Más allá de las urnas

Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero

Es costumbre arraigada presentar las elecciones como un acontecimiento de enorme trascendencia para el futuro de la sociedad salvadoreña. La propaganda electoral, que agita los ánimos con muchos meses de anticipación, solo exacerba la polarización política existente. El voto correcto, es decir, a favor del patrocinador de la propaganda, evita la catástrofe y promete prosperidad. Indudablemente, las elecciones son importantes para la vida democrática, porque de ahí salen los representantes. La cuestión es qué tipo de representantes son.

El alcance de las elecciones salvadoreñas es relativo, porque están en función del poder ejecutivo. En efecto, el interés de las próximas elecciones legislativas y municipales no es la representación de las necesidades y aspiraciones de la población, sino facilitar la elección y el gobierno del próximo Presidente. Este se encargará de cuidar los intereses populares. Ni siquiera la elección municipal, la más local, interesa en sí misma, porque el alcalde representa más los intereses del partido que los de la comuna. Es muy raro el alcalde que privilegia los intereses de esta sobre los de aquel. El desproporcionado poder del Ejecutivo ha reducido la representación a la insignificancia. En el mejor de los casos, se supone que el Ejecutivo es el único que sabe lo que conviene a la sociedad, porque sería su encarnación perfecta. De aquí al absolutismo no hay más que un paso. Por eso, la elección del poder ejecutivo es el centro de la vida democrática salvadoreña. Al no representar o representar poco, la elección a duras penas legitima a los diputados y a los concejos municipales. En cualquier caso, el mínimo del sistema democrático es la elección del gobernante por los gobernados.

Ahora bien, la mayoría por la cual resulta elegido el gobernante y aprobada la legislación es una simple dimensión aritmética, que debe tomarse cautelosamente. La mayoría es siempre una fracción, dominante, pero fracción al fin de cuentas. La equiparación del número más grande con la totalidad permite afirmar que la mayoría es suficiente para legitimar la actuación del gobernante. Pero esta concepción olvida que la sociedad se comprende cada vez más a partir de la noción de minoría. En la discusión sobre las pensiones, por ejemplo, el gobernante asume como interés de la mayoría el acceso al dinero barato y la oposición, las elevadas ganancias de las administradoras de pensiones. La imposición mayoritaria de una de esas posturas niega la representación a otros intereses, en concreto, a los cotizantes y a los no cotizantes. El error es de perspectiva. La totalidad es el conjunto de la población. La minoría no es una pequeña parte que deba someterse a la gran parte. De ahí la necesidad y la conveniencia de construir consensos amplios.

Así, pues, el régimen puede decirse democrático, pero la ciudadanía no es gobernada democráticamente, lo cual es fuente permanente de desencanto y descontento. El régimen es llamado democrático porque el poder sale de las urnas. Pero los representados se sienten abandonados por sus representantes y el pueblo, pasado el momento electoral, se percibe a sí mismo muy poco soberano. El vínculo entre el representado y el representante es bastante difuso. La cercanía y el entusiasmo, suscitado por las promesas y los repartos, se desvelan como lo que son en realidad: una ilusión vana. La ciudadanía no es escuchada, los funcionarios no asumen sus responsabilidades, los dirigentes mienten impunemente, la corrupción es rampante y los políticos no dan cuenta de sus actos.

La democracia es considerada como un régimen, pero no como una forma de gobernar. El desproporcionado poder asignado al Ejecutivo reduce la democracia a la elección del Presidente. Por tanto, es una democracia de autorización. En efecto, la elección otorga al Presidente permiso para gobernar en nombre de la ciudadanía, pero sin la obligación de escucharla y rendirle cuentas. El encuentro periódico del mandatario con los gobernados, cuidadosamente organizado y controlado por Casa Presidencial, no es más que el monólogo del Presidente de turno o sus ministros ante un auditorio pasivo y complaciente.

La democracia de autorización debe dejar paso a una democracia activa, cuyo centro sea la relación del gobernante con los gobernados. Una democracia donde estos dispongan de espacios reales para expresar sus opiniones y sus críticas, y también para controlar la gestión pública. En esa relación, la voz del pueblo es buscada, respetada y apreciada, no manipulada ni cooptada. Entonces, el pueblo será más que mayoría, pues será también una fuerza activa de opinión y control. Así, el ciudadano elector es complementado por el controlador. Esta modalidad democrática exige un gobernante con capacidad para escuchar, aun lo que no le gusta, y con capacidad para responder eficazmente. Así, pues, el poder no es una cosa, sino una relación, cuyas características definen la diferencia entre dominación y democracia. La democracia discontinua de las elecciones debe dar paso a la democracia activa, que construye consensos y donde las minorías son importantes.