente políticos de cualquier sociedad[liii].
Claro, en este contexto hablar de deontología de los mercados resulta no ya
ingenuo sino, al parecer, irresponsable y contraproducente. Por tanto, no sólo
debe abstenerse la sociedad de imponer cánones éticos a los mercados, sino que
tampoco el poder político debe interponer límites legales, salvo los mínimos.
Ética y política arrojadas del reino de la economía por torpes: no sólo no
hacen nada bueno por mejorar los mercados, sino que encima estorban su
connatural estímulo redistribucionista y maximizador.
Pero, de nuevo, topamos con el dichoso tema de la
legitimidad, definida por Garzón Valdés de forma precisa: “un sistema político
posee legitimidad si y sólo si respeta el principio de igualdad esencial de
todos sus miembros y procura superar y/o compensar las desigualdades
accidentales a través de la imposición de deberes negativos y positivos
sancionados mediante un procedimiento democrático pluralista, de acuerdo con la
disponibilidad de recursos de la respectiva sociedad”[liv].
Pero, ¿también afecta esto al mercado? Garzón Valdés aclara que se deben
abandonar las posturas deontológicas, por inútiles, e intentar definir
criterios desde la valoración puramente instrumental de dichos mercados[lv].
Por tanto, la calidad o cualidad moral del mercado dependerá de su capacidad
para generar recursos, puesto que las desigualdades accidentales de los
individuos, que los dejan fuera del juego mercantil, sólo podrán ser
solventadas o aminoradas desde la legitimidad política de imponer limitaciones
a lo que legítimamente pueda ser mercantilizable. Es decir, lo que se juegue en
los mercados es lo que la política, a través del derecho, debe limitar en aras
del interés común y, de forma especial, en interés de los más desfavorecidos in radice. De ahí, que podamos aceptar
que el mercado, cuando respeta las exigencias de la justicia distributiva, es
la vía más adecuada para la realización de las preferencias individuales, pues
de lo contrario no sería si no lo que Garzón Valdés llama tendencia suicida de toda sociedad democrática[lvi].
Desde esta perspectiva, podemos delimitar un concepto de
corrupción política, no como la simple actividad delictiva de políticos o
funcionarios que utilizan su cargo público para enriquecerse, extremo que debe
atajarse desde la legislación penal de cualquier país, pues estamos ante una
ramificación más de la delincuencia económica. Por el contrario, por corrupción
política debemos entender un fenómeno mucho más profundo y de mayor calado, que
consistiría, o bien en el deliberado socavamiento de las instituciones públicas
sostenedoras de los llamados derechos sociales de la ciudadanía, o, lo que es
más grave aún, la deliberada estrategia de grupos de poder para impedir que una
sociedad pueda dotarse de dichas instituciones políticas y sociales para la
defensa y protección de los derechos mínimos a la salud, la educación, las
pensiones o el uso público del territorio nacional y de sus infraestructuras.
En definitiva, la llamada corrupción política y económica no es sino el asalto
a la razón pública, a los derechos básicos de cualquier ciudadano y al
principio de universalización de los derechos sociales. Es, por tanto, la
destrucción del Estado moderno, entendido como Estado social y democrático. Es,
sin más, la vuelta a la pura y dura Edad Media.
¿Quiere decir esto que debemos contestar definitivamente
con un no radical a cualquier intento deontológico de marcar los límites de la
actuación mercantil? La clave puede estar, como desarrolla Adela Cortina, en la
vuelta a la sociedad civil, pero no a la que se mueve por el puro interés
particularista, sino la que desde la familia, la vecindad, la amistad, los
movimientos sociales, los grupos religiosos y las asociaciones movidas por
intereses universalistas, son capaces de generar solidaridad y justicia[lvii]
. Y una justicia que consista en una igualdad compleja que respete las
peculiaridades de cada esfera de la justicia social, impidiendo que quienes
poseen el bien social de una esfera traten de imponer desde ella todos los
demás bienes sociales, pues se convertirían de nuevo en dominadores. De ahí se
deduce la teoría de la separación de esferas de justicia social, como explica
Walzer, por lo que no se trataría de abolir el mercado, por ejemplo, sino
confinarlo a su propio espacio[lviii].
De nuevo, se trata de la vieja máxima de dar al César lo que al César
corresponde…
Parece claro, por tanto, que una ética aplicada en un
mundo plurar y complejo ha de ser, por fuerza, una ética de mínimos. Ahora
bien, si lo que intentamos es conciliar términos en apariencia tan encontrados
como los de la ética y la economía, mejor haríamos intentar conciliar dos
conceptos previos igualmente enfrentados: la eficiencia y la equidad. La
equidad, como la ética, nos lleva a la intersubjetividad; la eficiencia, como
la economía, nos lleva al puro interés individual. Y la intersubjetividad nos
lleva a valores claramente éticos como la alteridad y la solidaridad; mientras
que la eficiencia económica huye por sí sola de calificativos morales, para
refugiarse en los derroteros del beneficio. Pues bien, desde estas premisas no
resulta fácil justificar moralmente actos y decisiones que tienen una sola
justificación: la maximización del beneficio. Que lo ético sea rentable es algo
que a la ética toca demostrar; pero de momento, mientras que los protagonistas
de la economía no lo aprecien, más nos vale poner remedio legal, antes que
deontológico, al envite de los mercados. De esta forma, hasta que la ética de
los mercados no sea una verdadera ética de la responsabilidad y siga siendo una
ética de pura y meritoria convicción, los paganos deberíamos apelar a la
cultura constitucional para hacer pasar, también a la esfera de los mercados,
por los valores de solidaridad que marcan nuestras leyes fundamentales, no lo
olvidemos, verdaderas reglas coercitivas al margen de fundamento de nuestra
adhesión incondicionada a la paz social[lix].
Al final, como la propia Adela Cortina reconoce,
tendremos que insertar en las leyes del mercado lo que denomina momento kantiano, a saber, “señalar sin
ambages que cualquier persona es un fin en sí misma y no puede ser tratada como
un simple medio”, ni siquiera por mor de la maximización del beneficio o por la
sacrosanta libertad de los mercados[lx].
Es más, a los mercados les toca la hora de ganarse la legitimidad que ya hace
tiempo tuvo y tiene a diario que ganarse el poder político. No se trata ya de
si el interés es moralmente bueno o perverso. Se trata de que en un mundo
completamente desbocado por la desigualdad, el interés, todo interés, no puede
ser ya si no universalizable. Ninguna esfera de la vida social, desde la
científica y tecnológica hasta la de los mercados, puede ya permitirse el lujo
de jugar en terreno propio o neutral. Todos jugamos fuera de casa; alterados y
enfrentados al frío y cruento rostro levinasiano de la miseria.
Como recuerda Calvez, repasando las doctrinas económicas
de documentos eclesiales de tanta importancia como la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II
o la encíclica de Pablo VI Populorum
Progressio, “la finalidad fundamental de la producción no es el mero
incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el servicio al
hombre, del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y
sus exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas…” (GS 63); es
más, todo crecimiento económico debe ir orientado al desarrollo de los pueblos
y a la implantación de la justicia[lxi].
Por tanto, nada de cotos autónomos amparados en una supuesta dinámica de
creación de riqueza; esto no basta, es necesario que además de su eficiencia
como mercados demuestren que son eficientes en el desarrollo de los pueblos más
deprimidos y en la progresiva implantación de lo que cada sociedad en cada
tiempo considere principios básicos de justicia.
Porque, como se pregunta Walzer, ¿cuál es la esfera
propia del dinero?[lxii]
En principio, parece que todos aquellos bienes que no son comunitariamente
suministrados y, por tanto, entran en el juego del comercio. Pero lo que lo
hace verdaderamente social y, por consiguiente, humano es el quererlo,
utilizarlo, poseerlo e intercambiarlo. Esta es su esfera y si de verdad
queremos hacerla menos dañina socialmente no tenemos más remedio que meternos
en su dinámica y delimitar nítidamente y potenciar los aspectos sociales de ese
querer, de ese utilizar, de ese poseer y de ese intercambiar mercaderías. Y
todo esto porque partimos de la creencia razonable de que la justicia que
defina una sociedad para sí misma debe ser el metro de platino iridiado en el que se midan las demás realidades
humanas y sociales: las creencias, los mercados, las ideologías, el ocio… Y
este es, como expone Muguerza, el principal intento de Rawls cuando propone un
concepto de justicia que se convierta en la principal virtud de las
instituciones sociales, de manera que todas las decisiones tengan que ajustarse
a las constricciones impuestas por los principios de justicia y no por meros
consejos prácticos bienintencionados[lxiii].
En definitiva, como ha sabido ver con lucidez Habermas,
se trata de implantar un Estado social que se enfrente al modelo de una
sociedad económica institucionalizada en términos de derecho privado, al margen del propio Estado y de sus controles[lxiv].
Esa sociedad de derecho privado está cortada a la medida de la autonomía de los
sujetos jurídicos que, como partícipes del mercado, deben buscar su bienestar y
encontrarlo a través de una persecución racional de sus propios intereses.
Pero, no olvidemos que entre los derechos privados y los derechos públicos
fundamentales que establecen nuestras Constituciones ha de existir una conexión
forzada por el propio texto constitucional. No pueden existir paraísos
jurídicos a-constitucionales. Y no olvidemos, tampoco, como reconoce Offe, que
esa creencia ilusoria liberal en el automatismo de los mercados a través de la
participación de todos los agentes sociales en ellos, más que una ilusión es
una verdadera irresponsabilidad, a pesar de los intentos estatales por
incorporar al juego del mercado a todos los actores como consumidores mediante
el sucedáneo de la subvención[lxv].
Y ante esto, ética y deontología sí, y si traen consigo la constatación de que
comportamientos éticos devienen en un mayor rendimiento al eliminar muchas de
la externalidades que crea el propio mercado, pues mejor; pero siempre
acompañadas de medidas que hagan buenos los derechos públicos fundamentales en
el reino de los derechos privados. Recordemos si no, para finalizar, las claras
palabras de nuestro añorado Aranguren:
“Si la moral tiene que ser, a la vez, personal y social,
esto significa que el viejo Estado de
Derecho, sin dejar de seguir siéndolo, tendrá que constituirse en Estado de justicia, que justamente para
hacer posible el acceso de todos los ciudadanos al bien común material, a la
democracia real y a la libertad, tendrá que organizar la producción y tendrá
que organizar también la democracia y la libertad”[lxvi].
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[i] Los contenidos fundamentales de este artículo han sido publicados en el capítulo “Mercado de valores y democracia”, en Finanzas y Sociedad (A.Rubio, Coord.), Paraninfo, Madrid 2002.
[ii] Al margen de los clásicos estudios de Larraz, Schumpeter o Grice-Hutchison, véase el reciente estudio de GÓMEZ CAMACHO, F., Economía y filosofía moral: la formación del pensamiento económico europeo en la Escolástica española, Síntesis, Madrid 1998.
[iii] Vid., LÓPEZ DE GOICOECHEA ZABALA, J., “La fórmula romano-medieval Quod omnes tangit en el pensamiento político español de los siglos XVI y XVII. Una reflexión sobre el bien común”, Cuadernos Salmantinos de Filosofía, XXX (1999)
[iv] LEDESMA, Pedro de, Segunda Parte de la Summa, Salamanca 1614.
[v] AZPILCUETA, Martín de, Comentario resolutorio de cambios, texto crítico de A.Ullastres, J.M.Pérez-Prendes y L.Pereña, Madrid 1965. Sobre esta y otras cuestiones clásicas relativas al tema que nos ocupa, véase el excelente estudio de VIGO GUTIÉRREZ, A.del, Cambistas, mercaderes y banqueros en el siglo de Oro español, BAC, Madrid 1997. Esta obra recoge los mejores estudios sobre este tiempo histórico y las aportaciones principales tanto del autor como de los especialistas más consumados, por lo que su bibliografía representa un compendio suficiente para esta materia.
[vi] VITORIA, Francisco de, “Materia utilis de cambiis”, en Comentarios a la Secunda Secundae de santo Tomás, IV, Edic.de V.Beltrán de Heredia, Salamanca 1934.
[vii] Para un acercamiento doctrinal y de fuentes sobre el pensamiento económico-social de la Escolástica en relación con la Edad Media, véase el clásico estudio de SIERRA BRAVO, R., El pensamiento social y económico de la Escolástica desde sus orígenes al inicio del catolicismo social, 2 vols., Madrid 1975.
[viii] SALVIOLI, G., “Las doctrinas económicas en la Escolástica del siglo XIII”, Anuario de Historia del Derecho Español, III (1926) 31-68. También el estudio sobre el período patrístico de SIERRA BRAVO, R., Doctrina social y económica de los Padres de la Iglesia, Compi, Madrid 1967.
[ix]Cf.VIGO GUTIÉRREZ, O.c., pp.229 y ss.
[x] Cf.VIGO GUTIÉRREZ, O.c., pp.304 y ss.
[xi] Ibid., pp.324 y ss.
[xii] PALACIOS, Miguel de, Praxis theologica de contractibus et retitutionibus, Salamanca 1585, IV, 194.
[xiii] Cf.VIGO GURIÉRREZ, O.c., p.45.
[xiv] Cf.VIGO GUTIÉRREZ, O.c., pp.452 y ss.
[xv] MACPHERSON, C.B., La teoría política del individualismo posesivo, Trad.de J.R.Capella, Fontanella, Barcelona 1979, p.225.
[xvi] MACPHERSON, O.c., p.231.
[xvii] Ibid., p.235.
[xviii] Cf.CHAFUEN, A.A., Economía y ética. Raíces cristianas de la economía de libre mercado, Trad.del autor, Rialp, Madrid 1991.
[xix] HAYEK, F.A., Derecho, legislación y libertad, vol.II, Trad.de L.Roig, Unión Editorial, Madrid 1979, pp.174 y ss.
[xx] RAWLS, J., Teoría de la Justicia, Trad.de M.D.González, FCE, México 1978, pp.75 y ss.
[xxi] Cf.RODILLA, M.A., “Dos conceptos de justicia”, en Convicciones políticas, responsabilidades éticas (J.M.González y C.Thiebaut, Eds.), Anthropos, Barcelona 1990, pp.115-159, p.116.
[xxii] Cf.RODILLA, O.c., p.122.
[xxiii] RAWLS, O.c., pp.75 y ss.
[xxiv] Vid.NOZICK, R., Anarquía, Estado y Utopía, Trad.de R.Tamayo, Fondo de Cultura Económica, México 1988.
[xxv] SCHWEICKART, D., Más allá del capitalismo, Trad.de C.Escriche, Sal Terrae, Santander 1997, pp.88 y ss.
[xxvi] WEBER, M., La Bolsa. Introducción al sistema bursátil, Trad.de C.Madrenas, Ariel, Barcelona 1988.
[xxvii] Ibid., p.73.
[xxviii] Ibid., pp.121-122.
[xxix] URÍA, R., Derecho Mercantil, Pons, Madrid 1999, p.933.
[xxx] Para un acercamiento a los mercados de valores en el ámbito comunitario europeo y, por tanto, la regulación comunitaria que también afecta a nuestros mercados véase, IZQUIERDO, M., Los mercados de valores en la CEE. Derecho comunitario y adaptación al derecho español, Civitas, Madrid 1992.
[xxxi]También son importantes las normas de conducta de los operadores
financieros que, inspiradas en una directiva de la CEE, han sido aprobadas en
nuestro país. Dichas normas, hacen especial referencia a la utilización de
información privilegiada, tanto para la realización de operaciones sobre
valores, como a la recomendación a terceros de la adquisición o venta de dichos
valores. Es más, se impone la obligación de hacer público de forma inmediata
cualquier hecho o decisión que pudiera afectar a las cotizaciones del mercado.
Todo esto viene acompañado de una serie de sanciones disciplinarias, al margen
de las responsabilidades penales en que se pudiera incurrir.
[xxxii] SEBASTIÁN, L.de, “Más riqueza y mayor desigualdad”, El País (1-10-2000) p.17.
[xxxiii] QUESADA, F., “C.B.Macpherson. De la teoría política del individualismo posesivo a la democracia participativa”, en Teorías de la democracia (J.M.González y F.Quesada, Coord.), Anthropos, Madrid 1988, pp.267-310.
[xxxiv] MARX, K., Manuscritos de economía y filosofía, Trad.de F.Rubio Llorente, Alianza, Madrid 1997, p.179.
[xxxv] MILLS, CH.W., La imaginación sociológica, Trad.de F.Torner, FCE, México 1986.
[xxxvi] Vid., SEBASTIÁN, L.de, La solidaridad, Ariel, Barcelona 1996.
[xxxvii] SCHUMPETER, J.A., Capitalismo, socialismo y democracia, Edic.Folio, Barcelona 1984.
[xxxviii] Vid.GONZÁLEZ GARCÍA, J.M., “Crítica de la teoría económica de la democracia”, en Teorías de la democracia (J.M.González y F.Quesada, Coord.), Anthropos, Barcelona 1988, pp.311-353.
[xxxix] MUSGRAVE, R.A., Teoría de la Hacienda Pública, Trad.de J.M.Lozano, Aguilar, Madrid 1968.
[xl] Cf.SCHUMPETER, J.A., Historia del análisis económico, Trad.de M.Sacristán y J.A.G.Durán, Ariel, Barcelona 1971.
[xli] SCHWEICKART, Más allá del capitalismo…
[xlii] CORTINA, A., Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1987.
[xliii] Vid.FRANCÉS, P., “La moralidad de la eficiencia”, Isegoría, XVIII (1998) 165-179.
[xliv] Vid.OVEJERO, F., “Del mercado al instinto (o de los intereses a las pasiones)”, Isegoría, XVIII (1998) 181-203.
[xlv] RAWLS, J., “La idea de una razón pública”, Isegoría, IX (1994) 5-40.
[xlvi] Ibid., p.33.
[xlvii] Cf.LUCAS VERDÚ, P., Teoría de la constitución como ciencia cultural, Dykinson, Madrid 1998.
[xlviii] Ibid., pp.57 y ss.
[xlix] Cf.CASAS PARDO, J., “Economía y ética en la obra de Amartya Kumar Sen”, Sistema, CLVIII (2000) 121-125). Existe traducción española de la obra, SEN, A.K., Sobre ética y economía, Trad.de A.Conde, Alianza, Madrid 1997.
[l] Ibid., p.125.
[li] NAVARRO, V., “¿Existe una Nueva Economía?”, Sistema, LCVIII (2000) 29-51.
[lii] Vid.GARZÓN VALDÉS, E., “Instituciones suicidas”, Isegoría, IX (2994) 64-128, p.81.
[liii] Ibid., p.84.
[liv] Ibid., p.113.
[lv] Ibid., p.120.
[lvi] Ibid., p.123.
[lvii] CORTINA, A., Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1993, pp.157 y ss.
[lviii] Cf.WALZER, M., Las esferas de la justicia, Trad.de H.Rubio, FCE, México 1993, pp.114 y ss.
[lix] Cf.CORTINA, O.c, pp.263 y ss.
[lx] Id., Hasta un pueblo de demonios, Taurus, Madrid 1998, pp.160 y ss.
[lxi] CALVEZ, J.Y., La enseñanza social de la Iglesia, Trad.de M.Villanueva, Herder, Barcelona 1991, pp.201 y ss.
[lxii] WALZER, O.c., p.114.
[lxiii] MUGUERZA, J., Desde la perplejidad, FCE, Madrid 1990, pp.164 y ss.
[lxiv] HABERMAS, J., Facticidad y validez, Trad.de M.Jiménez Redondo, Trotta, Madrid 1998, pp.483 y ss.
[lxv] OFFE, C., Contradicciones en el Estado de Bienestar,Trad.de A.Escohotado, Alianza, Madrid 1990, pp.108 y ss.
[lxvi] ARANGUREN, J.L., Ética y política, Biblioteca Nueva, Madrid 1996, p.182.