Monseñor y la unidad nacional

Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

La canonización de Mons. Romero ha despertado la expectativa de la unidad nacional. La aspiración es legítima, incluso necesaria y urgente, porque las barreras que dividen la sociedad salvadoreña se erigen insalvables. Sin embargo, existe el peligro de caer en una unidad superficial de carácter nacionalista que, arrastrada por la emoción, imagina la unidad, mientras los muros que separan permanecen intactos. Mons. Romero denunció la división y señaló el camino para superarla. Un repaso rápido a sus homilías basta para poner realismo en los llamados a la unidad.

La causa de la división, según Mons. Romero, son los “tercos a su modo de pensar caprichoso, [que] quieren construir una paz sobre bases de injusticias, sobre egoísmo, sobre represiones, sobre atropellos de los derechos” (14 de agosto de 1977). La paz verdadera “no es [la] de [los] cementerios, [sino] una paz que se construye sólida sobre bases de justicia y amor” (9 de abril de 1978). Desde una perspectiva teológica, dijo que “si hay divisiones, si hay tantas cosas que nos separan y han sembrado el odio, la violencia, es porque hay pecado”. La ruptura social es “consecuencia de la ruptura con Dios. Cuando se ama a Dios y se está bien con Dios, también se ama al prójimo, aunque sea mi enemigo” (4 de marzo de 1979).

Al alcanzar el nivel último del pecado, “estamos tocando el fondo […] de tantos desórdenes en nuestra vida social. Si preguntamos el porqué de las huelgas, el porqué de los secuestros, por qué las divisiones, por qué la violencia, por qué tanto crimen, tanto desaparecido, por qué torturas, todo está en una sola respuesta: los hombres se han olvidado de la ley de Dios”. Pero Mons. Romero fue más allá y anunció: “Un día también señalaré […] la putrefacción de nuestro sistema. Señalaré el abuso del poder que se convierte en ladrón. Podemos describir situaciones bien vergonzosas de hombres que debían darnos el ejemplo de honradez en el puesto de su gobierno, en sus negocios, en su dinero. ¿Y para qué aprovechan esos puestos, esas situaciones? ¡Ya no se puede hacer nada por el bien común! ¡Se hace por el egoísmo! ¡Ah, si se revisaran muchas contabilidades! ¡Ah, si se pidiera cuenta de muchas obras públicas! No se ha respetado la ley de Dios por aquellos que debían ser el modelo: los legisladores, los que mandan” (18 de marzo de 1979).

El mal ejemplo de los líderes políticos y de los grandes empresarios era seguido por el pueblo, en el cual “cunde la duda, la incertidumbre y el afán también de aprovechar. Y entonces, tenemos una nación corrupta desde arriba hasta abajo, porque se han olvidado todos, nos hemos olvidado de la ley de Dios” (18 de marzo de 1979).

El camino hacia la unidad pasa por la “humildad y el buscar los intereses de los demás”. “El hombre orgulloso, el que no quiere ser menos que nadie, el que quiere estar por encima de todos no cabe en ninguna parte, y por eso con él no caben los demás” (1 de octubre de 1978). En definitiva, según Mons. Romero, “la verdadera paz es aquella que se basa en la justicia, en la equidad, en el plan de Dios […] No es un pequeño grupo el que Dios ha escogido, sino a todos los salvadoreños. Todos tenemos derecho a participar en nuestro propio destino, en nuestro propio bien común. No cabe entonces ninguna exclusión. Es derecho humano” (14 de agosto de 1977).

Mons. Romero nos invita a ser constructores de “la civilización del amor”, la cual “condena las divisiones absolutas, las radicalizaciones”. Nos dice: “Creo que este es el gran mal de nuestra sociedad. Nos hemos polarizado, nos hemos radicalizado en dos extremos. Y los que están en el extremo derecho miran que todo lo de la izquierda es vituperable, es comunismo, es terrorismo, y hay que acabar con ello, hay que reprimirlo. Y no es cierto […] Hay muchas voces de justicia, de reivindicaciones necesarias, urgentes, que hay que oírlas. No todo reclamo de justicia social es comunismo ni es terrorismo. Tengamos oídos con ética de discernimiento, del amor, para saber oír, en la voz del campesino que se muere de hambre, no un terrorista, sino un hermano que está necesitando la voz, la ayuda del que le puede dar” (12 de abril de 1979).

En consecuencia, Mons. Romero llamó “a todas las clases sociales [a tomar] como propia la causa del pobre”. La invitación no es “demagogia, no es una división que queremos hacer, una lucha de clases”, porque esa causa es la “causa de Cristo” (18 de noviembre de 1979). Pero la causa de Cristo, inevitablemente, provoca división, “porque no todos comprenden la profundidad de [la] justicia donde están las raíces de la paz y solo quisieran una predicación muelle, suavecita, que no ofenda y que predique una falsa paz” (9 de abril de 1978).