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El "Tío Quin"


Al padre López y López lo llamé “Tío Quin” porque lo era realmente de mis vecinos de infancia Edgar, Víctor y Luis López Lindo, con quienes jugábamos béisbol con pelota de trapo. Debo confesar que me impresionaba que un señor se llamara dos veces López y que separara sus dos apellidos con esa “y” graciosa de la aristocracia española. Cuando después aprendí el concepto de la cacofonía, entendí que no era por ínfulas de nobleza que esa distinguida familia salvadoreña no quería llamarse simplemente “López López”. Creo que todo eso tiene que ver con el hecho de que, posteriormente, todo el mundo llamara “Lolo” al Tío Quin.

Una tarde de los años cincuenta, me junté con él en el nuevo edificio del Colegio Externado de San José, pues me dijo que quería hablar conmigo después de clases. Toda la plática del Tío Quin tenía por objeto invitarme a participar en un grupo de jóvenes que estaba organizando en los colegios católicos de San Salvador, masculinos y femeninos, para dar clases de catecismo, llevar ropa y comida, organizar juegos y recreaciones, y tomar contacto con la pobreza en las barriadas y los pueblos vecinos de la capital.

Le dije que sí, y no me acuerdo por cuánto tiempo estuve haciendo eso en mis horas libres. Todos habíamos visto antes la miseria y todos habíamos tenido alguna vez un gesto amable con otro ser humano. Pero eso de esforzase por aliviarla desde adentro, solidarizándose con los que la sufren, era cosa nueva para mí y me dejó marcado por el resto de mi vida. Le debo al Tío Quin, en buena parte, esa marca, y pienso que él quedó más marcado que yo, pues no recuerdo que haya hecho otra cosa hasta su muerte que aliviar el dolor, enseñar al que no sabe y organizar redes escolares para los más pobres en su estupenda obra de Fe y Alegría, que ha beneficiado a decenas de miles de niños y jóvenes salvadoreños.

 Román Mayorga, exrector de la UCA. Tomado de su libro Recuerdo de diez Quijotes