Temporalidad permanente del inmigrante en Estados Unidos

Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero

La embajadora de Estados Unidos tiene mucha razón cuando señala que a los funcionarios de su país les resulta muy difícil justificar la extensión del estatus de protección temporal (TPS, por sus siglas en inglés) a miles de salvadoreños. En consecuencia, muy probablemente no será renovado y quienes se acogieron a él quedarán desprotegidos y sujetos a ser deportados. Pero el señalamiento de la diplomática parte de unos supuestos que ameritan revisión.

Ciertamente, el terremoto de 2001 ya no puede considerarse una emergencia. Pero la situación de emergencia no ha desaparecido. Es más, se ha extendido a todo el país y se ha profundizado. La pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades siguen afectando a miles de hogares salvadoreños. A eso hay que agregar la violencia social. En realidad, la mayoría de los salvadoreños residentes en Estados Unidos no emigró forzada directamente por el terremoto, sino por la pobreza y la desigualdad. Emigró antes de 2001 y lo ha seguido haciendo después. El estatuto de protección temporal fue un subterfugio para otorgar formalidad jurídica a los inmigrantes y así tranquilizar a quienes les incomoda la convivencia con gentes sin documentos. El estatuto permitía controlar a quienes se acogieran a él, pero también abría la posibilidad para regularizar su residencia cuando los políticos se pusieran de acuerdo sobre cómo hacerlo.

Sería ingenuo desconocer que con cada extensión del estatuto de protección temporal, los beneficiados echaban raíces cada vez más profundas en suelo estadounidense. Así, adquirieron propiedad, establecieron familias —algunos de cuyos miembros son estadounidenses— y han procreado descendencia también estadounidense. También han pagado impuestos. De hecho, han pagado más que los servicios públicos recibidos. Por tanto, no han sido una carga para el Gobierno estadounidense. Expulsarlos ahora implica romper y dispersar familias establecidas, despojar de propiedades legítimamente adquiridas y abandonar empleos, estudios y relaciones. Es contradictorio que un Gobierno que aprecia en mucho la familia, la propiedad, el empleo y la educación atente ahora contra esos valores. Aparte de que necesita la fuerza de trabajo de los inmigrantes, tal como lo reconocen los empresarios.

Invocar la naturaleza temporal de estatuto es una excusa para disimular la incapacidad de los políticos estadounidenses para encontrar una solución justa al fenómeno de la inmigración y es, además, una enorme injusticia y un atentado contra la humanidad. Los hechos mencionados arriba cuestionan la naturaleza temporal del estatuto. Indudablemente, la ausencia de regularidad jurídica es una dificultad. Pero no es invencible si hay imaginación, buena voluntad y una buena dosis del pragmatismo que ha caracterizado a la mentalidad estadounidense.

Identificar a los inmigrantes centroamericanos con criminales es añadir escarnio a la injusticia. No son criminales ni pertenecen a organizaciones criminales. Algunos hay, así como los hay de otras procedencias, incluida la estadounidense. Acusar a los centroamericanos de pandilleros es populismo vulgar, que busca inculcar rechazo social hacia ellos. Los que lanzan esas acusaciones olvidan que la sociedad estadounidense está conformada por inmigrantes y que en las zonas donde estos se asentaron por primera vez surgieron diversas organizaciones criminales, a causa del abandono, el desempleo y el rechazo social. La mayoría de los centroamericanos trabaja, con frecuencia, dos jornadas por un salario menor al establecido y con pocas prestaciones y garantías. Los empleadores buscan trabajadores centroamericanos por su seriedad y su productividad. Los centroamericanos aspiran a adquirir una vivienda y un vehículo, a fundar una familia y a educar bien a su descendencia. Y en cuanto al respeto a la ley, en Estados Unidos la observan celosamente, una actitud de la cual prescinden en su país de origen.

Los inmigrantes no desean regresar, excepto como turistas, porque El Salvador no les resulta atractivo. El miedo a la deportación los empujará a la clandestinidad. Perderán lo adquirido, pero tienen más posibilidad de permanecer. Las condiciones serán malas, pero más malas son las de acá. El Gobierno perderá de vista a decenas de miles de inmigrantes y con ellos también perderá trabajadores, contribuyentes y colaboradores con la preservación del orden.

Aun cuando la deportación masiva es casi imposible, es contradictorio que un Gobierno que invierte millones de dólares en la estabilidad y la gobernabilidad de las naciones del Triángulo Norte, justamente para detener el flujo migratorio, ahora atente contra ellas con la deportación de miles de inmigrantes. Los que regresen difícilmente encontrarán empleo y, por tanto, aumentarán la presión en un mercado laboral ya deprimido. Las remesas experimentarán un descenso y, por tanto, también el poder adquisitivo de un importante sector consumidor, y la sostenibilidad del dólar puede verse comprometida. Es indispensable ir más allá de lo que ha sido una ficción para atender a la realidad humana de la inmigración.